Cuando era pequeña, mi madre me dijo que mi bisabuelo sentenció a un mendigo a morir de la peor manera posible, y que luego el muerto regresó y mató a mi bisabuelo. O bien sucedió eso, o bien murió de gripe una semana después.
Una y otra vez yo representaba mentalmente los últimos momentos del mendigo. Veía al verdugo quitándole la camisa y conduciéndole al patio.
– Este traidor ha sido condenado a morir de un millar de tajos -leía el verdugo.
Pero antes de que pudiera levantar su espada afilada para quitarle poco a poco la vida, vieron que la mente del mendigo ya se había roto en mil fragmentos. Unos días después, mi bisabuelo alzó la vista de sus libros y vio a aquel mismo hombre, con el aspecto de un jarrón roto cuyos pedazos han sido pegados apresuradamente.
– Cuando la espada me iba sajando lentamente -dijo el espectro-, pensé que eso era lo peor que habría de soportar jamás, pero por cierto me equivocaba. Lo peor está en el otro lado.
Y el muerto cogió a mi bisabuelo con los fragmentos mal encajados de su brazo y le hizo atravesar el muro, para mostrarle lo que quería decir.
Cierta vez le pregunté a mi madre cómo había muerto realmente.
– Murió en la cama, con mucha rapidez, tras sólo un par de días enfermo.
– No, no, me refiero al otro hombre. ¿Cómo le mataron? ¿Lo desollaron primero? ¿Usaron una cuchilla de carnicero para cortarle los huesos? ¿Gritó y sintió el dolor del millar de tajos?
– ¡Aaah! ¿Por qué los americanos no tenéis más que esa clase de pensamientos morbosos? -gritó mi madre en chino-. Ese hombre murió hace casi setenta años. ¿Qué importa cómo fue?
Siempre me ha parecido que tiene importancia saber qué es lo peor que podría sucederte y cómo puedes evitarlo, para que no te atraiga la magia de lo inenarrable, porque, ya de pequeña, percibía los terrores inefables que rodeaban nuestra casa, y que persiguieron a mi madre hasta que se ocultó en un rincón oscuro y secreto de su propia mente. Y, no obstante, la encontraron. En el transcurso de los años observé cómo la devoraban, un fragmento tras otro, hasta que desapareció y se convirtió en un fantasma.
Tal como lo recuerdo, el lado oscuro de mi madre procedía del sótano de nuestra vieja casa en Oakland. Yo tenía cinco años y mi madre trató de ocultármelo. Obstruyó b puerta con un sillón y la aseguró con una cadena y dos cerraduras. Aquello era tan misterioso que dediqué todas mis energías a averiguar lo que había detrás de aquella puerta, hasta el día en que por fin pude abrirla con mis deditos, para caer al instante de cabeza en el oscuro abismo. Y sólo después de que dejara de gritar -había visto la sangre que manaba de mi nariz en el hombro de mi madre- ella me habló del hombre malo que vivía en el sótano y me dijo por qué no debía volver a abrir jamás la puerta. Según ella aquel hombre vivía allí desde hacía milenios, y era tan maligno y codicioso que, si mi madre no me hubiera rescatado enseguida, habría engendrado cinco hijos en mí y luego nos habría devorado a los seis, arrojando nuestros huesos al sucio suelo.
Tras este incidente empecé a ver cosas terribles. Veía aquellas cosas con mis ojos chinos, la parte de mi cuerpo que había heredado de mi madre. Veía diablos que bailaban enfebrecido s en el fondo de un hoyo que había abierto en el cajón de arena. Veía que los relámpagos tenían ojos y miraban en busca de niños a los que fulminar. Veía un escarabajo con la cara de un niño, al que me apresuraba a aplastar con la rueda de mi bicicleta. Y cuando fui haciéndome mayor, podía ver cosas que las muchachas blancas de la escuela no veían: corros de monos que se dividían en dos grupos, balanceaban a un niño y lo arrojaban al aire, bolas atadas con una cuerda capaces de aplastar la cabeza de una muchacha y diseminar sus fragmentos por el terreno de juego ante sus risueños amigos.
