JING-MEI WOO

Dos clases

Mi madre creía que en los Estados Unidos puedes ser cualquier cosa que te propongas, puedes abrir un restaurante, trabajar para el gobierno y obtener una buena pensión al jubilarte, comprar una casa sin apenas entregar dinero a cuenta, hacerte rico, ser famoso de la noche a la mañana.

– Por supuesto, también puedes ser un prodigio -me dijo cuando tenía nueve años-. Puedes ser la mejoren lo que quieras. ¿Qué sabe tía Lindo? Su hija sólo es la mejor tramposa.

Mi madre cifraba en los Estados Unidos todas sus esperanzas. Llegó a este país en 1949, tras perderlo todo en China, sus padres, su hogar, su primer marido y dos hijas, dos bebés gemelos. Pero jamás miró atrás con pesar. Las cosas mejorarían en muchos aspectos.


***

No encontramos en seguida la clase de prodigio más adecuada. Al principio mi madre pensó que yo podría ser una Shirley Temple china. Mirábamos viejas películas de Shirley por televisión, como si fuesen material de adiestramiento. Mi madre me tocaba el brazo y decía:

Ni kan (Fíjate).

Y yo veía a Shirley bailando un zapateado o cantando una canción de marineros o frunciendo los labios hasta formar una O muy redonda mientras decía: «Oh, Dios mío».

Ni Kan -repetía cuando los ojos de Shirley se inundaban de lágrimas-. Ya sabes cómo hacerlo. ¡Para llorar no se necesita talento!

Poco después de que a mi madre se le ocurriera la idea de que debería imitar a Shirley Temple, me llevó a una escuela de peluquería en el distrito de Mission y me puso en manos de una alumna que apenas podía sostener las tijeras sin que le temblara la mano. En vez de salir de allí con unos rizos grandes y espesos, lo hice con una masa irregular de lanilla negra y crespa. Mi madre me llevó a rastras al baño y trató de alisarme el pelo mojándolo.

– Pareces una china negra -se lamentó, como si yo hubiera hecho aquel desaguisado a propósito.

La instructora de la escuela de peluquería tuvo que podar aquellos húmedos mechones para igualarme de nuevo el cabello.

– Últimamente Peter Pan es muy popular -le aseguró a mi madre.

A hora tenía el pelo corto como el de un chico, con un flequillo ladeado cinco centímetros por encima de las cejas. Ese corte de pelo me gustaba, me estimulaba a esperar ilusionada mi futura fama.

La verdad es que al principio estaba tan excitada como mi madre, tal vez incluso más. Me representaba esa faceta de niña prodigio con muchas imágenes diferentes, que me probaba como prendas de vestir, para ver cuál me sentaba mejor. Unas veces era una refinada bailarina, de pie al lado del telón, en espera de escuchar la música que me haría avanzar deslizándome sobre las puntas de los pies. Otras veces era el Niño Jesús, alzado del pesebre de paja y llorando con sagrada indignación, o era Cenicienta, bajando de la calabaza convertida en carroza con una centelleante música de dibujos animados llenando la atmósfera.

Imaginaba todas esas cosas con la sensación de que pronto llegaría a ser perfecta. Mis padres me adorarían, mi comportamiento sería irreprochable, jamás me enfurruñaría por nada.

Pero a veces el componente prodigioso de mi personalidad se volvía impaciente. «Si no te das prisa y me sacas de aquí», me advertía, «voy a desaparecer para siempre, y entonces nunca serás nada».


Cada noche, después de la cena, mi madre y yo nos sentábamos en la cocina, ante la mesa de formica. Ella me sometía a nuevas pruebas, tomando sus ejemplos de relatos sobre niños sorprendentes que había leído en el Créalo o no de Ripley, La buena ama de casa, Reader's Digest y una docena más de revistas que guardaba amontonadas en nuestro dormitorio. Esas revistas se las regalaban las personas cuyas casas iba a limpiar y, como limpiaba muchas casas cada semana, teníamos un gran surtido. Las hojeaba todas, buscando relatos sobre niños notables.

