Mi padre me ha pedido que ocupe la cuarta esquina en el Club de la Buena Estrella, sustituyendo a mi madre, cuyo puesto ante la mesa de mah jong está vacío desde que falleció, hace un par de meses. Mi padre cree que la mataron sus propios pensamientos.
– Tenía una nueva idea en su cabeza -dijo mi padre-, pero antes de que pudiera expresado, el pensamiento se hizo demasiado grande y reventó. Debe de haber sido una idea muy mala.
Según el médico, la causa de su muerte fue un aneurisma cerebral, y sus amigas del club dijeron que había muerto como un conejo: rápidamente y dejando atrás asuntos sin concluir. Mi madre tendría que haber sido la anfitriona de la siguiente reunión del Club de la Buena Estrella.
Una semana antes de morir me llamó, llena de orgullo y de vida:
– Tía Lin ha hecho sopa de habichuelas rojas para el club. Yo vaya preparar sopa negra de semillas de sésamo. -No te pavonees -le dije.
– Claro que no.
Me explicó que las dos sopas eran casi lo mismo, chabudwo, o quizá dijo butong, lo cual significaría que no eran lo mismo en absoluto. Se trataba de una de esas expresiones chinas con las que se indica la mejor parte de unas intenciones confusas. Nunca puedo recordar cosas que no he comprendido de entrada.
En 1949, dos años antes de que yo naciera, mi madre creó en San Francisco una versión del Club de la Buena Estrella. Fue el año en que mis padres abandonaron China con un baúl de cuero rígido que sólo contenía lujosos vestidos de seda. Una vez a bordo del barco, mi madre explicó a mi padre que no había tenido tiempo de recoger nada más. Aun así, él siguió hurgando entre la seda resbaladiza, en busca de sus camisas de algodón y sus pantalones de lana.
Cuando llegaron a San Francisco, mi padre la obligó a esconder aquellas ropas chillonas, y ella llevó el mismo vestido chino a cuadros marrones hasta que la Sociedad de Acogida a los Refugiados le regaló dos vestidos de segunda mano, demasiado grandes incluso para las mujeres norteamericanas. La sociedad estaba formada por un grupo de ancianas misioneras pertenecientes a la Primera Iglesia Bautista China y, debido a sus regalos, mis padres no pudieron rechazar su invitación para que se afilias en a la iglesia, como tampoco pudieron hacer caso omiso del consejo práctico que les dieron aquellas señoras, a saber, que mejorasen su inglés mediante la clase de estudios bíblicos los miércoles y, más adelante, gracias a sus prácticas en el coro los sábados por la mañana. Así fue como mis padres conocieron a los Hsu, los Jong y los St. Clair. Mi madre percibió que las mujeres de estas familias también dejaron atrás tragedias inenarrables, en China, así como esperanzas que ni siquiera sabían empezar a expresar en su frágil inglés; o, por lo menos, mi madre reconoció el aturdimiento en el semblante de aquellas mujeres y vio con qué rapidez se movían los ojos cuando ella les explicaba su idea del Club de la Buena Estrella.
Mi madre atesoraba la idea de ese club desde la época de su primer matrimonio en Kweilin, antes de que llegaran los japoneses, y por ello considero el club como su historia de Kweilin, la historia que siempre me contaba cuando estaba aburrida, cuando no tenía nada que hacer, cuando había fregado todos los cuencas y restregado dos veces la mesa de formica, cuando mi padre se dedicaba a leer el periódico y fumar un Pall Mall tras advertimos que no le molestáramos. En esas ocasiones mi madre sacaba una caja de viejos suéteres de esquiar, enviados por unos parientes de Vancouver a quienes nunca habíamos visto. Cortaba de un tijeretazo el borde de un suéter y extraía un crespo cabo de hilo, que ataba a un trozo de cartón, y mientras empezaba a enrollar rítmicamente la lana, me contaba su historia. En el transcurso de los años me contó siempre la misma historia, con excepción del final, cada vez más oscuro, que arrojaba largas sombras sobre su vida y, finalmente, también sobre la mía.
– Soñaba con Kweilin antes de haberla visto -empezaba a contar mi madre, hablando en chino-. Soñaba con los picos recortados que se alzaban a lo largo de un río curvilíneo, sus orillas cubiertas de un mágico musgo verde. Las cumbres de aquellos picos estaban envueltas en blancas brumas, y si fueras capaz de deslizarte por aquel río y alimentarte con el musgo, serías lo bastante fuerte para escalar la cima. Si resbalaras, caerías en un mullido lecho de musgo y te echarías a reír. Y una vez llegaras a la cima, podrías verlo todo y sentirías tal felicidad que te bastaría para no volver a preocuparte en toda tu vida.
»En China, todo el mundo soñaba con Kweilin, y cuando llegué allí comprendí cuán míseros eran mis sueños, cuán pobres mis pensamientos. Al ver las colinas me reí y estremecí al mismo tiempo. Los picos parecían gigantescas cabezas de pescado frito que trataran de saltar fuera de una tina de aceite. Detrás de cada colina veía las sombras de otro pescado, y luego otro y otro. Entonces las nubes se movieron un poco y las colinas se convirtieron de repente en elefantes monstruosos que avanzaban en silencio hacia mí. ¿Te lo imaginas? Y al pie de la colina había cuevas ocultas, en cuyo interior colgaban jardines rocosos con las formas y colores de coles, melones, nabos y cebollas. Estas cosas eran tan extrañas y hermosas que jamás podrías imaginarlas.
»Pero no fui a Kweilin para ver lo hermosa que era. El hombre que era mi marido nos llevó, a mí y a nuestros dos pequeños, porque creyó que allí estaríamos a salvo. Era funcionario del Kuomintang, y tras alojamos en una pequeña habitación de una casa de dos plantas se marchó al noroeste, a Chungking.
»Sabíamos que los japoneses estaban ganando, aunque los periódicos decían lo contrario. Cada día, a cada hora, millares de personas llegaban a la ciudad y atestaban las aceras, en busca de un sitio donde vivir. Procedían de todos los puntos cardinales, eran ricos y pobres, de Shanghai, de Cantón, del norte, y no sólo chinos, sino también extranjeros y misioneros de todas las religiones. Y no faltaban, por supuesto, el Kuomintang y sus funcionarios militares, los cuales se consideraban por encima de todo el mundo.
