– No sabía que manejaras tan bien -Gabriela se arrepintió al instante-. Discúlpame.
– No me molesta, cuando te fuiste no manejaba. Estaba paralizada. No me preguntes qué me sacudió, pero no quería seguir así. Sobre todo porque lo recargaba a Nando.
– ¿Cómo está mi cuñadito?
– Contento de verte.
– ¿Buen mozo?
– El de siempre. Nada más tiene unas canas que…
– ¡Uh! Ya me lo imagino. Cuarentón irresistible.
Diana la miró con algo de tristeza.
– Puede ser. Yo lo noto igual que antes.
– Y tú estás más delgada. ¿Qué haces para estar así?
– Escuchame, payasa, ¿querés dejar ese tonito peruano insoportable?
– Se me pegó -rió Gabriela-. Lo peor es que ahora hablo un cocoliche del demonio. Hay días en que ando vos para aquí, vos para allá. Al otro, vuelvo al tú. Hay gente en la universidad que me quiere estudiar como un fenómeno de aculturación o no sé qué.
– Dejate de bobadas. Decime, ¿se me nota que estoy más flaca?
– Siempre fuiste flaca, pero ahora estás como con cinturita.
– Dieta.
– A ver si se me contagia. Me vendría bien rebajar un poco.
Tomaron una curva que les abrió el paisaje a la ciudad. Gabriela suspiró y forzó un espacio de silencio en el que sólo había lugar para los recuerdos. La silueta de los edificios se recortaba sobre el atardecer. “Los cielos de mi país son los cielos más hermosos del mundo”, pensó. Desvió la mirada hacia el río pardo, tan ancho como un mar, añorado en las tardes limeñas cuando veía el océano estrellarse contra los murallones en espumaradas blancas y se le anudaba el pecho pensando que por nada cambiaría las aguas revueltas de su viejo río.
Dos cosas había extrañado en Lima: la rambla costanera y el dulce de leche. Lo demás la había envuelto en un torbellino de sensaciones nuevas sin tiempo para nostalgias, pero por las noches, cuando la cama se volvía demasiado ancha, hubiera dado cualquier cosa por una cucharada. Anduvo días buscando algún sustituto que le calmara el antojo. Cuanto probaba le sabía a una mala copia, hasta que en la universidad alguien le dijo que en un restaurante argentino vendían dulce de leche casero a precio de oro.
El restaurante era una parrillada decorada con elementos camperos: rebenques, estribos y una rueda de carreta contra la pared del fondo, junto a un aljibe. La fachada colonial, con un imponente balcón de estilo morisco, no presagiaba el interior vicario de los campos del sur. Adentro, las carnes alineadas con un encanto que oscilaba entre el rigor científico y el arte buscaban su punto exacto; los ajíes abiertos a la mitad interrumpían la monotonía de achuras cuyo origen era mejor ignorar; envueltos en papel plateado, crujían papas y boniatos. Y allá al fondo, ardiendo en brasas intensas como un infierno bajo control, crepitaba la leña y se deshacía en humos aromáticos.
El asador era un hombrón de espaldas cuadradas que se rehusó con vehemencia a llevar gorro de cocinero y prefirió un casquito blanco que apenas le tapaba la pelada tan perfecta como una tonsura clerical. Vestía un delantal salpicado con sangre, que exhibía orgullosamente como prueba de su condición de parrillero de ley, y se enfurecía cuando alguien lo llamaba chef, oficio para maricones, según decía, porque aquello era cosa de machos y mejor que se cuidara quien se atreviera a meter mano en su parrilla.
Gabriela no reparó en el gigante la noche en que fue por primera vez a La Pampa. Se sintió perdida cuando le preguntaron si prefería el área para no fumadores.
– Dulce de leche -dijo.
La moza puso cara de fastidio y explicó lo obvio con obligada cortesía.
– Eso es un postre, señorita.
Gabriela, que necesitaba poco para activar su arrogancia, se sentó a la primera mesa que encontró libre y exageró su acento rioplatense para que aquella limeñita boba entendiera quién sabía más allí.
– ¿No digas? Vos sabés que yo pensé que era un aperitivo.
– La señorita tiene que cenar, primero.
Horacio seguía la conversación desde atrás del mostrador. Observó a Gabriela y pensó que aquellas caderas serían maravillosas en acción. Se acercó con sigilo. Antes de verlo, Gabriela olió su presencia por encima de los vahos de la parrilla.
– ¿Puedo ayudarte?
A la primera mirada, le pareció atractivo. Trató de disimularlo, pero ella también despedía un olor diferente, esa luz verde que habilita el segundo paso. Tiempo después, recordando aquella noche, Gabriela pensó que cada vez que un hombre y una mujer se encuentran, el instinto hace una rápida evaluación que presagia un posible “sí” o el “no” más inquebrantable.
La arrogancia se transformó en nerviosismo. Quería controlarse, pero el esfuerzo parecía empeorar las cosas. Con un ademán coqueto, acomodó el mechón rojizo que le caía sobre los hombros. La segunda señal. Horacio sabía que una mujer turbada por la presencia de un hombre casi siempre se toca el pelo. Decidió que era momento para el golpe de gracia y, sin esperar invitación, se sentó junto a ella.