No hablaba a nadie de esas visiones, ni siquiera a mi madre. La mayoría de la gente no sabía que yo era medio china, quizá porque me apellidaba St. Clair. Cuando me veían por primera vez, pensaban que me parecía a mi padre, angloirlandés, huesudo y delicado al mismo tiempo, pero si me miraban con detenimiento, si se veían reflejados en mis ojos, entonces percibían los rasgos chinos. En vez de tener unos pómulos angulosos como los de mi padre, los míos eran suaves como guijarros de playa. No tenía su pelo rubio como la paja ni su piel blanca, sino que mi color parecía demasiado pálido, como si mi piel hubiera sido más oscura pero el sol hubiese descolorido.
Y los ojos eran los de mi madre, sin párpados, como si vieran tallados en una de esas linternas hechas con una calabaza, con dos cortes rápidos de un cuchillo corto. Solía empujar los extremos de mis ojos hacia dentro para redondearlos, o los abría mucho hasta que podía ver el blanco. Pero cuando deambulaba por la casa con los ojos así abiertos mi padre me preguntaba por qué parecía tan asustada.
Tengo una fotografía de mi madre con ese mismo aspecto asustado. Mi padre me dijo que le hicieron esa foto cuando salió de la Comisaría de Inmigración de Angel Island, donde había permanecido tres semanas, hasta que pudieron comprobar sus documentos y determinar si era una «novia de guerra», una persona desplazada, una estudiante o la esposa de un ciudadano estadounidense de origen chino. Según mi padre, las leyes no habían tomado en consideración el caso de un ciudadano blanco casado con una china. Al final la declararon «persona desplazada», perdida en un mar de categorías de inmigración.
Mi madre nunca hablaba de su vida en China, pero mi padre me dijo que la había librado de la vida terrible que llevaba allí, de alguna tragedia sobre la que ella no podía decir nada. Mi padre escribió orgullosamente su nombre en los papeles de inmigración: Betty St. Clair, tachando su nombre chino de Gu Ying-ying, y a continuación anotó 1916 como su año de nacimiento, en vez de 1914. De esta manera, con el trazo de una pluma, mi madre perdió su nombre y, de acuerdo con el calendario chino, se convirtió en dragón en vez de tigre.
Esa foto revela por qué mi madre parece desplazada. Sujeta un gran bolso en forma de almeja, lo aferra como si alguien pudiera robárselo a la menor distracción. Lleva un vestido chino que le llega hasta los tobillos, con unas decorosas aberturas a los lados, y encima una chaqueta occidentalizada, extrañamente elegante en el menudo cuerpo de mi madre, con sus hombreras, las solapas anchas y unos botones forrados en tela y demasiado grandes. Ese fue el vestido nupcial de mi madre, un regalo de mi padre. Así vestida parece como si no viniera de ningún sitio ni fuera a ninguna parte. Inclina el mentón y se le ve la raya exacta en el cabello, una nítida línea blanca que parte de la ceja izquierda y se pierde en el horizonte negro de su cabeza.
Y aunque tiene la cabeza gacha, con una humilde expresión de derrota, sus ojos miran fijamente más allá de la cámara, muy abiertos.
– ¿Por qué parece asustada? -le pregunté a mi padre.
Y él me lo explicó. Era sólo porque le dijo que sonriera y mi madre se debatió para mantener los ojos abiertos hasta el disparo del flash, diez segundos después.
Mi madre solía tener aquel aspecto, como si esperase que sucediera algo, ese aire asustado. Sólo más tarde dejó de debatirse para mantener los ojos abiertos.
– No la mires -me dijo mi madre cuando caminábamos por la Chinatown de Oakland.
Me había cogido la mano con fuerza, atrayéndome con decisión hacia ella. Y, como es lógico, miré. Vi a una mujer sentada en la acera, apoyada en un edificio. Era vieja y joven al mismo tiempo, con los ojos apagados, tristes, como si no hubiera dormido durante muchos años. Y me fijé en sus pies y manos… los dedos eran tan negros como si los hubiera sumergido en tinta china, pero supe que estaban putrefactos.
