JING-MEI WOO

Un par de billetes

En el instante en que nuestro tren abandona la frontera de Hong Kong y entra en Shenze, China, me siento distinta. Noto un cosquilleo en la frente, mi sangre se apresura por una nueva ruta, experimento en lo más hondo un viejo dolor familiar. Y pienso que mi madre tenía razón. Me estoy volviendo china.

«Es inevitable», me dijo mi madre cuando yo tenía quince años y había negado con vehemencia que hubiera en mí algo chino bajo la piel. Estudiaba el segundo curso en la escuela secundaria Galileo de San Francisco, y todos mis amigos occidentales estaban de acuerdo en que yo era tan china como ellos. Pero mi madre había estudiado en una famosa escuela de enfermería en Shanghai, y afirmaba poseer grandes conocimientos de genética. Por eso no abrigaba duda alguna, al margen de que yo estuviera de acuerdo o no: cuando naces china, no puedes evitar el hecho de que piensas y sientes como una china.

– Algún día lo verás -me dijo-. Lo llevas en la sangre, esperando que lo liberes.

Y al oír estas palabras me vi transformándome como una mujer lobo, un fragmento mutante de DNA estimulado de súbito, reproduciéndose insidiosamente en un síndrome, un manojo de reveladores hábitos chinos, todas aquellas cosas que hacía mi madre para ponerme en apuros… el regateo con los propietarios de las tiendas, mondarse los dientes en público, padecer una especie de daltonismo que le impide ver que el amarillo limón y el rosa pálido no son buenas combinaciones para las prendas de invierno.

Pero hoy comprendo que nunca he sabido realmente lo que significa ser china. Tengo treinta y seis años, mi madre ha muerto y estoy en un tren, trayendo conmigo sus sueños de regresar a casa. Voy a China.

Nos dirigimos primero a Guangzhou: mi padre, Canning Woo, con setenta y dos años a cuestas, y yo, para visitar a una tía a la que él no ve desde que tenía diez años. Y no sé si es por la perspectiva de ver a su tía o por el hecho de regresar a China, pero lo cierto es que ahora parece un muchacho, tan inocente y feliz que siento deseos de abrocharle el suéter y darle unas palmaditas en la cabeza. Estamos sentados frente a frente, separados por una mesita sobre la que hay dos tazas de té frío. Por primera vez, que yo recuerde, los ojos de mi padre están humedecidos por las lágrimas. Todo lo que ve a través de la ventanilla del tren es un campo dividido en parcelas amarillas, verdes y marrones, un estrecho canal que flanquea la vía, unas colinas bajas y tres personas con chaquetas azules en una carreta tirada por bueyes, a esta hora temprana de una mañana de octubre. No puedo evitar que también mis ojos se empañen, como si hubiera visto estas cosas hace largo tiempo y casi las hubiera olvidado.

Antes de tres horas estaremos en Guangzhou, que según mi guía es como ahora se llama correctamente Cantón. Parece ser que ha variado la ortografía de todas las ciudades de las que he oído hablar, excepto Shanghai. Dicen que China ha cambiado también en otros aspectos. Chungking es Chongqing y Kweilin es Guilin. He buscado esos nombres en la guía, porque tras visitar a la tía de mi madre en Guangzhou, tomaremos un avión con destino a Shanghai, donde veré a mis medio hermanas por primera vez.

Son las hijas gemelas que tuvo mi madre en su primer matrimonio, a quienes se vio obligada a abandonar en la carretera cuando huía de Kweilin hacia Chungking, en 1944. Eso fue todo lo que mi madre me contó sobre sus hijas, y éstas permanecieron como bebés en mi mente durante todos estos años, sentadas en la cuneta de la carretera, escuchando el silbido de las bombas que estallaban a lo lejos y chupándose los pacientes y enrojecidos pulgares.

No supimos nada más de ellas hasta este año, cuando alguien las encontró y nos escribió para damos la grata noticia. Llegó una carta de Shanghai, dirigida a mi madre. Al principio, cuando me enteré de que estaban vivas, imaginé a mis hermanas idénticas transformándose de bebés en niñas de seis años. Las veía mentalmente sentadas a la mesa, una al lado de la otra, turnándose para usar la estilográfica. Una de ellas escribía una pulcra línea de caracteres: Querida mamá, estamos vivas. Se echaba atrás el delgado flequillo y pasaba la pluma a la otra hermana, que escribía: Ven a buscarnos. Date prisa, por favor.

Naturalmente, no podían saber que mi madre había muerto tres años antes, repentinamente, a causa de la rotura de una arteria cerebral. Estaba hablando con mi padre, quejándose de los inquilinos del piso de arriba y maquinando la manera de echados con el pretexto de que iban a venir unos parientes de China que vivirían allí. De súbito se llevó la mano a la cabeza, cerró los ojos con fuerza, intentó avanzar a tientas hasta el sofá y cayó al suelo agitando convulsamente las manos.

De modo que fue mi padre quien abrió la carta, que resultó ser larga. La llamaban «mama», y decían que siempre la habían reverenciado como su verdadera madre y que tenían una foto de ella enmarcada. Le hablaban de su vida, desde el día en que mi madre las vio por última vez en la carretera de Kweilin hasta que por fin las encontraron.

La carta desgarró hasta tal punto el corazón de mi padre -aquellas hijas llamando a mi madre desde otra vida que él nunca conoció- que se la dio a la vieja amiga de mi madre, tía Lindo, y le pidió que respondiera y dijese a mis hermanas, de la manera más delicada posible, que mi madre había muerto.

