YING-YING ST. CLAIR

Esperando entre los árboles

Mi hija me ha alojado en la habitación más pequeña de su nueva casa.

– Esta es la habitación de los invitados -me dijo, en su orgulloso estilo norteamericano.

Le sonreí, pero, según el modo de pensar chino, la habitación de huéspedes tendrá que ser la de ella y su marido, que es la mejor. No le he dicho tal cosa, pues la sabiduría de mi hija es como un estanque insondable. Si echas piedras en él, se hunden en la oscuridad y se disuelven. Sus ojos, al mirarme, no reflejaban nada.

Me digo esto para mis adentros, aunque quiero a mi hija. Ella y yo hemos compartido el mismo cuerpo. Hay una parte de su mente que forma parte de la mía. Pero cuando nació saltó de mí como un pez resbaladizo, y desde entonces se ha alejado nadando. Durante toda su vida la he observado, como si lo hiciera desde otra orilla, y ahora debo contárselo todo acerca de mi pasado. Es la única manera de penetrar a través de su piel y tirar de ella hasta donde pueda estar a salvo.

El techo de este cuarto se inclina hacia la cabecera de mi cama. Sus paredes me encierran como un ataúd. Debería advertirle a mi hija que no aloje a ningún bebé en esta habitación, pero sé que no me haría caso. Ya me ha dicho que no quiere tener hijos. Ella y su marido están demasiado ocupados dibujando edificios que otros construirán y en los que otros vivirán. No sé decir la palabra norteamericana para nombrar lo que ella y su marido son. Es una palabra fea. «Arti-teko», pronuncié una vez delante de mi cuñada. Mi hija se rió al oírme. De niña debería haberle pegado más a menudo por su falta de respeto, pero ahora es demasiado tarde, ahora ella y su marido me dan dinero que se suma a mi pensión. Por ello, aunque a veces la mano me quema, he de retirarla a mi corazón y mantenerla ahí.

¿Qué sentido tiene dibujar bellos edificios y luego vivir en uno que no vale nada? Mi hija tiene dinero, pero todo lo que contiene su casa es de mírame y no me toques, y ni siquiera sirve de adorno. Esta mesita auxiliar, por ejemplo, de pesado mármol blanco sobre unas débiles patitas negras, Has de tener cuidado y no ponerle encima cosas pesadas, porque podría romperse. Lo único que puedes apoyar en esta mesa es un alto florero negro que parece una pata de araña, tan delgado que sólo cabe en él una flor. Si agitas la mesa, el florero y la flor se caerán.

Veo los signos en todas partes, alrededor de esta casa. Mi hija mira pero no ve. Es una casa que se romperá en pedazos. ¿Cómo lo sé? Siempre he sabido previamente lo que va a ocurrir.


***

De muchacha, cuando vivía en Wushi, era lihai, bulliciosa y testaruda. Siempre tenía una sonrisa en los labios. No hacía caso a los demás. Era menuda y bonita, con unos pies diminutos de los que estaba muy orgullosa. Si un par de zapatillas de seda se ensuciaban, las tiraba. Llevaba caros zapatos importados de piel de becerro, con los tacones pequeños. Rompí muchos pares y destrocé muchas medias corriendo por el patio de guijarros.

A menudo me desenmarañaba el pelo y lo llevaba suelto. Mi madre me miraba la greña revuelta y me regañaba:

– Aii-ya, Ying-ying, eres como los fantasmas femeninos que habitan en el fondo del lago.

Esas eran las mujeres deshonradas que se habían suicidado ahogándose y se aparecían en las casas de los vivos con el pelo desmelenado para mostrar su eterna desesperación. Mi madre decía que yo iba a llevar la deshonra a la casa, pero yo me echaba a reír mientras ella intentaba recogerme la cabellera con largos alfileres. Me quería demasiado para enojarse. Yo era como ella, y por eso me puso el nombre de Ying-ying, que significa Reflejo Claro.

