ROSE HSU JORDAN

Sin madera

Siempre me creía todo lo que decía mi madre, incluso cuando ignoraba lo que quería decir. Una vez, de pequeña, me aseguró que iba a llover y que lo sabía porque unos fantasmas perdidos daban vueltas cerca de nuestras ventanas, diciendo «buu-buu» para que los dejáramos entrar. Según ella, las puertas se abrirían por sí solas en plena noche, a menos que comprobáramos dos veces si estaban bien cerradas. Decía que un espejo podía verme el rostro, pero que ella podía ver mi interior aun cuando yo estuviera fuera de la habitación.

Y todas estas cosas me parecían ciertas, tan fuerte era el poder de sus palabras.

Decía que si la escuchaba, más adelante sabría lo que ella sabía: de dónde procedían las palabras verdaderas, siempre de lo más alto, por encima de todo lo demás. En cambio, si no la escuchaba, prestaría oídos a otros con demasiada facilidad, a gentes cuyas palabras carecen de significado perdurable, porque proceden del fondo de sus corazones, donde habitan sus deseos, un lugar en el que yo no podía estar.

Las palabras que decía mi madre procedían de lo más alto. Recuerdo que yo siempre alzaba la vista para mirarla a la cara, mientras mi cabeza reposaba en la almohada. En aquel entonces mis hermanas y yo dormíamos en la misma cama doble. Janice, mi hermana mayor, tenía una alergia que obligaba a sus fosas nasales a trinar como un pájaro la noche, y por eso la llamábamos Nariz Silbante. Ruth era Pie Feo, porque curvaba los dedos de los pies en forma de garra de bruja. Yo era Ojos Miedosos, porque cerraba con fuerza los ojos para no ver la oscuridad, cosa que, según Janice y Ruth, era una solemne tontería. Durante aquellos primeros años, yo era la última en dormirme. Me aferraba a la cama, negándome a abandonar este mundo para ingresar en el de los sueños.

– Tus hermanas ya se han ido a ver al viejo señor Chou -me susurraba mi madre en chino. Según ella, el viejo señor Chou era el guardián de una puerta que se abría a los sueños-. ¿Estás también dispuesta a ir a ver al viejo señor Chou?

Y yo sacudía la cabeza cada vez que me lo preguntaba.

– El viejo señor Chou me lleva a sitios malos -gemía.

El viejo señor Chou hacía dormir a mis hermanas, quienes nunca recordaban nada de lo ocurrido la noche anterior. Pero el viejo señor Chou me abría la puerta y, cuando yo intentaba entrar, la cerraba con rapidez, esperando aplastarme como a una mosca. Por eso siempre me despertaba.

Pero finalmente el viejo señor Chou se cansaba y dejaba de vigilar la puerta. La cabecera de mi cama se volvía pesada y se inclinaba lentamente, y yo me deslizaba de cabeza, a través de la puerta del viejo señor Chou, y aterrizaba en una casa sin puertas ni ventanas.

Recuerdo una ocasión en que soñé que caía por un agujero en la casa del viejo señor Chou. Me encontré en un jardín a oscuras y oí gritar al viejo: «¿Quién está en mi jardín trasero.» Eché a correr. Pronto me vi pisoteando plantas con venas sanguíneas, corriendo por campos de cabezas de dragón cuyos colores cambiaban como si fueran semáforos, hasta que llegué a un gigantesco terreno de juego, con innumerables hileras de cajones de arena, en cada uno de los cuales había una muñeca nueva. Y mi madre, que no estaba allí pero que podía ver en mi interior, le dijo al viejo señor Chou que sabía qué muñeca iba a elegir yo, Por ello decidí escoger una totalmente distinta.

«¡Deténgala!», gritó mi madre.

Intenté huir, pero el viejo señor Chou me persiguió, gritando:

«¡Mira lo que sucede cuando no escuchas a tu madre!» y yo me quedé paralizada, demasiado asustada para moverme en cualquier dirección.

A la mañana siguiente le conté a mi madre lo que había sucedido, y ella se rió y dijo:

– No hagas caso al viejo señor Chou. No es más que un sueño. Sólo tienes que escucharme a mí.

– Pero el viejo señor Chou también te escucha -repliqué llorando.


Más de treinta años después mi madre seguía intentando que la escuchara. Al mes de que le dijera que Ted y yo íbamos a divorciamos, me reuní con ella en la iglesia, para el funeral de China Mary, una maravillosa anciana de noventa y dos años que había sido la madrina de todos los niños que cruzaron las puertas de la Primera Iglesia Bautista China.