»Formábamos una población de sobras mezcladas. De no haber sido por los japoneses, habrían existido muchos motivos para que aquellas gentes diferentes lucharan entre sí. ¿Te das cuenta? Gente de Shanghai con campesinos norteños, banqueros con barberos, conductores de jinrikisha con refugiados birmanos. Todo el mundo miraba con desprecio a alguien. No importaba que compartieran la misma acera para escupir y padecieran la misma diarrea galopante. Todos despedíamos el mismo hedor, pero cada uno se quejaba de que otro olía peor. En cuanto a mí, detestaba a los oficiales de las fuerzas aéreas norteamericanas, los que hablaban con aquellos sonidos incomprensibles que me hacían enrojecer. Pero los peores eran los campesinos del norte, que se sonaban con las manos y luego manoseaban a la gente y transmitían a todo el mundo sus sucias enfermedades.
»Así pues, comprenderás con qué rapidez Kweilin perdió su belleza para mí. Ya no subía a las cumbres para exclamar: ¡Qué hermosas son estas colinas!, y sólo me interesaba saber a cuáles de ellas habían llegado los japoneses. Me sentaba en los rincones oscuros de mi casa, con un bebé en cada brazo, llena de nerviosismo, esperando. Cuando las sirenas anunciaban un bombardeo, mis vecinos y yo nos poníamos en pie de un salto y corríamos a las cuevas profundas para ocultamos como animales salvajes. Pero no puedes permanecer en la oscuridad durante mucho tiempo. Algo dentro de ti empieza a desvanecerse y entonces te vuelves como una persona hambrienta, desesperadamente ansiosa de luz. Hasta allí llegaba el estruendo de las explosiones, y luego el sonido de la lluvia de piedras. Ya no deseaba las coles ni los nabos del jardín rocoso colgante, y sólo veía las entrañas goteantes de una antigua colina que podría derrumbarse sobre mí. ¿Puedes imaginar lo que se siente cuando uno no quiere estar dentro ni fuera, cuando desea estar en ninguna parte y desaparecer?
»Cuando los ruidos del bombardeo se alejaban, salíamos de las cuevas como gatitos recién nacidos que se abrieran paso con las garras, de regreso a la ciudad, y siempre nos asombraba ver de nuevo las colinas alzadas contra el cielo ardiente, incólumes, en vez de haber sido arrasadas.
»La idea del Club de la Buena Estrella se me ocurrió una noche de verano tan calurosa que incluso las mariposas nocturnas caían al suelo desmayadas, sus alas demasiado pesadas a causa del calor húmedo. Todo estaba tan lleno de gente que no había espacio para que circulara el aire fresco. Desde las cloacas se alzaban olores insoportables hasta mi ventana en el segundo piso, y el hedor no tenía más sitio adonde ir que mis narices. Oía gritos durante todas las horas del día y de la noche. No sabía si se trataba de un campesino que degollaba a un cerdo prófugo o de un oficial que azotaba a un campesino medio muerto por yacer en la acera, impidiéndole el paso. Ni siquiera me asomaba a la ventana para averiguarlo, pues, ¿de qué me habría servido? Y fue entonces cuando pensé que necesitaba alguna cosa que me ayudara a moverme.
»Mi idea consistía en una reunión de cuatro mujeres, una para cada esquina de la mesa de mah jong. Sabía a qué mujeres quería proponérselo, todas ellas jóvenes como yo, con semblantes en los que se expresaba su anhelo. Una de ellas era la esposa de un oficial del ejército, como yo, otra una muchacha de modales muy refinados, pertenecientes a una familia rica de Shanghai, de donde había huido con muy poco dinero, y finalmente una chica de Nanking con el cabello más negro que he visto jamás. Su familia era de clase baja, pero ella era bonita y agradable y se había casado bien, con un viejo que murió y le dejó los medios para una vida mejor.
»Cada semana una de nosotras daba una fiesta a fin de recaudar dinero y levantamos el ánimo. La anfitriona tenía que servir comida dyansyin especial para invocar la buena suerte en todos los aspectos de la vida: buñuelos en forma de lingotes de plata, largos fideos de arroz para tener larga vida, cacahuetes hervidos para concebir hijos y, por supuesto, muchas naranjas de la buena suerte para gozar de una vida plena y dulce.
»¡Con qué buenos alimentos nos regalábamos a pesar de nuestras parcas asignaciones! No reparábamos en que el relleno de los buñuelos era sobre todo de calabaza filamentosa y que las naranjas estaban muy agujereadas por los gusanos. Comíamos frugalmente, no como si la comida fuera escasa, sino para afirmar que no podíamos engullir un bocado más porque ya nos habíamos atracado antes. Nos sabíamos en posesión de lujos que poca gente podía permitirse. Éramos privilegiadas.
»Tras llenamos el estómago, llenábamos un cuenco con dinero y lo colocábamos a la vista de todas. Entonces nos sentábamos a la mesa de mah jong. Mi mesa era un recuerdo de familia, de una madera roja muy fragante, no esa que vosotros llamáis palisandro, sino hong mu, tan fina que no existe ninguna palabra inglesa para nombrarla. La cubría una almohadilla muy gruesa, de modo que cuando arrojábamos los pai sobre la mesa no había más sonido que el de las fichas de marfil al rozarse.
»Una vez empezábamos a jugar, nadie podía hablar, excepto para decir «Pung! o «Chr!» al coger una ficha. Teníamos que jugar con seriedad y no pensar en nada salvo en aumentar nuestra felicidad ganando la partida. Pero al cabo de dieciséis jugadas nos dábamos otro festín, esta vez para celebrar nuestra buena suerte, y entonces hablábamos hasta el amanecer, contando historias sobre los buenos tiempos pasados y los que aún estaban por llegar.
»¡Ah, qué buenos eran aquellos relatos que se sucedían interrupción! Nos desternillábamos de risa. ¡Un gallo que entró despavorido en la casa y se puso a chillar sobre los cuencos de la comida, los mismos cuencos que al día siguiente lo contendrían silencioso y troceado! Y aquella historia de la muchacha que escribía cartas de amor para dos amigas que amaban al mismo hombre, y la tonta señora extranjera que se desmayó en un lavabo cuando estallaron unos petardos cerca de ella.
»La gente pensaba que hacíamos mal al celebrar banquetes todas las semanas, cuando tanta gente en la ciudad se moría de hambre, comía ratas y, más adelante, la basura con que se alimentaban las ratas más míseras. Otros creían que estábamos poseídas por los demonios… Sólo así se explicaba que tuviéramos ganas de fiestas cuando habíamos perdido miembros de nuestras familias, hogares y fortunas, cuando estábamos separados, el marido de la esposa, el hermano de la hermana, la hija de su madre. La gente torcía el gesto y se preguntaba cómo éramos capaces de reír.