– ¿Qué se ha hecho? -le susurré a mi madre.
– Conoció a un hombre malo -dijo mi madre-. Tuvo un hijo al que no quería.
Supe que eso no era cierto, que mi madre inventaba cualquier cosa para advertirme, para ayudarme a evitar algún peligro desconocido. Mi madre veía peligros en todo, incluso en otros chinos. En el barrio donde vivíamos y comprábamos, todo el mundo hablaba cantonés o inglés. Mi madre de Wushi, cerca de Shanghai, y hablaba mandarín y un poco de inglés. Mi padre, que sólo conocía algunas expresiones cantonesas estereotipadas, insistía en que mi madre aprendiera inglés. Con él se comunicaba mediante sus disposiciones de ánimo, gestos, miradas, silencios y, a veces, una combinación de inglés punteado con expresiones de titubeo y frustración en chino: «Shwo buchalai» (No me salen las palabras). Y así mi padre ponía las palabras en su boca.
– Creo que mamá intenta decir que está cansada -susurraba cuando mi madre estaba malhumorada.
– ¡Creo que dice que somos la mejor familia del país! -exclamaba cuando mamá había preparado una comida de fragancia deliciosa.
Pero, cuando estábamos a solas, mi madre me hablaba en chino y decía cosas que mi padre no podía imaginar de ningún modo. Yo entendía las palabras perfectamente, pero no los significados. Un pensamiento llevaba a otro sin conexión.
– No debes ir por aquí y por allá, sino directamente a la escuela y luego a casa -me advirtió cuando decidió que ya era lo bastante mayor para ir sola por la calle.
– ¿Por qué? -le pregunté.
– No puedes entender estas cosas.
– ¿Por qué no?
– Porque aún no te las he explicado.
– ¿Por qué no?
– ¡Aii-ya! ¡Qué preguntas me haces! Porque es demasiado terrible pensar en esas cosas. Un hombre podría raptarte, venderte a otra gente o hacerte un hijo. Entonces tú matarías al bebé, y cuando lo descubrieran en un cubo de basura, ¿qué se podría hacer? Irías a la cárcel y te morirías allí.
Sabía que ésta no era la respuesta verdadera, pero también yo inventaba embustes para evitar que me ocurrieran cosas malas en el futuro. A menudo mentía cuando le traducía los interminables formularios, instrucciones y avisos de la escuela, o las llamadas telefónicas. «Shemma yisz?» (¿Qué significa?), me preguntó cuando el encargado de una tienda le gritó porque abría tarros para oler el contenido. Me sentí tan azorada que le dije que allí no se permitía comprar a los chinos. Cuando enviaron de la escuela un aviso sobre la vacunación contra la polio, le comuniqué el lugar y la hora y añadí que ahora exigían a todos los estudiantes que usaran fiambreras metálicas para el almuerzo, pues habían descubierto que las viejas bolsas de papel podían acarrear gérmenes de la enfermedad.
– Estamos subiendo de categoría -me anunció con orgullo mi padre cuando lo ascendieron a supervisor de ventas de una fábrica textil-. Tu madre está entusiasmada.
Y la subida también fue geográfica: fuimos a vivir al otro lado de la bahía de San Francisco, a un barrio italiano encaramado en una colina de North Beach, donde la calle era tan empinada que tenía que subir la acera inclinándome cuando regresaba a casa al salir de la escuela. Tenía diez años y confiaba en que podríamos dejar atrás, en Oakland, todos los viejos temores.