En lugar de hacer eso, tía Lindo llevó la carta al Club de la Buena Estrella y habló con las tías Ying y An-mei de lo que debía hacerse, pues sabían desde hacía mucho tiempo que mi madre no había cejado en la búsqueda de sus hijas gemelas y su esperanza había sido inagotable. Tía Lindo y las demás lloraron por esta doble tragedia: tres meses atrás habían perdido a mi madre y ahora la perdían de nuevo. Por ello pensaron inevitablemente en algún milagro, alguna manera posible de resucitar a mi madre de entre los muertos, a fin de que pudiera hacer realidad su sueño.

La carta que escribieron las tías a mis hermanas de Shanghai decía así: «Queridísimas hijas: Tampoco yo os he olvidado ni en mi memoria ni en mi corazón. Nunca he abandonado la esperanza de que pudiéramos vemos de nuevo en una alegre reunión. Lo único que siento es que haya tenido que pasar tanto tiempo. Quiero contaras toda mi vida desde la última vez que os vi. Quiero hablaros de esto cuando nuestra familia os visite en China…». Firmaron la carta con el nombre de mi madre.

Sólo entonces me hablaron de mis hermanas, de la carta que recibieron y de la que ellas habían enviado.

– Entonces creen que ella va a ir -murmuré, e imaginé a mis hermanas como si ahora tuvieran diez u once años: daban saltos, se cogían de las manos, sus coletas brincaban, embargadas de emoción porque su madre iba a vedas, mientras que mi madre estaba muerta.

– ¿Cómo puedes decir en una carta que ella no irá? -dijo tía Lindo-. Es su madre y la tuya. Debes decido tú. Durante todos estos años han soñado con ella.

Pensé que tenía razón. Pero entonces también yo empecé a soñar con mi madre, mis hermanas y cómo sería mi llegada a Shanghai. Durante todos aquellos años, mientras ellas esperaban que las encontraran, yo viví con mi madre y luego la perdí. Imaginé que veía a mis hermanas en el aeropuerto. Estarían de puntillas, la ansiedad reflejada en su rostro, escudriñando a cada pasajero a medida que bajábamos del avión, y las reconocería al instante, vería sus rostros con idéntica expresión preocupada.

– Jyejye, jyejye, hermana, hermana, ya estamos aquí -me veía chapurreando en chino.

– ¿Dónde está mamá? -me preguntarían ellas, mirando a su alrededor, todavía sonrientes, sus rostros encendidos y ansiosos-. ¿Se ha escondido?

Esconderse habría sido muy propio de mi madre, quedarse algo rezagada para bromear un poco, divirtiéndose con la impaciencia de los demás. Yo menearía la cabeza y les diría a mis hermanas que no estaba escondida.

– Ah, ésa debe de ser mamá, ¿verdad? -susurraría excitada una de mis hermanas, señalando a otra mujer menuda, totalmente absorta en una torre de regalos.

Y eso también habría sido propio de mi madre, llevar montañas de regalos, comida y juguetes para los niños -todos comprados en las rebajas-, y habría rehuido los agradecimientos, diciendo que los regalos no valían nada, aunque más tarde diera la vuelta a las etiquetas para mostrar a mis hermanas: «Calvin Klein, pura lana 100%».

Me imaginé diciendo:

– Lo siento, hermanas, pero he venido sola…

Y antes de que pudiera explicarme -lo habrían leído en la expresión de mi rostro- se echarían a llorar y comenzarían a tirarse del pelo, el dolor contraería su boca y se alejarían de mí corriendo. Entonces me veía subiendo al avión y regresando a casa.

Tras soñar esta escena muchas veces, viendo cómo la desesperación de mis hermanas pasaba del horror a la cólera, le rogué a tía Lindo que escribiera otra carta. Al principio ella se negó.

– ¿Cómo puedo decides que está muerta? -replicó con obstinación.

– Pero es una crueldad hacerles creer que volará a China. Cuando vean que sólo he ido yo, me odiarán.

Ella frunció el ceño.

– ¿Odiarte? Eso no puede ser. Eres su hermana, su única familia.

– No lo comprendes -protesté.

– ¿Qué es lo que no comprendo?

– Pensarán que soy responsable de su muerte, que murió porque yo no la apreciaba.

Y tía Lindo pareció satisfecha y triste al mismo tiempo, como si esto fuese cierto y por fin se hubiera dado cuenta. Se sentó a escribir y al levantarse, una hora después, me entregó una carta de dos páginas. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Comprendí que acababa de hacer exactamente lo que yo había temido, pues aunque hubiera escrito la noticia de la muerte de mi madre en inglés, yo no habría sido capaz de leerla.

Le susurré las gracias.


El paisaje se ha vuelto gris, lleno de construcciones bajas de cemento, fábricas viejas, vías y más vías con trenes como el nuestro que circulan en dirección contraria. Veo andenes atestados de gente con grises ropas occidentales, y aquí y allá puntos de brillantes colores: niños con prendas de color rosa, amarillo, rojo, melocotón. Hay soldados uniformados de verde oliva y rojo, y señoras con suéteres grises y faldas hasta media pantorrilla. Estamos en Guangzhou.