Nuestra familia era una de las más ricas de Wushi. Teníamos muchas habitaciones, y todas ellas contenían mesas grandes y pesadas. Sobre cada mesa había un pote de jade, cerrado herméticamente con una tapa también de jade. Aquellos potes encerraban cigarrillos británicos sin filtro, siempre la cantidad adecuada, ni mucha ni poca, y habían sido fabricados expresamente con esa finalidad. A mí aquellos recipientes no me decían nada, me parecían simples chucherías. Cierta vez mis hermanos y yo robamos uno de ellos y tiramos los cigarrillos a la calle. Corrimos a un gran hoyo que se había abierto en la calle, en un lugar donde fluían aguas subterráneas, y nos acuclillamos al lado de los niños que vivían junto al arroyo. Utilizamos el pote de jade para recoger agua sucia, confiando encontrar un pez o un tesoro ignoto. No encontramos nada, pronto nuestras ropas estuvieron cubiertas de barro y no nos diferenciábamos de los niños que vivían en las calles.

Teníamos muchas riquezas en aquella casa. Alfombras de seda y joyas, cuencos exquisitos y marfil delicadamente tallado. Pero cuando pienso de nuevo en la casa, cosa que no me ocurre con frecuencia, lo que acude a mi mente es aquel pote de jade, el tesoro lleno de barro cuyo valor desconocía.

Guardo otro recuerdo claro de aquella casa.

Yo tenía dieciséis años. Era la noche del día en que se casó mi tía más joven. Esta y su marido ya se habían retirado dormitorio en compañía de su suegra y el resto de su nueva familia.

Muchos de los familiares invitados se quedaron en la casa, sentados alrededor de la gran mesa en el salón principal, riendo, comiendo cacahuetes y mondando naranjas. Un hombre procedente de otra ciudad estaba sentado con nosotros, un amigo del flamante marido de mi tía. Tenía más edad que mi hermano mayor, por lo que yo le llamaba tío. Había bebido whisky y tenía el rostro enrojecido.

– Ying-ying -me dijo con la voz ronca mientras se levantaba de su silla-. Puede que aún tengas apetito, ¿no es cierto?

Miré a mi alrededor, sonriendo a todos por la atención especial que me dedicaban. Pensé que iba a ofrecerme alguna golosina contenida en una bolsa en la que ahora estaba metiendo las manos, y confié en que fuesen galletas endulzadas. Pero sacó una sandía que depositó sobre la mesa con un ruido sordo.

– Kai gwa? (¿Abro la sandía?) -me dijo, colocando un gran cuchillo sobre el fruto perfecto.

Entonces hundió el cuchillo, lo empujó con todas sus fuerzas y abrió su bocaza para soltar una carcajada tan estentórea que le vi las muelas de oro. Todos los reunidos al rededor de la mesa se echaron a reír. Me sentí azorada y noté que me ardía el rostro, porque en aquel entonces no comprendía esa clase de bromas.

Sí, es cierto que yo era una chica impetuosa, pero inocente. No sabía qué malicia encerraba su acto de cortar la sandía. No lo comprendí hasta seis meses después, cuando me casé con él y me siseó con la voz distorsionada por el alcohol que estaba preparado para kai gwa.

Era un hombre tan malo que, a pesar del tiempo transcurrido, no puedo pronunciar su nombre. ¿Por qué me casé con él? Fue porque la noche siguiente a la boda de mi tía más joven, empecé a percibir por anticipado lo que iba a suceder.

La mayoría de los parientes se habían ido por la mañana, y a media tarde mis hermanas y yo nos aburríamos. Estábamos sentadas a la misma mesa del banquete, tomando té y comiendo pepitas de sandía tostadas. Mis medio hermanas chismorreaban ruidosamente, mientras yo partía pepitas y hacía un mantoncito con la parte comestible.

Ellas soñaban en casarse con jóvenes inútiles, de familias no tan buenas como la nuestra, pues no sabían alzar la mano muy alto para coger cosas buenas. Eran las hijas de las concubinas de mi padre, pero yo era la hija de su esposa.

– Su madre te tratará como a una criada… -reprendió una de ellas a otra tras enterarse de quién era el joven elegido.

