Cuando Diana entró en el dormitorio de servicio, encontró a Gabriela envuelta en dos toallas blancas: una alrededor del cuerpo y la otra a modo de turbante. Estaba tendida en la cama boca arriba, con unas rodajas de pepino cubriéndole los ojos y una pasta amarronada esparcida por la cara, que le dejaba libre tan solo la línea roja de los labios. Diana la zamarreó y la otra, rescatada del más encantador de los sueños, despertó de un salto con la duda de no saber en qué país estaba.
– ¡¿Qué pasó?!
– ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué pasó?! -la voz de Diana sonaba furibunda-. Hace más de una hora que está la gente y vos durmiendo. No tenés remedio, Gaby. Siempre la misma egoísta. Y yo que no aprendo más.
Gabriela ya estaba de pie y se quitaba la máscara con trapos húmedos. Diana recogió las rodajas de pepino y un par de algodones sucios perdidos bajo la cama. El cuarto era un verdadero estropicio de ropa tirada por cualquier parte, medias colgando de los pestillos, potes abiertos y un olor a esmalte de uñas que, entibiado por la calefacción, hacía difícil respirar.
Solamente la cajita, tan inerte, tan sola, parecía ajena al caos.
– Vas a intoxicarte. -Diana abrió una ventana y el aire helado entró a raudales.
– No estaría mal -respondió Gabriela, con tanta seriedad que su hermana detuvo su recolección de objetos; pero fue un segundo al cabo del cual hizo como que no había oído.
– ¿Cuánto demorás?
– Me visto, me hago un brushing rapidito, un poco de pintura y lista.
– ¡Cuánto! -repitió Diana exasperada.
– Media hora. ¿Qué tal está?
– ¿Qué cosa?
– El fulano.
Diana pareció llegar al colmo de la paciencia. Cerró la ventana con una violencia que hizo peligrar el vidrio y antes de salir mintió:
– Ni lo miré, pero si no te apurás, Mercedes te madruga.
Tal cual lo anunció, media hora más tarde Gabriela emergía del cuarto transformada en una muñeca. A Diana le nacieron sensaciones ambiguas, que iban desde la admiración a un cierto recelo que atribuyó al enojo por la desconsideración de su hermana. No era eso, sino que Gabriela estaba escandalosamente bella y a su lado, ella y Mercedes palidecían. Lucio quiso jugar al caballero y le extendió una mano, pero Nando, con la oculta idea de que todo lo que se movía en su casa le pertenecía de algún modo, se antepuso a la mano extendida y le ofreció un brazo que su cuñada aceptó. Las mujeres, acomodadas en los almohadones, se preguntaban si no era hora ya de ir al baño para retocarse un poco y criticaban en silencio el desparpajo de aquel pantalón demasiado ajustado; los hombres admiraban el ejemplar precioso que venía a estropearles la armonía.
Gabriela los saludó de a uno. Se detuvo apenas con Bruno para darle el tiempo a que oliera su perfume en el instante breve del beso, y abrazó a Mercedes, que correspondió el abrazo y le dijo qué gusto le daba verla, lo linda que estaba, un poco más gordita, pero le quedaba bien. Agregó que seguramente había dejado algún corazoncito roto en Lima y luego se relamió las gotas de su veneno. Diana ya estaba en la cocina, donde parecía encontrar un refugio a su falta de gracia para comportarse en situaciones como esa. Miró sus uñas y se avergonzó de no haberlas arreglado. Poco importaba. Gabriela estaba en escena y las cartas, jugadas. No había que preocuparse por nada más que servir las empanadas y el vino, que del resto se encargaría su hermana. Cuando volvió con la fuente humeante, los otros estaban enfrascados en la primera discusión de la noche y no le prestaron atención mientras avisaba que una muesca, carne; dos muescas, humita; tres, jamón y queso.
– Sesenta años. Se casaron en un campo de concentración. Y no saben la fiesta que hicieron. Parecían dos tortolitos. Una historia de amor de esas… -contó Lucio con una cierta ingenuidad que a Mercedes le resultó insufrible.
– Lucio se compra todos los buzones -lo miró-. ¿Qué hablas de historia de amor? ¿Qué sabés? Si te invitaron a la fiesta por casualidad.
– Casualidad, no. Son clientes. A mí me gustó, fue emocionante. Los dos viejos rodeados por la familia…
Mercedes pidió a Bruno que le llenara la copa y elevó los ojos al techo en señal de fastidio, como pidiendo disculpas por su marido.
