YING-YING ST. CLAIR

La Dama de la Luna

Durante todos esos años mantuve la boca cerrada, a fin de que no salieran de ella deseos egoístas, y, como permanecí silenciosa tanto tiempo, ahora mi hija no me oye. Se sienta junto a su lujosa piscina y sólo presta oídos a su Sony Walkman, su teléfono sin cable, su corpulento e importante marido que le pregunta por qué usan carbón y no un fluido más ligero.

Durante todos esos años mantuve oculta mi naturaleza, deslizándome como una pequeña sombra para que nadie pudiera atraparme. Y, como me movía con tanto sigilo, ahora mi hija no me ve. Sólo ve una lista de compras, su cuenta corriente sin saldo, el cenicero torcido sobre una mesa recta.

Y quiero decirle que estamos perdidas, ella y yo, ni nos ven ni vemos, ni nos oyen ni oímos, los demás nos desconocen.


No me perdí a mí misma en seguida. Restregué el rostro a lo largo de los años para eliminar mi dolor, de la misma manera en que el agua desgasta las tallas en piedra.

No obstante, hoy puedo recordar la época en que corría y gritaba, en que no podía quedarme quieta. Es mi recuerdo más antiguo: contarle mi deseo secreto a la Dama de la Luna, y como olvidé lo que deseaba, ese recuerdo ha permanecido oculto para mí durante muchos años.

Pero ahora recuerdo el deseo y veo con nitidez los detalles de aquel día, tan claramente como veo a mi hija y la estupidez de su vida.

En 1918, cuando tenía cuatro años, el Festival de la Luna llegó a Wushi durante un otoño excepcionalmente caluroso. Cuando desperté aquella mañana, el día decimoquinto de la octava luna, la estera de paja que cubría mi cama ya estaba pegajosa. La habitación olía a hierba húmeda cociéndose lentamente con el calor.

A principios del verano los criados pusieron cortinas de bambú en todas las ventanas, para mitigar los terribles rayos del sol. Las camas estaban cubiertas con una estera de paja tejida, lo único que usábamos durante los largos meses de constante calor húmedo. Sobre los ladrillos calientes del patio había una cuadrícula de senderos de bambú. Llegó el otoño, pero sin sus mañanas y noches frescas, y el calor rancio continuaba en las sombras detrás de las cortinas, caldeando los acres olores de mi orinal, filtrándose en mi almohada, despellejándome el cuello e hinchándome las mejillas, por lo que aquella mañana me desperté inquieta y quejosa.

Me llegó otro olor desde el exterior, de algo que se quemaba, una áspera fragancia agridulce.

– ¿Qué es ese olor tan fuerte? -pregunté a mi ama de cría, quien siempre se las ingeniaba para aparecer junto a mi cama en cuanto me despertaba. Dormía en un camastro, en una pequeña habitación junto a la mía.

– Es lo mismo que te expliqué ayer -respondió, al tiempo que me levantaba de la cama y me sentaba en sus rodillas, y mi mente adormilada intentó recordar lo que me contó la mañana anterior al despertar.

– Estamos quemando los Cinco Males -le dije soñolienta, y me revolví para saltar de su cálido regazo.

Subí a un pequeño taburete y miré a través de la ventana, al patio que se extendía abajo. Vi un objeto verde, enrollado en espiral en forma de serpiente, con una cola de la que se alzaba un humo amarillo, El día anterior, mi ama de cría me había mostrado que la serpiente salía de una pintoresca caja, decorada con cinco criaturas malignas: una serpiente nadadora, un escorpión saltarín, un ciempiés volador, una araña que se dejaba caer al suelo y un lagarto que se lanzaba como impulsado por un resorte, y me explicó que la picadura de cualquiera de aquellos seres podía matar a un niño. Así pues, sentí alivio al pensar que habían capturado a los Cinco Males y estaban quemando sus cadáveres. No sabía que la serpiente verde era tan sólo incienso utilizado para alejar mosquitos y moscas pequeñas.

Aquel día, en vez de vestirme con una chaqueta de algodón claro y unos pantalones holgados, el ama de cría me trajo una pesada chaqueta de seda amarilla y una falda bordeada de franjas negras.

– Hoy no hay tiempo para jugar -me dijo, abriendo la chaqueta forrada-. Tu madre te ha hecho nuevas ropas de tigre para el Festival de la Luna… -Me puso los pantalones-. El de hoy es un día muy importante, y ahora eres una niña mayor, así que puedes asistir sin problemas a la ceremonia.

– ¿Qué es una ceremonia? -pregunté al ama, que ahora me ponía la chaqueta sobre las prendas interiores de algodón.

– Es una manera apropiada de comportarse. Haces esto y aquello para que los dioses no te castiguen -me explicó mientras me abrochaba las presillas.

– ¿Qué clase de castigo? -le pregunté audazmente.

