WAVERLY JONG

Las reglas del juego

Tenía seis años cuando mi madre me enseñó el arte de la fuerza invisible. Era una estrategia para salir vencedora en las discusiones, despertar respeto en los demás y, finalmente, aunque ninguna de las dos lo sabía entonces, para ganar en el juego de ajedrez.

– Muérdete la lengua -me reprendió mi madre cuando me eché a llorar ruidosamente y tiré de su mano hacia la tienda donde vendían bolsas de ciruelas saladas. Una vez en casa, me dijo-: Persona prudente, no va contra el viento. En chino decimos: ven desde el sur, avanza con el viento… ¡puum! El norte seguirá. El viento más fuerte no puede verse.

A la semana siguiente me mordí la lengua cuando entramos en la tienda que tenía las golosinas prohibidas. Al finalizar las compras, mi madre, en silencio, cogió del estante una bolsita de ciruelas y la puso sobre el mostrador, con los demás artículos.


Mi madre impartía sus verdades cotidianas para ayudarnos a mis hermanos mayores y a mí, a elevarnos por encima de nuestras circunstancias. Vivíamos en el Chinatown de San Francisco. Como la mayoría de los demás niños chinos que jugaban en los callejones detrás de los restaurantes y las tiendas de objetos curiosos, yo no creía que fuéramos pobres mi cuenco siempre estaba lleno y comía tres veces al día, empezando por una sopa con toda clase de cosas misteriosas cuyos nombres no quería saber.

Vivíamos en Waverly Place, en un piso cálido, limpio, de dos dormitorios, encima de una pequeña panadería china especializada en pastas al vapor y dim sum. A primera hora de la mañana, cuando todavía el silencio imperaba en el callejón, me llegaba el aroma fragante de las judías rojas, que cocían hasta convertirlas en una pasta dulce. Hacia el alba flotaba en nuestro piso el olor de las bolas de sésamo fritas y las medias lunas de pollo dulce al curry. Desde la cama oía los ruidos de mi padre que se preparaba para ir al trabajo, luego el de la puerta al cerrarse y el de la llave, una, dos, tres vueltas.

En el extremo del callejón de atrás de nuestra casa había un pequeño parque infantil, con columpios y toboganes, muy abrillantado s en el centro por el uso. La zona de juego estaba rodeada de bancos de madera, donde viejos del terruño se sentaban para partir con sus dientes de oro semillas de sandía tostadas, cuyas cáscaras echaban a un grupo cada vez mayor de palomas impacientes y arrulladoras. Pero el mejor terreno de juego era el callejón mismo, siempre rebosante de misterios y aventuras. Mis hermanos y yo escrudriñábamos el interior de la herboristería y observábamos cómo el viejo Li distribuía en una rígida hoja de papel blanco la cantidad apropiada de caparazones de insectos, semillas de color azafrán y hojas picantes para sus clientes achacosos que venían a consultarle. Se decía que una vez curó a una mujer que agonizaba a causa de una maldición ancestral que había eludido a los mejores doctores norteamericanos. Al lado de la farmacia había un impresor especializado en invitaciones de boda en relieve dorado y festivos banderines rojos.

Más abajo, en la misma calle, estaba el mercado de pescado de Ping Yuen. En el escaparate había una pecera llena de peces condenados y tortugas que trataban en vano de sujetarse a los resbaladizos costados de losetas verdes. Un letrero escrito a mano informaba a los turistas: «Todos los animales de esta tienda son para alimentación, no domésticos». Dentro, los carniceros con sus batas blancas manchadas de sangre despanzurraban diestramente los pescados, mientras los clientes hacían sus pedidos a voz en cuello y gritaban: «Dame el más fresco», a lo cual los pescateros siempre respondían: «Todos son los más frescos». En días en que el mercado estaba menos concurrido, inspeccionábamos las cajas de ranas y cangrejos vivos, bajo la severa advertencia de que no los tocáramos, las cajas de sepia seca e hilera tras hilera de gambas congeladas, calamares y pescados viscosos. Había unas barbadas que me hacían estremecer, pues tenían los ojos en un lado aplanado y me recordaban el relato que me contaba mi madre de una muchacha descuidada que cruzó corriendo y sin mirar una calle llena de tráfico y la atropelló un coche, dejándola aplastada como una lámina.