– Estás adelgazando mucho -me dijo en tono quejumbroso cuando me senté a su lado-. Tienes que comer más.

– Estoy bien -le aseguré, sonriéndole para demostrárselo-. Y además, ¿no eras tú quien decía que la ropa siempre me iba demasiado ceñida?

– Come más -insistió ella, y me dio unos golpecitos con un pequeño cuaderno en cuya tapa, escrito a mano, figuraba el título: «Cocina al estilo chino por China Mary Chan». Los vendían de puerta en puerta, a sólo cinco dólares el ejemplar, a fin de recaudar dinero para el Fondo de Becas a Refugiados.

Cesó la música de órgano y el oficiante se aclaró la garganta. No era el pastor habitual, sino Wing, un muchacho que de pequeño robaba cromos de equipos de béisbol con mi hermano Luke. Más adelante fue al seminario gracias a China Mary, y Luke acabó en la cárcel por vender radios de coches robadas.

– Aún oigo su voz -dijo Wing a los asistentes al funeral-. Me dijo que Dios me había hecho con todos los ingredientes adecuados, por lo que sería una lástima que ardiera en el infierno.

– Ya incinerada -susurró mi madre en tono neutro, indicando con la cabeza el altar, donde había una foto de China Mary en color, enmarcada. Me llevé un dedo a los labios, como hacen los bibliotecarios, pero ella no me entendió-. Ese lo hemos comprado nosotros -dijo señalando un gran ramo de crisantemos amarillos y rosas rojas-. Treinta y cuatro dólares. Todo artificial, así que durará eternamente. Puedes pagarme más tarde. Janice y Matthew también contribuyen. ¿Tienes dinero?

– Sí, Ted me envió un cheque.

Entonces el oficiante pidió a los fieles que se recogieran para orar. Mi madre calló por fin y se llevó un Kleenex a la nariz mientras el sacerdote seguía hablando.

– Puedo verla ahora mismo, embelesando a los ángeles con su cocina china y su actitud fervorosa.

Los fieles alzaron la cabeza después de orar, se levantaron y entonaron el himno número 335, el favorito de China Mary: «Puedes ser un ángel cada día sobre la tierra…».

Pero mi madre no cantaba: me estaba mirando.

– ¿Por qué te ha enviado un cheque?

Yo seguí con la vista en el libro de himnos y cantando:

– Enviando rayos de sol, lleno de alegría desde el nacimiento.

Como no le respondía, ella misma lo hizo:

– Se dedica a las malas mañas con algún otro.

¿A las malas mañas? ¿Ted? Me entraron ganas de reír, por su elección de las palabras, pero también por la idea [5]. El frío, silencioso y lampiño Ted, cuya respiración no se alteraba lo más mínimo ni siquiera en el apogeo de la pasión.

Me lo imaginé gruñendo mientras se rascaba los sobacos, chillando y saltando sobre el colchón, tratando de agarrarme una teta.

– No, no lo creo -le dije.

– ¿Por qué no?

– No es éste el lugar más adecuado para hablar de Ted.

– ¿Por qué puedes hablar de esto con un sique-átrico y no con tu madre?

– Psiquiatra.

– Siqui-átrico -se corrigió-. Una madre es mejor. Una madre sabe lo que hay dentro de ti. -Alzó la voz para hacerse oír por encima de las voces que cantaban-. El siqui-átrico sólo te volverá hulihudu, te hará ver heimongmong.

Una vez en casa, pensé en lo que me había dicho, y era cierto. Últimamente me había sentido hulihudu y todo lo que me rodeaba parecía ser heimongmong. Nunca había pensado en los equivalentes ingleses de esos términos. Supongo que los significados más exactos serían «confuso» y «niebla oscura».

Pero, en realidad, las palabras significan mucho más. Tal vez no sea posible traducirlas fácilmente porque se refieren a una sensación que sólo experimentan los chinos, como si uno se cayera de cabeza a través de la puerta del viejo señor Chou y luego tratara de encontrar el camino de regreso, pero estuviera tan asustado que no pudiera abrir los ojos y anduviera a gatas en la oscuridad, tanteando, el oído atento a posibles voces que le indiquen el camino a seguir.

Había hablado con mucha gente, con mis amigos, con todo el mundo al parecer, excepto con Ted, ya cada persona le contaba una historia diferente. Sin embargo, cada una de las versiones era cierta, estaba segura de ello, por lo menos en el momento en que la contaba.