– ¡Haces demasiadas preguntas! -gritó el ama-. No necesitas entenderlo. Compórtate, simplemente, sigue el ejemplo de tu madre. Enciende el incienso, haz una ofrenda a la luna, inclina la cabeza. No me hagas quedar mal, Ying-ying.

Bajé la cabeza, con los labios fruncidos. Reparé en las franjas negras que rodeaban las mangas de la chaqueta y las diminutas peonias bordadas que emergían de unas volutas de hilo dorado. Recordé haber visto a mi madre coser con una aguja plateada y con suaves movimientos, haciendo que flores, hojas y zarcillos florecieran en el paño.

Entonces oí voces en el patio. Me puse de puntillas en el taburete para ver quién era. Alguien se quejaba del calor: «… tócame el brazo, está tan ablandado por el calor que se nota el hueso». Muchos familiares del norte habían llegado para el Festival de la Luna, y pasarían con nosotros la semana.

El ama intentó peinarme con un ancho peine, y en cuanto encontró un nudo fingí que me caía del taburete.

– ¡Quieta, Ying-ying! -gritó, como hacía siempre, mientras yo me reía y oscilaba en el taburete.

Entonces me tiró del pelo, como si fueran las riendas de un caballo, y antes de que pudiera caerme otra vez del taburete, me lo trenzó con mucha rapidez, formando una sola trenza a un lado, que sujetó con cinco cintas de seda de colores. A continuación enrolló la trenza, convirtiéndola en un prieto moño, y dispuso y recortó las cintas se seda sueltas hasta que formaron una bonita borla.

Me dio la vuelta para inspeccionar su obra. Me estaba asando bajo la chaqueta de seda forrada y los pantalones, prendas sin duda destinadas a días más frescos. Sentía una quemazón en el cuero cabelludo, debida a las atenciones prodigadas por el ama. ¿Qué clase de fiesta podría justificar semejante sufrimiento?

– Muy bonita -afirmó el ama, aunque yo tenía el ceño fruncido.

– ¿Quién viene hoy? -le pregunté.

– Dajya (Toda la familia) -respondió muy satisfecha-. Vamos a ir todos al lago Tai. La familia ha alquilado un barco con un jefe de cocina famoso, y esta noche, durante la ceremonia, verás a la Dama de la Luna.

– ¡La Dama de la Luna! ¡La Dama de la Luna! -exclamé, dando saltos y llena de entusiasmo. Entonces, cuando cesó mi asombro ante los agradables sonidos de mi voz al pronunciar las nuevas palabras, tiré de la manga del ama y le pregunté-: ¿Quién es la Dama de la Luna?

– Se llama Chang-O y vive en la luna. Hoy es el único día que puedes veda y lograr que se cumpla un deseo secreto.

– ¿Qué es un deseo secreto?

– Es lo que deseas pero no puedes pedir -respondió el ama.

– ¿Por qué no puedo pedirlo?

– Porque… porque si lo pides… ya no es un simple deseo, sino un deseo egoísta -replicó el ama-. ¿No te he enseñado que está mal eso de pensar en tus propias necesidades? Una muchacha nunca debe pedir nada. Ha de escuchar, nada más.

– Si es así, ¿cómo conocerá mi deseo la Dama de la Luna?

Ai! Ya me has hecho demasiadas preguntas! No puedes pedirle nada porque no es una persona ordinaria.

Por fin me di por satisfecha y me apresuré a decirle:

– Entonces le diré que no quiero ponerme está ropa nunca más.

– ¡Ah! ¿Pero no te lo acabo de explicar? Ahora que me has dicho eso, ya no es un deseo secreto.


Mientras comíamos nadie parecía tener prisa por ir al lago. Siempre había alguien que engullía un bocado más, y cuando por fin terminó el desayuno, se entabló una conversación sobre cosas insignificantes. Yo me sentía más preocupada y desdichada a cada minuto que pasaba.

– … La luna de otoño se calienta. ¡Oh! Las sombras de los gansos retornan. -Baba recitaba un largo poema que había descifrado de antiguas inscripciones en piedra-. En la losa faltaba la tercera palabra -explicó-. Las lluvias la habían desgastado con el paso de los siglos y casi se perdió definitivamente para la posteridad.

– Pero por fortuna -dijo mi tío, con un centelleo en los ojos-, eres un paciente erudito de la historia y la literatura antiguas, y creo que pudiste resolverlo.

Mi padre respondió con el verso:

– Radiantes flores de la bruma. ¡Oh!…

Mamá explicaba a mi tía y a las ancianas la mejor manera de mezclar diversas hierbas e insectos para producir un bálsamo.

– Se extiende aquí, entre estos dos puntos, y se frota vigorosamente hasta que la piel se calienta y el dolor desaparece.

¡Ai! ¿Pero cómo puedo frotar un pie inflamado? -se lamentó una anciana-. Tengo un dolor intenso tanto dentro como fuera. ¡Es tan sensible que ni siquiera puedo tocarlo!

