Gabriela pasó sus primeros días de regreso con la punzada constante del desarraigo clavada en el estómago. Al final, admitió que andaba partida en dos y que, a menos que fuera cierto aquello de que el tiempo todo lo cura, estaba perdida para siempre. La noche en que salió con las amigas se esforzó para no ser descortés y reprimió las ganas de ahogarse en alguna almohada donde no la vieran llorar. Cuando pudo hacerlo, a media madrugada, tuvo la certeza aplastante de que era infeliz.
Cada vez que pensaba en Lima, su biblioteca era la primera imagen que se le instalaba con precisión fotográfica y le nacía una especie de nostalgia intelectual. Extrañaba las mañanas grises en las que desayunaba en pijama tras los ventanales de su balcón, por donde se colaba la rama ancha de un árbol cubierto en su copa con unas flores inmensas como orquídeas. Aquella primera liturgia matinal era el comienzo de un día atareado, casi siempre enclaustrada entre las paredes antiguas de la universidad, donde perdía la noción del tiempo. Pasaba jornadas completas sin probar bocado, hasta que algún portero venía a avisarle que iban a cerrar y caía en la cuenta de que había estado sumergida durante horas entre libros polvorientos descifrando citas en griego o latín.
Pero Gabriela no se engañaba. Sabía que la herida no sangraba por los libros, ni por su casa frente al olivar, sino por el recuerdo de las horas felices con aquel argentino alegre que llevaba desparramado en el cuerpo como un mar de lava. Mientras Diana estaba ocupada con sus mensajes, aprovechaba para recordar gestos y palabras que se magnificaban ambiguamente por el efecto de la distancia. Ahora, lo amaba con locura, y al rato, el amor era un odio visceral. Los sentimientos sólo parecían hallar acomodo en un rencor definido cuando dejaba fluir su lado maternal, que la alejaba de toda piedad y no podía perdonar aunque se esforzara en ello.
Desde la separación, se había vuelto taciturna, como si de golpe le hubieran arrebatado la luz interior. Solamente encontraba consuelo en el hijo que le crecía y que, paradójicamente, le había dado y quitado todo. El placer de echarse boca arriba en la cama para sentir los movimientos acuosos en las entrañas y saber que era vida dentro de su propia vida la llenaba de gozo. Pero era un gozo distinto, una alegría apacible, una plenitud que no lograba ocupar el hueco de la otra ausencia. Y, sin embargo, nunca había sido tan feliz como en esos instantes egocéntricos en los que el mundo, literalmente, se reducía a su ombligo.
Cada tanto evocaba esas sensaciones y sentía ganas de morir. Procuraba evitar los recuerdos de los días oscuros que siguieron al parto, pero se empecinaban en volver como buitres y la abrumaban con escenas macabras de la niñita muerta. Fue el hombre de las flores amarillas quien se apiadó de ella cuando empezaron las contracciones prematuras y supo que no tendría fuerzas para llegar sola al hospital. Llamarlo fue una crueldad imprescindible, alimentar por unos segundos la ilusión para explicarle de inmediato que acudía a él por pura necesidad.
Mientras estuvo internada, el hombre se instaló al costado de su cama como el más amante de los maridos y esperó con paciencia que volviera en sí mientras le secaba el sudor y repasaba con un respeto amoroso cada pliegue de su cuerpo. Con cuánto placer la hubiera besado entonces. Cómo tuvo que pedirle a Dios que lo librara de la horrible tentación de acariciarla mientras dormía. Cuánto rezó junto a su cama, más por él que por ella, avergonzado de descubrirse dudando si era preferible perderla para siempre en el limbo de la muerte a saberla en otros brazos. Y mientras buscaba en su interior la fuerza para contenerse, se le ocurrió que algo habría que hacer con la niña.
Gabriela nunca supo ni quiso preguntar cómo se las había arreglado para que le dieran el cuerpecito. Y tampoco discutió cuando él propuso cremarlo. Estaba desesperada. Se golpeaba la cabeza y repetía que no iba a dejarla ahí, que quería morirse ella también, pero que por nada del mundo iba a enterrar a su hija en suelo limeño. Fue entonces cuando él le dio la idea de llevarla de vuelta a su país convertida en cenizas.
El día en que se despidieron en el aeropuerto, Gabriela lo abrazó y se mantuvo así por unos instantes durante los cuales él creyó diluirse en un temblor de la sangre; temió que le explotaran las venas y que el sudor pusiera en evidencia la magnitud que aquel drama significaba en su vida. Nunca la tuvo tan cerca, metida en el hueco de sus brazos, y nunca la sintió tan lejos. Gabriela recordaba al hombre de las flores amarillas y lamentaba no haber sentido por él más que la tibieza de una gratitud eterna. Hubiese querido quererlo, tanto como hubiese querido no querer al otro de esa manera desaforada que todavía la asaltaba cada tanto. Por eso, además, era el enojo. Porque pensaba que Horacio, con su egoísmo, le había negado la posibilidad de ser una mujer completa y no merecía ni la intimidad de un recuerdo.
Ahora estaba en su primer país, donde quedaba la memoria de la mitad de sus días. Había venido para enterrar a su hija porque sabía que tampoco en Lima iba a encontrar su lugar definitivo. Su lugar definitivo no existía. Podía estar ahí, en el Perú o en Arizona, o donde el viento la llevara en los próximos años. Quería que la hija echara raíces, que perteneciera a un suelo y pensó, en esa nebulosa irracional donde maduran las decisiones dolorosas, que no había lugar más adecuado que este donde, con el tiempo, terminaría mezclándose con las cenizas de sus abuelos.
De: Diaria
Para: Granuja
Enviado: jueves 24 de julio de 2003, 15:20
Asunto: ¿Alguna vez…
…jugó a la rayuela? Hoy voy a regalarle algo que leí en un libro que se llama precisamente así, Rayuela. Seguro que lo ha leído. Yo lo empecé hace añares y lo dejé porque era raro, difícil de leer, nombraba pintores y músicos que no conocía y, al final, me aburrió. Volví a intentarlo varias veces, pero siempre era igual. Igual, no. Después de los veinte lo intenté de otra forma, saltándome algunos capítulos que me parecían pesados. Ahí empecé a encontrar señales de que era un gran libro, un libro fuera de lo común. Y ahora, recién ahora he podido terminarlo. No crea que lo leí palabra por palabra. Ningún libro se lee de punta a punta. No hay que preocuparse por eso.
El caso es que Rayuela es como un armario en el que hay guardadas seis, siete, nueve prendas finísimas, de la mejor calidad. Y entreveradas con esas telas delicadas también hay prendas más rústicas, trapos, incluso algún pañuelo. Lo bueno salta a la vista apenas uno abre la puerta. No requiere explicación. Pero imagine que un día usted está resfriado. Le aseguro que lo único que importará será ese pañuelito insignificante. Así es Rayuela. Todo el mundo puede encontrar allí lo que busca.
No puedo seguir escribiendo. En un rato le mando lo prometido. Besos mil.
Diana