En una esquina del callejón estaba el café de Hong Sing, un café con sólo cuatro mesas y una escalera, en un hueco de la fachada, que conducía a una puerta con un rótulo en el que se leía: «Proveedores». Mis hermanos y yo creíamos que de noche, salía por aquella puerta gente del hampa. Los turistas nunca iban al local de Hong Sing, porque el menú sólo estaba impreso en chino. En cierta ocasión, un hombre blanco que tenía una cámara fotográfica muy grande nos hizo posar, a mí y a mis compañeros de juego, delante del restaurante, y nos pidió que nos hiciéramos a un lado del escaparate, para que saliera en la foto el pato asado con cabeza y todo, que colgaba de una cuerda pringosa de grasa. Después de que nos fotografiara le dije que debería comer en casa Hong Sing. Cuando él sonrió y preguntó qué servían, le grité: «¡Tripas y pies de pato y menudillos de pulpo!». Entonces mis amigos y yo echamos a correr por el callejón riendo alocadamente, y nos escondimos en la gruta que formaba la entrada de la Compañía China de Gemas. El corazón me latía con fuerza por la esperanza de que aquel hombre nos persiguiera.

Mi madre me puso el nombre de la calle donde vivíamos: Waverly Jong, mi nombre oficial para los documentos importantes, pero mi familia me llamaba Meimei, «hermanita», pues era la más pequeña y la única hija. Cada mañana, antes de salir hacia la escuela, mi madre me retorcía y estiraba el espeso cabello negro hasta formar dos coletas muy apretadas. Un día, mientras se afanaba rastrillando mi cabello rebelde con un peine de púas duras, tuve una ocurrencia maliciosa.

– ¿Qué es la tortura china, mamá? -le pregunté.

Mi madre meneó la cabeza. Tenía una horquilla para el pelo entre los labios. Se humedeció la palma y me alisó el cabello por encima de la oreja, introduciendo luego la horquilla de tal manera que me rozó bruscamente el cuero cabelludo.

– ¿Quién dice esas cosas? -me preguntó, y si se daba cuenta de mi malicia no lo aparentó en absoluto.

– Un chico de mi clase dijo que los chinos practican la tortura china -repliqué, encogiéndome de hombros.

– Los chinos hacen muchas cosas -se limitó ella a decir-. Los chinos hacemos negocios, medicina, pintura… Torturamos, sí, y mejor que nadie.


La verdad es que el juego de ajedrez lo recibió Vincent, mi hermano mayor. Habíamos ido a la fiesta navideña que se celebraba cada año en la Primera Iglesia Bautista China, al final del callejón. Las misioneras habían reunido una serie de regalos donados por feligreses de otra iglesia. Los paquetes no tenían nombres de destinatarios y había sacos distintos para chicos y chicas de edades diferentes.

Uno de los feligreses chinos se había disfrazado de Papá Noel y llevaba una barba de papel con bolas de algodón pegadas. Sin duda los únicos niños que le consideraban verdadero eran demasiado pequeños para saber que Papá Noel no era chino. Cuando me llegó el turno, el hombre quiso saber mi edad y esta pregunta me pareció engañosa, pues tal como se contaban los años en Estados Unidos tenía siete, pero según el calendario chino eran ocho. Le dije que nací el 17 de marzo de 1951, Y esto pareció satisfacerle, Entonces me preguntó en tono solemne si aquel año me había portado como una niña muy, muy buena, si creía en Jesucristo y obedecía a mis padres. Yo sabía que esas preguntas sólo podían tener una respuesta, y asentí con la misma solemnidad.

Había visto a los otros niños abrir sus paquetes y ya sabía que los regalos grandes no eran necesariamente los más interesantes. Una chica de mi edad recibió un gran libro de personajes bíblicos para colorear, mientras que una muchacha menos codiciosa, que seleccionó una caja más pequeña, consiguió un frasco de agua de lavanda, El sonido de la caja también era importante. Un chico de diez años eligió una caja que producía un sonido discordante al agitarla. Era un globo terráqueo de hojalata, con una ranura para introducir dinero, Debió de creer que estaba llena de monedas, porque cuando vio que sólo contenía diez centavos puso tal cara de decepción, sin tapujos, que su madre le dio un cachete y se lo llevó de la iglesia, pidiendo disculpas a los demás feligreses porque su hijo tenía tan malos modales que no sabía apreciar un regalo tan bonito.