– Es el calor -se quejó otra vieja tía-, el calor que te cuece la carne y la debilita.

– ¡Y que te quema los ojos! -exclamó mi tía abuela. Yo suspiraba cada vez que iniciaban un nuevo tema. Finalmente el ama reparó en mí y me dio un pastelillo lunar en forma de conejo, diciéndome que podía sentarme en el patio y comerlo con mis dos pequeñas medio hermanas, Número Dos y Número Tres.

Es fácil olvidarse de un barco cuando una tiene un pastelillo en forma de conejo en la mano. Las tres salimos enseguida de la habitación y, en cuanto cruzamos la puerta en forma de luna que conducía al patio interior, brincamos y gritamos, corriendo para ver quién llegaba primero al banco de piedra. Yo era la más corpulenta, por lo que tomé asiento en la parte umbría, donde la losa de piedra estaba fresca, y mis medio hermanas se sentaron al sol. Repartí entre las dos las orejas del conejo, que eran sólo de pasta, sin relleno de dulce ni yema de huevo en su interior, pero mis medio hermanas eran demasiado pequeñas para protestar.

– Yo le gusto más a la hermana -le dijo Número Dos a Número Tres.

– No, yo le gusto más -replicó Número Tres.

– No arméis jaleo -ordené a las dos, y me comí el cuerpo del conejo, deslizando la lengua por los labios para lamer la pegajosa pasta de judías.

Nos quitamos mutuamente las migas de la ropa, y al terminar nuestro festín se hizo el silencio y volví a sentirme inquieta. De repente vi una libélula de cuerpo carmesí muy grande y alas transparentes. Me levanté de un salto y corrí tras ella, seguida por mis medio hermanas, que saltaban y alzaban las manos hacia el insecto.

– ¡Ying-ying! -oí que me llamaba el ama, y Número Dos y Número Tres se escabulleron. El ama estaba en el patio y mi madre y las otras señoras cruzaban ahora la puerta lunar. La mujer se me acercó a paso vivo y se agachó para alisar mi chaqueta amarilla-. Syin yifu! Yidafadwo! (¡Tu ropa nueva! ¡Todo esparcido por ahí!) -gritó con ostentosa congoja.

Mi madre sonrió y vino hacia mí, volvió a colocarme en su sitio unas hebras de cabello rebelde y las fijó en la trenza arrollada.

– Un chico puede correr y perseguir libélulas, porque así es su naturaleza -me dijo-, pero una muchacha debe estarse quieta. Si permaneces inmóvil largo rato, la libélula ya no te verá. Entonces se acercará a ti y se ocultará en tu cómoda sombra.

Las ancianas mostraron con risas su acuerdo, y entonces todas me dejaron en medio del patio caluroso.

Me quedé perfectamente inmóvil, como me había dicho mi madre, y descubrí mi sombra. Al principio era sólo una mancha oscura sobre las esterillas de bambú que cubrían los ladrillos del patio, con las piernas cortas, los brazos largos y una trenza oscura y enrollada como la mía. Cuando movía la cabeza, ella también lo hacía. Ambas agitamos los brazos y levantamos una pierna. Me volví para marcharme y ella me siguió. Me volví rápidamente y la vi ante mí. Alcé la estera de bambú para ver si podía arrancar mi sombra, pero estaba debajo de la estera, sobre los ladrillos. Grité de placer por la astucia de mi propia sombra. Corrí hacia el círculo umbrío bajo el árbol, viendo cómo mi sombra me perseguía.

Entonces desapareció. Quería a mi sombra, ese lado oscuro mío que poseía la misma naturaleza inquieta que yo.

Entonces oí que el ama me llamaba de nuevo.

– ¡Ying-ying! Es la hora. ¿Estás preparada para ir al lago? -Asentí, eché a correr hacia ella, y mi yo se me adelantó-. Despacio, despacio -me advirtió el ama.


Toda nuestra familia estaba ya sentada en el exterior, charlando animadamente, cada uno de sus miembros con un atavío que le daba aspecto de importancia. Baba llevaba un traje nuevo de color marrón, sencillo pero de una seda cuya textura y confección eran evidentemente de gran calidad. Mamá vestía chaqueta y falda de colores inversos a los míos: seda negra con franjas amarillas. Mis medio hermanas llevaban blusas de color rosa, así como sus madres, las concubinas de mi padre. Mi hermano mayor vestía chaqueta azul con unos bordados que parecían los cetros de Buda para una larga vida. Hasta las ancianas se habían puesto sus mejores galas para la celebración: la tía de mamá, la madre de Baba y su prima, y la gorda esposa del tío abuelo, la cual todavía se depilaba las cejas y siempre andaba como si cruzara un arroyo resbaladizo, con dos pasitos seguidos de una mirada temerosa.