– ¿Entonces? -preguntó casi divertido.
– Entonces, que no sé cuál es el problema. ¿Hay o no hay dulce de leche?
Horacio asintió a la moza que apareció con un bol pequeño rebosante de dulce. Gabriela quedó perpleja. Todo aquello resultaba ridículo.
– Me expresé mal. Lo que quiero es comprar dulce de leche. Llevármelo.
– Se extraña, ¿verdad?
– Mucho -respondió Gabriela y sintió que algo se aflojaba en su voz.
Él le alcanzó la cuchara sin dejar de mirarla. Noches más tarde, una madrugada boca al cielo, Gabriela le confesó que aquel mínimo gesto le había quebrado la guardia. Una pequeñez apenas, una mirada o la palabra justa que desarma cualquier defensa; de todo se sirve el amor para ir expandiendo sus redes mucho antes de que uno se dé cuenta.
– Quedaste callada -dijo Diana.
– Extrañaba esto. El aire huele distinto.
– No me dijiste hasta cuándo pensás quedarte.
Gabriela la miró como si aquella pregunta fuera un absurdo. Diana desvió el auto hacia una loma que trepaba varios metros y ofrecía un descanso con una vista imponente sobre la costa. Bajaron. Gabriela estiró los brazos y respiró profundamente, con los ojos cerrados. Diana abrió la puerta y se quedó sentada de costado, con las piernas hacia afuera.
– No sé.
– ¿Cómo que no sabes?
– Y sí, no sé. ¿Molesto?
– Podés quedarte el tiempo que quieras, no es eso…
– Hablás como si fuera extranjera. Por supuesto que puedo quedarme el tiempo que quiera. Esta es mi casa.
– No seas boba, Gaby. Nadie te está echando. Pero llegas así, de golpe. Hasta hace poco contabas maravillas…
– Vamos a la playa.
– ¡¿Ahora?! ¡¿Con este frío?!
– Sí, ahora, ¿qué gracia tiene bajar en verano?
Diana rezongó y cerró el auto. Apenas había guardado las llaves en la cartera cuando sintió un tirón de la mano y se vio arrastrada cuesta abajo en una carrera de tacos altos que tuvieron que frenar para no ser arrolladas por los autos que transitaban por la senda costanera. Estaban agitadas, las mejillas rojas, como en los mejores tiempos de la niñez, cuando jugaban a deslizarse por los taludes de la casa de verano. Gabriela respiraba con dificultad.
– ¿Estás bien?
– Hace tiempo que no me sentía así. Crucemos.
Se descalzaron al pisar la arena. Gabriela fue hasta la orilla y pateó el agua, que se deshizo en una miríada de gotitas plateadas. Diana observaba. Aquello empezaba a gustarle, pero por algún motivo sentía que alguien debía mantener la cordura y trataba en vano de decir algo solemne. El viento hubiera sido una excusa coherente, también las medias de seda empapadas, el auto mal estacionado, la arena cubierta de ramas y plásticos que la resaca había dejado la noche anterior; o el frío que subía por los pies y calaba cada centímetro de piel. El frío bastaba para volver. Pero no pudo articular una sola razón más poderosa que las ganas de estar allí.
Gabriela practicaba un paso de ballet. Los brazos estirados a los lados para buscar el equilibrio; un pie en punta describía un semicírculo al frente. Descanso. Luego, el otro pie por delante del primero, en otro semicírculo, hasta ir dejando tras de sí un rastro de arcos inacabados que el agua venía a lamer tan pronto ella daba unos pocos pasos. Giró. Se había apagado la euforia y estaba agotada. La arena recién surcada aparecía lisa, como si nadie la hubiera pisado.
– ¿Ves? Se me hace difícil dejar una huella.
Diana la imitó sobre la arena seca. Un pie adelante. Descanso. El otro pie. Las marcas quedaban a salvo del río, pero eran tenues, casi imperceptibles. Los granitos sueltos iban llenando los espacios que los pies dejaban. Diana quedó suspendida en el escenario de aquella playa vacía, como si acabara de recibir una revelación divina. Miró a su hermana con infinita ternura.
– A mí también -fue todo lo que pudo decir.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: jueves, 10 de julio de 2003, 13:21
Asunto: Un poco a las apuradas…
…le escribo. Recién llegué del aeropuerto con mi hermana. Está bien, aunque algo rara. Todavía no hemos tenido tiempo de hablar como Dios manda. Hoy pensé mucho en usted. Si viera qué linda ropa me compré para esperar a Gaby. En realidad, me la compré pensando en usted. Todo muy loco, ¿verdad? Ni siquiera sé cuáles son sus gustos. Cuénteme más, por favor. Cuénteme qué le gusta comer y su color preferido. ¿Va al cine? Que viaja, ya sé porque me lo ha dicho, pero ¿sólo por trabajo? ¿Y por placer? ¿Qué hace por placer?
Diana
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: jueves, 10 de julio de 2003, 15:00
Asunto: MMM…
Y que tipo de ropa? Diga que estoy trabajando, porque si no…
G.