Eché un vistazo al saco y palpé rápidamente los regalos restantes, los sopesé e imaginé su contenido. Elegí un paquete pesado y compacto, envuelto en brillante papel de estaño y con una cinta de satén rojo. Contenía doce unidades de Life Savers, y me pasé el resto de la fiesta colocando una y otra vez los tubos de caramelos, ordenándolos según mis preferencias. Mi hermano Winston también eligió sagazmente su regalo resultó ser una caja de complicadas piezas de plástico y, según las instrucciones de la caja, una vez ensambladas adecuadamente tendría una auténtica réplica en miniatura de un submarino de la segunda guerra mundial.

V¡ncent consiguió el juego de ajedrez, y habría sido un regalo muy apropiado en una fiesta navideña parroquial, de no haber sido porque, como descubrimos más tarde, estaba evidentemente usado y le faltaba un peón negro y un caballo blanco. Mi madre dio efusivas gracias al benefactor desconocido, diciendo: «Es demasiado bueno, demasiado costoso», y entonces una anciana de fino cabello blanco nos miró, hizo un gesto de asentimiento y dijo en un susurro sibilante: «Feliz, muy feliz Navidad».

Al regresar a casa, mi madre le dijo a Vincent que tirara el juego de ajedrez. «Si ella no lo quiere, nosotros tampoco», comentó, moviendo la cabeza rígidamente a un lado, con una sonrisa tensa y orgullosa. Mis hermanos hicieron caso omiso de sus palabras. Ya estaban colocando las fichas sobre el tablero y leyendo el manoseado libro de instrucciones.


Durante las vacaciones navideñas observé cómo jugaban Vincent y Winston. El tablero de ajedrez parecía encerrar complicados secretos en espera de que los desentrañaran. Las piezas eran más poderosas que las hierbas mágicas del viejo Li, que remediaban maldiciones ancestrales, y mis hermanos ponían unas caras tan serias que yo estaba segura de que estaba en juego algo más importante que evitar la puerta de los proveedores en el restaurante de Hong Sing.

– ¡Dejadme! ¡Dejadme! -les rogaba en el intervalo entre dos partidas, cuando uno de mis hermanos exhalaba un profundo suspiro de alivio por su victoria; mientras el otro se disgustaba y no podía resignarse a su derrota.

Al principio, Vincent no quería dejarme jugar, pero cuando le ofrecí mis Life Savers para sustituir los botones que representaban las fichas faltantes, se avino. Eligió los sabores: cereza silvestre para el peón negro y menta para el caballo blanco. El ganador podría comerse los dos.

Mientras nuestra madre rociaba con harina y amasaba los pequeños círculos de pasta para el budín relleno que cenaríamos aquella noche, Vincent explicaba las reglas, señalando cada ficha.

– Cada uno tiene dieciséis fichas: un rey, una reina, dos alfiles, dos caballos, dos torres y ocho peones. Los peones sólo pueden moverse una casilla hacia adelante, con excepción del primer movimiento, en el que pueden avanzar dos, pero sólo pueden comerse fichas en sentido transversal, así, excepto al principio: entonces puedes moverlos adelante y comerte otro peón.

– ¿Por qué? -le pregunté mientras movía mi peón-. ¿Por qué no pueden avanzar más casillas?

– Porque son peones -replicó.

– Pero, ¿por qué tienen que moverse de través para comerse otras fichas? ¿Y por qué son todos peones y no hay peonas ni peoncitos?

– ¿Por qué es azul el cielo? -respondió Vincent-. ¿Por qué has de hacer siempre preguntas estúpidas? Esto es un juego y tiene unas reglas que yo no he inventado. Mira, está en el libro. -Golpeó una página con el peón que tenía en la mano-. Peón, ¿ves? P-E-O-N. Peón. Léelo tu misma.

Mi madre palmoteó ligeramente para quitarse la harina de las manos.