Los criados ya habían cargado en un jinrikisha las provisiones básicas de la jornada: un capazo lleno de zong zi, el arroz pegajoso envuelto en hojas de loto, unas rellanas de jamón soasado y otras de semillas dulces de loto, un hornillo para hervir el agua del té, otro capazo con tazas, cuencos y palillos, un saco de manzanas, granadas y peras, húmedos tarros de barro con carnes y verduras en conserva, pilas de cajas rojas cada una de las cuales contenía cuatro pastelillos lunares y, por supuesto, esterillas para la siesta de la tarde.

Entonces todos subimos a los jinrikishas, los niños más pequeños sentados al lado de sus amas. En el último momento, antes de partir, me zafé del ama, que me tenía cogida, y salté del vehículo para subir al de mi madre, cosa que desagradó al ama, porque era una conducta presuntuosa por mi parte y también porque el ama me quería más que a su propio hijo, al cual abandonó siendo un bebé, cuando falleció su marido y vino a mi casa para ser mi ama de cría. Pero yo estaba muy mimada por su culpa. Nunca me había enseñado a tener en cuenta sus sentimientos y por ello el ama sólo era para mí alguien que me ofrecía comodidad, como un ventilador en verano o una estufa en invierno, una bendición que sólo aprecias y quieres cuando ya no está presente.

Al llegar al lago, me llevé una decepción porque no había ni un soplo de brisa refrescante. Los hombres que tiraban de nuestros jinrikishas estaban empapados en sudor, abrían la boca y resollaban como caballos. En el embarcadero contemplé a los ancianos que iban subiendo a una gran embarcación alquilada por nuestra familia. Tenía forma de casa de té, con un pabellón a cielo abierto mayor que el de nuestro patio, muchas columnas rojas y un tejado puntiagudo, y detrás una especie de cenador con ventanas redondas.

Cuando nos tocó el turno, el ama me cogió la mano con fuerza y cruzamos la pasarela, que se movía bajo nuestros pies, pero en cuanto estuve en cubierta me liberé del ama y, junto con Número Dos y Número Tres, me abrí paso entre las piernas de la gente, rodeadas de ondulantes sedas oscuras y brillantes, para ver quién sería la primera en recorrer toda la longitud del barco.

Me encantaba la sensación de inestabilidad, casi de caída, primero a un lado y luego al otro. Los farolillos rojos que colgaban del tejado y las barandillas se movían como impulsados por la brisa. Mis medio hermanas y yo deslizamos las manos por los bancos y mesitas del pabellón, seguí mas con los dedos los dibujos de las amadas barandillas de madera y nos asomamos a las aberturas para ver el agua allá abajo. ¡Y aún nos quedaban más cosas por descubrir!

Abrí una pesada puerta que daba al cenador y corrí a través de una pieza que parecía una gran sala de estar. Mis hermanas me seguían, riendo. Otra puerta abierta me reveló una cocina, en cuyo interior había gente. Un hombre que sostenía una voluminosa cuchilla se volvió, y al vemos nos llamó, pero sonreímos tímidamente mientras retrocedíamos.

En la popa del barco vimos gente de aspecto humilde: un hombre que metía leños en una chimenea alta, una mujer que cortaba verduras y dos muchachos de rudo semblante, acuclillado s cerca del borde de la embarcación sujetando un cordel atado a una jaula de tela metálica, que pendía justamente por debajo de la superficie del agua. Ni siquiera nos dirigieron una mirada.

Regresamos a la proa del barco, a tiempo de ver que el muelle se alejaba de nosotras. Mamá y las demás señoras ya estaban sentadas en unos bancos alrededor del pabellón, abanicándose con brío y dándose mutuamente palmadas en los lados de la cabeza cuando se les posaban mosquitos. Baba y el tío estaban apoyados en una barandilla, hablando con voces profundas y serias. Mi hermano y unos primos habían encontrado una larga vara de bambú y la introducían en el agua como si así pudieran hacer que el barco avanzara con más rapidez. Los criados estaban sentados en el extremo delantero, dedicados a calentar agua para el té, pelar nueces de gingco tostadas y vaciar los capazos de alimentos para servir una comida fría.

Aunque el lago Tai es uno de los mayores de China, aquel día parecía estar repleto de embarcaciones: botes de remos, botes de pedales, veleros, pesqueros y pabellones flotantes como el nuestro, y así a menudo pasábamos por el lado de otros barcos y veíamos personas inclinadas y con las manos metidas en el agua fresca o que iban a la deriva, dormidas bajo un toldo de paño o una sombrilla lubricada con aceite.

De repente oí los gritos: «¡Aahh! ¡Aahh! ¡Aahh!» y pensé que por fin había empezado la fiesta. Corrí al pabellón y encontré a las tías y tíos riendo, mientras cogían con los palillos gambas bailarinas, que todavía coleaban y agitaban sus patitas. Así pues, eso era lo que había contenido la jaula de tela metálica bajo el agua, gambas de agua dulce, que ahora mi padre mojaba en una salsa picante de soja y engullía tras un par de mordiscos.