La primera noche se sirvió de la anécdota de un niño de tres años que conocía las capitales de todos los estados y hasta de la mayor parte de países europeos. La revista citaba a un maestro según el cual el pequeño también sabía pronunciar correctamente los nombres de las ciudades extranjeras.

– ¿Cuál es la capital de Finlandia? -me preguntó mi madre, mirando la revista.

Yo sólo conocía la capital de California, porque Sacramento era el nombre de la calle de Chinatown donde vivíamos.

– ¡Nairobi! -conjeturé, diciendo la palabra más extranjera que se me ocurrió. Ella comprobó si ésa era una posible pronunciación de «Helsinki» antes de mostrarme la respuesta correcta.

Las dificultades de las pruebas fue en aumento: tenía que multiplicar mentalmente, encontrar la reina de corazones en una baraja, tratar de mantenerme vertical sobre la cabeza sin usar las manos, predecir las temperaturas diarias en Los Angeles, Nueva York y Londres.

Una noche tuve que leer una página de la Biblia durante tres minutos y luego decirle todo lo que recordaba.

– Ahora Josafat tenía riquezas y honores en abundancia y… Eso es todo lo que recuerdo, mamá.

Al ver una vez más la decepción reflejada en el rostro de mi madre, algo empezó a morir dentro de mí. Detestaba aquellas pruebas, las esperanzas que alimentábamos y las expectativas fallidas.

Aquella noche, antes de acostarme, me miré en el espejo sobre el lavabo, y al ver mi propio rostro devolviéndome la mirada, pensé que siempre tendría aquella cara ordinaria y me eché a llorar. ¡Qué niña tan triste y tan fea! Emití unos sonidos agudos, como un animal enloquecido, e intenté arañar el rostro del espejo.

Y entonces vi lo que parecía mi elemento prodigioso, porque nunca hasta entonces había visto semejante rostro. Contemplé mi imagen reflejada, parpadeando para poder verla con más claridad. La niña que me miraba estaba furiosa, llena de energía. Aquella niña y yo éramos la misma persona. Tuve nuevos pensamientos, unos pensamientos obstinados, o más bien cargados de negativas. Me prometí que no permitiría a mi madre cambiarme. No sería lo que no era.

En lo sucesivo, cada vez que mi madre me sometía a sus pruebas, yo actuaba abúlicamente, con la cabeza apoyada en un brazo, fingiendo que me aburría. Pero no necesitaba fingir, pues me aburría de veras. Me aburría tanto que empecé a contar las veces que sonaban las sirenas de niebla en la bahía, mientras mi madre me preguntaba otras cosas. Aquel sonido era consolador y me recordaba la vaca que salta a la luna.

Al día siguiente puse en práctica un juego: ver si mi madre me daba por inútil antes de que contara ocho toques de de sirena. Al cabo de poco tiempo solía contar sólo uno, dos toques como máximo. Por fin estaba empezando a perder la esperanza.


Transcurrieron dos o tres meses sin que saliera a relucir mi faceta de niña prodigio. Un día mi madre estaba mirando el programa de Ed Sullivan por televisión. El receptor era viejo y el sonido se desvanecía continuamente. Cada vez que mi madre se levantaba a medias del sofá para ajustar el volumen, el sonido regresaba y se oían las palabras de Ed, pero en cuanto se sentaba, el presentador volvía a quedar en silencio. Se levantaba, y el televisor emitía música de piano a todo volumen; nada más sentarse, se hacía el silencio. Y así una y otra vez, arriba y abajo, adelante y atrás, silencio y sonido. Era como si mi madre y el receptor bailaran rápidamente una extraña danza en la que no se entrelazaran las parejas. Finalmente se levantó y permaneció al lado del televisor, con la mano en el botón del sonido.

Parecía fascinada por la música, una pieza de piano un tanto frenética, con una cualidad hipnotizante, unos pasajes rápidos seguidos por otros de ritmo marcado y guasón, antes de volver a las partes rápidas y retozonas.

Ni kan -dijo mi madre, llamándome la atención con apresurados ademanes-o Mira esto.