El edificio tenía tres plantas, con dos pisos en cada una. La fachada había sido restaurada recientemente con una capa de estuco y, en la parte superior, varias escalas metálicas conectadas para escapar en caso de incendio, pero por dentro era una casa antigua, La puerta principal, con sus estrechas hojas de vidrio, daba acceso a un vestíbulo mohoso, en el que se mezclaban los olores de todas las viviendas, los nombres de cuyos inquilinos figuraban en el portero electrónico, aliado de la puerta: Anderson, Giordino, Hayman, Ricci, Sorci y el nuestro, St. Clair. Vivíamos en la planta del medio, empotrados entre los olores de la comida que ascendían y el ruido de las pisadas que bajaban. Mi dormitorio daba a la calle, y por la noche, en la oscuridad, veía mentalmente otra vida, los coches que intentaban subir la cuesta envuelta en la niebla, el sonido de los motores acelerados y el chirrido de las ruedas, gentes ruidosas, felices, que reían, resoplaban y decían jadeantes: «Casi hemos llegado, ¿no?», un perro pachón que se erguía para iniciar sus gañidos, a los que respondían poco después las sirenas de los bomberos y una mujer que siseaba colérica: «¡Sammy! ¡Perro malo! ¡Cállate ahora!» Todos estos sonidos, tan predecibles, me relajaban y no tardaban en quedarme dormida.
Mi madre estaba satisfecha con aquel piso, pero al principio no me daba cuenta. Nada más mudamos estuvo muy ocupada, colocando los muebles, desenvolviendo la vajilla, colgando los cuadros de las paredes. Todo esto le llevó casi una semana, y poco después, cuando ella y yo nos dirigíamos a la parada del autobús, tropezó con un hombre que la puso fuera de sí.
Era un chino de rostro rojizo, que venía tambaleándose por la acera, como si estuviera perdido. Nos vio con sus ojos húmedos y al instante se puso delante de nosotras con los brazos extendidos y gritando: «iTe encontré! ¡Suzie Wong, la chica de mis sueños! ¡Aah!». Con los brazos y la boca abiertos se precipitó hacia nosotras. Mi madre me soltó la mano y se cubrió el cuerpo con los brazos, como si estuviera desnuda, incapaz de hacer otra cosa. En cuanto me soltó, me eché a gritar, al ver que aquel hombre de aspecto peligroso se abalanzaba contra nosotras. Seguí gritando después de que dos hombres que reían cogieran al otro y, sacudiéndole, le dijeran: «Joe, por Dios, basta. Estás asustando a esa pobre niña y su criada».
Hicimos varias cosas durante el resto del día, viajamos en autobús, recorrimos tiendas, compramos víveres para la cena, pero mi madre no dejaba de temblar y me apretaba la mano con tanta fuerza que me hacía daño. En una ocasión me soltó la mano para sacar el monedero del bolso y pagar la compra, y yo empecé a apartarme para mirar los dulces expuestos. Ella volvió a cogerme la mano con tal rapidez que en aquel instante supe cuánto lamentaba no haberme protegido mejor.
En cuanto regresamos a casa, colocó en su sitio latas y verduras. Entonces, como si algo no estuviera del todo bien, quitó las latas de un estante y las puso junto a las latas de otro. A continuación descolgó de la pared ante la puerta un espejo redondo de gran tamaño y lo colgó de una pared al lado del sofá.
– ¿Que estás haciendo? -le pregunté.
Me susurró en chino que «las cosas no estaban bien equilibradas», y pensé que se refería al aspecto que tenían y no a la impresión que daban. Entonces empezó a cambiar de sitio cosas más grandes, el sofá, los sillones, un rollo de papel chino con peces de colores pintados.
– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó mi padre al volver del trabajo.
– Está mejorando el aspecto del piso -le dije.
Al día siguiente, cuando regresé de la escuela, vi que había vuelto a cambiado todo y ahora cada cosa ocupaba un lugar diferente. Comprendí que nos enfrentábamos a algún peligro terrible.
– ¿Por qué haces esto? -le pregunté, temerosa de que me diera la respuesta verdadera.
Pero ella no lo hizo, sino que se limitó a susurrar algo absurdo en chino:
– Cuando algo va contra tu naturaleza no estás equilibrado. Esta casa se construyó en una cuesta demasiado empinada, y un mal viento que sopla en lo alto se lleva toda tu fuerza cuesta abajo. Por eso nunca puedes avanzar, siempre estás retrocediendo. -Entonces empezó a señalar las paredes y las puertas del piso-. Mira qué estrecha es esta puerta, como un cuello estrangulado. Y la cocina está frente al lavabo, de modo que toda tu valía se va por el desagüe.
