Los padres de Nando estuvieron felices de recibir a sus nietos durante las vacaciones de invierno. Dedicaban gran parte del año a preparar la casa para esa ocasión, como hormigas en espera del frío. Lo hacían con la felicidad de quien se ha pasado la vida en función de otros, alentados por la fuerte convicción de que todo se reduce a salud y trabajo y que no hay más placeres apetecibles detrás de los umbrales de esa pequeña realidad. En ese micromundo cebaban su dicha, y podría decirse que no estaban interesados en ampliar los horizontes, como si un temor bíblico los desalentara de cualquier pretensión más allá de la rutina que defendían desde hacía medio siglo.
Florencio y Mariana se casaron antes de cumplir los veinte y, a los diez meses, ya estaban celebrando el nacimiento de su único hijo. Si de ella hubiera dependido, habría parido una vez al año, pero un mal cardíaco lo impidió. El médico jamás le habló de esto, quizá porque le dio pena, quizá porque la vio tan niña que dudó que tuviera la inteligencia para comprender la seriedad que el caso exigía. Florencio lo recibió como prueba de amor y desde ese día Mariana fue más hija que esposa. Se entregó a este rol con la sumisión de quien recibe un mandato nacido de un afecto incuestionable.
Se amaron. A su manera, se amaron, aunque alguien podría preguntar si el triunfo consiste en la persistencia de los años, ganarle la partida al tiempo, solamente transcurrir. Ella se volvió devota del esposo y del hijo y les regaló las horas más preciosas con un amor absoluto que buscaba consagrarse en el cumplimiento riguroso de las costumbres. Estaba orgullosa de servir las comidas a horas fijas, del punto exacto de la pasta o de la forma en que salaba la carne con una precisión casi matemática; de que Nando hubiera tenido su primera caída a los cinco años y de que creciera sin un solo moretón en las piernas; de los cuellos almidonados y de los puños de nieve, de la línea perfecta de los pantalones y del resplandor de la platería. Jamás salía sin su marido y él nunca había faltado a dormir. A veces, se veía envejecer en el espejo y tenía una extraña sensación de incomodidad, pero la espantaba buscando alguna tarea pendiente antes de que los hombres volvieran.
Florencio tenía una pequeña imprenta en el sótano umbrío de una casona que amenazaba con desmoronarse en cualquier momento. Su único alivio durante las largas jornadas era la promesa de una cena caliente, la cama blanda y la certeza de que allá, en su reino, todo estaría pronto para cuando él llegara. Así se les fueron los años sin otra preocupación que el fantasma de la frágil salud de Mariana. En el refugio de la rutina encontraron el mejor remedio, y se dedicaron a construir con paciencia un ritual de seguridades que los hacía sentir a salvo. El menor cambio alentaba en algún rincón de las almas un pánico supremo a la muerte que acababa siendo el triste fundamento sobre el que transitaban sus días.
Marcos era el preferido de la abuela, Nana, como la había bautizado a media lengua. El nombre se le había pegado con tanta firmeza que los conocidos de los últimos tiempos no sabían que Mariana y Nana eran la misma persona. Habían desarrollado una complicidad cargada de la ternura nunca volcada en los nueve hijos que ella se empecinaba en nombrar como si alguna vez hubieran nacido. Los llamaba en un estricto orden, sin equivocarse, y llegaba en su extremo a atribuirles personalidades definidas. Estaba convencida de que Dios los tenía en un limbo, preservados de todo mal y que eran, los nueve, ni uno más ni uno menos, angelitos encargados de velar desde arriba, demasiado buenos para este mundo.
Abuela y nieto disfrutaban de las horas compartidas. Lo hacían sin la menor consideración hacia Andrés y Tomás, que habían asumido con algo de dolor aquel lugar de segunda. Apenas Florencio comenzaba su sobremesa de anécdotas inverosímiles, se levantaban con el pretexto de ordenar la cocina, pero se desviaban a la terracita. Despatarrados entre las macetas de malvones rojos, fumando a pitadas largas, construían un mundo en el que a veces sobraban las palabras. Los dos sentían la emancipación de sus respectivas cadenas y compartían, desde una distancia vital de varias décadas, la ansiedad de querer fumarse la vida a bocanadas: uno, con la perspectiva del futuro; la otra, con la certeza de lo que ya no sería.
– Si tu padre te ve, me mata -le decía ella entre risas.
– Y si nos ve el abuelo…
– ¡Que se vaya a cagar! -contestaba Mariana y la risa se volvía carcajada. Aquellas malas palabras eran una de las licencias que solo se permitía con su nieto. En su vida fuera de la terracita, jamás se había atrevido a decirlas, aunque sabía que tantas veces el poder liberador de una puteada bien puesta le habría ahorrado sufrimientos.
– Y, decime, ¿ya te decidiste?
– Ahí ando, Nana.
– Pero, seguís con aquella idea, ¿no?
Marcos largó el humo de a poco. Se acercó a la abuela y le apoyó la cabeza en la falda, sentado en el piso con las piernas estiradas.
– Estás tan largo, m'hijo, que dentro de poco no vamos a entrar aquí. Corré esa maceta así estás más cómodo. Entonces, ¿qué vas a hacer?