Antes de que frene el tren, los pasajeros cogen sus pertenencias de los portaequipajes. Por un momento hay un peligroso chaparrón de pesadas maletas cargadas de regalos para los parientes, cajas medio rotas, atadas con kilómetros de cordel para evitar que caiga su contenido, bolsas de plástico repletas de madejas de lana y verduras, paquetes de setas deshidratadas y cámaras fotográficas. Entonces nos vemos en medio de un torrente de personas apresuradas que nos empujan, nos llevan con ellos, hasta que nos encontramos en una de las varias colas, quizás una docena, que esperan para pasar por la aduana. Me siento como si estuviera subiendo al autobús número 30 de Stockton, en San Francisco, y he de recordarme que estoy en China. Por alguna razón, la multitud no me molesta, me parece natural que haya tanta gente, y también yo empiezo a abrirme paso empujando.

Saco los formularios de declaración y mi pasaporte. «W00», dice en la primera línea, y debajo «June May», que nació en «California, EE.UU.», en 1951. Tal vez los aduaneros me preguntarán si soy la misma persona de la foto. En esta foto el cabello, que me llegaba a la barbilla, está recogido atrás y peinado con elegancia. Llevo pestañas postizas, tengo los ojos sombreados y los labios perfilados. El maquillaje me realza las mejillas. Pero no había previsto este calor en octubre. Ahora el pelo me cuelga lacio a causa de la humedad. No llevo maquillaje. En Hong Kong el rímel se licuó, formando círculos negruzcos, y el resto del maquillaje me producía la sensación de estar embadurnada con varias capas de grasa. Por eso hoy no llevo nada en la cara, ningún adorno salvo la pátina brillante de sudor en la frente y la nariz.

Sabía que, incluso sin maquillaje, no podría pasar por una china auténtica. Mido un metro sesenta y ocho y mi cabeza sobresale por encima de la muchedumbre, mis ojos sólo están a la altura de los de otros turistas. En cierta ocasión mi madre me dijo que debo mi altura al abuelo, originario del norte y tal vez con algo de sangre mongola.

– Eso es lo que tu abuela me contó una vez -dijo mi madre-, pero ahora es demasiado tarde para preguntarle. Todos están muertos, tus abuelos, tus tíos, sus esposas e hijos, todos murieron en la guerra, cuando cayó una bomba en nuestra casa. Tantas generaciones desaparecidas en un solo instante.

Dijo esto con tanta naturalidad que tuve la impresión de que había superado su pesadumbre mucho tiempo atrás. Entonces me intrigó que supiera con tanta certeza que todos habían muerto.

– Quizá salieron de la casa antes de que cayera la bomba -le sugerí.

– No -dijo mi madre-. Toda nuestra familia ha desaparecido. Sólo quedamos tú y yo.

– ¿Pero cómo lo sabes? Es posible que algunos se salvaran.

– No puede ser -replicó, ahora casi enojada. Entonces una expresión de perplejidad alisó su ceño fruncido, y empezó a hablar como si tratara de recordar dónde había extraviado algo-. Regresé a la casa, me quedé mirando el lugar donde se levantó. Ya no era una casa, por encima del suelo sólo había el espacio vacío, y bajo mis pies estaban sus cuatro pisos reducidos a ladrillos y madera quemados. A un lado, en el patio, había varios objetos arrojados allí por la explosión, nada valioso. Una cama que alguien usaba y que, en realidad, no era más que un armazón metálico torcido hacia arriba en un ángulo, y un libro, no sé de qué clase, porque todas sus páginas estaban carbonizadas. Vi una tetera intacta pero llena de cenizas, y entonces encontré mi muñeca, con las manos y las piernas rotas y el pelo chamuscado… De pequeña lloré por aquella muñeca, al veda solitaria en el escaparate de la tienda, y mi madre me la compró. Era una muñeca americana con el pelo amarillo, brazos y piernas que podían doblarse. Los ojos se movían arriba y abajo. Cuando me casé y abandoné la casa de mi familia, regalé la muñeca a mi sobrina más pequeña, porque era como yo y lloraba si aquella muñeca no estaba siempre a su lado. ¿Te das cuenta? Si ella estaba en la casa con aquella muñeca, sus padres y todos los demás también estaban allí, esperando juntos, porque así era nuestra familia.


La funcionaria de aduanas examina mis documentos, me echa un breve vistazo, con dos rápidos movimientos sella el visado y con un gesto adusto me invita a seguir adelante. En seguida mi padre y yo nos encontramos en una gran extensión llena de gente y maletas. Me siento perdida y mi padre es incapaz de tomar ninguna decisión.

– Perdone -le digo a un hombre que parece norteamericano-. ¿Sabe usted dónde puedo encontrar ahora un taxi?

El murmura algo, quizás en sueco u holandés.

– ¡Syau Yen! ¡Syau Yen! -oigo que grita a mis espaldas una voz aguda.

Una anciana tocada por un gorro de lana amarillo nos mira con un brazo alzado del que cuelga una bolsa de plástico rosa llena de envoltorios que parecen baratijas. Supongo que pretende vendernos algo, pero mi padre mira a esa mujercita menuda como un pájaro con los ojos entrecerrados. En seguida los abre y su rostro se ilumina con una sonrisa, como un chiquillo complacido.

Aiyi! Aiyi!, ¡tía, tía! -exclama en tono afectuoso.

– ¡Syau Yen! -le arrulla mi tía abuela. Encuentro divertido que haya llamado a mi padre «pequeño ganso salvaje». Debe de ser el apodo que le pusieron de bebé, para ahuyentar a los espíritus que raptan a los niños.

Se cogen las manos, sin abrazarse, y permanecen así, diciéndose por turno:

– ¡Fíjate! ¡Qué viejo estás! ¡Cómo has envejecido! Ambos lloran abiertamente y ríen al mismo tiempo, mientras yo me muerdo el labio, procurando contener las lágrimas. Me da miedo experimentar su alegría, porque pienso en lo distinta que será mañana nuestra llegada a Shanghai, lo incómoda que me sentiré.