– Déjame ver el libro -dijo en voz queda. Examinó las páginas con rapidez, sin leer los símbolos ingleses, extraños para ella, sin apariencia de buscar algo en concreto-. Estas son reglas norteamericanas -concluyó, y en su inglés, tan deficiente cuando tenía que decir más de tres palabras, nos explicó-: Cuando vas a país extranjero, debes conocer reglas. Juez dice: no las conoces, pues lástima, vuelve a tu país. No te dicen por qué, y así no sabes manera para seguir adelante. Te dicen: no sabemos por qué, tú mismo descubres. Pero ellos saben desde principio. Así que mejor aceptas y descubres tú mismo. -Echó la cabeza atrás, con una sonrisa de satisfacción.

Más adelante averigüé todos los porqué, leí las reglas y busqué todas las palabras desconocidas en el diccionario. Tomé libros prestados de la biblioteca municipal de Chinatown y estudié cada ficha de ajedrez, tratando de absorber el poder que contenían.

Aprendí los movimientos iniciales y por qué es importante controlar el centro desde el principio, pues la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta a partir del medio. Aprendí cómo se juega en el medio y por qué las tácticas entre dos adversarios son como ideas que chocan. El que juega mejor tiene los planes más claros tanto para atacar como para librarse de las trampas. Aprendí por qué la previsión es básica en la jugada final, una comprensión matemática de todos los movimientos posibles, así como paciencia. Todos los puntos flacos y las ventajas son evidentes para un adversario fuerte, mientras que un contrario fatigado no los percibe. Descubrí que es preciso hacer acopio de fuerzas invisibles para toda la partida y ver la jugada final antes de iniciar el juego.

También descubrí por qué nunca debía revelar el «por qué» a los demás. Retener cierto conocimiento es una gran ventaja que uno ha de almacenar para su uso futuro. Ese es el poder del ajedrez. Es un juego de secretos, en el que uno debe mostrar y jamás decir.

Me encantaban los secretos que descubría en las sesenta y cuatro casillas blancas y negras. Dibujé cuidadosamente un tablero y lo clavé en la pared, al lado de mi cama. Por las noches lo miraba y libraba en él combates imaginarios. Pronto dejé de perder partidas y tubos de Life Savers, pero perdí a mis adversarios. Winston y Vincent se interesaron más en recorrer las calles al salir de la escuela, tocados con sus sombreros de cowboy Hopalong Cassidy.


Una fría tarde de primavera, cuando regresaba a casa después de la escuela, me desvié a través del parque infantil en el extremo de nuestro callejón. Vi un grupo de ancianos, dos de ellos jugando al ajedrez con un tablero plegable, otros fumando en pipa, comiendo cacahuetes y mirando a los jugadores. Corrí a casa y cogí el tablero de Vincent, que estaba guardado en una caja de cartón sujeta con gomas elásticas. Seleccioné también dos de los mejores tubos de Life Savers. Regresé al parque y me acerqué a un hombre que estaba observando el juego.

– ¿Quiere jugar? -le pregunté. El me miró sorprendido y sonrió al ver la caja bajo mi brazo.

– Hace mucho tiempo que no juego con muñecas, hermanita -me dijo, sonriendo con benevolencia. Rápidamente puse la caja a su lado y saqué mi tablero.

Lau Po, como me permitió llamarle, resultó ser un jugador mucho más diestro que mis hermanos. Perdí muchas partidas y muchos Life Savers, pero en el transcurso de las semanas, a medida que desaparecían los tubos de caramelos, adquiría nuevos secretos, cuyos nombres me daba Lau Po. El doble ataque desde las orillas oriental y occidental, arrojar piedras al ahogado, la reunión súbita del clan, la sorpresa de la guardia durmiente, el humilde sirviente que mata al rey, arena en los ojos de las fuerzas que avanzan, una muerte doble sin sangre.

Conocí también los detalles de la etiqueta propia del ajedrez: mantener las piezas capturadas en hileras pulcras, como prisioneros bien custodiados, no anunciar nunca «jaque» con vanidad, para evitar que te degollara alguien con una espada invisible, no tirar nunca fichas a la salvadera tras haber perdido una partida, porque luego deberías buscarlas sin ayuda de nadie, tras haber pedido disculpas a los demás. Hacia el final del verano, Lau Po me había enseñado todo lo que sabia, y yo me habla convertido en una buena jugadora de ajedrez.