A mi amiga Waverly le dije que no había sabido cuánto amaba a Ted antes de notar hasta qué punto podía herirme. Sentía un intenso dolor, un dolor literalmente físico, como si me hubieran arrancado los brazos sin anestesia y sin ensamblarlos y coserlos luego.

– ¿Te los han arrancado alguna vez con anestesia? -inquirió Waverly-. ¡Dios mío! Jamás te había visto tan histérica. Si te interesa mi opinión, estás mucho mejor sin él. Te sientes dolida porque has tardado quince años en darte cuenta de lo débil que es en el aspecto emocional. Oye, sé lo que se siente.

A mi amiga Lena le dije que estaba mejor sin Ted. Tras la conmoción inicial, me di cuenta de que no le echaba en absoluto de menos. Lo único que añoraba era lo que sentía cuando estaba con él.

Lena se quedó boquiabierta.

– ¿Y qué era eso? Estabas deprimida. Te manipuló haciéndote creer que no eras nada a su lado, y ahora crees que no eres nada sin él. Yo, en tu lugar, me buscaría un buen abogado y procuraría sacar la mejor tajada posible, para compensar.

A mi psiquiatra le dije que me obsesionaba la venganza. Soñaba con llamar a Ted e invitarle a cenar en uno de esos sitios lujosos, donde va la gente importante, como el Café Majestic o Rosalie's. Y cuando él hubiera empezado a tomar el primer plato y estuviera tranquilo y relajado, le diría: «No es tan sencillo, Ted». Sacaría del bolso un muñeco de vudú, préstamo de Lena y procedente de su almacén de utilería teatral. Dirigiría el tenedor especial para caracoles hacia un punto estratégico en el muñeco y diría alzando la voz, ante todos los elegantes clientes: «Ted, no eres más que un cabrón impotente y voy a asegurarme de que sigas así». Y izas!

Al confesar estas cosas, me embargó la sensación de haber llegado a un momento de cambio radical en mi vida, a un nuevo yo sólo dos semanas después de haber iniciado la psicoterapia. Pero mi psiquiatra parecía aburrido y seguía con la barbilla apoyada en la mano.

– Parece que está experimentando unas sensaciones muy intensas -me dijo con expresión somnolienta-. Creo que deberíamos pensar más en ello la próxima semana.

De modo que ya no supe qué pensar. Durante las semanas siguientes hice inventario de mi vida, e iba de una habitación a otra, tratando de recordar la historia de los objetos que llenaban la casa: los que yo acumulé antes de conocer a Ted (las copas de cristal soplado a mano, las colgaduras de macramé y el balancín que hice reparar); los que compramos inmediatamente después de la boda (la mayor parte de los muebles grandes); los que nos regalaron (el reloj bajo una campana de cristal y que ya no funcionaba, tres juegos de sake, cuatro teteras); las cosas que él se reservó (las litografías firmadas, ninguna de ellas más allá del número veinticinco en una serie de doscientas cincuenta, las fresas de cristal de Steuben) y las que me quedé porque no soportaba la idea de perderlas (los candeleros desempareja dos comprados en unas rebajas, una colcha antigua, agujereada, frascos de formas extrañas que en otro tiempo contuvieron ungüentos, especias y perfumes).

Había iniciado el inventario de las estanterías de libros cuando recibí una carta de Ted, en realidad una nota, escrita apresuradamente con bolígrafo en su talonario de recetas. Decía: «Firma en los lugares indicados con una x». Y con tinta azul de estilográfica había añadido: «Adjunto cheque para ayudarte a salir del apuro hasta que solucionemos legalmente la situación».

La nota iba unida con un clip a los papeles del divorcio, junto con un talón por diez mil dólares, firmado con la misma tinta azul de la nota. Y en vez de estar agradecida, me sentí herida.

¿Por qué me enviaba el cheque con los documentos? ¿Por qué había usado bolígrafo y pluma? ¿Acaso había pensado en el cheque después de escribir la nota? ¿Cuánto tiempo estuvo sentado ante su mesa de trabajo, pensado en la cantidad que sería suficiente? ¿Y por qué había decidido firmarlo con aquella pluma?

Todavía recuerdo la expresión de su cara el año anterior, cuando abrió cuidadosamente el envoltorio de papel de estaño, y la sorpresa reflejada en sus ojos al examinar la pluma poco a poco, desde todos los ángulos, a la luz del árbol navideño. Luego me besó en la frente.

– Sólo la usaré para firmar cosas importantes -me prometió.