– Una locura por parte de su tío… -replicó la otra. Cuando se cansaron de intercambiar pullas, me preguntaron con quién quería casarme.

– No conozco a ninguno -les dije altivamente.

No era que los chicos no me interesaran. Sabía cómo llamar la atención y ser admirada, pero era demasiado vana para pensar que cualquiera de ellos sería adecuado para mí.

Tales eran entonces mis pensamientos, pero existen dos clases de pensamientos: algunos son semillas plantadas en nosotros cuando nacemos por nuestros padres y sus antepasados, mientras que otros los planta el prójimo. Es posible que las semillas de sandía que estaba comiendo me hicieran pensar en el hombre que reía la noche anterior. Y en aquel momento sopló una ráfaga de viento del norte y la flor que estaba sobre la mesa se desprendió de su tallo y cayó a mis pies.

Esta es la verdad. Fue como si un cuchillo hubiera cortado la flor a modo de señal. Supe inmediatamente que me casaría con aquel hombre. No experimenté ninguna alegría al pensar en ello, pero me maravilló el hecho de saberlo.

Pronto empecé a oír que mi padre, mi tío y el nuevo marido de mi tía mencionaban a aquel hombre. Durante la cena me echaban su nombre en mi cuenco junto con el cucharón de sopa. Un día le descubrí mirándome desde el otro lado del patio de mi tía, y decía a otros: «Mirad, no puede volver la cabeza. Ya es mía».

Es cierto que no volví la cabeza. Sostuve su mirada, le escuché con la cabeza alta, husmeando el hedor de sus palabras cuando me dijo que mi padre probablemente no concedería la dote que él iba a pedirle. Me debatí tanto para apartarle de mis pensamientos que al final perdí pie y caí en un lecho nupcial con él.

Mi hija no sabe que me casé con aquel hombre hace tanto tiempo, veinte años antes de que ella naciera. No sabe lo bella que era yo cuando me casé con él. Era mucho más guapa que mi hija, que tiene pies de campesina y una nariz grande como la de su padre.

Incluso hoy mi piel es todavía suave y mi figura esbelta como la de una muchacha. Pero hay profundas arrugas alrededor de mi boca, donde antes sólo había sonrisas. ¡Y mis pobres pies, en otro tiempo tan pequeños y bonitos! Ahora están hinchados, llenos de callos y agrietados en los talones. Mis ojos, tan vivaces y brillantes a los dieciséis años, ahora están amarillentos, velados.

Pero sigo viéndolo casi todo con claridad. Cuando quiero recordar, es como si mirase el interior de un cuenco y descubriera los últimos granos de arroz que no acabaste.


Recuerdo una tarde en el lago Tai, poco después de que me casara con aquel hombre. Fue entonces cuando llegué a amarle. El me había vuelto el rostro hacia el sol poniente. Sostuvo mi barbilla, me acarició la mejilla y dijo:

– Tienes ojos de tigre, Ying-ying. Por el día recogen fuego y por la noche tienen un fulgor dorado.

No me reí, aunque ése era un poema que él recitaba muy mal. Lloré con sincera alegría. Me sentía como si estuviera en el agua, debatiéndome para salir pero, a la vez, deseando quedarme dentro. Así llegué a quererle, así sucede cuando una persona une su cuerpo al tuyo y una parte de tu mente se debate para unirse a esa persona contra tu voluntad.

Me convertí en una extraña para mí misma. Realzaba mi belleza para él. Si me calzaba zapatillas, elegía un par que a él sin duda alguna le gustaría. Cada noche me cepillaba el pelo noventa y nueve veces, a fin de atraer la suerte a nuestro lecho nupcial, con la esperanza de concebir un hijo.

La noche que él engendró un hijo en mí, una vez más lo supe antes de que ocurriera. Supe que era un varón, vi su cuerpecillo en mi matriz. Tenía los ojos de mi marido, grandes y muy separados, tenía los dedos largos, gruesos lóbulos en las orejas y un pelo liso y brillante que se iniciaba muy arriba para revelar la frente ancha.