Pero la emoción no tardó en disiparse y la tarde pareció transcurrir como cualquier otra en casa: la misma apatía después de la comida, un poco de chismorreo soñoliento con el té caliente, el ama diciéndome que me acueste en la esterilla, el silencio cuando todo el mundo duerme durante las horas más calurosas del día.


Me enderecé y vi que el ama aún dormía, tendida oblicuamente en la estera. Regresé a la popa, donde los muchachos de aspecto rudo estaban sacando de una jaula de bambú un ave de gran tamaño y cuello largo que lanzaban graznidos de protesta y tenía un aro metálico alrededor del cuello. Uno de los muchachos lo inmovilizó, rodeándole las alas con los brazos, mientras el otro ataba una gruesa cuerda a la anilla metálica. Entonces la soltaron; el ave se precipitó agitando frenéticamente sus alas blancas, revoloteó sobre el borde del barco y se posó en las aguas brillantes. Me acerqué al borde y miré al pájaro, que me devolvió la mirada con un solo ojo, cauteloso, antes de zambullirse y desaparecer.

Otro chico arrojó al agua una balsa de cañas rojas huecas, se zambulló y al emerger subió a la balsa. Instantes después también apareció el ave, meneando la cabeza para sujetar un gran pescado que tenía en el pico. Subió a la balsa e intentó tragárselo pero, naturalmente, la anilla alrededor de su cuello se lo impedía. Con un solo movimiento, el muchacho le arrebató el pescado del pico y lo lanzó a su compañero del barco. Aplaudí y el ave se sumergió de nuevo.

Durante la hora siguiente, mientras el ama y los demás dormían, me quedé allí mirando, como un gato hambriento que espera su turno, mientras un pescado tras otro aparecían en el pico del ave para acabar en un cubo de madera sobre la cubierta del barco. Entonces el chico que estaba en el agua le gritó al otro: «¡Suficiente!», y el del barco gritó a alguien que estaba en la parte del barco oculta a mi vista. Se oyeron fuertes ruidos metálicos y silbidos, mientras el barco se movía de nuevo. El muchacho que estaba a mi lado se lanzó al agua, subió a la balsa y se quedó allí en cuclillas, junto al otro: parecían dos pájaros posados en una rama. Les saludé agitando la mano, envidiosa de la libertad con que se movían, y pronto quedaron lejos, convertidos en una pequeña mancha amarilla que se balanceaba en el agua.

Esta sola aventura me habría bastado, pero seguí allí, como sumida en un sueño agradable, y al volverme vi a una mujer adusta agachada ante el cubo de pescado; sacó un cuchillo de hoja delgada y afilada y empezó a destripar los pescados, quitándoles las entrañas rojas y viscosas y lanzándolas al agua por encima del hombro. La vi raspar las escamas, que volaban como fragmentos de cristal, y luego poner fin al gorjeo de dos pollos, a los que decapitó. Una gran tortuga estiró el cuello para coger un palito y, ¡zas!, también perdió la cabeza. En un recipiente había una masa oscura de delgadas anguilas de agua dulce, que se contorsionaban furiosamente. Entonces la mujer se lo llevó todo a In cocina, sin decir una sola palabra. Ya no había nada más que ver.

En aquel momento, ya demasiado tarde, vi mis ropas nuevas… y las manchas de sangre, escamas de pescado, fragmentos de plumas y barro. ¡Qué ideas tan extrañas se me ocurrían! Presa del pánico, al oír las voces de los que despertaban de su siesta y se aproximaban a la proa del barco, sumergí las manos en el cuenco que contenía la sangre de la tortuga y me restregué las mangas, la parte delantera de los pantalones y la chaqueta, creyendo seriamente que si podía tapar aquellas manchas tiñéndome la ropa de rojo carmesí, y si permanecía completamente inmóvil, nadie se daría cuenta de aquel cambio.

Así es como me encontró el ama: una aparición cubierta de sangre. Todavía oigo su voz, gritando aterrorizada y precipitándose hacia mí para ver qué partes de mi cuerpo faltaban, dónde estaban los orificios por los que me desangraba. Y al no encontrar nada tras inspeccionarme las orejas y la nariz y contarme los dedos, me insultó con palabras que nunca había oído hasta entonces, pero que, por su manera de pronunciadas, parecían malignas. Me quitó bruscamente la chaqueta y los pantalones, diciéndome que olía «a tal cosa horrible» y que mi aspecto era el de «tal otra cosa horrible». Le temblaba la voz, no tanto de ira como de temor.

– Ahora tu madre podrá darse el gusto de lavarse las manos con respecto a ti -me dijo compungida-. Nos desterrará a las dos a Kunming.