Al recordado, con el cheque en las manos, lo único que pude hacer fue sentarme en el borde del sofá, sintiendo una opresión en la cabeza. Miré las equis en los documentos del divorcio, las palabras en el volante de receta, los dos colores de tinta, la fecha del cheque, la raya después de la cifra.

Me quedé sentada allí, en silencio, tratando de escuchar a mi corazón para decidir correctamente, pero entonces caí en la cuenta de que desconocía las alternativas. Así pues, dejé los documentos y el cheque en un cajón donde guardaba cupones que nunca tiraba y que tampoco usaba nunca.

Un día mi madre me explicó el motivo de mi constante confusión. Dijo que me faltaba madera. Había nacido sin madera, por lo que prestaba atención a demasiada gente. Ella lo sabía bien, porque cierta vez estuvo a punto de volverse como yo.

– Una muchacha es como un árbol joven -me dijo-. Debes permanecer erguida y escuchar a tu madre, que está junto a ti. Pero si te inclinas para escuchar a otras personas, crecerás torcida y débil, y el primer viento fuerte te derribará al suelo. Entonces serás como un hierbajo, crecerás sin orden ni concierto en todas las direcciones, te extenderás por el suelo hasta que alguien te arranque y te tire.

Pero cuando me dijo eso, ya era demasiado tarde, pues había empezado a torcerme. Iba a la escuela, donde una maestra, la señora Berry, nos ponía en fila y nos hacía desfilar para entrar y salir de las aulas y recorrer los pasillos, al tiempo que decía: «Niños y niñas, seguidme». Y si no le hacías caso, te obligaba a inclinarte y te daba diez azotes con una palmeta.

Todavía escuchaba a mi madre, pero también aprendí la manera de lograr que sus palabras resbalaran sobre mí, sin afectarme. Y a veces llenaba mi mente con pensamientos de otras personas, todos ellos en inglés, a fin de que cuando ella mirase mi interior, lo que había allí la dejara confusa.

Con el paso de los años, aprendí a elegir entre las mejores opiniones. Los chinos tenían opiniones chinas, mientras que los norteamericanos las tenían norteamericanas, y en casi todos los casos la versión norteamericana era mucho mejor.

Sólo más adelante descubrí que la versión norteamericana tenía un grave defecto. Había demasiadas alternativas, por lo que era fácil confundirse y elegir mal. Era lo que me ocurría en mi relación con Ted. Había demasiadas cosas en las que pensar, mucho que decidir, y cada decisión significaba un giro en otra dirección.

El cheque, por ejemplo. Me preguntaba si Ted trataba realmente de engañarme, de hacerme admitir que capitulaba, que no me opondría al divorcio. Y si lo cobraba, luego podría decir que esa cantidad me compensaba con creces. Entonces me puse un poco sentimental e imaginé, sólo por un momento, que me había enviado los diez mil dólares porque me quería de veras y, a su manera, me decía cuánto significaba para él… hasta que me di cuenta de que diez mil dólares era lo mismo que nada para Ted, y que yo tampoco era nada.

Pensé en poner fin a esa tortura y firmar los documentos del divorcio. Estaba a punto de sacarlos del cajón cuando pensé en la casa.

Me dije que amaba aquella casa, la gran puerta de madera de roble que da a un vestíbulo con ventanas emplomadas, la luz del sol en la sala del desayuno, la panorámica del sur de la ciudad desde el salón principal. El jardín de hierbas aromáticas y flores que Ted había plantado, en el que antes trabajaba los fines de semana, de rodillas sobre una almohadilla de goma verde, inspeccionando obsesivamente cada hoja como si le estuviera haciendo la manicura. Cada especie tenía su lugar asignado: los tulipanes no podían mezclarse con plantas perennes, y un esqueje de áloe vera que me dio Lena no pudo plantarse porque no teníamos otras plantas suculentas.

Miré a través de la ventana y vi que los lirios etíopes estaban caídos y se habían vuelto marrones, las margaritas habían sido aplastadas por su propio peso, las lechugas se habían echado a perder. Los hierbajos crecían entre las losas de los senderos que serpenteaban entre los macizos de plantas. Tras varios meses de abandono, la vegetación se había vuelto agreste.

Al ver el jardín tan abandonado recordé algo que leí una vez en una galleta de la suerte: cuando un marido deja de restar atención al jardín, está pensando en arrancar las raíces. ¿Cuándo podó Ted el romero por última vez? ¿Cuándo roció por última vez los macizos de flores con el producto contra los caracoles?