»No es que fuéramos unas desalmadas insensibles al dolor. Todas estábamos atemorizadas, todas teníamos que sobrellevar nuestras desgracias, pero desesperar era tanto como desear algo que ya estaba perdido o prolongar lo que era ya de por sí insoportable. ¿Con qué fuerza puedes desear tu cálido abrigo preferido que colgaba en el armario de una casa que se quemó con tus padres dentro? ¿Hasta cuándo pueden imponerse en tu mente las imágenes de brazos y piernas pendientes de cables telefónicos, de perros hambrientos que corren por las calles con manos medio devoradas colgando de sus bocas? ¿Qué era peor, nos preguntábamos entre nosotras, sentamos y esperar la muerte con el rostro apropiadamente sombrío, o buscar una manera de ser felices a pesar de todo?
»Así pues, decidimos celebrar las fiestas, como si cada semana llegara el año nuevo. Cada semana podríamos olvidar el daño que nos causaron en el pasado. No nos permitíamos albergar un solo pensamiento negativo. Comíamos, reíamos, jugábamos, perdíamos y ganábamos, contábamos las mejores historias. Y cada semana podíamos confiar en que nos sonriera nuestra buena estrella. Esa esperanza era nuestra única alegría. Y por eso dimos a nuestras reuniones el nombre de "Club de la Buena Estrella".
Mi madre solía concluir su relato con una nota alegre, jactándose de su habilidad en el juego:
– Ganaba muchas veces y era tan afortunada que las demás me decían en broma que un ladrón muy listo me había enseñado los trucos. Gané decenas de millares de yuan, pero no me hice rica. No, por entonces el papel moneda no valía nada. Incluso el papel higiénico tenía más valor, yeso nos hacía reír aún más, al pensar que un billete de mil yuan no era lo bastante bueno ni siquiera para limpiamos el trasero.
Siempre creí que el relato de Kweilin que me contaba mi madre no era más que un cuento de hadas chino. Los finales siempre variaban. A veces decía que usó ese billete de mil yuan sin valor para comprar media taza de arroz, que cambió por un cazo de gachas, y éstas por dos pies de cerdo. Esos pies le valieron seis huevos, los cuales se convirtieron en seis pollos. Era una historia en constante crecimiento.
Entonces, una noche, después de haberle suplicado que me comprara una radio de transistores, notó que su negativa me había sumido en un silencio malhumorado y me dijo:
– ¿Por qué crees que echas de menos algo que nunca has tenido? -Y a continuación me contó un final totalmente distinto de la historia-: Una mañana, a primera hora, se presentó en mi casa un oficial del ejército y me dijo que me apresurara a reunirme con mi marido en Chungking. Enseguida comprendí lo que ocurría: me estaba diciendo que huyera de Kweilin. Yo sabía lo que les sucedía a los oficiales y sus familias cuando llegaban los japoneses. Pero, ¿cómo podía irme si no salía ningún tren de Kweilin? Mi amiga de Nanking se portó muy bien conmigo. Sobornó a un hombre para que robara una carretilla utilizada para transportar carbón y me prometió que avisaría a las demás amigas.
»Cuatro días antes de que los japoneses entraran en Kweilin, puse a mis dos bebés y mis cosas en aquella carretilla y marché empujándola hacia Chungking. Por el camino me adelantaron personas que huían, más ligeras que yo, y por ellas tuve noticias de la terrible matanza. Hasta el último día, el Kuomintang insistió en que Kweilin estaba a salvo, protegida por el ejército chino, pero al atardecer de ese mismo día las calles de Kweilin estaban sembradas de hojas de periódico que anunciaban la gran victoria del Kuomintang y sobre esas hojas, como pescado fresco recién despachado, yacían filas de personas, hombres, mujeres y niños que nunca perdieron la esperanza pero, en cambio, habían perdido la vida. Al oír esta noticia avancé más y más rápido, preguntándome a cada paso si habían sido necios o valientes.
»Empujé la carretilla hacia Chungking, hasta que se rompió la rueda. Me vi obligada a abandonar mi hermosa mesa de mah jong, hecha de hong mu, pero mi sensibilidad ya estaba demasiado embotada para llorar. Hice unos cabestrillos con bufandas y me colgué a un bebé de cada hombro. Llevaba una bolsa en cada mano, una con ropa y la otra con comida, y cargué con ellas hasta que me salieron unos surcos profundos en las manos. Finalmente, cuando las manos me empezaron a sangrar y se volvieron demasiado resbaladizas para sujetar nada, prescindí de las bolsas.
»A lo largo del camino me encontré con otras personas que habían hecho lo mismo, abandonando gradualmente la esperanza. Era como un sendero incrustado de tesoros cuyo valor era superior a medida que avanzaba. Rollos de finas telas y libros, pinturas de antepasados y herramientas de carpintero… hasta que veías jaulas con patitos, ahora silenciosos y sedientos y, más tarde, inmóviles, urnas de plata tiradas en el suelo, abandonadas por gentes demasiado fatigadas para seguir acarreándolas, ya sin ninguna esperanza en el futuro. Cuando llegué a Chungking lo había perdido casi todo excepto tres vistosos vestidos de seda, que me puse uno encima del otro.
– ¿Qué quieres decir con eso de que lo perdiste todo? -le pregunté con voz entrecortada-. ¿Qué les ocurrió a los bebés?
Ella ni siquiera hizo una pausa para pensar. En un tono que no permitía dudar de que la historia había terminado, replicó:
– Tu padre no es mi primer marido. Tú no eres uno de aquellos bebés.
Cuando llego a casa de los Hsu, donde se celebra esta noche la reunión del club, la primera persona a la que veo es mi padre.
– ¡Por fin estás aquí! -exclama- ¡Nunca llegas puntual!
Y tiene razón. Todos los demás ya están presentes, siete amigos de la familia, de sesenta años en adelante. Todos me miran y se ríen. ¡Ah, esta chiquilla siempre se retrasa! Para ellos sigo siendo una niña a los treinta y seis años.
Tiemblo mientras procuro contener mi emoción. La última vez que les vi, en el funeral, rompí a llorar con grandes sollozos sofocados. Ahora debe intrigarles que, con un ánimo como el mío, pueda ocupar el lugar de mi madre. Cierta vez me dijo un amigo que mi madre y yo éramos iguales, hacíamos los mismos gestos tenues con las manos y compartíamos la risa infantil y la mirada de soslayo. Cuando se lo conté a ella, tímidamente, pareció ultrajada y replicó:
– ¡Pero si casi no sabes nada de mí! ¿Cómo podemos ser iguales?
Y tenía razón. ¿Cómo puedo sustituir a mi madre en el club?
Saludo a cada uno de los presentes con una inclinación de cabeza, llamándoles «tía» o «tío», Siempre he llamado así a estos viejos amigos de la familia. Luego me acerco a mi padre y me quedo a su lado.
Está mirando las fotos que hicieron los Jong durante su reciente viaje a China.
– Mira eso -me dice cortésmente, señalando una foto del grupo turístico de los Jong, de pie sobre unos grandes escalones enlosados.
