Diana prefirió volver caminando. Hubiera podido contarle a Mercedes la larga historia que Gabriela le relató la tarde de su llegada, pero hay ciertas miserias que deben quedar dentro de las murallas de la familia, un espacio en el que casi todo encuentra justificación. Y lo que no se perdona, se barre por debajo de la alfombra.
En Lima rara vez llueve, tanto que Gabriela salió a empaparse con el primer aguacero que cayó pocas horas después de su regreso. Abría los brazos, miraba al cielo y no le importaba malograr su querida ropa mientras giraba como un espantapájaros desquiciado.
– Es una ciudad preciosa. En su época debe de haber sido una maravilla, imaginate. Te da una sensación rara, ¿sabés? Como de princesa pobre, algo que conoció épocas de esplendor y que no termina de acomodarse del todo a la realidad. No sé cómo explicártelo, pero a mí me gusta. Pintan las casitas de colores y los hombres usan camisas llamativas, aunque no creas que es por alegres, no. Es para contrarrestar el gris del cielo. Y los parques están florecidos y verdes como si lloviera todos los días, pero es a puro riego -contó mientras se secaba-. Donde yo vivo, en San Isidro, hay un olivar antiquísimo. Cientos y cientos de olivos, una belleza.
Se iluminaba al hablar de Lima. Entonces, desaparecía la nube de tristeza y volvía a ser la Gabriela extravertida, dueña de una gracia para cautivar con sus ademanes amplios y alguna palabra inventada con tanta inteligencia que terminaba siendo adoptada por la familia. Ahora, mezclaba el uso del tú con el vos en un lenguaje nuevo que era como un híbrido nacido de su alma partida en dos.
– Y el asunto es que ya no sé cuál es mi lugar. Peor, siento que no tengo lugar. Allá, mi trabajo, la posibilidad de seguir formándome, mi casa. Pero, aquí está la familia -volvió a opacarse el brillo de los ojos-. Y los recuerdos… Creo que ese es el lastre más pesado. En fin -suspiró-, los recuerdos siempre tironean desde algún lado de la cordillera.
– Y los de allá, ¿tironean fuerte?
– No vas a parar hasta que te cuente, ¿verdad?
– ¿Y qué te parece? Volvés hecha un trapo, decís que estuviste embarazada y yo tengo que hacer como que no me enteré. Contame lo que quieras, y si querés.
– Entonces tomemos algo.
– ¿A esta hora?
– Si no tomo un poco, no creo que me salga todo.
Diana trajo lo primero que encontró en el barcito y que resultó un licor de naranja. Lo sirvió en unas copitas redondas y se sentó en el piso apoyada contra la biblioteca, mientras Gabriela estiraba las piernas y ponía la punta de los pies sobre las rodillas flexionadas de su hermana. La tibieza del líquido pareció templar la garganta y aprestar el ánimo.
– Te hablé de un hombre en mis mensajes, ¿verdad?
– ¿El de las flores amarillas?
– No, pobre, ese es un buen amigo. Me acompañó cuando lo necesité y le estoy agradecida, pero nada más que eso. Es profesor, ¿sabías?, de sangre india por los cuatro costados. Yo sé lo que le pasó. Es que se encandiló con mis ojos claros y el pelo colorado. Es así. Con pinta de gringa, hay medio camino recorrido. Te juro que no sé por qué ese deslumbramiento si, después de todo, ellos tienen mujeres con rasgos aindiados que son preciosas. Pero, no. Parece un complejo de inferioridad, como si estuvieran todo el tiempo diciendo: “Vengan, vengan, terminen de conquistarnos de una buena vez”.
En este punto se detuvo porque el discurso empezaba a sonarle a panfleto, otra buena forma de evitar las verdades dolorosas. Vació la copita en un trago prolongado.
– Pero vuelvo al hombre. Es que no sé cómo decírtelo.
– ¿Y por qué es tan difícil?
– Porque siempre me pareciste… -se detuvo para buscar el adjetivo adecuado, pero todos sonaban ofensivos.
– Una tarada -ayudó Diana.