Precisamente porque mi alegría fue tan grande, llegué a experimentar tanto odio. Pero cuando estaba en el apogeo de mi felicidad, tuve una preocupación que comenzó exactamente encima de mi frente, en el lugar donde conoces las cosas. Más adelante esa preocupación fue deslizándose hacia mi corazón, donde sientes las cosas y se vuelven reales.

Mi marido empezó a realizar muchos viajes de negocios al norte. Estos viajes se iniciaron poco después de que nos casáramos, pero se hicieron más largos después de que yo quedara embarazada. Recordé que el viento del norte había soplado suerte y marido hacia mí, por lo que de noche, cuando él estaba ausente, abría de par en par las ventanas de mi dormitorio, incluso cuando hacía frío, para que el viento me trajera de nuevo su espíritu y su corazón.

Lo que no sabía era que el viento del norte es el más frío. Penetra en el corazón y arrebata el calor. El viento adquirió tal fuerza que se llevó a mi marido de mi dormitorio haciéndole salir por la puerta trasera. Mi tía más joven me comunicó que mi marido me había dejado para vivir con una cantante de ópera.

Más tarde todavía, cuando superé mi aflicción y llegué a no albergar en mi pecho más que desesperación y odio, mi tía más joven me habló de otras mujeres, bailarinas y señoras norteamericanas, prostitutas, una prima incluso más joven que yo y que se marchó misteriosamente a Hong Kong, poco después de que mi marido desapareciera.

Así pues, le hablaré a Lena de mi vergüenza. Le diré que fui rica y bella, demasiado buena para un hombre cualquiera, y que me convertí en una mercancía abandonada. Le diré que, a los dieciocho años, la belleza desapareció de mis mejillas y que pensé en arrojarme al lago como otras mujeres deshonradas. Y le diré que maté al bebé por el odio que llegué a sentir hacia aquel hombre.

Saqué al bebé de mi matriz antes de que pudiera nacer. En aquel tiempo, en China, matar a un bebé antes de que naciera no era nada malo. Pero incluso entonces pensé que sí lo era, porque un terrible deseo de venganza fluyó de mi cuerpo con los jugos del hijo primogénito de aquel hombre.

Cuando las enfermeras me preguntaron qué debían hacer con el bebé sin vida, les arrojé un periódico y les dije que lo envolvieran como a un pescado y lo arrojaran al lago. Mi hija cree que no sé lo que significa no desear un bebé.

Cuando mi hija me mira, ve a una vieja menuda, porque sólo me ve con los ojos externos. No tiene chuming, conocimiento interior de las cosas. Si tuviera chuming vería a una mujer que es como un tigre, y sentiría prevención y temor.


Nací en el año del Tigre. Fue un año muy malo para nacer, pero un año muy bueno para ser un Tigre. Aquel año entró en el mundo un espíritu maligno. Los habitantes del campo morían como pollos en un día tórrido de verano, mientras que los de la ciudad se convirtieron en sombras, entraron en sus hogares y desaparecieron. Los recién nacidos no engordaban. La carne se desprendía de sus huesos al cabo de unos días y morían.

El espíritu maligno permaneció cuatro años en el mundo. Pero yo procedía de un espíritu más fuerte todavía y viví. Eso es lo que me dijo mi madre cuando tuve edad suficiente para saber por qué siempre ponía tanto empeño en salirme con la mía.

Entonces me contó por qué el tigre es dorado y negro. Este animal tiene dos aspectos. El lado dorado salta con su corazón feroz, mientras que el lago negro permanece inmóvil, lleno de astucia, ocultando su oro entre los árboles, viendo sin ser visto, esperando con paciencia a que lleguen las presas. Yo no aprendí a usar mi lado negro hasta que aquel mal hombre me abandonó.

Me volví como las mujeres del lago. Cubrí con paños los espejos de mi dormitorio para no ver mi aflicción. Perdí las fuerzas, hasta tal punto que ni siquiera podía levantar las manos para ponerme alfileres en el pelo. Y entonces floté como una hoja muerta sobre el agua, hasta que salí de la casa de mi suegra y regresé al hogar de mi familia.