Nada en esa foto revela que ha sido tomada en China y no en San Francisco o en cualquier otro lugar. Pero mi padre tampoco la mira con detenimiento. Es como si todo le diera lo mismo, nada destaca para él. Siempre ha sido educadamente indiferente. Pero, ¿cuál es la palabra china que significa indiferente porque uno es incapaz de ver ninguna diferencia? Creo que así es como se siente con respecto a la muerte de mi madre.
– Echa un vistazo a ésta -me dice, indicando otra fotografía sin nada especial.
La casa de los Hsu está impregnada de olores pesados, grasientos. Demasiadas comidas chinas preparadas en una cocina minúscula, demasiados olores que fueron fragantes comprimidos en una capa delgada de grasa invisible. Recuerdo que cuando mi madre visitaba otras casas o iba a los restaurantes, arrugaba la nariz y luego decía en un susurro muy audible:
– Puedo ver y sentir la pegajosidad con la nariz.
Han pasado muchos años desde la última vez que estuve en casa de los Hsu, pero la sala de estar es exactamente tal como la recordaba. Cuando tía An-mei y tío George se mudaron al distrito de Sunset desde Chinatown, veinticinco años atrás, compraron muebles nuevos. Están todos ahí, y aún parecen casi nuevos bajo las cubiertas de plástico amarillento: el mismo sofá turquesa cuya forma semicircular contornean ahora mis tíos cubiertos con gruesas chaquetas de tweed, las mesitas auxiliares de estilo colonial y pesada madera de arce, una lámpara de falsa porcelana cuarteada. Sólo el calendario, en forma de rollo de pergamino, regalo del Banco de Cantón, cambia cada año.
Recuerdo estos objetos porque, cuando éramos niños, tía An-mei no nos dejaba tocar sus muebles nuevos excepto a través de las cubiertas de plástico transparente. Las noches en que había reunión del club, mis padres me llevaban a casa de los Hsu. Como yo era la invitada, tenía que cuidar de todos los niños más pequeños. Eran demasiados, y siempre había un bebé que lloraba por haberse golpeado la cabeza contra una pata de la mesa.
Mi madre me decía que yo era responsable, lo cual significaba que me vería en un aprieto si algo si derramaba, quemaba, perdía, rompía o ensuciaba. Yo era la responsable, al margen de quién lo hiciera. Ella y tía An-mei se ponían unos curiosos vestidos chinos con rígidos cuellos alzados y ramas floridas de seda bordada y cosida sobre el pecho. Me parecía que esas ropas eran demasiado vistosas para que las usaran los chinos verdaderos, y demasiado extrañas para las fiestas en Norteamérica. En aquella época, antes de que mi madre me contara su historia de Kweilin, imaginaba que las reuniones del club eran una vergonzosa costumbre china, como las reuniones secretas del Ku Klux Klan o las danzas al son del tamtam de los pieles rojas que se preparaban para la guerra, en las películas de la televisión.
Pero esta noche no hay ningún misterio. Todas las tías reunidas aquí visten pantalones, blusas con estampados de vivos colores y diferentes modelos de macizos zapatos de paseo. Todos estamos sentados alrededor de la mesa del comedor, bajo una lámpara que parece un candelabro español. El tío George se pone sus gafas bifocales e inicia la reunión dando lectura al acta.
– Nuestro capital asciende a 24.825 dólares, o sea 6.026 por pareja o 3.103 por persona. Hemos vendido Subaru con pérdida, a seis y tres cuartos, y comprado cien acciones de Smith International a siete. Damos las gracias a Lindo y Tin Jong por sus golosinas. La sopa de habichuelas rojas, sobre todo, estaba deliciosa. La reunión de marzo ha tenido que ser cancelada hasta nuevo aviso. Lamentamos profundamente la pérdida de nuestra querida amiga Suyuan y extendemos nuestras condolencias a la familia Canning Woo. Respetuosamente presentado, George Hsu, presidente y secretario.
Eso es todo. Estoy segura de que los demás empezarán a hablar de mi madre, de la maravillosa amistad que les unía y del motivo por el que ahora ocupo su lugar: ser la cuarta jugadora de mah jong y llevar a cabo la idea que ella concibió un caluroso día en Kweilin. Pero todo el mundo se limita a aprobar el acta con un movimiento de cabeza. Incluso la de mi padre oscila de arriba abajo con un gesto rutinario, y parece como si hubieran arrinconado la vida de mi madre a fin de hacer sitio para otras actividades.
Tía An-mei se levanta con esfuerzo de la mesa y se dirige lentamente a la cocina para preparar la comida, y tía Lin, la mejor amiga de mi madre, se sienta en el sofá turquesa, se cruza de brazos y observa a los hombres todavía sentados a la mesa. Tía Ying, que parece más encogida cada vez que la veo, saca de su bolsa de hacer punto el inicio de un diminuto suéter azul.
Los tíos del club empiezan a hablar de acciones que les interesa comprar. Tío Jack, que es el hermano menor de tía Ping, está muy entusiasmado con una compañía minera que extrae oro en Canadá.
– Es un seguro contra la inflación -dice con conocimiento de causa. Es el que habla mejor inglés, casi sin acento. Creo que el inglés de mi madre era el peor, pero ella siempre pensó que su chino era el mejor. Hablaba mandarín algo enturbiado con un dialecto de Shanghai.
– ¿No íbamos a jugar al mah jong esta noche? -pregunto alzando la voz a tía Ying, que es un poco sorda.
– Luego, pasada la medianoche.
– A ver, señoras -dice tío George-, ¿participan ustedes en esta reunión o no?
Cuando todos hemos votado unánimemente por las acciones del oro canadiense, voy a la cocina para preguntarle a tía An-mei por qué motivo el club empezó a invertir en acciones.
– Jugábamos al mah jong, donde quien gana se lo lleva todo, pero siempre ganaban y perdían los mismos. -Está rellenando wonton: con un palillo extiende la carne sazonada con jengibre sobre la fina membrana y luego un único y diestro giro de su mano cierra esa membrana y le da la forma de una minúscula cofia de enfermera-. No puedes tener suerte cuando otra persona tiene habilidad, y por eso hace tiempo que decidimos invertir en el mercado de valores. Ahí no sirve la habilidad. Incluso tu madre estuvo de acuerdo en eso.
Tía An-Mei cuenta las piezas en la bandeja que tiene delante. Ya ha hecho cinco hileras con ocho wonton en cada una.
– Cuarenta wonton, ocho personas, diez por cabeza, cinco hileras más -se dice a sí misma en voz alta, y sigue rellenando-. Ahora somos listos y todos podemos ganar y perder por igual. Podemos tener la suerte del jugador de bolsa y jugar al mah jong por diversión, sólo por unos pocos dólares, que se lleva el ganador. ¡Los perdedores se llevan a casa las sobras! Así todo el mundo puede disfrutar un poco. Está bien pensado, ¿eh?