Estas últimas palabras me asustaron de veras, porque había oído decir que Kunming estaba tan lejos que nadie lo visitaba jamás y que era un lugar salvaje rodeado por un bosque de piedra y gobernado por monos. El ama me dejó llorando en la popa del barco, de pie y sólo con las prendas interiores de algodón blanco y las zapatillas atigradas.

Esperaba que mi madre viniera en seguida. La imaginé al ver mi ropa sucia y las florecillas que le habían dado tanto trabajo, pensé que vendría a la popa del barco y me regañaría a su manera suave. Pero no apareció. Una vez oí pasos, pero sólo vi las caras de mis medio hermanas apretadas contra el ventanillo de la puerta. Me miraron con expresión de sorpresa, me señalaron y luego se escabulleron riendo.


El color del agua había ido variando, y del dorado oscuro pasó al rojo, al púrpura y finalmente al negro. Ahora el cielo estaba oscuro y las luces de los farolillos rojos diseminados por el lago empezaron a brillar. Oía a la gente hablar y reír, algunas voces procedentes de la proa de nuestro barco y otras de barcos vecinos. Entonces oí que se abría y cerraba bruscamente la puerta de la cocina, y la atmósfera se llenó de aromas suculentos. «Ai! ¡Mirad esto! ¡Y eso de ahí!», exclamaban voces incrédulas en el pabellón. Ansiaba estar con ellos.

Escuché los ruidos del banquete, sentada en la popa y con las piernas colgando. Aunque era de noche, el ambiente resplandecía. Podía ver mi reflejo, mis piernas, mis manos apoyadas en el borde y mi rostro. También vi la causa de aquel resplandor: en el agua oscura se reflejaba la luna llena, una luna tan cálida y grande que parecía el sol. Alcé la cabeza para buscar a la Dama de la Luna y decirle mi deseo secreto, pero todos los demás también debieron verla en aquel momento, porque estallaron los fuegos artificiales, y caí al agua sin oír siquiera el ruido de mi chapuzón.

La frescura consoladora del agua fue una sorpresa y al principio no me asusté. Era como una caída in grávida, en un sueño, y esperaba que el ama viniera de inmediato a recogerme. Pero en el instante en que empecé a asfixiarme, supe que no vendría. Agité brazos y piernas bajo el agua, que me anegaba la nariz, la garganta y los ojos, lo cual hacía que me debatiera con más frenesí. «¡Ama!», intenté gritar, enfurecida porque me había abandonado, por hacerme esperar y sufrir innecesariamente. Y entonces una forma oscura pasó rozándome y supe que era uno de los Cinco Males, una serpiente nadadora.

Me envolvió, me exprimió el cuerpo como si fuera una esponja y luego me arrojó al aire asfixiante… y caí de cabeza 1m una red llena de pescados que se retorcían. El agua me salía a borbotones de la boca, ahogándome, y en cuanto pude me puse a gemir. Al volver la cabeza vi cuatro sombras, con la luna a sus espaldas. Una figura empapada trepaba al barco.

– ¿Es demasiado pequeño? -dijo el hombre que acaba de subir, jadeando-. ¿Lo tiramos al agua o tiene algún valor?

Los otros rieron y yo me quedé muy quieta. Sabía quiénes eran. Cuando pasábamos junto a gente como aquélla por las calles, el ama me tapaba con sus manos las orejas y los ojos.

– Basta ya -les riñó una mujer que estaba entre ellos-. La estáis asustando. Cree que somos bandidos y que vamos a venderla como esclava. -Entonces me preguntó en tono amable-: ¿De dónde vienes, hermanita?

El hombre que acababa de salir del agua se agachó para mirarme.

– ¡Vaya, una chiquilla en vez de un pescado!

– ¡No es un pescado! ¡No es un pescado! -murmuraron los demás, riendo entre dientes.

Empecé a estremecerme, demasiado asustada para llorar.

En el aire flotaban los efluvios acres del pescado y la pólvora, un olor que evocaba peligro.

– No les hagas caso -me dijo la mujer-. ¿Eres de otro pesquero? ¿De cuál? No tengas miedo, de veras.

Veía en el agua botes de remo, de pedal, veleros y pesqueros como el que me había recogido, con la proa alargada y una casita en el centro. Miré atentamente, el corazón latiéndome con fuerza.

– ¡Allí! -exclamé, y señalé un pabellón flotante lleno de gente que reía y farolillos-. ¡Allí! ¡Allí!

Me eché a llorar, ansiando desesperadamente regresar con mi familia y recibir su consuelo. El pesquero se deslizó veloz hacia el barco del que procedían los olores suculentos.

– ¡Eh! -gritó la mujer-. ¿Habéis perdido una niña, una chiquilla que se cayó al agua?