Noté por qué aquella música fascinaba a mi madre. La estaba tocando una niña china, de unos nueve años, con un corte de pelo a lo Peter Pan y el atrevimiento de una Shirley Temple. Era orgullosamente recatada, como una buena muchacha china. Al terminar hizo una graciosa reverencia, de modo que la falda ahuecada de su vestido blanco descendió lentamente hacia el suelo, como los pétalos de un clavel enorme.

A pesar de estas señales de advertencia, no me preocupé. Nuestra familia no tenía piano y no podíamos permitirnos comprar uno, y no digamos costear resmas de papel de papel de música y clases de piano. Por eso pude ser generosa en mis comentarios cuando mi madre despotricó contra la niña de la televisión.

– Sabe tocar las notas, pero no suena bien -se quejó mi madre-. No es un sonido melodioso.

– ¿Por qué te metes con ella? -le dije sin pensarlo dos veces-. Es bastante buena. Tal vez no sea la mejor, pero pone mucho empeño. -Supe que en seguida me arrepentiría de haber dicho tal cosa.

– Lo mismo que tú -replicó mi madre-. No eres la mejor, porque no lo intentas.

Emitió un ligero bufido al tiempo que soltaba el botón del sonido y volvía a sentarse en el sofá.

La chinita también se sentó para tocar una repetición de la «Danza de Anitra» de Grieg. Recuerdo la canción porque más adelante tuve que aprender a tocarla.


Tres días después de aquel programa televisivo de Ed Sullivan, mi madre me comunicó el horario de las clases de teoría y práctica de piano. Había hablado con el señor que vivía en el primer piso de nuestro edificio. El señor Chong era profesor de piano retirado, y mi madre había trocado con él sus servicios de empleada doméstica por lecciones semanales y un piano para que yo practicara cada día, dos horas diarias, de cuatro a seis.

Cuando lo supe, me sentí como si mi madre me hubiera enviado al infierno. Sollocé y, cuando no pude soportarlo más, me puse a patalear.

– ¿Por qué no te gusto tal como soy? ¡N o soy ningún genio! ¡No puedo tocar el piano, y aunque pudiera no iría a la televisión aunque me dieras un millón de dólares!

Mi madre me abofeteó.

– ¿Quién te pide que seas un genio? -gritó-. Tan sólo deseo que des lo mejor de ti misma, por tu propio bien. ¿Crees que quiero que seas un genio? ¡Qué va! ¿Para qué? ¿Quién te pide tal cosa?

Luego le oí murmurar en chino: «Qué ingrata es. Si tuviera tanto talento como mal carácter, ya sería famosa».

El señor Chong, al que llamaba en secreto el abuelo Chong, era un hombre muy raro, que siempre estaba tamborileando los dedos, como si siguiera la música silenciosa de una orquesta invisible. Me parecía muy viejo, pues había perdido la mayor parte del pelo, usaba gafas de cristales gruesos y sus ojos daban siempre una impresión de fatiga y somnolencia, pero debía de ser más joven de lo que me figuraba, ya que vivía con su madre y aún no se había casado.

Vi a la vieja Chong una vez y fue suficiente. Despedía un olor peculiar, como el de un bebé que se ha hecho encima sus necesidades, y tenía los dedos como los de un muerto, como un viejo melocotón que encontré un día en el fondo del frigorífico, cuya piel se separaba de la carne al cogerlo.

Pronto descubrí que el abuelo Chong se había retirado de la enseñanza musical. Era sordo.

– ¡Como Beethoven! -me dijo alzando mucho la voz-. ¡Ambos escuchamos sólo dentro de la cabeza!

Y dicho esto empezó a dirigir sus frenéticas sonatas silenciosas.

Daba comienzo a las clases abriendo el libro y señalando distintas cosas, cuya finalidad me explicaba.

– ¡Tono! ¡Tiple! ¡Bajo! ¡Ni sostenido ni bemol! ¡Esto es do mayor! ¡Ahora escucha y haz como yo!

Entonces tocaba varias veces la escala de do, un acorde simple y, a continuación, como si le inspirase una antigua e inalcanzable comenzón, añadía gradualmente más notas, trinos consecutivos y un bajo martilleante, hasta que la música era en verdad magnífica.