Ahora Aiyi sonríe alegremente y señala una foto Polaroid de mi padre, que tuvo el acierto de enviar fotografías cuando escribió anunciando nuestro viaje. «Mira qué lista soy», parece dar a entender mientras compara la foto con mi padre. El decía en su carta que la llamaría desde el hotel cuando llegáramos, por lo que es una sorpresa que hayan ido a recibirnos. Me pregunto si mis hermanas estarán en el aeropuerto.

Entonces me acuerdo de la cámara. Quería hacer una foto de mi padre y su tía en el momento de su encuentro. No es demasiado tarde.

– A ver, quietos un momento -les digo, alzando la Polaroid.

El flash destella y en seguida les ofrezco la instantánea. Aiyi y mi padre siguen juntos, cada uno sosteniendo un ángulo de la foto, contemplando cómo empiezan a formarse sus imágenes. Están casi reverentemente silenciosos. Aiyi sólo tiene cinco años más que mi padre, por lo que ronda los setenta y siete, pero parece ancianísima, encogida, una reliquia momificada. Su escaso cabello es de un blanco puro, los dientes estropeados, de color parduzco, y pienso en lo inverosímiles que son los relatos sobre mujeres chinas que parecen eternamente jóvenes.

Ahora Aiyi se dirige a mí en su tono arrullador.

– Jandale, qué grande eres ya.

Me mira de arriba abajo y luego inspecciona su bolsa de plástico rosa -sigo creyendo que contiene los regalos para nosotros- como si se preguntara qué podría darme, ahora que soy tan mayor. Y entonces cierra su mano en mi codo, como con una fuerte pinza, y me da la vuelta. Un hombre y una mujer cincuentones están estrechando la mano de mi padre, sonrientes, exclamando: «¡Ah! ¡Ah!». Son el hijo mayor de Aiyi y su esposa, y a su lado hay otras cuatro personas, más o menos de mi edad, y una niña de unos diez años. Las presentaciones son tan rápidas que sólo me entero de que uno de ellos es el nieto de Aiyi, con su esposa, y la otra es su nieta, acompañada de su marido. La pequeña es Lili, la biznieta de Aiyi.

Aiyi y mi padre hablan el dialecto mandarín de su infancia, pero el resto de la familia sólo habla el cantonés de su pueblo. Entiendo únicamente el mandarín, pero no sé hablarlo muy bien. Así, Aiyi y mi padre chismorrean a sus anchas en mandarín, intercambiando noticias sobre la gente de su antiguo pueblo, y sólo de vez en cuando hacen una pausa para hablamos a los demás, unas veces en cantonés y otras en inglés.

– Oh, ya me lo imaginaba -dice mi padre, volviéndose hacia mí-. Murió el verano pasado.

Ya he comprendido a quién se refiere, aunque no sé nada de esa persona, Li Gong. Me siento como si estuviera en las Naciones Unidas y los traductores se hubieran vuelto locos.

– Hola -le digo a la pequeña-. Me llamo Jing-mei.

Pero la chiquilla se aparta y me vuelve la cara. Sus padres ríen azorados. Intento pensar algunas palabras cantonesas y decírselas, cosas que aprendí de mis amigos en Chinatown, pero sólo se me ocurren tacos, términos para designar las funciones corporales y frases cortas como «sabe bien», «sabe a basura» y «es fea de veras». Entonces concibo otro plan: alzo la Polaroid y llamo a Lili moviendo un dedo. Ella se adelanta en seguida, se pone una mano en la cadera, como una modelo, saca pecho y sonríe enseñándome todos los dientes. En cuanto hago la foto se me acerca y se pone a brincar y reír mientras ve formarse su imagen en la película verdosa.

Cuando llamamos taxis para ir al hotel, Lili me tiene cogida la mano con fuerza y tira de mí.

En el taxi, Aiyi habla por los codos y no me da oportunidad de preguntarle por las cosas que vemos al pasar.

– En tu carta decías que sólo pasaríais aquí un día -le dice Aiyi a mi padre en tono agitado-. ¡Un día! ¿Cómo puedes ver a tu familia en un día? Toishan está a muchas horas de viaje de Guangzhou. Y la idea de llamarnos al llegar… Es una tontería. No tenemos teléfono.

El corazón se me acelera un poco. Me pregunto si tía Lindo les diría a mis hermanas que llamaríamos desde el hotel de Shanghai.

Aiyi sigue riñendo a mi padre.

– Me puse furiosa, pregúntale a mi hijo. ¡Menudo jaleo armé tratando de encontrar una solución! Al final decidimos que lo mejor era tomar el autobús en Toishan y venir a Guangzhou, veros nada más llegar.

Ahora retengo el aliento mientras el taxista esquiva camiones y autobuses, haciendo sonar el claxon constantemente. Parece ser que estamos en un paso superior de autopista, como un puente sobre la ciudad. Veo una hilera tras otra de edificios de viviendas, cuajados de ropa tendida en todos los balcones. Adelantamos a un autobús público, tan atestado de pasajeros que sus caras se aplastan contra las ventanillas. Entonces veo el perfil de lo que debe de ser el centro de Guangzhou. Desde lejos se parece a una gran ciudad de los Estados Unidos, con rascacielos y edificios en construcción por doquier. Cuando el taxista aminora la marcha en la parte más congestionada de la ciudad, veo docenas de tiendecillas con interiores tan oscuros que apenas se distinguen los mostradores y estanterías. Y ahora pasamos ante un edificio sobre cuya fachada se alza un andamio de cañas de bambú, unidas con tiras de plástico. Hombres y mujeres están de pie en las estrechas plataformas, sin cinturones de seguridad ni cascos, y pienso en el magnífico mercado que tendría aquí la empresa OSHA.