– En Lima supe de una pareja que llevaba casi setenta años -dijo Gabriela-. No puedo decir si eran tortolitos porque él tenía un Alzheimer galopante y no conocía a nadie. Ella estaba postrada, enferma, también. Gente de mucho dinero. Allá cuando se tiene, se tiene. Y los cuidaba un ejército de enfermeras y médicos. La casa parecía una clínica. La cuestión es que llevaban todo ese tiempo juntos.
– ¿Qué importa si son dos o cien años, si no se dan cuenta? -volvió a la carga Mercedes.
– Bueno, no siempre estuvieron enfermos -terció Diana.
Mercedes parecía obstinada en romper cualquier ilusión.
– ¿Y qué sabemos si antes funcionaban bien, si se querían? De pronto, fue un desastre. Todos conocemos gente que está junta toda una vida y se lleva como el culo.
A Nando le daba una pereza tremenda entrar en discusiones acerca de vidas ajenas. La incipiente borrachera de Mercedes iba a volver tediosa la charla, así que mejor sería alcoholizarla de una buena vez, a ver si se dormía y dejaba de hostigar al pobre Lucio. Pensó en Victoria y se preguntó cómo era posible que hubiera mujeres tan diferentes. El no habría aguantado ni un segundo al lado de esta serpiente empecinada en fortalecer su autoestima sobre los despojos de su marido. Le llenó la copa con una sonrisa de hiena mientras Victoria venía a instalársele en el pensamiento, y fue tan poderosa su presencia que temió que se le notara. Nada le pareció más atinado para desviar la discusión hacia cornisas menos peligrosas que hacer mención a los vinos que Bruno había elegido.
– Este último, excelente. Mejor que el anterior.
Bruno asintió con un rápido parpadeo, tomó su copa a medio llenar, la inclinó al trasluz y habló acerca de las cualidades del tinto. Lo hizo con tanta naturalidad que nadie se sintió apabullado, aunque, como resulta ineludible en estos casos, todos aprovecharon la ocasión para exponer las opiniones propias.
– Tiene un color divino -acotó Mercedes.
– Rubí -precisó Lucio y se arrepintió de inmediato. Quería tener la menor interacción posible con su esposa. La indiferencia de sus relaciones privadas se volvía agresividad cuando estaban en público.
– ¡Rubí! ¡Qué exactitud, por Dios! ¡Hasta parece que supieras!
Bruno intercedió para afirmar que, efectivamente, ese era el color del vino, y Mercedes tuvo que ahogar en otra copa su humillación, aunque para esa hora poco distinguía las emociones y todo se le transformaba en un rencor desconcertante del que Lucio era el blanco elegido, quizás alentada por la equívoca idea de que el amor no tiene un límite para la tolerancia.
– Los romanos adoraban el vino -apuntó Gabriela, un poco para aliviar la tirantez, otro poco para lucir sus conocimientos de cultura latina. Todos le dirigieron la atención, agradecidos de encontrar una fuga para el malestar innecesario en que los había sumido Mercedes.
Diana se admiraba de aquella capacidad de su hermana para atraer a la gente; Mercedes la maldecía en silencio y los hombres se regodeaban divertidos esperando que pusiera el punto final, para dar alguna opinión sesuda mientras le miraban la línea perfecta naciéndole en el escote. Gabriela estimó que aquel era el punto de caramelo. Se irguió en el borde del sillón, la espalda levemente arqueada hacia atrás exhibiendo su busto bien torneado y, con toda la sensualidad que pudo dar a su voz, agregó paladeando cada palabra y entrecerrando los ojos:
– Esa gente sabía tomar y comer, y otras cositas, claro -sonrió-. Parece que preferían tomar el vino por separado para no estropearse el paladar con el gusto de la comida. ¿Me equivoco? -se dirigió a Bruno con algo de ironía y él contestó levantando apenas los hombros como diciendo “no sé”, pero queriendo decir “no te vas a lucir a costa de mí, pedazo de creída”.
– ¡Qué banquetes! -siguió Gabriela, sin inmutarse por la indiferencia del otro-. Y aquel final, ¡Señor! Aquel final, las gaditanas bailando con los pechos al aire. ¡Uauuu! ¡Haber estado ahí!
Se detuvo, levemente excitada, sabiendo que su imagen semidesnuda danzando en plena orgía romana había surcado la mente de los otros como una estrella fugaz. El ambiente quedó cargado de un erotismo tal que Nando pensó si no eran preferibles los divagues de Mercedes. Se levantó sin decir palabra y fue a bajar la calefacción.