Me fui al campo, en las afueras de Shanghai, para vivir con la familia de un primo segundo. Me quedé en aquella casa diez años, y si me preguntas qué hice durante esos largos años, sólo puedo decir que esperé entre los árboles. Dormía con un ojo cerrado y el otro abierto y vigilante.

No hacía ningún trabajo. La familia de mi primo me trataba bien porque yo era la hija de la familia que los mantenía. La casa era de aspecto pobre y en ella se hacinaban tres familias. No era cómodo vivir allí, yeso era lo que yo quería. Los bebés gateaban por el suelo entre ratones. Los pollos entraban y salían como los toscos invitados campe,¡nos de mis familiares, Comíamos en la cocina, en medio del pringue depositado en todas partes por las frituras. ¡Y las moscas! Si dejabas un cuenco con unos granos de arroz, por pocos que fueran, no tardarías en encontrarlo cubierto de ávidas moscas, hasta tal punto que parecería un cuenco viviente de sopa de alubias negras. Así de pobres eran aquellos campos.

Al cabo de diez años estaba dispuesta. Ya no era una muchacha, sino una mujer extraña, todavía casada pero sin marido. Fui a la ciudad con los dos ojos bien abiertos. Era como si el cuenco de moscas negras se hubiera vertido en las calles. Por todas partes había gente moviéndose, hombres desconocidos que se abrían paso empujando a mujeres desconocidas sin que a nadie le importara.

Con el dinero de mi familia me compré ropa nueva, trajes rectos y modernos. Me corté el largo pelo al estilo que entonces estaba de moda, como un muchacho. Estaba tan cansada de no hacer nada durante tantos años que decidí trabajar, y lo hice como dependienta en una tienda.

No tuve necesidad de aprender a halagar a las mujeres. Conocía las palabras que ellas deseaban oír. Un tigre sabe producir un suave y profundo ronroneo dentro de su pecho y hacer que hasta los conejos se sientan seguros y satisfechos.

Aunque ya era una mujer madura, volví a ser bonita. Esto era un don. Llevaba ropas mucho mejores y más caras que las que se vendían en la tienda. Y esto incitaba a las mujeres a comprar las prendas baratas, porque creían que podrían parecer tan bonitas como yo.

Fue en aquella tienda, trabajando como una campesina, donde conocí a Clifford St. Clair. Era un norteamericano corpulento y pálido que compraba las prendas baratas de la tienda y las enviaba a ultramar. Fue su apellido lo que me hizo saber que me casaría con él.

– Mister Saint Clair -me dijo en inglés, y añadió en su chino indistinto, desentonado-: Como el ángel de la luz.

Ni me gustaba ni me dejaba de gustar, no le encontraba atractivo ni desagradable. Pero supe una cosa: supe que él era una señal de que mi lado negro no tardaría en marcharse.

Saint me cortejó durante cuatro años a su extraña manera. Aunque yo no era la propietaria de la tienda, él siempre me saludaba, me estrechaba la mano y la retenía durante largo rato. Sus palmas siempre estaban húmedas, incluso después de casarnos. Era limpio y simpático, pero olía como un extranjero, tenía un olor a cordero que no desaparecía por mucho que se lavara.

Era amable, pero kechi, demasiado cortés. Me hacía regalos baratos: una figurita de cristal, un broche de vidrio tallado, un encendedor coloreado de plata. Saint actuaba como si esos regalos no tuvieran ninguna importancia, como si él fuese un hombre rico que ofrecía a una pobre muchacha campesina cosas que nunca habíamos visto en China.

Pero me fijaba en su expresión mientras yo abría las cajas. Inquieto y deseoso de complacer. No sabía que aquellas cosas no eran nada para mí, habituada a riquezas que él ni siquiera podía imaginar.

Siempre aceptaba sus regalos con elegancia, protestando siempre lo suficiente, ni muy poco ni demasiado. No le estimulaba, pero como sabía que aquel hombre sería algún día mi marido, guardaba cuidadosamente aquellas baratijas sin valor en una caja, cada una envuelta en papel de seda. Sabía que algún día él querría vedas de nuevo.