Se oyeron gritos en el pabellón flotante y forcé la vista para ver los rostros del ama, Baba y mamá. Había gente apiñada en un lado del pabellón, asomada, señalando, mirando nuestro barco. Rostros enrojecidos y risueños, todos desconocidos, voces estentóreas. ¿Dónde estaba el ama? ¿Por qué no había venido mi madre? Una pequeña se abrió paso entre las piernas de los adultos.

– ¡Esa no es yo! -gritó-. Estoy aquí, no me caí al agua.

Los del barco se echaron a reír y se dispersaron.

– Te has equivocado, hermanita -dijo la mujer mientras el pesquero dejaba atrás aquel barco.

Me eché a temblar de nuevo. No había visto a nadie a quien importase mi desaparición. Mi mirada abarcó los centenares de farolillos que oscilaban sobre el agua. Los fuegos artificiales estallaban y a su estrépito se unían las risas de otras gentes. Cuanto más avanzábamos, más se agrandaba el mundo, y ahora tenía la sensación de que me había perdido para siempre.

La mujer seguía mirándome fijamente. Mi trenza estaba enrollada, mi ropa interior era gris y estaba mojada, había perdido las zapatillas y tenía los pies descalzos.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó en voz baja uno de los hombres-. Nadie la reclama.

– A lo mejor es una pordiosera -dijo otro-. Mirad sus ropas. Es una de esas chiquillas que navegan en balsas endebles y piden dinero.

Yo estaba aterrorizada. Tal vez tenían razón y me había convertido en una mendiga, perdida sin mi familia.

– ¿Pero es que no tenéis ojos en la cara? -dijo la mujer, irritada-. Mirad qué pálida es su piel y lo suaves que son las plantas de sus pies.

– Entonces dejémosla en la orilla. Si es cierto que tiene familia, la buscarán ahí.

– ¡Qué noche! -suspiró otro hombre-. Las noches de fiesta siempre se cae alguien al agua, poetas borrachos y niños pequeños. Ha tenido suerte de no ahogarse.

Siguieron charlando así mientras nos dirigíamos lentamente a la orilla. Uno de los hombres impulsaba la embarcación con una larga caña de bambú y nos deslizábamos entre otros barcos. Cuando llegamos al muelle, el hombre que me había rescatado del agua me cogió con sus manos que olían a pescado y me depositó en tierra.

– La próxima vez ten cuidado, hermanita -me gritó la mujer cuando su barco se alejaba.

La luna brillante estaba a mi espalda, y vi de nuevo mi sombra. Esta vez era más corta, encogida y estrafalaria. J untas corrimos hacia unos arbustos a lo largo de un sendero y nos escondimos. Desde allí podía oír a las personas que pasaban conversando, oía también a las ranas y los grillos y luego… ¡flautas, platillos tintineantes, un gong resonante y tambores!

Me asomé a través del ramaje y vi delante de mí una muchedumbre y, por encima de la gente, un escenario sobre el que se alzaba la luna. Un joven apareció por uno de los lados del escenario y se dirigió al público:

– Y ahora vendrá la Dama de la Luna y os contará su triste historia, en una representación de sombras chinescas cantada a la manera clásica.

¡La Dama de la Luna!, me dije, y el mero sonido de estas palabras mágicas me hizo olvidar mis apuros. Oí más sonidos de platillos y gongs y entonces apareció la sombra de una mujer contra la luna. Tenía el pelo suelto y se lo estaba peinando. Mientras lo hacía, empezó a hablar con una voz dulce y quejumbrosa.

– Mi sino y mi penitencia -se lamentó, pasando sus largos dedos entre las hebras del cabello- es vivir aquí en.la luna, mientras mi esposo vive en el sol. Por ello cada día y cada noche seguimos nuestros caminos sin vemos jamás, excepto en esta única noche, la noche de la luna a mediados del otoño.

La multitud se acercó más. La Dama de la Luna tañó su laúd e inició el canto de su historia.

Vi aparecer la silueta de un hombre al otro lado del disco lunar. La Dama de la Luna alzó los brazos hacia él…

– ¿Oh, Hou yi, maestro Arquero de los Cielos! -cantó, pero su marido ni siquiera parecía verla. Miraba al cielo y, a medida que la brillantez de éste se intensificaba, abría la boca, no sé si con horror o placer.

La Dama de la Luna se llevó las manos a la garganta y cayó al suelo, llorando.

– ¡La sequedad de diez soles en el cielo oriental!

Y mientras la dama cantaba así, el Maestro Arquero apuntó sus flechas mágicas y derribó nueve soles que reventaron y derramaron sangre.

– ¡Hundiéndose en un mar hirviente! -entonó alegremente, y pude oír el hervor y la crepitación agónicos de aquellos soles.

