Diana no se acostó en su cama. Entró en el dormitorio y oyó la respiración de Nando perdido en un sueño que le era indiferente. Se sentó frente a la pantalla y esperó. Pasadas las tres llegó el mensaje. Lo leyó con un temblor de alegría y respondió buscando la elocuencia total en la brevedad de las únicas palabras que le salieron sin esfuerzo. Apagó la computadora y se sintió tranquila. Después de un tiempo insondable en el que había vivido haciendo equilibrio sobre la cuerda imaginaria del autoengaño, después de tanto tiempo se sentía tranquila. Paseó la mirada por la habitación y le pareció un lugar tan ajeno como cualquier cuarto de hotel, con una tuna triste queriendo ser flor y no. “Quizá mañana abra”, pensó, “quién sabe”. Volvió a la sala. La casa parecía una playa desangelada al amanecer. Gabriela dormía en el sillón. Acomodó los almohadones, se tapó con una manta vieja y se acurrucó vestida, a los pies de su hermana.
Al rato apareció Mercedes. Le tocó el hombro, le dijo que se iba y que más tarde la llamaba. Diana no estaba dormida, pero no tuvo ganas de levantarse. ¿Qué importaba? Que cada cual se hiciera cargo de su vida. Bastante tenía ella con aquel tropel de pensamientos empujándose en su mente como una manifestación enloquecida.
Nando se levantó cerca de las ocho. Pasó a su lado en puntas de pie y Diana pudo ver, a través de la línea fina que dejaban sus ojos entrecerrados, que ya se había vestido para ir a correr. También sabía que Nando corría para alejarse de aquella casa en la que ya no quería estar. Esa noche, pensó Diana, todo iba a cambiar. Nando no encontraría la comida esperando y a ella como una estúpida detrás del pasaplatos o mirando la tele. Cenaría con Gabriela, afuera o en cualquier otra casa.
Esperó que saliera, se levantó con dificultad y estiró la pierna izquierda con fuerza para evitar un calambre que empezaba a endurecerle la pantorrilla. Se mantuvo como una garza absurda, en el medio de la sala, rodeada por un barullo de platos sucios y servilletas de papel. Alguien había quemado el respaldo del sillón con un cigarrillo. Iba a murmurar una mala palabra, pero le salió una carcajada explosiva que sacó a Gabriela del sueño.
– ¿Qué hora es?
– Temprano. Dormí.
Gabriela se dio media vuelta y quedó de cara a la pared. Diana la tapó con la manta y fue a darse el baño que estaba necesitando desde hacía horas. Fue una ducha memorable. Ni siquiera se enjabonó; solamente se dejó estar bajo el agua caliente hasta que no hubo más. Y mientras lo hacía, pensaba que aquella era la primera ducha de su vida.
Cuando Gabriela se despertó, ya era casi mediodía. Afuera hacía frío y los vidrios de las ventanas estaban empañados, pero había un sol tibio que invitaba. Diana estaba sentada frente a ella y le sonreía. No había juntado ni un plato de la mesa. Parecía una reina boba sobre su trono de desperdicios.
– ¿Qué hacés? -dijo Gabriela, pero bien podría haber preguntado: “¿Cómo es que no ordenaste este relajo?”.
– Te miro.
– ¿Y por qué me miras? ¿Qué pasa?
– Nada. ¿Por qué tiene que pasar algo?
– No sé. Estás rara. ¿Se fueron los demás?
– Hace horas.
– ¿Y vos?
– Yo, ¿qué?
– ¿Qué haces sentada ahí, mirándome?
– Estaba esperando que te despertaras.
– Me levanto y te ayudo con todo esto.
– Ni te muevas -dijo Diana-. No pienso mojarme las manos.
– ¿Querés que limpie yo? Estás rarísima.
Diana volvió a sonreír y estiró los brazos hacia atrás.
– Por mí, si querés limpiar…
Gabriela se incorporó de un salto y se sacudió la manta. El sol le daba justo sobre la cabeza y el pelo rojo lanzaba unos destellos de cobre que la hacían más bella aún. Diana se vio linda en el reflejo de su hermana.
– Gaby, estuve pensando. ¿Por qué hay que esperar tanto?
– ¿De qué hablas?
– De tu hija. No es necesario pasar por eso.
Gabriela la miraba y no alcanzaba a comprender qué embrujo había poseído a su hermana mientras ella dormía. Aquello era una mala caricatura de la bella durmiente que despertaba luego de un sueño de cien años.
– Diana, ¿qué decís? Tuvimos una noche espantosa. Acabo de abrir los ojos y me salís con esto.
– Escuchame.
Salieron al jardín cuando el sol ya había evaporado la escarcha y el césped relucía como la cara fresca de un hombre recién afeitado. Diana iba delante. Gabriela volvía a ser la pequeña; se dejaba guiar con un desconsuelo de cachorro perdido. Sentía que había llegado al límite de las fuerzas y que no volvería a recuperar la calma hasta que todo aquello hubiera terminado. Subieron al auto en silencio y así transitaron por las calles vacías. Gabriela apretaba la cajita contra el pecho y su mente se diluía en un mar blanco, una lechosidad parecida a la nada de donde vienen los vivos y adonde van los muertos.
Diana conducía con los brazos estirados y la cabeza inclinada hacia atrás. Conducía sin pensar, como si la ruta estuviera marcada en un mapa imaginario o fuera un camino ineludible que debían recorrer si querían llegar a alguna parte. Y fue cuando el olor a sal le pegó de lleno en la cara que supo que el viaje había terminado.
– Aquí estamos.
– ¿Vos creés que las cenizas se llevarán todo? -preguntó Gabriela temblando.
– Menos la memoria.
– ¿Y para qué sirve recordar?
– No sé, supongo que para no seguir equivocándose.
– ¿Y el dolor, Diana? ¿Qué se hace con tanto dolor?
– También de eso se aprende.
Dejaron el auto en el promontorio frente al río, donde habían estado el día de la llegada, camino a la casa. El sol era ahora un sol de mediodía y calentaba el aire con una tibieza encantadora. Soplaba la brisa justa, que no era un viento destemplado ni la calma mansa que precede a la tormenta. Gabriela fue hasta el vértice de la loma y se detuvo unos centímetros antes de la pendiente. Llevaba la cajita como si fuera a ofrecerla en sacrificio. Apenas abrió la tapa, la inclinó un poco y el aire hizo todo lo demás. Cerró los ojos con la sensación de haber cumplido. Diana la miró emocionada. Se paró detrás y la abrazó con fuerza. Gabriela le apretó las manos y se quedaron mudas hasta que las cenizas queridas se desvanecieron.
– Ya está.
– No, Gaby, esto recién empieza. ¿Cómo te sentís?
Gabriela iba a decir “bien”, pero vio tanta seriedad en la expresión de su hermana que no tuvo dudas de que aquella pregunta contenía también un desafío. Estaba descolocada, un poco aturdida. Pensó unos segundos antes de responder.
– ¿Que cómo me siento? Libre. ¿Y vos?
– Con ganas de dejar huella -contestó Diana y arrastró a su hermana en una carrera desaforada hacia la orilla del río ancho como mar.