– ¿Pero qué significa eso? -le pregunté-. ¿Qué ocurrirá si no hay equilibrio?
Mi padre me lo explicó más tarde.
– Lo único que ocurre es que tu madre pone en práctica su instinto de anidar, que tienen todas las madres. Ya lo verás cuando seas mayor.
Me intrigó que mi padre no se preocupara nunca. ¿Acaso estaba ciego? ¿Por qué mi madre y yo podíamos ver algo más?
Unos días después comprobé que mi padre había estado en lo cierto. Lo vi al regresar de la escuela, cuando entré en mi dormitorio. Mi madre había vuelto a arreglar la habitación y la cama ya no estaba al lado de la ventana, sino contra una pared, y en el lugar que ocupó la cama… ahora había una cuna usada. Así pues, el peligro secreto era un vientre hinchado, el origen del desequilibrio de mi madre: iba a tener un bebé.
– ¿Ves? -me dijo mi padre mientras los dos mirábamos la cuna-. Es el instinto de anidar. Aquí está el nido, que ocupará el bebé.
Aquel bebé imaginario en la cuna le complacía mucho, pero no vio lo que yo vi más tarde. Mi madre empezó a tropezar con objetos, con los bordes de las mesas, como si se olvidara de que su vientre albergaba un bebé, como si no se encaminara hacia el parto sino hacia el infortunio. No mencionaba las alegrías de volver a ser madre, sino la pesadez que la rodeaba, que las cosas estaban desequilibradas y no armonizaban entre ellas. Así pues, me preocupé por aquel bebé, porque estaba atascado en algún lugar entre el vientre de mi madre y la cuna de mi dormitorio.
La nueva orientación de mi cama contra la pared hizo que se modificara la vida nocturna de mi imaginación. En lugar de los sonidos callejeros, empecé a oír voces procedentes de la pared, desde el piso contiguo. El nombre que figuraba en el portero electrónico era el de familia Sorcis.
Aquella primera noche oí el sonido amortiguado de alguien que gritaba. ¿Una mujer? ¿Una muchacha? Apliqué la oreja a la pared y oí la voz airada de una mujer y luego otra voz, más aguda, la de una muchacha que replicaba a gritos. Entonces las voces se volvieron hacia mí, como sirenas de bomberos que entraran en nuestra calle, y oí que las acusaciones aumentaban de volumen poco a poco y se desvanecían gradualmente: ¿Por qué voy a quedarme?… ¿Es que no puedes dejar de fastidiarme?… ¡Entonces lárgate y no vuelvas!… ¿Ah, sí? Con que preferirías estar muerta, ¿eh?… ¡Pues por qué no te mueres!
Entonces oí los ruidos de una pelea, portazos, golpes y gritos. Estaban matando a alguien. Imaginé a una madre que blandía una espada sobre la cabeza de su hija y empezaba a descuartizarla, primero le cortaba una trenza, luego el cuero cabelludo, una ceja, un dedo de los pies, el pulgar, una mejilla, la nariz… hasta que no quedaba nada y cesaban los sonidos.
Hundí la cabeza en la almohada, con el corazón desbocado, conmocionada por lo que me habían revelado mis oídos y mi imaginación. Acababan de matar a una muchacha. No había podido dejar de escucharlo, había sido incapaz de evitar lo sucedido. Era horroroso.
Pero a la noche siguiente la muchacha resucitó. Oí más gritos y más golpes, y su vida volvió a correr peligro. A partir de entonces, todas las noches sucedía lo mismo, una voz atravesaba la pared y me decía que aquello era lo peor que podía ocurrir: el terror de no saber cuándo terminaría.
A veces oía los gritos de aquella alborotadora familia del otro lado del pasillo que separaba nuestros pisos; el suyo estaba junto a las escaleras que subían al segundo piso, el nuestro junto a las escaleras que descendían al vestíbulo.