Yo procuraba imitarle, tocando la escala simple, el acorde simple y luego alguna tontería, algo parecido a un gato correteando arriba y abajo sobre una hilera de cubos de basura. El abuelo Chong aplaudía sonriente.

– ¡Muy bien! -exclamaba-. Pero ahora has de aprender a mantener el compás.

Así descubrí que la vista del abuelo Chong era demasiado lenta para seguir las notas erróneas que yo tocaba. Él ejecutaba los movimientos en la mitad del tiempo. Para ayudarme a mantener el ritmo, se colocaba detrás de mí y me apretaba el hombro derecho con cada compás. Colocaba monedas sobre mis muñecas y yo debía tenerlas en equilibrio mientras tocaba lentamente escalas y arpegios. Me hacía curvar la mano alrededor de una manzana y mantener esa forma cuando tocaba acordes. Desfilaba rígidamente para enseñarme a mover cada dedo arriba y abajo, en staccato, como soldaditos obedientes. Me enseñó todas estas cosas, y así fue como aprendí también que podía ser perezosa y cometer impunemente muchos errores. Si tocaba mallas notas porque no había practicado bastante, nunca me corregía. Me limitaba a seguir el ritmo, mientras el abuelo Chong seguía dirigiendo su ensoñación particular.

Así pues, es posible que nunca me diera a mí misma una buena oportunidad. Comprendí los aspectos básicos con bastante rapidez, y podría haberme convertido en una buena pianista a edad temprana. Pero estaba tan decidida a no intentarlo, a no ser una persona distinta a la que era que sólo aprendí a tocar los preludios más ensordecedores, los himnos más discordantes.

En el transcurso del año siguiente practiqué de ese modo, obediente a mi manera. Entonces, cierto día, oí que mi madre y su amiga Lindo Jong hablaban en un tono alto y jactancioso, para que las demás pudieran oírlas. Era a la salida de la iglesia, y yo estaba apoyada en la pared de ladrillo, con unas rígidas enaguas blancas debajo del vestido. Waverly, la hija de tía Lindo, que tenía más o menos mi edad, también estaba junto a la pared, un par de metros más abajo. Habíamos crecido juntas y teníamos la intimidad de unas hermanas que se pelean por los lápices de colores y las muñecas. En otras palabras, nos teníamos un odio considerable, Waverly Jong, una presumida a mi modo de ver, había conseguido cierta fama como «la campeona china de ajedrez más pequeña de Chinatown».

– Trae a casa demasiados trofeos -se lamentaba aquel domingo tía Lindo-. Día entero jugando ajedrez. No tengo tiempo para nada, siempre limpiando sus trofeos. -Miró cejijunta a Waverly, la cual fingió no verla-. Tú estás de suerte sin ese problema -le dijo a mi madre, suspirando.

Entonces mi madre cuadró los hombros y se jactó:

– Nuestro problema es peor que el tuyo. Si le pedimos a Jing-mei que lave los platos, no hace caso, no oye más que la música. Es como si no pudieras detener ese talento natural.

En aquel momento decidí poner punto final a su estúpido orgullo.


Unas semanas después, el abuelo Chong y mi madre conspiraron para que tocara en una exhibición de niños dotados que tendría lugar en el salón de la iglesia. Por entonces mis padres habían ahorrado el dinero suficiente para comprarme un piano de segunda mano, una espineta Wurlitzer negra con un banco lleno de magulladuras. Era el mueble principal de nuestra sala de estar.

En aquella exhibición tenía que tocar «Niño que suplica», de las Escenas de la infancia de Schumann. Era una melodía sencilla y triste que parecía más difícil de lo que era en realidad. Tenía que memorizarla toda y tocar las repeticiones dos veces, para aumentar la duración de la pieza. Pero desperdicié el tiempo durante los ensayos: tocaba unos compases y en seguida hacía trampa, alzando la vista para ver qué notas seguían. No escuchaba en serio lo que estaba tocando y me sumía en una ensoñación, imaginando que estaba en otro lugar y era otra persona.

La parte que más me gustaba practicar era la extravagante reverencia: el pie adelantado, tocar la rosa de la alfombra con la punta del otro pie, inclinación al lado, pierna izquierda doblada, alzar la vista y sonreír.