Entonces un hada -¡la Reina Madre de los Cielos Orientales! -voló hacia el Maestro Arquero. Abrió una caja, de la que sacó una bola brillante… ¡no, no un sol infantil, sino un melocotón mágico, el melocotón de la vida eterna! Vi que la Dama de la Luna fingía estar absorta en su bordado, pero observaba a su marido y le vio esconder el melocotón en una caja. Entonces el Maestro Arquero alzó su arco y juró que ayunaría durante un año entero a fin de mostrar que tenía la paciencia necesaria para vivir eternamente. ¡Cuando se marchó, la Dama de la Luna no perdió un momento, fue en busca del melocotón y se lo comió!

Apenas lo había probado, empezó a elevarse y luego voló, no como la Reina Madre, sino como una libélula con las alas rotas.

– ¡Expulsada de esta tierra por mi perversidad! -gritó en el mismo momento en que su esposo regresaba a casa.

– ¡Ladrona! -gritó él-. ¡Esposa que me roba la vida!

Empuñó su arco, apuntó una flecha hacia su esposa y con el retumbar de un gong, el cielo se ennegreció.

¡Wya¡h! Wyah! La triste música del laúd se reanudó, mientras se iluminaba el cielo sobre el escenario. Y allí estaba la pobre dama, contra una luna brillante como el sol. Ahora tenía el cabello tan largo que le llegaba al suelo, y se enjugaba las lágrimas. Había transcurrido una eternidad desde la última vez que vio a su marido, pues tal era su destino: permanecer perdida en la luna, anhelando eternamente sus deseos egoístas.

– Pues la mujer es yin -exclamó tristemente-, la oscuridad interior, donde yacen las pasiones inmoderadas. Y el hombre es yang, la brillante verdad que ilumina nuestra mente.


Cuando finalizó el relato cantado, yo estaba llorando y temblaba desesperadamente. Aunque no había entendido toda la historia, comprendía la aflicción de la dama, pues en un brevísimo instante ambas habíamos perdido el mundo, sin que hubiera ninguna manera de regresar.

Sonó un gong y la Dama de la Luna inclinó la cabeza y miró serenamente a un lado. El público aplaudió vigorosamente, y entonces el mismo joven de antes salió al escenario y anunció:

– ¡Aguardad todos! La Dama de la Luna ha consentido en conceder un deseo secreto a cada uno de los presentes… -Un movimiento de excitación se propagó entre la gente, cuyo murmullo se intensificaba-. Por una pequeña contribución… -siguió diciendo el joven, y la gente empezó a dispersarse, entre risas y gruñidos-. ¡Es una oportunidad que sólo se presenta una vez al año! -exclamó el joven, pero nadie le escuchaba, excepto mi sombra y yo ocultas en los arbustos.

– ¡Tengo un deseo! -grité mientras corría descalza-. ¡Tengo uno!

Pero el joven no me prestó atención y bajó del escenario.

Seguí corriendo hacia la luna, para decirle a la dama lo que quería, porque ahora sabía cuál era mi deseo. Rápida como un lagarto, di la vuelta al escenario y llegué a la otra cara de la luna.

La vi allí, de pie e inmóvil sólo por un instante. Era hermosa, bañada por la luz que despedían una docena de lámparas de queroseno. Agitó sus largas trenzas oscuras y empezó a bajar los escalones.

– Tengo un deseo -le dije en un susurro, pero ella siguió sin prestarme oídos. Así pues, me acerqué más a la Dama de la Luna, hasta que pude verle el rostro: los pómulos hundidos, la nariz ancha y grasienta, dientes grandes y brillantes y los ojos enrojecidos. Con el mismo cansancio que reflejaba su rostro, se quitó la peluca, y su largo vestido se desprendió de sus hombros. Y mientras mis labios expresaban el deseo secreto, la Dama de la Luna me miró y se convirtió en un hombre.


Durante muchos años no conseguí recordar lo que quise que la Dama de la Luna me concediera aquella noche, ni cómo me encontró por fin mi familia. Ambas cosas me parecían una ilusión, un deseo concedido en el que no podía confiar. Y así, aunque me encontraron -más tarde, después de que el ama, Baba, el tío y los otros gritaran mi nombre a lo largo de la orilla-, nunca creí que mi familia había encontrado a la misma niña.

Luego, con el transcurso de los años, olvidé el resto de lo que sucedió aquel día: la triste historia que cantaba la Dama de la Luna, el pabellón flotante, el ave con la argolla en el cuello, las florecillas en mi manga, la quema de los Cinco Males.

Pero ahora que soy vieja y cada día me aproximo más al final de mi vida, también me siento más cercana al principio, y recuerdo cuanto sucedió aquel día porque ha sucedido muchas veces en mi vida: la misma inocencia, confianza e inquietud, la maravilla, el temor y la soledad, la manera en que me perdí.

Recuerdo todas esas cosas. Y esta noche, el día decimoquinto de la octava luna, también recuerdo lo que le pedí a la Dama de la Luna hace tanto tiempo. Deseé que me encontraran.

Загрузка...