Los fines de semana, cuando jugaba y derrotaba a mis adversarios uno tras otro, se reunía a mi alrededor un grupo de chinos y turistas. Mi madre se sumaba a los espectadores para presenciar aquellas jugadas de exhibición al aire libre. Se sentaba, orgullosa, en el banco y, con una humildad apropiadamente china, decía a mis admiradores: «Tiene suerte».

Un hombre que me veía jugar en el parque le sugirió a mi madre que me dejara participar en los campeonatos de ajedrez del barrio. Mi madre respondió con una amable sonrisa que no significaba nada. Yo lo deseaba con todas mis fuerzas, pero me mordí la lengua. Sabía que no me dejaría jugar entre desconocidos, y así, cuando regresábamos a casa, le dije con un hilo de voz que no quería participar en el campeonato del barrio, pues tendrían reglas norteamericanas y, si perdía, sería una vergüenza para mi familia.

– Vergüenza es caerte si nadie empuja -sentenció mi madre.

Durante el primer campeonato, mi madre se sentó conmigo en la primera fila, mientras aguardaba mi turno. Yo movía las piernas con frecuencia, para despegarlas de la fría silla metálica plegable. Cuando oí mi nombre, me levanté de un salto. Mi madre desenvolvió algo que tenía en el regazo. Era su chang, una pequeña tableta de jade rojo que retenía el fuego del sol. «Da suerte», susurró, y la metió en el bolsillo de mi vestido. Me volví hacia mi contrario, un chico de quince años que venía de Oakland. El me miró, frunciendo la nariz.

Cuando empecé a jugar, el chico desapareció, los colores de la sala se esfumaron y no veía más que mis fichas blancas y las suyas negras que esperaban en el otro lado. Noté el soplo de una brisa ligera susurrándome secretos que sólo yo podía oír.

«Sopla desde el sur», musitaba. «El viento no deja rastro.» Vi un camino sin obstáculos, así como las trampas que debía evitar. La muchedumbre se movía y murmuraba. «¡Chis! ¡Chis!», decían las esquinas de la sala. El viento sopló con más fuerza. «Arroja arena desde el este para distraerle.» El alfil se adelantó, preparado para el sacrificio. El viento siseaba, cada vez con mayor intensidad. «Sopla, sopla, sopla. No puede ver, ahora está ciego, haz que se aparte del viento para que te sea más fácil derribarle.»

– Jaque -dije entonces. El viento rugió de júbilo y fue disminuyendo hasta confundirse con los leves soplos de mi respiración.

Mi madre colocó mi primer trofeo al lado del nuevo juego de ajedrez de plástico con que me había obsequiado la sociedad Tao del barrio.

– Próxima vez, gana más, pierde menos -me dijo al tiempo que frotaba las piezas con una gamuza.

– Pero mamá, no se trata de las piezas que pierdes. A veces es necesario perder algunas para seguir adelante.

– Mejor perder menos, ver si necesitas de veras.

En el torneo siguiente gané de nuevo, pero fue mi madre la que sonrió triunfante.

– Esta vez ocho piezas perdidas. Última vez once. ¿Qué te dije? ¡Mejor perder menos!

Yo estaba irritada, pero no podía decir nada.

Participé en más torneos, cada vez más lejos de casa, y gané todas las partidas y en todas las divisiones. El pastelero chino que tenía su tienda en los bajos de nuestro edificio expuso mi creciente colección de trofeos en el escaparate, entre los pasteles polvorientos que nadie compraba nunca. Al día siguiente de mi triunfo en un importante torneo regional, adornó el escaparate con un pastel de hojaldre recién hecho. La superficie era de nata batida y tenía una inscripción en letras rojas que decía: «Felicidades Waverly Jong, campeona de ajedrez de Chinatown». Poco después, el empresario de un negocio de floristería, grabado de lápidas y pompas fúnebres, me ofreció su patrocinio en torneos nacionales. Entonces mi madre decidió que dejara de fregar los platos y encargó mis tareas a Winston y Vincent.

– ¿Por qué tiene que jugar mientras nosotros hacemos todo el trabajo? -se quejó Vincent.

– Nuevas reglas americanas -dijo mi madre-. Meimei juega, exprime cerebro para ganar ajedrez. Vosotros jugáis, es como escurrir una toalla.