– Como te rompas las piernas deslizándote por la barandilla, te retorceré el cuello -gritaba una mujer, y el ruido de unos pies que bajaban apresuradamente la escalera seguía a esa advertencia-. ¡Y no te olvides de recoger los trajes de papá!
Conocía tan a fondo la vida terrible de aquella gente que me sobresalté cuando vi a la chica tan cerca de mí por primera vez. Yo estaba cerrando la puerta del piso mientras mantenía en equilibrio una carga de libros bajo el brazo, y al volverme la vi venir hacia mí por el vestíbulo. Me llevé tal sorpresa que grité y dejé caer los libros al suelo. Ella soltó una risita y no tuve duda alguna de quién era aquella muchacha alta, a la que supuse unos doce años, dos más que yo. Entonces bajó la escalera a saltos, y yo recogí en seguida mis libros y la seguí, aunque caminando por la otra acera.
No parecía una chica a la que hubieran matado un centenar de veces. Me fijé en su ropa, en la que no había el menor rastro de sangre. Llevaba una blusa blanca bien planchada, chaqueta de lana azul y falda plisada verde azulada. La verdad es que, con las dos trenzas que rebotaban garbosa y rítmicamente al andar, me dio la impresión de ser muy feliz. Entonces, como si supiera que estaba pensando en ella, volvió la cabeza. Me miró con el ceño fruncido y dobló rápidamente una esquina, perdiéndose de vista.
A partir de entonces, cada vez que me encontraba con mi vecina, fingía que bajaba la vista, me afanaba en arreglar mis libros o abrocharme los botones del suéter y me sentía culpable por saberlo todo de ella.
Un día, los amigos de mis padres, tía Su y tía Canning, me recogieron en la escuela y me llevaron al hospital, donde estaba ingresada mi madre. Supe que se trataba de algo grave, porque hablaban de cosas innecesarias pero las decían en un tono muy solemne.
El tío Canning consultó su reloj.
– Ya son las cuatro.
– El autobús nunca llega a tiempo -dijo tía Su.
En la habitación del hospital, mi madre parecía semidormida y se revolvía en la cama. De súbito abrió los ojos y se quedó mirando el techo.
– La culpa es sólo mía, sólo mía -balbució-. Sabía que pasaría esto, no hice nada por evitado.
– Betty, cariño, por favor -decía mi padre frenéticamente, pero ella siguió acusándose.
Me cogió la mano y me di cuenta de que estaba temblando. Entonces me miró de una manera extraña, como si me rogara que le perdonase la vida, como si yo pudiera perdonarla. Musitó unas palabras en chino.
– ¿Qué dice, Lena? -gritó mi padre. Por una vez no tenía palabras que poner en labios de mi madre.
Y por una vez tampoco yo tuve una respuesta inmediata. Comprendí que había ocurrido lo peor que podría imaginar, que sus temores se habían hecho realidad. Las advertencias habían cesado. Y yo no podía hacer más que escuchar sus palabras.
– Cuando el bebé estaba a punto de nacer -murmuró- le oía gritar incluso dentro de la matriz. Aferraba sus deditos a las paredes, quería quedarse allí, pero las enfermeras y el médico me dijeron que empujara, que le hiciera salir. Y cuando asomó la cabeza, las enfermeras gritaron: «¡Tiene los ojos abiertos! ¡Lo ve todo!». Entonces salió el resto de su cuerpo y quedó sobre la mesa, lleno de vida.
»Al mirarle, me di cuenta en seguida. Sus piernas diminutas, sus bracitos, su cuello delgado y una cabeza tan terrible que no podía apartar los ojos de ella. El bebé tenía los ojos abiertos y la cabeza… ¡también estaba abierta! Pude ver su interior, hasta allá donde deberían brotar sus pensamientos, pero no había nada. «¡No tiene cerebro!», gritó el médico. «¡Su cabeza es sólo una cáscara de huevo vacía!» Tal vez el bebé nos oyó, pues su gran cabeza pareció llenarse de aire y alzarse de la mesa. La volvió a un lado y luego al otro, y se quedó mirándome fijamente. Supe que lo veía todo en mi interior: ¡veía que maté a mi otro hijo sin pensarlo dos veces, y que de la misma manera le había tenido a él!
