Apenas entró en la sala, Mercedes se desprendió del brazo, caminó con paso marcial hacia el cuadro y lo enderezó. Se preguntó por qué lo encontraba siempre torcido, como si fuera parte de una estética de avanzada que alguien se dedicaba a cultivar minuciosamente. Sin embargo, todo allí rezumaba puras convenciones, una corrección política que no excitaba ni la crítica ni la admiración. Todo salvo aquel extraño cuadro que a Mercedes le parecía un soberano mamarracho, un capricho de Diana para perpetuar la felicidad, para engañarse sintiendo que su vida estaba congelada en aquella fotografía.
– ¿Y Nando? -preguntó por decir algo. Diana señaló el dormitorio. Estaba en la cocina y podía ver a los otros a través del pasaplatos. Mercedes jugaba a ser dueña de casa y le hacía señas a Bruno para que tomara asiento, pero apenas se acercó al sillón dio un grito que quebró la frialdad de los primeros momentos.
– ¡El postre! ¡Dejamos todo en el auto!
Bruno volvió a abotonarse el saco y caminó hacia la puerta. Parecía incómodo con la situación. Compartir una sala con dos mujeres que apenas conocía, en una casa nueva, sin mucho para conversar y apenas repuesto del vértigo de atender el tránsito y la cháchara de Mercedes, no era su idea de una noche de sábado. Se sintió aliviado cuando encontró esa excusa para tomar aire. Había aceptado ir porque sus amigos lo hartaban diciéndole que tenía que conocer gente y porque se había propuesto combatir con firmeza las ganas de quedarse en casa un sábado mirando televisión. Diana se acercó con las llaves. Cerró la puerta tras de él y se quedó olfateando el aire.
– ¿No es divino? -la voz de Mercedes la devolvió a la realidad.
– Tanto como divino, divino…
– ¡Amarga!
– ¿Tiene que gustarme? Es para Gaby, ¿no?
Mercedes frunció la nariz.
– Y no sabés qué caballero. Hasta me abrió la puerta del auto. Lucio lo hacía… antes. ¿Por qué será que se achanchan tanto con el matrimonio? ¿Te fijaste en que no tiene panza?
– ¡A mí qué me importa!
– Pero bien que lo miraste, zorra. Pensás que no te vi, pero te vi, lo miraste bien mirado.
Diana desvió los ojos hacia su habitación y pensó que quizá aquella reunión no había sido una buena idea. Comparada con Mercedes, parecía una moza contratada para servir. Pensó en cambiarse de ropa, pero el miedo a ser obvia le hizo buscar cualquier ocupación que le disipara la minusvalía emocional que ya la estaba ganando.
– ¿Vino?
– Dale, un vinito viene bien. No entiendo cómo no lo vi antes. Claro, será porque es amigo de Lucio y no le presté atención. No me imagino de qué pueden hablar. A Lucio le da lo mismo tomar vino de caja, no se da cuenta, se lo das y le decís que es un Luigi Bosca y el tipo como si nada, hasta te agradece.
A Diana le molestaba el desprecio constante hacia Lucio. Sentía que esa falta de respeto hacía tambalear sus propias bases de fortaleza, el sustrato donde cultivaba, con esfuerzo, la paciencia y la resignación. Por eso, quizá, y porque cuando las cosas son dichas se vuelven más ciertas, guardaba para sí el dolor tremendo que la infidelidad de Nando le causaba. Cada vez que Mercedes se internaba en sus diatribas, buscaba cualquier tangente por donde salir; pero esta vez no hubo necesidad porque Nando apareció como enviado del cielo y la salvó de forzar una conversación. Saludó a Mercedes con un beso de costado, que es el beso obligado impuesto por la cortesía.
– ¿Cómo te va?
– Bien, ¿y a vos?
– Bien.
– Me alegro.
Se hablaban con un dejo de ironía, arrastrando las palabras como si estuvieran tomándose el pelo. Era una forma de decirse que a cada uno le importaba un rábano cómo estuviera el otro y que compartían el mismo desagrado, una antipatía mutua que les resultaba difícil controlar y que se translucía en cada palabra, cada gesto, la propia actitud corporal; esa displicencia con la que se trataban y que los mantenía a una distancia desde la cual podían lanzarse los dardos del sarcasmo sin lastimarse demasiado. Parecía que Mercedes, extendida en el sillón, erguida apenas la cabeza para saludarlo y vuelta a dejarse caer, le estuviera diciendo: “Mirá que a mí no me engañás”. Y Nando, exhibiéndose con cierto pavoneo de macho dominante, las manos en los bolsillos, la piel lustrosa, oliendo a colonia, con la camisa abierta hasta el segundo botón, le contestara: “Vos sos la que le llena la cabeza a mi mujer”.
Sonó el timbre.
– ¡Seguro que es Lucio! -dijo Nando.
Ya había olvidado a Bruno y se sorprendió cuando lo vio entrar haciendo malabares con un paquetón y tres botellas. Pero lo que más lo sorprendió fue que Diana cambiara su expresión triste por una luz nueva que le encendió el rostro y la volvió repentinamente bella.