Bajé en seguida al cobertizo del jardín, en busca de pesticidas y destructores de hierbajos, como si la cantidad que quedaba en los envases, la fecha de caducidad o cualquier otra cosa pudiera darme una idea de lo que ocurría en mi vida. Entonces dejé el envase que tenía en la mano, con la sensación de que alguien me estaba mirando y se reía.

Entré de nuevo en casa, esta vez para telefonear a un abogado. Pero cuando empecé a marcar el número me sentí confusa y colgué el aparato. ¿Qué podría decirle? ¿Qué quería del divorcio… cuando nunca supe qué había querido de mi matrimonio?

A la mañana siguiente seguía pensando en mi matrimonio: quince años viviendo a la sombra de Ted. Estaba acostada, con los ojos cerrados, incapaz de tomar las decisiones más sencillas.

Permanecí tres días en cama, levantándome sólo para ir al baño o calentar otra sopa de fideos con pollo. Pero, sobre todo, dormí. Me tomé los somníferos que Ted había dejado en el botiquín y, por primera vez desde que tengo memoria, no soñé nada. Lo único que podía recordar era que caía suavemente en un espacio oscuro, sin ninguna sensación de dimensión ni dirección. Yo era la única persona en aquella negrura, y cada vez que me despertaba, tomaba otra píldora y regresaba a ese espacio.

Pero al cuarto día tuve una pesadilla. No podía ver al viejo señor Chou en la oscuridad, pero él dijo que daría conmigo y, cuando me encontrara, me aplastaría contra el suelo. Tocaba una campana y, cuanto más fuerte era su sonido, tanto más cerca estaba de encontrarme. Retuve el aliento para no gritar, pero la campana sonaba cada vez más fuerte, hasta que me desperté bruscamente.

Era el teléfono, que debía de llevar una hora sonando. Respondí a la llamada.

– Ahora que estás despierta, voy a llevarte comida que ha sobrado -dijo mi madre. Parecía como si pudiera verme, pero la habitación estaba a oscuras, las cortinas corridas.

– No puedo, mamá… Ahora no puedo verte. Estoy ocupada.

– ¿Demasiado ocupada para ver a tu madre?

– Tengo un cita… con mi psiquiatra.

Ella permaneció un momento en silencio.

– ¿Por qué no pones las cosas en claro tú misma -inquirió en tono apenado-. ¿Por qué no puedes hablar con tu marido?

– Mamá -le dije, sintiéndome exhausta-. Por favor, no me sigas diciendo que salve mi matrimonio. Ya es bastante duro tal como están las cosas.

– No te estoy diciendo que salves tu matrimonio protestó ella-. Sólo digo que pongas las cosas en claro.

Cuando colgó, el teléfono sonó de nuevo. Era la recepcionista de mi psiquiatra. No había acudido a mi cita aquella mañana, como tampoco los dos días anteriores. ¿Quería concertar de nuevo las visitas? Le dije que consultaría mi agenda y volvería a llamarla.

Cinco minutos después el teléfono sonó otra vez.

– ¿Dónde te habías metido?

Me eché a temblar. Era red.

– Había salido -le dije,

– Llevo tres días intentando localizarte. Incluso llamé a la telefónica por si te habían cambiado el número.

Y supe que lo había hecho realmente, no porque yo le preocupara, sino porque cuando quiere algo se vuelve impaciente e irracional si le hacen esperar.

– Han pasado dos semanas, ¿sabes? -dijo con una irritación evidente.

– ¿Dos semanas?

– No has cobrado el cheque ni devuelto los documentos. Quería solucionar esto amistosamente, Rase. No olvides que puedo hacer que alguien se encargue oficialmente de los trámites.

– ¿Puedes hacer eso?

Entonces, sin ninguna pausa, empezó a decirme lo que quería realmente, algo más despreciable que todas las cosas que yo había imaginado.

Quería que le devolviera los papeles firmados, quería quedarse con la casa, quería resolver el asunto lo antes posible… porque quería casarse otra vez.

No pude contenerme y le dije:

– ¿De modo que te has dedicado a pegármela con otra? -me sentía tan humillada que casi me eché a llorar.

Entonces, por primera vez en varios meses, tras haber pasado en el limbo ese tiempo, todo se detuvo, todos los interrogantes desaparecieron. Ya no había alternativas, y me sentí libre, desbordante. Alguien se echó a reír, y al principio no tuve conciencia de que era yo misma.