No pude traducirle a mi padre lo que acababa de decirme, pues él ya estaba demasiado triste al lado de la cuna vacía. ¿Cómo podía decirle que mamá se había vuelto loca?
He aquí lo que le traduje:
– Dice que debemos pensarlo muy bien antes de tener otro bebé y confía en que el recién nacido sea muy feliz en el otro mundo. Además, cree que ahora debemos dejarla e ir a comer.
Tras la muerte del bebé, mi madre se desmoronó, no de de golpe, poco a poco, como platos que caen de un estante uno tras otro. Yo no sabía cuándo iba a derrumbarse del todo, por lo que estaba constantemente nerviosa, esperando.
A veces empezaba a hacer la cena, pero se detenía a la mitad, dejaba que el agua caliente corriera en la pica, el cuchillo inmóvil en el aire sobre las verduras a medio cortar, silenciosa, llorando, y otras veces estábamos comiendo y teníamos que interrumpir y dejar los cubiertos sobre la mesa porque ella se había cubierto el rostro con las manos y decía: «Meigwansyi» (No importa). Mi padre permanecía inmóvil, tratando de imaginar qué era lo que no importaba tanto, y yo abandonaba la mesa, sabiendo que sucedería de nuevo, que siempre habría una próxima vez.
Mi padre, no menos afligido, reaccionó de un modo diferente. Se propuso mejorar la situación, pero era como si corriera para coger los objetos a punto de caer y fuese él quien cayera antes de poder coger alguno.
– Sólo está cansada -me explicó mientras cenábamos en el restaurante Gold Spike, los dos solos, porque mi madre estaba postrada en la cama como una estatua yacente. Yo sabía que mi padre pensaba en ella por su semblante preocupado y porque miraba su plato como si estuviera lleno de gusanos en vez de espaguetis.
En casa, mi madre lo miraba todo con expresión vacía. Mi padre llegaba del trabajo, me daba unas palmaditas en la cabeza y decía, «¿Cómo está mi chiquilla?», pero siempre su mirada iba más allá de mí, hacia mi madre, y yo sentía enormes temores, no en la cabeza, sino en el estómago. Ya no podía comprender por qué estaba tan asustada, pero así me sentía. Percibía los movimientos más ligeros en nuestra casa silenciosa y, por la noche, oía las ruidosas peleas al otro lado del muro, en mi dormitorio, aquella muchacha a la que apaleaban. En cama, con la manta hasta el cuello, solía preguntarme qué sería peor, si su situación o la mía, y tras pensarlo durante un rato, tras sentir lástima de mí misma, me consolaba un poco pensando que la chica de al lado llevaba una vida más desdichada.
Una noche, después de la cena, sonó el timbre de la puerta, cosa curiosa porque, en general, los visitantes llamaban primero por el portero electrónico.
– Lena, ¿quieres ver quién es? -me dijo mi padre desde la cocina, donde estaba fregando los platos. Mi madre estaba en cama: ahora siempre «descansaba» y era como si hubiese muerto y se hubiera convertido en un fantasma viviente.
Entreabrí la puerta con cautela, y entonces la abrí del todo, sorprendida al ver a la chica de al lado. Me quedé mirándola sin disimular mi asombro, mientras ella me sonreía. Su ropa estaba arrugada, como si acabara de levantarse de la cama y se hubiera acostado vestida.
– ¿Quién es? -preguntó mi padre desde la cocina.
– ¡Es la vecina! -repliqué-. Es…
– Teresa -se apresuró a decir ella.
– ¡Es Teresa! -añadí.
– Invítala a pasar -dijo mi padre casi en el mismo momento en que Teresa se deslizaba por mi lado y entraba en el piso. Sin que yo le dijera nada, se dirigió a mi dormitorio. Cerré la puerta del piso y seguí sus dos trenzas, que rebotaban como látigos que restallaran en la grupa de un caballo.