Observo cómo tía An-mei prepara más wonton, con dedos rápidos y expertos. No tiene que pensar en lo que está haciendo. De eso se quejaba mi madre, de que tía An-mei nunca pensaba en lo que estaba haciendo.
– No es estúpida -me dijo mi madre en una ocasión-, pero no tiene temple. La semana pasada se me ocurrió una buena idea para ella. Le dije: «Vamos al consulado a pedir los papeles para tu hermano». Y ella casi quiso dejar su tarea e ir en aquel mismo momento, pero más tarde habló con alguien, vete a saber quién, y esa persona le dijo que podía causarle serios problemas a su hermano en China y que el FBI la pondría a ella en una lista y le causarían dificultades en Estados Unidos durante el resto de su vida. Esa persona le dijo: «Pides un préstamo para una casa y te lo niegan, porque tu hermano es comunista». «¡Si ya tienes una casa!», le dije. Pero ella seguía asustada. Tía An-mei corre por aquí y por allá, pero no sabe por qué.
Miro a tía An-mei y veo a una mujer baja y encorvada, de más de setenta años, el pecho abundante y las piernas delgadas e informes. Tiene las yemas de los dedos aplanadas y blandas de una anciana. Me pregunto qué haría tía An-mei para que mi madre la criticara tanto durante toda su vida. Sin embargo, parece ser que mi madre estaba siempre descontenta de todas sus amigas, de mí e incluso de mi padre. Siempre fallaba algo, o necesitaba mejora, o no estaba equilibrado. Esto o aquello tenía una cantidad excesiva de un elemento y no la suficiente de otro.
Los elementos procedían de la versión particular que tenía mi madre de la química orgánica. Según ella, cada persona se compone de cinco elementos.
Demasiado fuego y tienes mal carácter, como le sucedía mi padre, a quien mi madre siempre criticaba por su hábito de fumar, y él le replicaba invariablemente que se guardara sus pensamientos. Creo que ahora se siente culpable por no haberle dejado decir lo que pensaba.
Si tienes poca madera, estás demasiado presto a escuchar las ideas ajenas, incapaz de hacer valer las propias. Éste era el caso de tía An-mei.
Demasiada agua y fluyes en muchas direcciones, como yo misma, por haber estudiado media carrera de biología y otra media de arte sin terminar ninguna de las dos, para acabar trabajando como secretaria en una pequeña agencia de publicidad, convirtiéndome más tarde en redactora de textos publicitarios.
Yo solía descartar sus críticas, a las que consideraba como parte de sus supersticiones chinas, creencias que se adaptaban convenientemente a las circunstancias. Alrededor de los veinte años, cuando estudiaba Introducción a la psicología, intenté explicarle los motivos por los que ese hábito impedía un entorno saludable para el aprendizaje.
– Según ciertos pensadores, los padres no deberían criticar a los hijos, sino estimularlos -le dije-. Mira, una persona se pone a la altura de lo que los demás esperan de ella, y si la criticas das a entender que estás esperando su fracaso.
– Ese es el problema -respondió mi madre-. Tú no te pones a la altura de nada. Eres demasiado perezosa para hacer ese esfuerzo.
– A cenar -anuncia tía An-mei alegremente, trayendo un cazo humeante con el wonton que acaba de preparar.
Sobre la mesa hay montones de comida, servida al estilo buffet, igual que en los banquetes de Kweilin. Mi padre hurga en el chow mein, que todavía está en una sartén de aluminio demasiado grande, rodeado de paquetitos de plástico que contienen salsa de soja. Tía An-mei debe de haberlos comprado en Clement Street. La sopa de wonton, en la que flotan delicadas ramitas de cilantro, tiene un aroma delicioso. Lo primero que me atrae es una gran fuente de chaswei, carne de cerdo dulce a la parrilla, cortada en lonchas del tamaño de una moneda, y luego todo un surtido de lo que siempre he llamado golosinas digitales: empanadillas de fina membrana rellenas de carne picada de cerdo y de vaca, gambas y otros ingredientes desconocidos que mi madre describía siempre como «cosas nutritivas».
Aquí no se come precisamente con elegancia. Parece como si todos tuvieran hambre atrasada. Con la boca demasiado llena, siguen clavando sus tenedores en más trozos de cerdo, uno tras otro. No son como las señoras de Kweilin, a las que siempre imaginé saboreando su comida con cierta delicada indiferencia.
Entonces, casi tan rápidamente como habían empezado a comer, los hombres se levantan de la mesa. Como si esto fuese una señal, las mujeres engullen los últimos bocados, recogen platos y cuencas y los depositan en la pica de la cocina. Las mujeres se turnan para lavarse las manos, restregándolas vigorosamente. ¿Quién inició este ritual? También yo dejo mi plato en la pica y me lavo las manos. Las mujeres hablan del viaje a China de los Jong y luego se dirigen a una habitación en el fondo del piso. Pasamos ante Otra habitación, que fue el dormitorio compartido por los cuatro hijos de los Hsu. Ahí siguen las literas con sus escalas llenas de rasguños, astilladas. Los tíos ya se han sentado alrededor de la mesa de juego. Tío George distribuye las cartas con rapidez, como si hubiera aprendido esta técnica en un casino. Mi padre ofrece a los demás cigarrillos Pall Mall, con uno de ellos ya colgando de sus labios.
Llegamos a la habitación del fondo, que en otro tiempo fue compartida por las tres hijas de los Hsu. Fuimos amigas en la infancia, y ahora todas están casadas y yo he vuelto a su habitación para jugar de nuevo. Todo parece igual que antes, salvo ese olor a alcanfor, como si Rase, Ruth y Janice pudieran entrar de un momento a otro con grandes latas de zumo de naranja en la cabeza, a modo de rulos, y desplomarse en sus idénticas camas estrechas. Los cubrecamas de felpilla blanca están tan desgastados que son casi translúcidos. Rose y yo solíamos arrancar las nudosidades mientras hablábamos de nuestros problemas con los chicos. Todo es mismo, salvo esa mesa de mah jong de color caoba que ahora está en el centro, y a su lado hay una lámpara de pie, un largo palo negro al que están sujetos tres focos ovales, como las anchas hojas de una planta de caucho.
Nadie me dice: «Siéntate aquí, donde lo hacía tu madre». Pero adivino dónde es antes que ninguna tome asiento. Percibo un vacío especial en la silla más cercana a la puerta, pero en realidad esa sensación no tiene que ver con la silla. Ese es el lugar que ocupaba mi madre ante la mesa. Sin que nadie me lo haya dicho, sé que su esquina de la mesa corresponde al Oriente.