Cuando cumplí los nueve años era campeona nacional de ajedrez. Aún distaba unos 429 puntos de la categoría de gran maestro, pero ya me llamaban la Gran Esperanza Blanca, era un niño prodigio, y hembra por añadidura. Publicaron mi foto en la revista Life, al lado de una cita de Bobby Fischer: «Jamás una mujer llegará a gran maestro». El pie de la foto decía: «Tu jugada, Bobby».

El día que me hicieron la foto para la revista llevaba unas trenzas muy pulcras, sujetas con pasadores de plástico y adornadas con brillantitos de imitación. Estaba jugando en el gran salón de actos de un instituto de segunda enseñanza, donde resonaban las toses flemáticas del público y los chirridos del caucho que remataba las patas de las sillas al deslizarse sobre los suelos de madera recién encerados. Ante mí se sentaba un norteamericano que tendría la edad de Lau Po, quizá cincuenta años. Recuerdo que su frente sudorosa parecía llorar cada vez que yo movía una pieza. Llevaba un traje gris y maloliente, uno de cuyos bolsillos contenía un gran pañuelo grande con el que se enjugaba la palma antes de deslizar la mano hacia la pieza de ajedrez elegida con un gran floreo.

Enfundada en un almidonado vestido blanco y rosa, con un rasposo encaje en el cuello, uno de los dos que mi madre me había confeccionado para aquellas ocasiones especiales, me sujetaba el mentón con las palmas, los codos ligeramente apoyados en la mesa, tal como mi madre me había enseñado para posar ante la prensa, y balanceaba los pies calzados con zapatos de charol como una niña impaciente en un autobús escolar. Entonces me detenía, aspiraba, agitaba la pieza elegida en el aire, como si no me decidiera, y finalmente la colocaba en su nuevo lugar amenazante y completaba la jugada dirigiendo a mi adversario una sonrisa de triunfo.


Ya no jugaba en el callejón de Waverly Place, nunca visitaba el parque infantil donde se reunían las palomas y los viejos. Iba a la escuela y regresaba directamente a casa para aprender nuevos secretos del ajedrez, ventajas hábilmente ocultas, nuevas rutas de escape.

Pero en casa me resultaba difícil concentrarme. Mi madre tenía la costumbre de permanecer a mi lado mientras yo planeaba mis jugadas. Creo que se consideraba una especie de aliada protectora. Apretaba los labios y después de cada jugada emitía un tenue «hummmm» nasal.

– Mamá, no puedo practicar si te quedas aquí -le dije un día.

Ella se retiró a la cocina y empezó a trastear ruidosamente con cazuelas y sartenes. Cuando cesó el ruido, vi por el rabillo del ojo que estaba de pie en el vano de la puerta. Emitió otro «¡hummm!», esta vez con la garganta.

Mis padres hicieron muchas concesiones para permitirme practicar. Una vez me quejé de que el dormitorio que compartía con mis hermanos era tan ruidoso que me impedía pensar. A partir de entonces los chicos durmieron en una cama instalada en la sala de estar, en el lado que daba a la calle. Dije que no podía terminar el arroz porque la cabeza no me funcionaba bien cuando tenía el estómago demasiado lleno. Me levantaba de la mesa con los cuencos a medio terminar y nadie protestaba. Una sola tarea no pude evitar: los sábados, cuando no se celebraba ningún torneo, tenía que Acompañar a mi madre al mercado. Ella caminaba orgullosa a mi lado y visitaba tiendas, pero compraba muy poco.

– Esta es mi hija, Wave-ly Jong -decía a todo el que nos miraba.

Un día, al salir de una tienda, se lo planteé.

– Desearía que no hicieras eso, mamá -le dije en voz baja-. Decir a todo el mundo que soy tu hija…

Mi madre se paró en seco en medio de la acera atestada de gente. Los transeúntes pasaban cargados con pesadas bolsas, rozándonos o empujándonos con los hombros.

Aiii-ya. ¿Tanta vergüenza estar con madre? -Me apretó la mano más fuerte todavía, mientras me fulminaba con la mirada.

– No es eso -le dije, bajando la vista-, pero se nota tanto… haces que me sienta violenta.