– Y, vos ya sabés, Nana, acá no hay futuro. Mis amigos se están yendo de a poco. Los que no se van con los padres están juntando plata para irse solos. Yo no voy a quedarme.
– No sé quién te metió en la cabeza eso de que acá no hay futuro. Con lo inteligente que sos, te iría bien en cualquier parte.
– Esto es deprimente, Nana. Estudiás y no te sirve para nada.
– ¿Y vos pensás que afuera es fácil? A mí me parece que querés irte porque se te ha pegado esa desesperanza horrible que anda por ahí, y tenés derecho, pero no creas que vas a caminar sobre flores, ¿eh? La vida lejos de la familia es brava. ¡Bravísima! Pero, bueh, si se te metió en la cabeza no hay nada que hacer. Andate, nomás y que Dios te acompañe.
– ¿Y cómo les digo a los viejos?
– No sé, pero si me decís que el plazo de inscripción vence ahora, vas a tener que apurarte.
– Mamá va a empezar con idioteces, que me va a extrañar, que…
– ¡Nene, qué querés! Un hijo que se va no es pavada. Le pasa a todas las madres, pero después se acostumbrará, como una se acostumbra a todo. Y si no, se aguanta y chau. No vas a dejar de hacer lo que querés por eso, ¿no?
– ¡No! Que se la banque, pero el viejo es duro.
Mariana se estiró por encima de la cabeza de su nieto para arrancar unas flores secas que afeaban la planta.
– Estos malvones necesitan agua -dijo como si hablara sola, y agregó:- ¡Si lo sabré! Es duro como el padre. Pero, ¿querés que te diga? Son los más fáciles de convencer. Es cuestión de conocer el punto flaco y atacar por ahí.
– Si casi no lo veo, ¿cuándo querés que le hable?
– ¿Y el fin de semana?
– ¿El fin de semana? Los viernes sale con amigos y vuelve tardísimo. A veces nos encontramos, yo llego de bailar y él…
– ¿Qué?
– Llega conmigo. Duerme un rato y sale otra vez.
– ¿Sale?
– A correr. Y ya no vuelve, se va al club, almuerza ahí. Aparece de noche, reventado.
– ¿Y tu madre?
– ¿Qué?
– ¿Cómo qué? ¿No le dice nada?
– Está en otra. Se la pasa enchufada a Internet, ni se entera de que papá no está. Mirá, con decirte que el domingo, que almorzamos todos juntos, se pone de un humor que no se banca ni ella. Quiere que comamos rápido y, si no, se levanta antes de la mesa y se prende a la máquina toda la tarde.
– Como sea, pero hay que hablarlo cuanto antes. Son muchos detalles para arreglar, Marquitos, permisos, pasaporte, los formularios. No te olvides de que te vas lejos -le acarició el pelo-. Mi nieto…
Marcos se dejó mimar y estuvieron un buen rato en silencio entregados a una nostalgia anticipada.
– ¿Querés que les hable yo?
– No, dejá, Nana. Te agradezco, pero no creo que cambie nada. Además, no voy a hacerte viajar hasta la ciudad.
– Podríamos organizar un asadito aquí. ¿Hace cuánto que no vienen? Y así, como quien no quiere la cosa…
– Y, sí, así puede ser.
– Dejámelo a mí, que yo te lo arreglo. Vas a ver que el año que viene me estás mandando una postal desde Londres.
– Nana, tendrías que tener computadora.
– ¡Si no sé ni cómo se prende!
– Yo te enseño. Dale.
– Por mí… Al que habría que convencer es a tu abuelo. Imaginate la cara que me va a poner si le digo que quiero una computadora.
– Y ¿por qué no?
– ¡A mi edad! Y justo yo; no creo que pueda entenderlo -se puso súbitamente seria-. Vos tenés que hacer lo que quieras, ¿escuchaste? La vida se pasa muy rápido, m'hijo. Ahora te parece que está toda por delante, pero si te descuidás, un día te das vuelta y la tenés montada sobre la espalda. Y ya no te la podés sacudir, no. Lo que no se hace a su tiempo, no se hace y te quedan las ganas para siempre, que es espantoso.
– ¿A vos te quedaron ganas?
– Mirame bien, Marquitos, mirame bien. Si yo tuviera tu edad, haría un montón de cosas, me sacaría todos los gustos.
– Entonces, te parece que me vaya, Nana. ¿Me apoyas?
Ella aspiró con fruición el cigarrillo. Miró a Marcos con un amor supremo, lo tomó de las orejas y se lo acercó a la cara. Le habló despacio, casi masticando las palabras.
– ¿Que si te apoyo? Si no te vas, te doy una patada en el culo, ¿está claro?
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 21:20
Asunto: ¿ Usted cree…
…que el amor dura para siempre? Diana
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 23:52
Asunto: mañana?
Yo creo que quiero verte y punto. No se de que amor me hablas. Por que me haces estas preguntas tan complicadas y no queres conocerme? No seria mas fácil que tomaramos un cafe y charlaramos? Diana linda, esto fue muy divertido al principio, pero ya estamos grandes. Vamos a vernos mañana. Decime donde y te voy a buscar. Si dura para siempre? No, me parece que no. Dura lo que dura y después viene otra cosa que no es lo mismo, pero que a algunos les sirve igual. A mi, no. Yo nunca pude acostumbrarme. Dale, decime que si.
G.