Cierta vez mi madre me dijo que el Oriente es donde comienza todo, la dirección desde la que el sol se levanta, desde la que llega el viento.
Tía An-mei, que está sentada a mi izquierda, arroja las fichas sobre la superficie de fieltro verde de la mesa y me dice:
– Ahora arrastramos las fichas.
Las hacemos girar con un movimiento circular de las manos. Las fichas producen un ruido crujiente al entrechocar.
– ¿Ganas como lo hacía tu madre? -me pregunta tía Lin, a la que tengo delante. No sonríe.
– Sólo he jugado un poco en la universidad, con unos amigos judíos.
– ¡Bah! Mah jong judío -dice en tono de hastío-. No es lo mismo.
Eso era lo que mi madre solía decir, aunque nunca pudo explicarme con exactitud cuál era la diferencia.
– Tal vez no debería jugar esta noche, sino sólo mirar -comento.
Tía Lin parece exasperada, como si fuese una chiquilla boba.
– ¿Cómo vamos a jugar si sólo somos tres? Sería como una mesa con tres patas, sin equilibrio. Cuando murió el marido de tía Ying, ella le pidió a su hermano que viniera. Tu padre te lo ha pedido a ti, así que está decidido.
Una vez le pregunté a mi madre cuál era la diferencia entre el mah jong judío y el chino. Su respuesta no me aclaró si los juegos eran distintos o si se trataba tan sólo de su actitud hacia los chinos y los judíos.
– Es una forma de jugar completamente distinta -respondió con el peculiar tono que usaba cuando daba explicaciones en inglés-. En mah jong judío uno sólo está atento a su propia ficha, juega sólo con sus ojos. -Entonces prosiguió en chino-: El mah jong chino es muy intrincado y tienes que jugar usando la cabeza. Debes observar todo lo que los demás descartan y no olvidarlo. Y si nadie juega bien, entonces el juego se parece al mah jong judío. ¿Para qué jugar? No hay ninguna estrategia y lo único que haces es contemplar cómo los otros cometen errores.
Esta clase de explicaciones me daban la impresión de que mi madre y yo hablábamos lenguajes diferentes, cosa que, por lo demás, hacíamos, pues yo le hablaba en inglés y ella me respondía en chino.
– Entonces, ¿cuál es la diferencia entre el mah jong chino y el judío? -le pregunto a tía Lin.
– Aii-ya -exclama ella, con una fingida voz regañona-. ¿Es que tu madre no te enseñó nada?
Tía Ying me da unas palmaditas en la mano.
– Eres una chica lista. Mira cómo jugamos y haz lo mismo. Ayúdanos a apilar las fichas y a hacer cuatro paredes.
Sigo las indicaciones de tía Ying, pero mirando sobre todo a tía Lin, que es la más rápida, por lo que fijándome primero en lo que ella hace casi puedo mantenerme al nivel de las demás. Tía Ying arroja los dados y me dice que tía Lin es el viento del Este. Yo soy el viento del Norte, la última en jugar, tía Ying, el Sur, y tía An-mei el Oeste. Entonces empezamos a coger fichas, arrojando los dados y contando de nuevo en la pared para dar con los lugares exactos donde están nuestras fichas elegidas. Vuelvo a ordenar mis fichas, series de bambú y círculos, fichas dobles con números coloreados, fichas extrañas que no encajan en ninguna parte.
– Tu madre era la mejor, como una profesional -dice tía An-mei mientras escoge lentamente las fichas, examinando cada una con atención.
Ahora empezamos a jugar, mirándonos las manos, arrojando fichas y recogiendo otras a un cómodo ritmo. Las tías del club empiezan a charlar de trivialidades, sin escucharse realmente unas a otras. Hablan en su lenguaje especial, la mitad en inglés chapurreado y la otra mitad en su propio dialecto chino. Tía Ying menciona que ha comprado lana a mitad de precio en alguna tienda del centro. Tía An-mei se jacta de un suéter que tejió para el último bebé de su hija Ruth.
– Creyó que lo había comprado en una tienda -dice con orgullo.
Tía Lin explica cómo se enfureció con una dependienta que no aceptaba la devolución de una falda con la cremallera rota.
– Qué engaño -dice, enojada todavía-. Estaba muerta de rabia.
– Pero Lindo, aún estás con nosotras, no te has muerto -bromea tía Ying, y todavía está riendo cuando tía Lin exclama: «Pung!» y «Mah jong!» Entonces extiende sus fichas, riéndose a su vez de tía Ying mientras cuenta sus puntos. Empezamos a mover las fichas de nuevo y se hace el silencio. Me estoy sintiendo aburrida y somnolienta.
– Ah, tengo algo que contar -dice de pronto tía Ying, sobresaltándonos. Siempre ha sido la tía rara del grupo, una mujer perdida en su propio mundo. Mi madre solía decir: «No es que tía Ying sea dura de oído: es dura de escucha».
– El fin de semana pasado la policía detuvo al hijo de la señora Emerson -dice tía Ying, y por su tono parece como si estuviera orgullosa de ser la primera en dar la gran noticia-. Me lo dijo la señora Chan en la iglesia. Encontraron muchos televisores en su coche.
– Aii-ya -se apresura a decir tía Lin-. La señora Emerson es una buena mujer.
Quiere decir que la señora Emerson no se merece un hijo tan terrible, pero me doy cuenta de que también lo dice en beneficio de tía An-mei, a cuyo hijo menor detuvieron hace dos años por vender estéreos de coche robados. Tía An-mei frota su ficha cuidadosamente antes de descartarla. Parece dolida.
– Ahora en China todo el mundo tiene televisor -dice tía Lin, cambiando de tema-. Todos nuestros familiares allí los tienen… ¡no sólo en blanco y negro, sino en color y con mando a distancia! Tienen de todo, así que cuando les preguntamos que querían que les lleváramos, dijeron que nada, que les bastaba con nuestra visita. De todos modos les compramos otras cosas, un vídeo y Sony Walkman para los chicos. No querían aceptarlos, pero creo que les gustaron.
La pobre tía An-mei frota sus fichas con más fuerza todavía. Recuerdo que mi madre me habló del viaje de los Hsu a China, hace tres años. Tía An-mei había ahorrado dos mil dólares para gastarlos con la familia de su hermano. Le enseñó a mi madre el contenido de sus pesadas maletas. Una estaba llena de golosinas, anacardos recubiertos de caramelo, grajeas de chocolate y cosas por el estilo. La otra maleta contenía las prendas de vestir más ridículas, todas nuevas: chillonas camisas californianas de playa, gorras de béisbol, calzoncillos de algodón con cintura elástica, chaquetas de aviador, camisas de entrenamiento, calcetines deportivos.