Oigo de nuevo la voz aguda de Aiyi.

– Es una lástima que no podáis ver nuestro pueblo y la casa. Mis hijos han tenido mucho éxito vendiendo nuestras verduras en el mercado libre. En los últimos años hemos ganado lo suficiente para construir una casa grande, de tres pisos, toda de ladrillo nuevo, lo bastante amplia para nuestra familia y algunos más. Y cada año las ganancias son mayores. ¡Los americanos no sois los únicos que sabéis haceros ricos!

El taxi se detiene y supongo que hemos llegado, pero al mirar por la ventanilla veo una versión más lujosa del Hyatt Regency.

– ¿Esta es la China comunista? -me pregunto en voz alta. Miro a mi padre y meneo la cabeza-. Sospecho que nos hemos equivocado de hotel.

Me apresuro a sacar mi itinerario, los billetes y las reservas. Di instrucciones a mi agente de viajes para que eligiera un hotel de precio moderado, entre los treinta y los cuarenta dólares. Estoy segura de haberlo hecho. Pero en el itinerario figura el nombre de este establecimiento: Garden Hotel, Huanshi Dong Lu. Pues bien, será mejor que el agente esté dispuesto a pagar la diferencia de su bolsillo. No faltaría más.

El hotel es magnífico. Un botones con uniforme y gorro se acerca de inmediato y empieza a llevar nuestras maletas al vestíbulo. El interior del hotel es una orgía de tiendas y restaurantes encajados en granito y cristal. Más que sentirme impresionada, me preocupa el gasto, así como la idea que Aiyi va a hacerse de nosotros: pensará que los ricos norteamericanos no podemos prescindir de los lujos ni siquiera una noche.

Pero cuando me acerco a la recepción decidida a regatear por el error en la reserva, me confirman que nuestro alojamiento ya está pagado, a treinta y cuatro dólares cada habitación. Me siento avergonzada, mientras que Aiyi y los demás parecen encantados por nuestro entorno provisional. Lili mira con los ojos muy abiertos una tienda llena de vídeo-juegos.

Toda nuestra familia entra en un ascensor; el botones agita la mano y dice que se reunirá con nosotros en el piso dieciocho. En cuanto se cierran las puertas del ascensor, todos guardan silencio, y cuando vuelven a abrirse todos hablan a la vez, con un alivio evidente. Tengo la sensación de que Aiyi y los demás nunca han hecho un recorrido tan largo en ascensor.

Nuestras habitaciones son contiguas e idénticas. Las alfombras, cortinas y colchas son de color gris oscuro con un ligero tinte pardo. Hay un televisor en color con mando a distancia empotrado entre las dos camas gemelas. Las paredes y el suelo del baño son de mármol. Encuentro un bar con un pequeño frigorífico y un surtido de cerveza Heineken, Coca-Cola y Seven-Up, botellines de Johnnie Walker etiqueta roja, ron Bacardi y vodka Smirnoff, paquetes de M amp; M, anacardos tostados con miel y tabletas de chocolate Cadbury. Y una vez más digo en voz alta:

– ¿Esta es la China comunista? Mi padre entra en mi habitación.

– Han decidido que nos quedemos aquí -dice encogiéndose de hombros-. Dicen que será más cómodo y tendremos más tiempo para hablar.

– ¿Y la cena? -le pregunto.

Desde hace días imagino mi primer festín chino auténtico, un gran banquete con una de esas sopas humeantes vertida en medio melón ahuecado, pollo envuelto en arcilla, pato a la pequinesa, toda clase de manjares exóticos.

Mi padre coge la guía del servicio de habitaciones que está junto a una revista Travel amp; Leisure, pasa rápidamente las páginas y señala el menú.

– Esto es lo que quieren -me dice.

Así pues, está decidido. Esta noche cenaremos en nuestras habitaciones, con la familia, a base de hamburguesas, patatas fritas y tarta de manzana à la mode.


Aiyi y su familia curiosean en las tiendas mientras nosotros nos aseamos. El viaje en tren ha sido caluroso y estoy deseosa de ducharme y ponerme ropa limpia.

El champú proporcionado por el hotel tiene la consistencia y el color de la salsa hoisin, y pienso que esto es más apropiado: esto sí que es China. Me froto con la extraña sustancia el cabello húmedo.

De pie bajo la ducha, me doy cuenta de que ésta es la primera vez que estoy sola desde hace muchas horas, e incluso tengo la sensación de que han transcurrido días. Pero en vez de sentirme aliviada, la soledad me pesa. Pienso en lo que dijo mi madre, lo de que mis genes se activarían y me volvería china. Y me pregunto qué quiso decir exactamente.

Cuando murió mi madre, me planteé muchas cosas a las que no podía dar respuesta, forzándome así a aumentar mi aflicción. Era como si quisiera mantener mi pena, asegurarme de que mis sentimientos habían sido lo bastante profundos. Pero ahora me planteo las preguntas sobre todo porque quiero conocer las respuestas. ¿Cómo era aquel relleno a base de carne de cerdo que ella hacía y que tenía la textura del serrín? ¿Cómo se llamaban los tíos que murieron en Shanghai? ¿Qué había soñado durante tantos años acerca de sus otras hijas? Cada vez que se enfadaba conmigo, ¿pensaba realmente en ellas? ¿Deseaba que yo fuese una de ellas? ¿Lamentaba que no lo fuera?