– Un poco pacata -sonrió Gabriela-, pero no es eso. Es que tu vida ha sido tan perfecta que yo me siento un desastre. Y no es de ahora. Siempre ha sido igual. Diana, la llena de luz, la divina, como te decía papá.
– El viejo, siempre con aquella manía del significado de los nombres.
– Nunca le prestamos atención, pero… -de pronto, pasó al vos como si también en esa forma particular de hablar estuviera guardada su esencia-, ¿sabés? Tiene que ver. Nomen est ornen. Hay nombres que son presagios.
– Vos, por ejemplo. Gabriela, la fuerza, el poder.
– Creo que papá esperaba un varón.
– No se equivocó. Sos una mujer fuerte, ¿no?
– Pura pinta. Y, si no, mirame ahora.
– No creo que volver sea una debilidad, Gaby ¿Otra copita?
Gabriela negó con un breve parpadeo.
– Me parece natural que busques ayuda en los que te quieren.
– Puede ser; el asunto es qué se hace después con todo el tiempo que resta. Vuelvo al dedal, me contienen, estoy segura, protegida, pero, ¿eso es vida?
Diana no supo qué contestar. La metáfora del dedal era la forma que Gabriela usaba para referirse al estilo de vida de su hermana, una de las tantas convenciones que sólo tienen sentido entre los que han compartido vida y que nada significan para los demás. Cuando niñas, había un enorme costurero de madera en la casa, una antigüedad de alguna bisabuela remota que atesoraba un dedal de plata. A Diana le gustaba ponérselo cada tanto, a escondidas, y lo disfrutaba con el mismo goce prohibido con que Gabriela se probaba las joyas de su madre frente a la medialuna del espejo. Aquel dedal tenía el encanto de lo viejo y también la calidez doméstica de las cosas que solamente pueden usarse dentro de casa. Cualquiera que hubiera estado allí para observar a las hermanas eligiendo los disfraces de sus fantasías habría podido predecir sin esfuerzo hacia dónde torcerían sus destinos.
– Eso es morir de a poco, Diana. No se puede estar siempre escapándole al dolor. Y ahora, te confieso, no encuentro las fuerzas para seguir. Todo me parece sin sentido. Incluso la profesión.
– ¿Te acordás del día en que te recibiste? Te felicitaban y vos, como si nada, apenas agradecías.
– ¿Y la pelea que tuvimos?
– Pero, ¡cómo no! Los viejos radiantes, la familia y los amigos bailaban a tu alrededor y la señorita con cara de “no es para tanto”. Llegó un momento en que te hubiera dado una cachetada. Después vino el trabajo en el colegio y tampoco estabas bien. Parecía que siempre buscabas otra cosa.
– Es que estaba buscando otra cosa. Mi meta no era ser una licenciada en Letras. Yo quería ser la mejor.
– ¿Querías?
– Supongo que todavía quiero. Sabés lo importante que fue conseguir la beca, y está la posibilidad de Estados Unidos, el doctorado.
– ¿Entonces?
Gabriela se encogió de hombros y se sirvió el licor que acababa de rechazar, más por llenar la falta de argumentos con algún gesto que por las ganas de beber.
– Decime, Diana. ¿Vos sos feliz? Quiero decir si alguna vez sentiste la felicidad.
– Y…, sí -contestó con un aire de duda que exigió una explicación-. Cuando me casé, cuando nacieron mis hijos, por ejemplo.
– A eso voy. Son chispazos, con suerte algunas horas. Pero la felicidad, la fe-li-ci-dad es una quimera. Es una maldita quimera que conspira contra sí misma. El asunto es creer que hay un estado de felicidad que uno puede prolongar en el tiempo, como si yo te dijera que entre los cinco y los diez años fui feliz. ¡Mentira! -las palabras salían de corrido, limpias, precisas-. Con suerte, habré tenido algún momento de felicidad, pero también hubo de los otros. Y uno se emperra en convencerse de que fue algo duradero y quiere recuperarlo. Pero es un engaño, Diana, te juro que es un engaño. Lo que quiero decir es que mientras vamos tras ella, la perdemos.
– ¿Como una insatisfacción permanente?