– ¿Quién quiere estas cosas inútiles? -le dijo mi madre-. Lo único que desean es dinero.
Pero tía An-mei replicó que su hermano era muy pobre y ellos, en comparación, muy ricos. Así pues, no hizo caso del consejo de mi madre y se fue con sus pesadas maletas y sus dos mil dólares a China. Por fin, cuando llegó con su grupo turístico a Hangzhou, toda la familia de Ningbo estaba allí para recibirles, no sólo el hermano menor de tía An-mei, sino también los hermanastros de su esposa, una prima lejana, el marido de la prima y el tío del marido. Todos ellos habían ido con sus suegras e hijos, e incluso amigos del pueblo que no podían pavonearse de tener parientes chinos en el extranjero.
– Tía An-mei había llorado antes de viajar a China -me dijo mi madre- pensando que haría a su hermano feliz y muy rico, dado el nivel de vida de los comunistas. Pero cuando regresó, me dijo entre lágrimas que todos tendieron la mano y que la suya fue la única que se quedó vacía.
Mi madre confirmó sus sospechas. Nadie quería las camisas de entrenamiento y toda aquella ropa inútil. Las golosinas desaparecieron en un instante, y cuando las maletas quedaron vacías, los parientes preguntaron a los Hsu qué más les habían llevado.
Tía An-mei y tío George se quedaron sin blanca, no sólo por los dos mil dólares con los que compraron televisores y frigoríficos, sino también por el coste del alojamiento de veintiséis personas por una noche en el Hotel Frente al Lago, tres mesas de banquete en un restaurante que servía a extranjeros ricos, tres regalos especiales para cada pariente y, finalmente, un préstamo de cinco mil yuan en moneda extranjera al supuesto tío de un primo que quería comprar una motocicleta, pero que luego desapareció con el dinero sin dejar rastro. Al día siguiente, cuando el tren partió de Hangzhou, los Hsu se encontraron con que su buena voluntad les había costado unos nueve mil dólares. Meses después, tras un reconfortante servicio religioso navideño en la Primera Iglesia Bautista China, tía An-mei trató de recuperar su pérdida diciendo que en verdad era más santo dar que recibir, y mi madre estuvo de acuerdo: su vieja amiga se había santificado por lo menos para varias vidas.
Tía Lin se jacta ahora de las virtudes de su familia en China, y me doy cuenta de que no le importa en absoluto el dolor de tía An-mei. ¿Se trata de mezquindad por su parte o acaso mi madre no le contó a nadie, salvo a mí, esa historia vergonzosa que protagonizó la codiciosa familia de tía An-mei?
– Dime, Jing-mei, ¿cómo te va en la escuela?
– Se llama June -puntualiza tía Ying-. Ahora todos tienen nombres americanos.
– Podéis llamarme así -les digo, completamente en serio. De hecho, incluso se está poniendo de moda entre los chinos nacidos en Estados Unidos utilizar sus nombres chinos-. Pero ya no voy a ninguna escuela. Hace más de diez años que dejé los estudios.
Tía Lin enarca las cejas.
– Quizá te confundo con la hija de otra persona -me dice, pero sé que miente, sé que mi madre probablemente le dijo que yo volvería a estudiar para obtener el título, porque hace algún tiempo, quizá sólo seis meses, discutimos de nuevo sobre mi fracaso, el abandono de mis estudios y la conveniencia de reanudarlos. Y una vez más le respondí lo que ella deseaba oír: «Tienes razón, lo pensaré».
Siempre supuse que nos entendíamos tácitamente en esa cuestión, que ella no me consideraba en realidad un fracaso y yo me proponía en serio respetar más sus opiniones. Pero esta noche, al escuchar a tía Lin, recuerdo que mi madre y yo nunca llegamos a comprendemos bien. Cada una traducía los significados de la otra, y yo parecía oír menos de lo que me decía mi madre, mientras que ella oía más. Sin duda le dijo a tía Lin que volvería a estudiar para doctorarme.
Tía Lin y mi madre fueron a la vez las mejores amigas y archienemigas que se pasaban la vida comparando a sus hijos. Yo era un mes mayor que Waverly Jong, la excelente hija de tía Lin. Cuando aún éramos bebés, nuestras madres comparaban las arrugas que cada una tenía en el ombligo, lo bien formados que estaban los lóbulos de nuestras orejas, la rapidez con que se nos curaban los rasguños de las rodillas, el espesor de nuestro cabello y la intensidad de su negrura, el número de pares de zapatos que gastábamos en un año y, más tarde, lo experta que era Waverly jugando al ajedrez, los trofeos ganados el mes anterior, la cantidad de periódicos en los que salió su nombre, las ciudades que había visitado.
Sé que mi madre se irritaba cuando tía Lin le hablaba de Waverly sin que ella tuviera nada digno de mención sobre mí. Al principio trató de cultivar alguna genialidad que yo podría tener latente. Hacía tareas domésticas para una profesora de piano jubilada que vivía en nuestro mismo edificio, y esta mujer le correspondía dándome lecciones. de piano gratuitas. Cuando se vio claramente que no sería concertista de piano, ni siquiera acompañante del coro juvenil de la iglesia, mi madre llegó a la conclusión de que yo era un genio de florecimiento tardío, como Einstein, a quien todo el mundo consideraba un retrasado mental hasta que inventó una bomba.
Ahora es tía Ying quien gana la partida de mah jong.
Contamos los puntos y empezamos de nuevo.
– ¿Sabíais que Lena se ha mudado a Woodside? -pregunta tía Ying con un orgullo evidente, mirando las fichas y sin dirigirse a nadie en particular. En seguida deja de sonreír y adopta una expresión de recato-. Claro que no es la mejor casa del barrio, no es una casa de un millón de dólares, todavía no, pero sí una buena inversión, mejor que pagar un alquiler. Sí, mejor eso que verte tachada de la lista de alguien por los motivos que sean.
Así pues, ahora sé que Lena, la hija de tía Ying, le contó que me desahuciaron de mi piso al pie de Russian Hill. Aunque Lena y yo seguimos siendo amigas, hemos ido adquiriendo una cautela natural con respecto a lo que nos contamos. Aun así, lo poco que nos decimos suele aparecer más tarde tergiversado. Es el viejo juego de siempre, en el que todo el mundo habla en círculos.
– Se está haciendo tarde -comento cuando terminamos la partida. Empiezo a levantarme, pero tía Lin me obliga a sentarme de nuevo.
– Quédate, quédate -me dice-. Hablaremos un rato, tenemos que conocerte bien… Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
Sé que es un gesto cortés por parte de las tías del club esta insistencia, cuando en realidad están tan deseosas de perderme de vista como yo lo estoy de marcharme.