Mis padres invitaron a todas las parejas del Club de la Buena Estrella a presenciar mi debut. Tía Lindo y tía Tin estaban presentes. Waverly y sus dos hermanos mayores también acudieron. Las dos primeras filas estaban ocupadas por niños menores y mayores que yo. Los más pequeños actuaron primero. Recitaron sencillos poemas infantiles, graznaron melodías con violines diminutos, hicieron girar aros de Hula Hoop, las niñas con falditas rosas de ballet realizaron cabriolas y cada vez que saludaban con inclinaciones de cabeza o reverencias, el público suspiraba al unísono y aplaudía con entusiasmo.

Cuando me tocó el turno, estaba rebosante de confianza. Recuerdo mi excitación infantil. Era como si supiera, sin sombra de duda, que mi faceta prodigiosa existía realmente. No sentía ningún temor ni nerviosismo. Recuerdo que me dije: «¡Por fin! ¡Por fin!». Miré al público, vi el rostro inexpresivo de mi madre, el bostezo de mi padre, la sonrisa tensa de tía Lindo, el semblante enfurruñado de Waverly. Yo llevaba un vestido blanco con hileras de encaje y un lazo rosa en el pelo cortado a lo Peter Pan. Al tomar asiento imaginé a la gente poniéndose en pie y a Ed Sullivan apresurándose a presentarme a todo el mundo en la televisión.

Empecé a tocar. Era una música muy bella, y estaba tan embelesada por el aspecto encantador que tenías sentada al piano que al principio no me preocupé por el sonido. Por eso me llevé una sorpresa cuando toqué la primera nota errónea y me di cuenta de que algo no sonaba del todo bien. Entonces fallé otra vez, y otra más… Un escalofrío se inició en lo alto de mi cabeza y empezó a recorrerme el cuerpo. Sin embargo, no podía dejar de tocar, como si tuviera las manos embrujadas. Pensaba que mis dedos volverían a adaptarse por sí solos, como un tren desviado que vuelve a la vía correcta. Toqué aquel extraño revoltijo a lo largo de dos repeticiones, y las ásperas notas me acompañaron hasta el final.

Cuando me puse en pie, me temblaban las piernas. A lo mejor sólo había estado nerviosa y el público, como el abuelo Chong, me había visto efectuar los movimientos apropiados sin oír nada erróneo. Adelanté el pie derecho, doblé la rodilla, alcé la vista y sonreí. La sala permanecía en silencio, con excepción del abuelo Chong, quien sonreía radiante y gritaba: ¡Bravo, bravo, muy bien!». Pero entonces vi el rostro de madre, su expresión compungida. El público aplaudió débilmente, y cuando regresaba a mi asiento, con el rostro congestionado por el esfuerzo para no llorar, oí que un niño le susurraba a su madre: «Ha sido horrible», y la mujer replicaba: «Bueno, por lo menos lo ha intentado».

Entonces me fijé en la cantidad de gente que había en la sala. Parecía como si el mundo entero se hubiese reunido allí, y tenía la sensación de que sus miradas se concentraban en mi espalda. Comprendí la vergüenza que debían de experimentar mis padres, sentados allí rígidamente durante el resto de la sesión.

Podríamos habernos marchado durante el intermedio, pero el orgullo y un extraño sentido del honor debieron de fijar a mis padres a sus asientos. Así pues, lo vimos todo: el chico de dieciocho años con un bigote postizo que hacía un número de magia y juegos malabares con aros llameantes montado en un monociclo, la muchacha pechugona con la cara embadurnada de maquillaje blanco que cantó unos fragmentos de Madama Butterfly y obtuvo una mención honorífica, y el muchacho de once años que se llevó el primer premio interpretando al violín una intrincada melodía que parecía el vuelo de una abeja bulliciosa.

Después del espectáculo, los Hsu, los Jong y los St. Clair, del Club de la Buena Estrella, se acercaron a mis padres.

– Cuántos chicos con talento -dijo vagamente tía Lindo, con una ancha sonrisa.

