XIII

Hay maneras ridículas de delatarse, pero ninguna tan tonta como la de hablar dormido. La noche en que Diana se enteró de que había una Victoria en la vida de su marido, fue por pura casualidad. Sólo entonces pudo anudar las piolas sueltas que Nando iba dejando, ocupado como estaba en estrenar sensaciones cada día. Fue tan brutal la certeza, que Diana no tuvo el valor para zamarrearlo hasta sacarlo de aquel sueño en el que, seguramente, retozaba con la otra, y gritarle en la cara que era un cretino. La despertó un movimiento brusco que arrastró las sábanas hacia el otro lado de la cama. Nando había quedado envuelto y parecía buscar una posición de total comodidad donde soñar a sus anchas. Ella metió sus pies en los de él y se quedó quieta, pero la noche estaba fresca y pensó que no lograría recuperar el sueño si no se tapaba. Giró con suavidad y estaba a punto de tirar de la sábana cuando lo oyó murmurar palabras incomprensibles. Le pareció divertido. Nando era tan formal en su vida diaria que daba gracia verlo hecho un gatito entreverado en el lío de sábanas. Pero, de a poco, lo fue ganando el desasosiego y las palabras parecían atropellársele en la boca. Fue en ese momento cuando dijo “Victoria”. Lo dijo dos veces con una claridad espeluznante y la pobre Diana necesitó un buen rato para entender que esa noche alguien sobraba en la cama.

El día después, el peor de los días, mantuvo una serena fortaleza durante los pocos instantes en que estuvieron juntos, pero apenas él se fue, corrió a revolverle cuanto bolsillo tenía para encontrar cualquier cosa que le justificara la angustia. Se sentía indigna metiendo la mano con desesperación hasta el fondo de las costuras, arañando telas, desmenuzando pelusas y rasgando algún papel olvidado que resultó ser una boleta de la tintorería. Por supuesto que no encontró nada. Esos detalles casi siempre se tienen en cuenta. Casi siempre. A veces se dejan, quizá sin querer.

Cayó en la alfombra, extenuada. La imagen comenzó a perfilarse primero en una nebulosa de inseguridades y, poco a poco, se fue aderezando con pequeñas constataciones que transformaban aquella sospecha en una verdad: las llegadas tarde, el exceso de ropa nueva, el frasco de perfume en la gaveta del auto, los besos fugaces, el sexo obligado. Anduvo días deambulando en un tránsito mantecoso que la llevaba como autómata de la casa al trabajo sin más deseo que cumplir con los deberes y dormir todo lo que fuera posible. Se cuestionaba dónde había estado la falla, en qué eslabón suelto se rompía aquella cadena que había creído eterna. Buscó culpables, odió, quiso matar, a veces; y otras, apenas encontró la energía indispensable para levantarse de la cama. Si hubiera podido ver con la claridad que otorgan tiempo y distancia, habría caído en la cuenta de que no era Nando lo que más le dolía, sino sentirse sustituida. Pensó que estaba fea, que la otra, por definición, tenía que ser mejor, más joven, más linda. Y, como no podía ser de otra manera, quiso conocer a Victoria, otra forma de echar vinagre sobre las heridas.

Fueron semanas de sensaciones ambiguas en las que su universo se pulverizó en una nada de indiferencias. Daba lo mismo que la heladera estuviera vacía, que Tomás terminara la tarea, que perdieran el turno del dentista o que el color de su pelo asomara en las raíces con desvergüenza. Seguía los movimientos de Nando con una indiscreción elocuente, lo miraba fijo durante la cena o le hacía preguntas demasiado obvias que lo ponían en actitud de defensa anticipada. Pero jamás pudo verlos juntos ni encontrar el menor indicio material que le permitiera dar rienda suelta a la ira que la estaba consumiendo.

Hasta que una noche, justo antes de dormir, en ese instante que debería estar prohibido para cualquier confesión, le espetó a bocajarro la certeza de que tenía otra. Y Nando, que ya había olido esta inquietud en el aire espeso de su casa, negó con la rotundidad que venía preparando desde hacía tiempo y que le aseguró, al menos, el beneficio de la duda. Estaba convencido de que no se debía admitir una infidelidad aunque lo encontraran a uno en la misma cama. Aquella fue una noche para olvidar. Diana se debatía en un llanto furioso desde el que apenas lograba articular alguna amenaza incoherente. Nando, con una cuota de cinismo que estimó el menor de los males, la consolaba diciendo que era pura fantasía. Los dos recorrían un camino doloroso en el que la dignidad se resquebrajaba y quedaban deudas pendientes que siempre alguien terminaría pagando.

No volvieron a hablar del asunto, aunque sobrevolaba entre ambos, como un espectro tenaz, la paradójica situación de fingir que se ignora que el otro sabe. Hicieron lo que tantas parejas que siguen su curso con la convicción precaria de que es preferible no enterarse, de que cerrar los ojos hará desaparecer el problema y recuperarán esa endeble tranquilidad que da el orden. Nando se esmeró en cuidar los detalles delatores y Diana aprendió a buscar excusas. De alguna manera, renovaron su contrato y aceptaron la farsa de que el amor se puede inventar con buena voluntad.

Tantas veces, masticando lapiceras en la soledad de su despacho, Nando se frustraba en el intento de encontrar la fórmula para que nadie saliera lastimado. Maldecía no saber hablar de sus sentimientos con la facilidad con que lo hacían Diana y Victoria, y maldecía el momento en que alguien le había enseñado a esconder el llanto. Trataba de recordar a su padre manifestando siquiera alguna tristeza, pero apenas lograba traer la imagen de un titán que se fortalecía con el sacrificio. Aquella equivocación cultural tomaba en su vida la dimensión de una tragedia.

Cuando se permitía esos momentos de introspección, volvía a los primeros tiempos y sentía que su relación con Diana no había estado tan mal. Parecía claro que no existía más razón para aquel desgaste que el tedio o quizá la necesidad de ser querido con ojos nuevos, descubrirse capaz de seducir como hacía veinte años; quién podía saberlo. A veces, creía que su matrimonio había empezado a desmoronarse desde el primer día, imperceptiblemente, grano a grano, como un castillito de arena.

Ahora, todo era Victoria, amor Victoria, vida Victoria, aire Victoria, luz Victoria, ternura Victoria, risa Victoria, universo Victoria, pasión Victoria, deseo Victoria, Victoria, Victoria, Victoria, Victoria, Victoria clavada en el pecho como esa puntada dolorosa que sentía algunas tardes justo en el lado izquierdo, naciéndole desde el brazo, y que se consumía en unos segundos. Aquella rara mezcla de culpa y felicidad lo estaba matando.

– Estoy jodido -pensaba, y encendía un cigarrillo con la colilla del anterior.


De: Granuja

Para: Diana

Enviado: jueves 24 de julio de 2003, 23:56

Asunto: “pero el amor… esa palabra”


Cortazar sabia de estas cosas:


“Creo que soy porque te invento alquimia de aguila en el viento desde la arena y las penumbras y tu en esa vigilia alientas la sombra con la que alumbras y el murmurar con que me inventas”

G.

Загрузка...