– ¿Violenta por ser mi hija? -La voz le temblaba de ira.

– Eso no es lo que quiero decir, no es lo que he dicho.

– ¿Qué dices entonces?

Sabía que era un error seguir discutiendo, pero no pude contenerme.

– ¿Por qué tienes que utilizarme para lucirte? Si quieres hacerla, ¿por qué no aprendes a jugar al ajedrez?

Los ojos de mi madre se transformaron en dos peligrosas ranuras negras. No tenía palabras para mí, sino sólo silencio.

Noté el soplo del viento alrededor de mi cabeza. De un tirón, me libré de la mano de mi madre que aferraba la mía y giré sobre mis talones, tropezando con una anciana, cuya bolsa de la compra cayó al suelo.

– ¡Aiii-ya! ¡Niña estúpida! -gritaron mi madre y la mujer.

Naranjas y latas de conservas rodaron por la acera. Mientras mi madre ayudaba a la anciana a recoger los alimentos en desbandada, me di a la fuga. Corrí calle abajo, sorteando a los transeúntes, sin mirar atrás.

– ¡Meimei! ¡Meimei! -gritaba mi madre a voz en cuello.

Huí por un callejón, pasé ante tiendas oscuras, con las cortinas corridas, y comerciantes que limpiaban la mugre de sus escaparates, salí a la luz del sol, a una amplia calle llena de turistas que examinaban chucherías y souvenirs, me metí en otro callejón oscuro, salí a otra calle, entré en otro callejón… Corrí hasta notar punzadas de dolor y me di cuenta de que no tenía ningún lugar a donde ir, de que no estaba huyendo de nada. En aquellos callejones no había ninguna ruta de escape.

Mi aliento parecía el humo de un voraz incendio. Hacía frío. Me senté en un cubo de plástico volcado, junto a una columna de cajas vacías, apoyé el mentón en las manos y reflexioné. Imaginé a mi madre recorriendo las calles, primero a paso vivo y luego, abandonando la búsqueda y regresando lentamente a casa para esperarme allí. Al cabo de dos horas me levanté y, con las piernas temblorosas, volví despacio a casa.

El callejón estaba en silencio y vi las luces amarillas de nuestro piso, brillantes en la noche como los ojos de un tigre. Con mucha cautela, procurando no hacer el menor ruido que advirtiera de mi presencia, subí los dieciséis peldaños hasta el piso. Giré el pomo de la puerta, pero estaba cerrada con llave. Oí el ruido de una silla, pasos rápidos, el clic-clic de la llave en la cerradura… y la puerta se abrió.

– Ya era hora de que llegaras a casa -me dijo Vincent-. Te has metido en un buen lío.

Mi hermano volvió a su sitio en la mesa, sobre la que había una fuente con los restos de un gran pescado, su cabeza carnosa todavía unida a las espinas, nadando a contracorriente, en un vano intento de huida. Inmóvil, esperando mi castigo, oí la voz seca de mi madre:

– Esa niña no es nuestra. Nada que ver con nosotros. Los demás no me miraron. Los palillos de hueso tintineaban en el interior de los cuencas, cuyo contenido pasaba velozmente a las bocas hambrientas.

Entré en mi dormitorio, cerré la puerta y me tendí en la cama. El cuarto estaba a oscuras, el techo lleno de sombras producidas por las luces de los pisos vecinos a la hora de la cena.

Imaginé un tablero de ajedrez con sesenta y cuatro casillas blancas y negras. Ante mí estaba mi adversaria, dos ranuras negras y airadas por ojos y una sonrisa de triunfadora.

– Viento más fuerte no puede verse -me dijo.

Sus fichas negras avanzaron por el tablero, desfilando lentamente hacia cada nivel sucesivo como una sola unidad. Mis fichas blancas gritaron y se escabulleron, cayendo por el borde del tablero una tras otra. A medida que sus fichas se aproximaban a mi lado del tablero, sentí que me volvía cada vez más liviana. Me alcé en el aire y salí volando por la ventana. Subí y subí, por encima del callejón y los tejados, donde me recogió el viento y me llevó hacia el cielo nocturno, hasta que todo lo de abajo desapareció y me encontré sola.

Cerré los ojos y me concentré en mi siguiente jugada.

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