Lena cree que Saint me rescató del pobre villorrio del que le dije que procedo. Está en lo cierto y se equivoca a la vez. Mi hija no sabe que Saint tuvo que esperar pacientemente durante cuatro años, como un perro ante una carnicería.

¿Por qué decidí finalmente casarme con él? Aguardaba la señal de cuya llegada estaba segura, y tuve que esperar hasta 1946.

Recibí una carta de Tientsin, no de mi familia, pues creían que había muerto, sino de mi tía más joven. Supe lo que decía antes de rasgar el sobre: mi marido había muerto. Había dejado a su cantante de ópera mucho tiempo atrás y vivía con una chica de clase baja, una joven sirvienta, pero de carácter fuerte y temeraria, incluso más que él, y cuando intentó abandonada, ella ya había afilado su cuchillo de cocina más largo.

Yo creía que aquel hombre había secado en el pasado todos los sentimientos de mi corazón, pero ahora fluyó algo fuerte y amargo, y me hizo sentir otro vacío que no había creído posible. Le maldije en voz alta, para que pudiera oírme: tienes ojos de perro, saltabas y seguías a quienquiera que te llamara, y ahora estás persiguiendo tu propia cola.

Así pues, tomé la decisión. Permití a Saint casarse conmigo. Me resultó muy fácil. Era la hija de la esposa de mi padre. Hablé en voz temblorosa, palidecí, enfermé, adelgacé más. Me abandoné hasta convertirme en un animal herido. Dejé que el cazador viniera a mí y me convirtiera en el espectro de un tigre. Abandoné de buen grado mi chi, el espíritu que me causó tanto dolor.

Ahora era un tigre que ni se abalanzaba ni yacía acechando entre los árboles. Me convertí en un espíritu invisible.


Saint me llevó a los Estados Unidos, donde viví en casas más pequeñas que aquélla en el campo. Vestía holgadas prendas norteamericanas, hacía tareas propias de las criadas. Aprendí las costumbres occidentales. Intenté hablar con la voz apagada. Crié a una hija, contemplándola desde otra orilla. Acepté su manera de ser y sus hábitos norteamericanos.

Nada de todo esto me importó. No tenía espíritu.

¿Puedo decirle a mi hija que amé a su padre? Era un hombre que me frotaba los pies por la noche, alababa la comida que yo preparaba, que lloró sinceramente cuando saqué las baratijas que había guardado para el día apropiado, el día que me dio a mi hija, una muchacha tigre.

¿Cómo podría no amar a ese hombre? Pero era el amor de un fantasma, unos brazos que rodeaban pero no tocaban, un cuenco lleno de arroz pero sin apetito para comerlo, sin avidez, sin plenitud.

Ahora Saint es un fantasma. Ahora podemos tenernos un amor igual. El sabe las cosas que he ocultado durante todos estos años. Y ahora debo decírselo todo a mi hija. Que es la hija de un fantasma. Ella no tiene chi, y ésa es mi mayor vergüenza. ¿Cómo puedo abandonar este mundo sin dejarle mi espíritu?

He aquí lo que pienso hacer. Reuniré mi pasado y lo contemplaré, veré algo que ya ha sucedido, el dolor que cortó y separó mi espíritu. Retendré ese dolor en mi mano hasta que se haga duro y brillante, más claro, y entonces podré recuperar mi fiereza, mi lado dorado, mi lado negro. Usaré este dolor agudo para atravesar la dura piel de mi hija, para cortar y separar su espíritu de tigre. Ella luchará contra mí, porque así es la naturaleza de dos tigres, pero yo venceré y le daré mi espíritu, pues así es cómo una madre ama a su hija.

Oigo a mi hija hablando con su marido en el piso de abajo. Dicen palabras que no significan nada. Están en una habitación que carece de vida.

Percibo lo que va a ocurrir antes de que suceda. Ella oirá el estrépito del florero y la mesa cuando caigan al suelo. Subirá y entrará en esta habitación. Sus ojos no verán nada en la oscuridad, donde yo espero entre los árboles.

Загрузка...