– Eso ha sido algo diferente -comentó mi padre, y me pregunté si se refería a mí de una manera humorística o si se acordaba siquiera de lo que había hecho.

Waverly me miró y se encogió de hombros.

– No eres un genio como yo -me dijo con naturalidad, y de no haberme sentido tan mal, le habría tirado de las trenzas y golpeado el estómago.

Pero el semblante de mi madre fue lo que me desvastó, la expresión sosegada y vacía de quien lo ha perdido todo. Yo sentía lo mismo, y ahora parecía que todo el mundo se nos acercaba, como mirones en el escenario de un accidente, para ver las mutilaciones. Cuando subimos al autobús para volver a casa, mi padre tarareaba la melodía de la abeja bulliciosa y mi madre guardaba silencio. Pensé que quería esperar a que estuviéramos en casa para gritarme, pero cuando mi padre abrió la puerta del piso, mi madre entró y se dirigió directamente al dormitorio, sin acusaciones, sin culparme, y, en cierto sentido, me sentí decepcionada. Había estado esperando que empezara a gritar, y así yo podría replicarle también a gritos, llorar y echarle la culpa de mi desgracia.


Supuse que tras mi fracaso en el espectáculo de niños con talento no me vería obligaba nunca más a tocar el piano, pero dos días después, al salir de la escuela, mi madre salió de la cocina y me vio mirando la televisión.

– Son las cuatro -me recordó, como si no hubiera ocurrido nada.

Eso me dejó pasmada. ¿Acaso quería que me sometiera otra vez a la tortura de aquel espectáculo? Me arrellané en butaca, dispuesta a seguir ante el televisor.

– Apaga la tele -me ordenó ella desde la cocina cinco minutos después.

No me moví, y en aquel momento tomé una decisión. Ya no tenía que hacer lo que quería mi madre. No era su esclava, no estábamos en China. Antes le hice caso y el resultado fue desastroso. Ella era la estúpida.

Salió de la cocina y se quedó en la entrada arqueada de la sala.

– Las cuatro -repitió, alzando la voz.

– No voy a tocar más -le dije imperturbable-. ¿Por qué habría de hacerlo? No soy un genio.

Mi madre avanzó y se detuvo delante del televisor. Vi que la ira agitaba su pecho.

– ¡No! -grité, sintiéndome más fuerte, como si mi verdadero ser hubiera emergido por fin. Entonces, eso era lo que guardaba en mi interior desde el principio-. ¡No, no lo haré!

Ella me tiró del brazo bruscamente, obligándome a levantarme, y apagó el televisor. Con una fuerza tremenda, me llevó medio a rastras al piano. Me resistí, pataleé, di puntapiés a las alfombras, pero ella me levantó en vilo y me sentó en el duro banco. La miré enfurecida, sollozando. Su pecho se agitaba aun más que antes, tenía la boca abierta y sonreía abiertamente, como si le complaciera verme llorar.

– ¡Quieres que sea algo que no soy! -gemí-. ¡Nunca seré la clase de hija que quieres que sea!

– Sólo hay dos clases de hijas -gritó ella en chino-. ¡Las que son obedientes y las que hacen lo que les da la gana! Sólo una clase de hija puede vivir en esta casa. ¡Una hija obediente!

– Entonces ojalá no fuese hija tuya. ¡Ojalá no fueras mi madre!

Mientras así hablaba me embargó el temor. Tuve la sensación de que gusanos, sapos y criaturas viscosas salían reptando de mi pecho, pero también me sentí aliviada, como si aquel lado terrible de mí saliera por fin a la superficie.

– Es demasiado tarde para cambiar eso -dijo mi madre en voz chillona.

Comprendí que su cólera estaba a punto de desbordarse, y quise que ocurriera. Entonces recordé las hijas que perdió en China, aquéllas de las que nunca hablábamos.

– ¡Pues ojalá no hubiera nacido! -exclamé-. ¡Preferiría estar muerta! Como ellas.

Fue como si hubiera pronunciado unas palabras mágicas. Su rostro se volvió inexpresivo, cerró la boca, dejó caer los brazos a los lados y salió de la sala, aturdida, como una hoja muerta, delgada y quebradiza, arrastrada por el viento.