– Como una insatisfacción permanente que no te permite disfrutar porque siempre estás incompleta. Incluso cuando las cosas van saliendo bien, no te alcanza, querés más. Terminás volviéndote una egoísta. Eso soy, una egoísta. Y tuvo que pasarme algo terrible para que entendiera.
Ahora fue Diana quien necesitó otro trago.
– El hombre del que te hablé fue, es, un argentino que conocí en Lima. Me enamoré hasta las pestañas -se detuvo un instante para controlar el aire que parecía galoparle en el pecho-. Fue una relación perfecta, tocaba el cielo con las manos. Hasta el embarazo. Me dijo que no estaba en sus planes y que no quería saber nada con el asunto. Que me quería y todas esas cosas, pero del bebé, nada. O sea, que de golpe y porrazo me encontré sola, con un hijo en la panza, a miles de kilómetros de mi país y con una decisión que tomar. Te digo que fue una situación tan vulgar que hasta me avergoncé de haber caído como una idiota.
– Perdóname, no te enojes, pero no entiendo cómo…
– Ya sé, ni me lo digas. Estas cosas pasan, incluso con pastillas. Supongo que me habré olvidado de tomar alguna, quién sabe. No me mires así y ni se te ocurra empezar con el verso de que por algo me habré olvidado porque no es cierto. Pasó y chau.
– ¿Y por qué no me lo contaste?
– Ya me conoces. El orgullo, la omnipotencia, Gabriela, la fuerte, la poderosa, bld, bld, bld… Una imbécil. La cuestión es que lo mandé a la mierda, se me partió el corazón, pero lo mandé a la mierda y seguí adelante con el embarazo. Ahora entendés por qué no sabía si aceptar o no lo de Estados Unidos.
– Y al final, ¿en qué quedó?
– Tengo que decidirlo en poco tiempo. No van a esperarme forever. Es una de las razones por las que estoy aquí, a ver si se me aclara un poco esta cabeza loca.
– Dale, seguí.
– No tengo que contarte lo que es estar embarazada, ¿no? Me dio vuelta todo, cambiaron las perspectivas; la profesión ya no me pareció una cosa de vida o muerte, incluso la idea de criarlo sin padre me resultaba manejable.
– ¿Y él?
– Ya te dije. Fui yo la que decidió terminar. Imaginate, ¿qué relación podía tener con un tipo que había despreciado a su hijo? No, aquello no tenía futuro. Al principio, lloré hasta secarme, pero después me dio mucha rabia y ya no lo lamenté tanto. Además, el bebé empezó a moverse. ¿Ves? Estaba a años luz de ser feliz, pero esos instantes chiquititos eran la felicidad.
– Ni me lo digas. Me acuerdo perfectamente de la primera vez que sentí a Marcos. Como un pececito nadando en gelatina, así fue -se distrajo apenas, pero volvió a su hermana-. Era distinto, Gaby. Yo tenía a Nando, vos… Esas cosas se disfrutan juntos, pero así, sola… Yo no sé si me hubiera animado a seguir.
– ¿Y vos pensás que para mí fue fácil? Le di mil vueltas, no dormía, no quería comer. Morirme, eso quería. Creo que al final me decidió verlo a él tan frío. Me dolía por el bebé, pero más me dolía por mí. Me acordaba de cuánto nos habíamos querido, como escenas de una película, y no entendía adonde había ido a parar todo eso. O peor, si alguna vez había existido. Yo acepto que se haya asustado, pero no le perdono la falta de huevos. Y no sé, de verdad, no sé si elegí seguir con el embarazo para joderlo también a él.
Diana la escuchaba con suprema concentración sin animarse a hacer la pregunta que, desde hacía rato, flotaba en el aire.
– Un día me sentí mal, el médico me dejó internada. Empezaron las contracciones y nació. No te dije, era nena -apenas encontraba el aliento para continuar-. Creo que aguantó unas horas, no sé. Yo estaba fundida. La vi de lejos. Sabía que no tenía muchas probabilidades, pero, viste cómo es la esperanza, no te suelta hasta el final. Tuve un ataque, una cosa medio histérica. Me sedaron. Cuando desperté, me dijeron que había sido una cuestión de la maduración de los pulmones, algo así.