– ¿Dónde está la gracia? -me preguntó red, airado.

– Lo siento, es solo que…

Intenté sofocar la risa, pero se convirtió en unos resoplidos nasales que me hicieron reír más, y el silencio de Ted incrementó todavía más mi hilaridad.

Aún resoplaba cuando intenté empezar de nuevo con más calma:

– Escucha, Ted, lo siento… Creo que lo mejor que puedes hacer es venir después del trabajo. -No sabía por qué le decía tal cosa, pero me pareció que era correcta.

– No hay nada de qué hablar, Rase.

– Lo sé -le dije en un tono tan sereno que me sorprendió a mí misma-. Sólo quiero enseñarte algo. Y no te preocupes, te daré los documentos, créeme.

No tenía ningún plan. No sabía qué le diría luego. Sólo sabía que deseaba que Ted me viera una vez más antes del divorcio.


Acabé enseñándole el jardín. Cuando llegó, al caer la tarde, la bruma veraniega ya se había instalado. Yo tenía los documentos del divorcio en el bolsillo de mi chaqueta. Ted vestía un traje deportivo y temblaba mientras examinaba los daños del jardín.

– Qué desastre -le oí musitar, mientras agitaba la pernera del pantalón para liberarla de una rama de zarzamora que se había extendido sobre el sendero. Supe que estaba calculando cuánto tiempo necesitaría para establecer de nuevo el orden.

– Me gusta tal como está -comenté.

Di unas palmaditas a las zanahorias demasiado crecidas, cuyas cabezas anaranjadas empujaban a través de la tierra, como si ésta las estuviera pariendo. Entonces me fijé en las malas hierbas: algunas habían brotado en las grietas del suelo y los muros del jardín, otras se habían afianzado en la pared lateral de la casa, y bastantes más habían encontrado refugio bajo ripias sueltas y trepaban por el tejado. Era imposible arrancadas una vez metidas en la mampostería, pues si uno lo intentaba acabaría desmontando todo el edificio.

Ted recogía ciruelas del suelo y las arrojaba por encima de la cerca al jardín del vecino.

– ¿Dónde están los papeles? -me preguntó finalmente.

Se los di y él los guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Entonces me miró y vi en sus ojos la expresión que en otro tiempo confundí con amabilidad y protección.

– No tienes que marcharte en seguida -me dijo-. Sé que necesitarás por lo menos un mes para encontrar otra vivienda.

– Ya tengo donde vivir -me apresuré a decirle, porque en aquel preciso momento supe dónde me alojaría. El enarcó las cejas, sorprendido y sonriente, por un instante muy breve, hasta que le dije-: Aquí.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó ásperamente. Aún tenía las cejas alzadas, pero ya no sonreía.

– He dicho que me quedo aquí -repetí.

– ¿Quién te ha metido en la cabeza que puedes hacer eso?

Se cruzó de brazos, entrecerró los ojos y escrutó mi rostro, como si supiera que se descompondría de un momento a otro. Aquella expresión solía asustarme y me hacía tartamudear.

Ahora no sentí nada, ni temor ni cólera.

– Digo que me quedo, y mi abogado lo dirá también, una vez que te hagamos entrega de la documentación.

Ted se sacó del bolsillo los papeles del divorcio y los examinó. Sus equis seguían allí, los espacios en blanco seguían vacíos.

– ¿Qué estás haciendo? -dijo él-. Quisiera saberlo exactamente.

Y la respuesta, la única importante por encima de todo lo demás, recorrió mi cuerpo y cayó de mis labios:

– No puedes arrancarme sin más de tu vida y tirarme a un lado.

Vi lo que deseaba: su expresión confusa y luego asustada, estaba hulihudu, tan fuerte era el poder de mis palabras.


Aquella noche soñé que deambulaba por el jardín. La niebla envolvía árboles y arbustos. Entonces distinguí al viejo señor Chou y a mi madre, a lo lejos, con sus bruscos movimientos arremolinando la niebla a su alrededor. Estaban inclinados sobre uno de los macizos de plantas.

– ¡Ahí está ella! -exclamó mi madre. El viejo señor Chou sonrió y me saludó agitando la mano. Me acerqué a mi madre y vi que estaba inclinada sobre algo, como si atendiera a un bebé.

– Mira -me dijo, radiante-. Los he plantado esta mañana, algunas para ti y otros para mí.

Y bajo el heimongmong, extendiéndose por el suelo, había hierbajos que ya se derramaban por encima de los setos y se esparcían agrestes en todas direcciones.

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