***

Aquella no sería la única decepción de mi madre, durante los años siguientes fracasé muchas veces, y en cada una de ellas afirmaba mi voluntad, mi derecho a no estar a la altura de lo que ella esperaba de mí. No obtenía sobresalientes, no me nombraron presidenta de la clase, no me admitieron en la universidad de Stanford. Abandoné los estudios. Al contrario que ella, no creí; que pudiera ser cualquier cosa que me propusiera. Sólo podía ser yo misma.

Y en el transcurso de aquellos años nunca hablamos del desastre en el recital ni de mis terribles acusaciones cuando me sentó a la fuerza en el banco del piano. Todo eso siguió latente, como una traición de la que ya no era posible hablar, y así nunca encontré la ocasión de preguntarle por qué había puesto sus esperanzas en algo tan grande que el fracaso era inevitable. Y lo que era aún peor, nunca le pregunté lo que más me atemorizaba: ¿por qué había renunciado a la esperanza?

Tras aquella refriega en el piano, no volvió a pedirme que tocara. Cesaron las lecciones. La tapa se cerró sobre el teclado, dejando fuera el polvo, mi aflicción y los sueños de mi madre. Por eso me sorprendí hace unos años, cuando cumplí los treinta y me ofreció el piano. No había vuelto a tocar desde aquel día, y consideré el ofrecimiento como una señal de perdón, como la eliminación de una carga tremenda.

– ¿Estás segura? -le pregunté tímidamente-. ¿No lo echaréis en falta tú y papá?

– No, es tu piano -dijo ella con firmeza-. Siempre lo será. Eres la única que puede tocarlo.

– Bueno, es probable que ya no sepa tocar… Han pasado muchos años.

– Te acordarás en seguida -dijo mi madre, como si no tuviera la menor duda-. Tienes un talento natural. Podrías ser un genio si quisieras.

– No, no podría serlo.

– Es que no lo intentas -dijo mi madre, y no estaba airada ni triste. Lo dijo como si anunciara un hecho irrefutable-. Llévatelo.

Pero al principio no me lo llevé. Ya era suficiente con que me lo hubiera ofrecido. Desde entonces, cada vez que veía el piano en la sala de estar de mis padres, ante las ventanas saledizas, me sentía orgullosa, como si fuese un brillante trofeo que hubiera recuperado.


La semana pasada envié a un afinador a casa de mis padres para que pusiera el piano en condiciones, por motivos puramente sentimentales. Mi madre murió unos meses atrás, y me dediqué a ordenar las cosas para mi padre, poco a poco, en cada una de mis visitas. Guardé las joyas en bolsas de seda especiales. Los suéteres que ella había tejido, amarillo, rosa, naranja brillante, todos los colores que yo detestaba, los coloqué en cajas a prueba de polillas. Encontré unos viejos vestidos de seda chinos, de esos que tienen unas pequeñas ranuras a los lados. Restregué la seda antigua contra mi piel y luego los envolví en papel fino y decidí llevármelos a casa.

Cuando el piano estuvo afinado, abrí la tapa y pulsé las teclas. Su sonido era incluso más modulado de lo que recordaba. Desde luego, era un instrumento muy bueno. En el compartimiento del banco estaban los mismos ejercicios con las escalas escritas a mano, los mismos libros de música de segunda mano, las tapas sujetas con cinta amarilla.

Abrí el libro de Schumann por la pequeña pieza triste que toqué en el recital. Estaba a la izquierda de la página: «Niño que suplica». Parecía más difícil de lo que recordaba. Toqué unos cuantos compases y me sorprendí de la facilidad con que las notas acudían a mis manos.

Y por primera vez, o así me lo pareció, reparé en la pieza de la derecha. Se titulaba «Felicidad perfecta». Intenté tocarla también. La melodía era más ligera, pero tenía el mismo ritmo fluido y resultó ser muy fácil. «Niño que suplica» era más corta pero más lenta. «Felicidad perfecta» era más larga pero más rápida. Y después de tocar ambas piezas unas cuantas veces, me di cuenta de que eran dos mitades de la misma canción.

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