– Gaby…
– Eso fue hace menos de un mes -dudó antes de seguir.
– Por eso volviste.
– Volví a enterrarla aquí.
– ¡¿Qué decís?!
– La traje conmigo. No iba a dejarla para que terminara en un horno o en un frasco con formol, ¿no? -miró a su hermana y la serenidad se transformó en una expresión desesperada-. Necesito que me ayudes.
Diana quería creer que no había escuchado. Convencerse de que no era cierto. Que alguien, por favor, le dijera que era una pesadilla y que en aquella cajita sobre la cómoda del cuarto de servicio, aquella cajita que Gabriela traía apretada con celo en su bolso de mano, había cualquier cosa, cualquier otra cosa menos aquello en lo que no se atrevía siquiera a pensar.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: domingo 20 de julio de 2003, 14:25
Asunto: Los domingos deberían…
…estar prohibidos por ley, como casarse antes de los treinta. Fíjese que recién va a empezar la tarde y ya quisiera que fuera mañana. Nunca me han gustado los domingos. ¿Y a usted? ¿ Qué hace un domingo por la tarde? ¿O es de los pocos que disfrutan? Yo he analizado esta tristeza grande que me viene y le juro que nada tiene que ver con la cercanía del lunes. A mí el lunes no me molesta. Tampoco me gusta. Me da igual. Todos los días de la semana me dan igual. Salvo el domingo. Hoy quisiera desaparecer, esfumarme, olvidar que alguna vez tuve nombre y algún sueño.
Pero, mire las cosas que le digo. Va a pensar que estoy loca y ni siquiera eso. Ojalá lo estuviera. Como usted, payaso, que se hace llamar Granuja. ¿ Qué clase de nombre es ese? ¿El alias de un asesino? ¿El disfraz de un espía? ¿ Quién es Granuja, por Dios?
Ya empieza a preocuparme esta obstinación por ocultarme su nombre. A pesar de eso, lo único que me ilumina el día es saber que voy a encontrarlo en mi pantalla. Y espero su mensaje como si lo esperara a usted, recién bañada. ¿Será esto todo a lo que puedo aspirar?
Diana
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: domingo 20 de julio de 2003, 20:20
Asunto: la mejor uva del racimo
A mi tampoco me gustan los domingos, pero los peleo saliendo de casa. Si me quedo, termino hundido en un sillón duermo toda la tarde y cuando llega la noche, muerdo las paredes. Ves? Hoy podría haberte invitado a tomar algo. No digo al sol porque viste que frio hace, pero el frio también es lindo para estar mas cerca. Pensa que tarde hubieramos pasado juntos. Pensa y decime con sinceridad si tu domingo hubiera sido tan gris a mi lado. Seguro que no. Yo tambien te tengo fe.
Te intriga lo de Granuja, verdad? Asi me decían de chico. La historia es esta: mi familia tiene una bodega desde hace añares. Ya la vas a conocer algun dia. Esta en un lugar precioso, rodeada de viñedos. Tenia un hermano mayor que murio en un accidente hace trece años. Pasabamos alli el verano y fueron los tiempos mas felices de mi vida. Despues del accidente, mis padres quedaron muy mal y la familia se deshizo en poco tiempo. Como un soplido, asi de golpe se nos termino la alegria. Pero, vuelvo a lo del nombre. Sabes que es la granuja? Viste esas uvitas que se desgranan del radio? Eso es la granuja. Y de ahi viene la forma de llamar asi a los picaros, porque tiene que ver con esa costumbre de pasar por cualquier puesto donde venden uvas y pellizcar un racimo para robarse una al pasar. Yo lo hacia todo el tiempo, comia uvas robadas de los cajones cuando habia cosecha. Pero no cualquier uva. Elegia las mejores. Me volvi experto en detectar las mas dulces. Y un empleado me puso el nombrete. Asi me conocen mis amigos. Y esa es toda la historia, madame. En cuanto a mi nombre verdadero, contame primero vos de tu vida.
G.