***

A la una de la madrugada me despiertan unos golpes ligeros en la ventana. Me quedé dormida sin darme cuenta y ahora noto que mi cuerpo se despereza. Estoy sentada en el suelo, apoyada en una de las camas gemelas. Lili está tendida a mi lado. Los demás también duermen, tendidos en las camas y el suelo. Aiyi está sentada ante una mesita y parece muy somnolienta. Mi padre mira a través de la ventana y sus dedos tamborilean en el cristal. Antes de que me durmiera, mi padre le hablaba a Aiyi de su vida desde la última vez que la vio, le decía que había ido a la Universidad de Yenching, que luego se colocó en un periódico de Chungking, donde conoció a mi madre, una viuda joven, que luego fueron juntos a Shanghai con el propósito de encontrar la casa de la familia de mi madre, pero que allí no había nada. Finalmente viajaron a Cantón y desde allí a Hong Kong y Haiphong, donde embarcaron hacia San Francisco…

– Suyuan no me dijo que durante todos esos años intentaba encontrar a sus hijas -dice ahora en voz baja-. Naturalmente, no hablábamos nunca de las niñas. Yo suponía que se avergonzaba de haberlas dejado atrás.

– ¿Dónde las dejó? -pregunta Aiyi-. ¿Cómo las encontraron?

Ahora estoy despierta del todo, aunque conozco algunos fragmentos de esta historia que me contaron los amigos de mi madre.

– Ocurrió cuando los japoneses ocuparon Kweilin -dice mi padre.

– ¿Los japoneses en Kweilin? -replica Aiyi-. Eso debe de ser un error. No es posible. Los japoneses nunca ocuparon Kweilin.

– Sí, eso es lo que dijeron los periódicos. Lo sé porque en aquel entonces yo trabajaba para la agencia de noticias, y el Kuomintang nos indicaba a menudo lo que podíamos decir y lo que no. Pero sabíamos que los japoneses habían llegado a la provincia de Kwangsi. Según nuestras fuentes, habían tomado la línea férrea entre Wuchang y Cantón, y avanzaban tierra adentro, con mucha rapidez, hacia la capital provincial.

Aiyi parece asombrada.

– Si la gente no sabía eso, ¿cómo sabía Suyuan que los japoneses se acercaban?

– Se lo advirtió en secreto un oficial del Kuomintang -explica mi padre-. El marido de Suyuan también era oficial y todo el mundo sabía que los oficiales y sus familias serían los primeros ejecutados. Así pues, reunió algunas posesiones y, en plena noche, cogió a sus hijas y huyó a pie. Los bebés aún no tenían un año de edad.

– ¿Cómo pudo abandonar a los bebés! -suspira Aiyi-. Nuestra familia nunca había conocido la fortuna de tener unas gemelas. -Bosteza de nuevo y pregunta-: ¿Cómo se llamaban?

Aguzo el oído. Tenía la intención de dirigirme a ellas llamándolas sencillamente «hermana», pero ahora quiero saber cómo se pronuncian sus nombres.

– Tienen el apellido de su padre, Wang -dice mi padre-, y sus nombres son Chwun Yu y Chwun Hwa.

– ¿Qué significan esos nombres? -le pregunto.

– Oh, sí… -Mi padre traza unos caracteres imaginarios en el cristal de la ventana-. Uno significa «Lluvia de primavera» y el otro «Flor de primavera» -me explica en inglés-, porque nacieron en primavera y, naturalmente, la lluvia viene antes que la flor, en el mismo orden en que nacieron las niñas. Tu madre era muy poética, ¿no crees?

Hago un gesto de asentimiento y veo que Aiyi también mueve la cabeza, pero le cae y se queda en esa posición. Respira profunda y ruidosamente, dormida.

– ¿Y qué significa el nombre de mamá? -susurro.

Mi padre escribe más caracteres invisibles en el cristal.

– Suyuan… Tal como ella lo usaba significa «Deseo largamente acariciado». Es un nombre muy elegante, no tan ordinario como un nombre de flor. Mira este primer ideograma, que significa algo así como «Eternamente nunca olvidada». Pero hay otra manera de escribir «Suyuan», que suena exactamente igual, pero su significado es el contrario. -Su dedo traza otro ideograma-. La primera parte es igual, «nunca olvidada», pero la otra parte que completa la palabra significa «rencor largamente matenido». Tu madre se enfadaba conmigo cuando le decía que debería llamarse Rencor. -Mi padre me mira con los ojos humedecidos-. Ya ves que también yo soy bastante listo, ¿eh?

Asiento, lamentando no encontrar la manera de consolarlo.

– ¿Y mi nombre? -le pregunto-. ¿Qué significa Jing-mei?

– También tu nombre es especial -responde, y me asalta la duda de que exista en chino algún nombre que no sea especial-. Ese jing tiene un sentido de excelente, no sólo bueno, sino algo puro, esencial, de la mejor calidad. Jing es lo bueno que queda cuando quitas las impurezas de algo como el oro, el arroz o la sal, de modo que lo restante… es la esencia pura. En cuanto a Mei es el mei común, como en meimei, «hermana menor».

Pienso en lo que acaba de decirme. El deseo largamente acariciado de mi madre. Yo, la hermana menor a la que mi madre suponía la esencia de las otras. Me nutro de la antigua aflicción, pensando en lo decepcionada que debió de sentirse mi madre. La menuda Aiyi se mueve de repente, levanta la cabeza y la echa atrás, abriendo la boca como para responder a mi pregunta. Gruñe en sueños y se acurruca en la silla.