– No, de veras, he de irme. Os lo agradezco mucho, muchísimo -replico, satisfecha de recordar estas formalidades.
– ¡Pero tienes que quedarte! -exclama tía Ying alzando demasiado la voz-. Tenemos algo importante que decirte, algo referente a tu madre.
Las demás parecen incómodas, como si no les gustara esa manera de darme alguna mala noticia. Me quedo sentada. Tía An-mei sale rápidamente de la sala, regresa con un cuenco de cacahuetes y cierra en silencio la puerta. Todas callan, como si ninguna supiera por dónde empezar. Finalmente es tía Ying la que habla.
– Creo que cuando tu madre murió tenía una idea importante -dice en un inglés entrecortado, y entonces empieza a hablar en chino, suave, sosegadamente-. Era una mujer muy fuerte y una buena madre. Te quería mucho, más que a su propia vida, y por eso puedes comprender por qué una madre así jamás podría olvidar a sus otras hijas. Sabía que estaban vivas, y antes de morir quería encontradas en China.
Los bebés de Kweilin… Yo no era uno de ellos. Los bebés en cabestrillos colgados de sus hombros. Sus otras hijas. Y ahora me siento como si estuviera en Kweilin en medio del bombardeo y viera a esos bebés tendidos al borde de la carretera, gritando para que los recogieran. Alguien se los llevó. Están a salvo. Y ahora mi madre me ha abandonado para siempre, ha vuelto a China en busca de esos bebés. Apenas puedo oír la voz de tía Ying.
– Las buscó durante años, escribió y recibió innumerables cartas -dice tía Ying-, y el año pasado consiguió una dirección. Iba a decírselo pronto a tu padre. Aii-ya, qué lástima. Toda una vida de espera.
Tía An-mei la interrumpe, excitada:
– Así que tus tías y yo escribimos a esa dirección. Dijimos que cierta persona, tu madre, deseaba reunirse con otras personas. Y éstas nos respondieron. Son tus hermanas, Jing-mei.
Mis hermanas, repito para mis adentros, pronunciando esas dos palabras juntas por primera vez.
Tía An-mei me tiende una hoja de papel tan fina como el papel de seda para envolver. Veo los ideogramas chinos trazados en perfectas hileras verticales con tinta azul. Hay una palabra borrosa. ¿Una lágrima? Cojo la carta con manos temblorosas, maravillada de lo inteligentes que deben de ser mis hermanas, capaces de leer y escribir en chino.
Todas las tías me sonríen, como si yo hubiera sido una, moribunda que se ha recuperado por milagro. Tía Ying me tiende otro sobre. Contiene un cheque a nombre de June Woo por 1.200 dólares. No puedo creerlo.
– ¿Mis hermanas me envían dinero? -pregunto-. ¿A mí?
– No, no -dice tía Lin, con fingida exasperación-. Todos los años ahorramos nuestras ganancias en el mah jong para un gran banquete en un restaurante de lujo. Casi siempre ganaba tu madre, por lo que la mayor parte del dinero le pertenece. Hemos añadido un poco, para que puedas ir a Hong Kong, tomar un tren hasta Shanghai y ver a tus hermanas. Además, todas nos estamos volviendo demasiado ricas, demasiado gordas. -Se da unas palmadas en el estómago para demostrar su afirmación.
– Ver a mis hermanas -digo aturdida. Esta perspectiva, el intento de imaginar lo que vería, me admira y produce un cierto temor. Me siento azorada por la mentira sobre el banquete de fin de año que me han contado mis tías para enmascarar su generosidad. Ahora me echo a llorar, sollozo y río al mismo tiempo, percibiendo, aunque sin comprenderla, esta lealtad hacia mi madre.
– Tienes que ver a tus hermanas y hablarles de la muerte de tu madre -dice tía Ying-, pero, lo que es más importante, tienes que hablarles de su vida. Ahora deben conocer a la madre que no conocieron.
– Ver a mis hermanas, hablarles de mi madre -digo, asintiendo-. ¿Qué les diré? ¿Qué puedo decirles de mi madre? No sé nada. Era mi madre.
Las tías me miran como si acabara de enloquecer ante sus ojos.
– ¿Que no conoces a tu propia madre? -grita tía An-mei, incrédula-. ¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¡Llevas a tu madre en la sangre!
– Cuéntales cosas de tu familia aquí, del éxito que tuvo -sugiere tía Lin.
– Cuéntales las cosas que ella te contaba, las lecciones que te daba, las ideas que tenía y que tú has hecho tuyas -dice tía Ying-. Tu madre era una señora muy lista.
Oigo un coro que repite «diles», «diles», mientras cada tía empeña frenéticamente en pensar lo que debería transmitir.
– Su amabilidad.
– Su inteligencia.
– Su abnegación natural hacia su familia.
– Sus esperanzas, las cosas que le importaban.
– Los excelentes platos que cocinaba.
– ¡Imagina, una hija que no conoce a su propia madre!
Entonces me doy cuenta de que están asustadas. Ven en mí a sus propias hijas, igualmente ignorantes, igualmente olvidadizas de las verdades y esperanzas que sus madres trajeron a América del Norte. Ven hijas que se impacientan cuando sus madres hablan en chino, que las consideran estúpidas cuando explican las cosas en un inglés chapurreado. Ven que la alegría y la buena estrella no significan lo mismo para sus hijas, que el concepto de «buena estrella» no existe para sus mentes americanizadas por completo. Ven hijas que les darán nietos nacidos sin ninguna esperanza de continuidad transmitida de una generación a otra.
– Se lo diré todo -me limito a decir, y las tías me miran con expresiones dubitativas-. Recordaré todo sobre mi madre y se lo diré -añado con más firmeza. Y gradualmente, una tras otra, sonríen y me dan palmadas en la mano. Aún parecen inquietas, como si no las tuvieran todas consigo, pero también abrigan la esperanza de que mis palabras sean ciertas. ¿Qué más pueden pedir? ¿Qué más puedo prometerles?
Vuelven a comer sus cacahuetes blandos, hervidos, mientras hablan de ellas mismas. Vuelven a ser jóvenes, sueñan con los buenos tiempos pasados y en los que están por llegar. Un hermano de Ningpo, que hace llorar a su hermana de alegría cuando le devuelve nueve mil dólares más los intereses. Un hijo menor cuyo negocio de reparación de estéreos y televisores le va tan bien que envía sobras a China. Una hija cuyos pequeños son capaces de nadar como peces en una lujosa piscina de Woodside. Qué buenas anécdotas cuentan. Las mejores. Ellas son las afortunadas.
Y yo sigo sentada en el lugar de mi madre ante la mesa de mah jong, en el lado de Oriente, donde todo da comienzo.