Se acercó a mi ventana y empezó a abrirla.
– ¿Qué estás haciendo? -le grité.
Mi vecina se sentó en el borde de la ventana, mirando la calle. Entonces volvió la cabeza, me miró y se echó a reír. Me senté en la cama, observándola y esperando a que terminara, notando el aire frío que entraba por la ventana abierta.
– ¿Qué te hace tanta gracia? -le pregunté por fin. Pensé que tal vez se reía de mí y de mi vida. Quizás había escuchado a través de la pared y no había oído nada, salvo el silencio estancado de nuestra casa desdichada.
– ¿De qué te ríes? -insistí.
– Mi madre me ha echado de casa -dijo finalmente. Hablaba en un tono jactancioso y parecía orgullosa de lo que acababa de ocurrirle. Rió un poco más y añadió-: Nos hemos peleado, me ha echado de casa y ha cerrado la puerta por dentro. Cree que voy a esperar ahí fuera hasta que esté lo bastante apenada para pedir disculpas, pero no pienso hacerlo.
– ¿Qué vas a hacer entonces? -le pregunté estupefacta, segura de que esta vez su madre acabaría con ella.
– Voy a usar tu escalera de emergencia para regresar a mi dormitorio -susurró-, y ella tendrá que esperar. Cuando esté preocupada, abrirá la puerta, ¡pero no me encontrará ahí! Estaré en mi habitación, en la cama. -Se rió de nuevo.
– ¿No se pondrá furiosa cuando te descubra?
– Qué va, se alegrará de que no esté muerta ni me haya pasado nada. Bueno, fingirá estar furiosa, pero eso será todo. Siempre estamos haciendo lo mismo.
Entonces se deslizó a través de la ventana y, sin hacer ningún ruido, regresó a su casa.
Me quedé largo rato mirando la ventana abierta y pensando en ella. ¿Cómo podía volver a su casa? ¿No veía lo terrible que era su vida? ¿No se daba cuenta de que aquello no terminaría jamás?
Me tendí en la cama y esperé oír los golpes y los gritos. Era ya tarde y estaba todavía despierta cuando oí el jaleo en el piso de al lado. La señora Sorci gritaba y lloraba. «Pero qué idiota eres. Por poco sufro un ataque cardíaco.» Y Teresa replicaba a gritos: «Podrías haberme matado. Casi me caigo y me rompo el cuello.» Entonces las oí reír y llorar, llorar y reír y gritarse ternezas.
Me quedé pasmada. Casi podía verlas abrazándose y besándose. Lloré de alegría con ellas, porque me había equivocado.
Todavía recuero vivamente la esperanza que latió en mí aquella noche. Me aferré a esa esperanza día tras día, noche tras noche, año tras año. Contemplaba a mi madre tendida en la cama o murmurando para sus adentro mientras permanecía sentada en el sofá. Y, no obstante, sabía que aquello, lo peor de todo, cesaría algún día. Ahora descubría la manera de cambiarlas. Aún oía las feroces peleas de la señora Sorci y Teresa, pero veía algo más.
Veía a una chiquilla que se quejaba de que el dolor de no ser vista era insoportable. Veía a la madre tendida en la cama, con su túnica larga y ondeante. Entonces la muchacha desenvainaba una espada afilada y decía a su madre.
– Ahora debes morir de un millar de tajos. Es la única manera de salvarte.
La madre aceptaba esto y cerraba los ojos. La espada descendía y sajaba adelante y atrás, arriba y abajo, y la madre gritaba, soltaba alaridos de terror y dolor, pero cuando abría los ojos no veía sangre ni su cuerpo descuartizado.
– ¿Te das cuenta ahora? -le preguntaba la niña. La madre asentía.
– Ahora lo comprendo perfectamente. Ya he experimentado lo peor. Después de esto, no hay nada que pueda ser peor.
– Ahora debes volver al otro lado -decía la niña-, y entonces podrás ver por qué estabas equivocada.
Y la muchacha cogía a su madre de la mano y pasaba con ella través del muro.