– Entonces, ¿por qué abandonó a los bebés en la carretera? -Necesito saberlo, porque ahora también yo me siento abandonada.

– Eso mismo me he preguntado yo durante mucho tiempo -responde mi padre-, pero luego leí esa carta de sus hijas que ahora viven en Shanghai, y hablé con tía Lindo y las demás. Y por fin lo supe. No hubo vergüenza alguna en lo que hizo, en absoluto.

– ¿Qué sucedió?

– Cuando tu madre huyó… -empieza a contarme.

– No, dímelo en chino -le interrumpo-. Puedo entenderlo, de veras.

Y él me habla, todavía de pie ante la ventana, contemplando la noche.


***

– Cuando tu madre huyó de Kweilin, caminó durante varios días, tratando de encontrar una carretera principal. Esperaba que la recogiera algún camión o una carreta, para llegar de esa manera a Chungking, donde estaba tu padre en su puesto de servicio.

»Había cosido dinero y joyas en el forro de su vestido, y suponía que sería suficiente para pagar a quienes aceptaran llevarla. Creía que, con suerte, no tendría que desprenderse del pesado brazalete de oro y el anillo de jade, joyas heredadas de su madre, tu abuela.

»Al tercer día de camino, no había hecho ningún trueque. Las carreteras estaban llenas de gente que huía y suplicaba a los camioneros que la llevara. Los camiones pasaban de largo, pues sus conductores temían detenerse.

Tu madre no encontró a nadie que la llevara, y empezó a sufrir dolores de estómago causados por la disentería.

»En dos cabestrillos que había hecho con pañuelos llevaba a los bebés, cuyo peso le lastimaba los hombros. Le salieron ampollas en las palmas, debidas al roce con las asas de cuero de las maletas, y luego las ampollas reventaron y empezaron a sangrar. Al cabo de algún tiempo abandonó las maletas, quedándose sólo con la comida y alguna ropa. Más tarde prescindió también de las bolsas de harina de trigo y arroz y siguió caminando así a lo largo de muchos kilómetros, cantando canciones a las pequeñas, hasta que el dolor y la fiebre la hicieron delirar.

»Finalmente, no pudo dar ni un solo paso más. No tenía fuerzas para seguir acarreando a los bebés, y se dejó caer al suelo. Sabía que moriría a causa de su enfermedad, o quizá de sed o hambre, o a manos de los japoneses, a los que creía muy cerca.

»Sacó a sus hijitas de los cabestrillos y las sentó en el borde de la carretera. Se tendió a su lado y les dijo que eran muy buenas y tranquilas. Ellas le sonreían, tendiendo sus rollizas manitas, deseosas de que volviera a cogerlas. Entonces comprendió que no soportaría verlas morir con ella.

»Vio a una familia con tres niños pequeños que avanzaban por la carretera en un carromato.

»"Llevaos a mis pequeñas, por favor", les imploró. Pero ellos la miraron inexpresivos y siguieron su camino sin detenerse.

»Vio pasar a otra persona y la llamó. Esta vez el hombre se volvió, y tenía una expresión tan terrible, que tu madre se estremeció y desvió la vista. Dijo que parecía la encarnación de la muerte.

»Cuando la carretera volvió a quedar desierta, tu madre desgarró el forro de su vestido y puso las joyas bajo la camisita de un bebé y el dinero bajo la del otro. Sacó del bolsillo las fotos de su familia, la de sus padres, la de ella y su marido el día de la boda, y escribió en el dorso de cada una los nombres de los bebés y el mismo mensaje: "Por favor, cuide de estas niñas con el dinero y las joyas adjuntas. Cuando se pueda viajar sin peligro, si las lleva a Shanghai, 9 Weichang Lu, la agradecida familia le dará una generosa recompensa. Li Suyuan y Wang Fuchi".

»Entonces acarició las mejillas de sus hijas, diciéndoles que no llorasen: iba a caminar un trecho por la carretera en busca de comida y volvería en seguida. Y, sin mirar atrás, echó a andar, tambaleándose y llorando, sólo pensando en esta última esperanza: que alguien de buen corazón encontrara a sus hijas y cuidara de ellas. No se permitía imaginar otra cosa.

»No recordaba cuánto caminó, que dirección siguió, cuándo perdió el sentido ni cómo la encontraron. Cuando despertó, estaba en la caja de un camión traqueteante, entre otros enfermos, todos los cuales gemían. Y ella se echó a gritar, creyendo que ahora viajaba hacia un infierno budista, pero el rostro de una misionera americana se inclinó sobre ella y le sonrió, hablándole cariñosamente en una lengua que ella no comprendía. No obstante, algo pudo entender: la habían salvado, sencillamente, y ahora era demasiado tarde para regresar y salvar a sus bebés.

»Cuando llegó a Chungking, se enteró de que su marido había muerto dos días antes. Más adelante me dijo que se echó a reír cuando los oficiales le dieron la noticia, pues su extravío y su enfermedad la hacían delirar. Llegar tan lejos, perder tanto y no encontrar nada…

»Yo la conocí en el hospital. Estaba tendida en un camastro, apenas capaz de moverse, delgadísima a causa de la disentería. Yo había ido allí para tratarme un pie, del que había perdido un dedo, seccionado por un cascote desprendido. Vi que estaba hablando consigo misma en voz alta.

»"Mira esta ropa", murmuraba, y vi que llevaba puesto un vestido nada habitual en tiempos de guerra, de satén sedoso. Estaba muy sucio, pero no había duda de que era un vestido precioso.

»"Mira qué cara", musitó a continuación, y vi su rostro tiznado, las mejillas hundidas, los ojos brillantes. "¿No ves qué estúpida era tu esperanza? Creía haberlo perdido todo, excepto estas dos cosas", murmuró, "y me preguntaba qué perdería a continuación. ¿Las ropas o la esperanza? ¿La esperanza o las ropas? Pero mira qué ocurre ahora", dijo riendo, como si todas sus oraciones hubieran sido atendidas. Y empezó a arrancarse hebras de cabello tan fácilmente como se arranca el trigo nuevo del suelo húmedo.


– Las encontró una vieja campesina. "¿Cómo podría haberme resistido?", les preguntó más adelante, cuando fueron mayores. Seguían sentadas obedientemente cerca de donde tu madre las había dejado, como pequeñas hadas que aguardaran la llegada de su carroza.

»La mujer, Mei Ching, y su marido, Mei Han, vivían en una cueva. Había centenares de cuevas como aquélla ocultas en Kweilin y sus alrededores, tan secretas que la gente siguió escondida en ellas incluso después del final de la guerra. Los Mei salían de su cueva de vez en cuando en busca de alimentos abandonados en la carretera, y a veces encontraban cosas que era una pena desperdiciar. Así, un día llevaban a su cueva un juego de cuencas de arroz delicadamente pintados, otro día un pequeño taburete con el asiento de terciopelo y dos mantas de matrimonio nuevas. Y una vez encontraron a tus hermanas.

»Eran piadosos musulmanes, creían que los bebés gemelos eran un señal de doble suerte, y se cercioraron de ello cuando, aquella noche, descubrieron lo valiosas que eran las pequeñas. Ella y su marido nunca habían visto unos brazaletes semejantes, y aunque admiraron las fotos y comprendieron que los bebés procedían de una buena familia, no sabían leer ni escribir. Pasaron muchos meses antes de que Mei Chung encontrara a alguien capaz de leer el mensaje escrito en el dorso de las fotografías, y por entonces quería a las pequeñas como si fuesen sus propias hijas.

»El marido, Mei Han, murió en 1952. Las gemelas ya tenían ocho años, y Mei Ching decidió que era hora de encontrar a su verdadera familia. Mostró a las niñas la foto de su madre y les dijo que habían nacido en el seno de una familia importante y que las llevaría a ver a su madre y sus abuelos auténticos. Les habló de la recompensa, pero juró que la rechazaría. Quería tanto a las pequeñas que su único deseo era conseguirles aquello a lo que tenían derecho, una vida mejor, una buena casa y educación adecuada. Tal vez la familia le permitiría quedarse como ama de las niñas. Sí, estaba segura de que insistirían en ello.

»Por supuesto, cuando se presentó en el número 9 de Weichang Lu, en la antigua Concesión Francesa, encontró algo muy distinto a lo que esperaba. Allí se levantaba una fábrica recién construida y ninguno de los trabajadores sabía qué había sido de la familia cuya casa ardió en aquel lugar.

»Desde luego, Mei Ching no podía saber que tu madre y yo, su nuevo marido, ya habíamos ido al mismo lugar en 1945, con la esperanza de encontrar a la familia y las hijas.

»Tu madre y yo permanecimos en China hasta 1947. Fuimos a muchas ciudades, regresamos a Kweilin, pasamos por Changsha y nos adentramos en el sur, llegando hasta Kunming. Ella siempre miraba por el rabillo del ojo, primero buscando bebés y más adelante niñas pequeñas. Luego fuimos a Hong Kong, y cuando por fin partimos hacia Estados Unidos, en 1949, me pareció que incluso buscaba a sus hijas en el barco. Pero tras nuestra llegada no volvió a hablar de ellas, y pensé que por fin habían muerto en su corazón.

»Cuando fue posible el intercambio postal entre China y Estados Unidos, escribió en seguida a unos viejos amigos de Shanghai y Kweilin. No me informó que lo había hecho, y lo supe por tía Lindo. Sin embargo, por aquel entonces habían cambiado los nombres de todas las calles, algunas de aquellas personas estaban muertas y otras se habían mudado, por lo que pasaron muchos años hasta que logró encontrar un contacto, y cuando por fin obtuvo la dirección de una compañera de escuela y le escribió pidiéndole que buscara a sus hijas, la amiga le respondió diciéndole que era tan imposible como buscar una aguja en el fondo del océano. ¿Cómo sabía que sus hijas estaban en Shanghai y no en algún otro lugar de China? Naturalmente, la amiga no le preguntó cómo sabía que sus hijas estaban vivas.

»Así pues, su compañera de escuela no buscó a tus hermanas. Había que tener una imaginación enfermiza para buscar criaturas perdidas durante la guerra, y ella no tenía tiempo para eso.

»Pero cada año tu madre escribía a distintas personas, y el último año creo que concibió la gran idea de ir a China y buscar ella misma a tus hermanas. Recuerdo que me dijo: "Deberíamos ir antes de que sea demasiado tarde, Canning, antes de que nos hagamos demasiado viejos". Y yo le repliqué que ya éramos demasiado viejos y era demasiado tarde.

»¡Pensé que quería ir de turismo! Desconocía su intención de ir en busca de sus hijas. Por eso cuando dije que era demasiado tarde, debí de hacerle concebir la idea terrible de que las chicas podrían haber muerto. Y creo que esa posibilidad fue creciendo más y más en su cabeza, hasta que acabó con ella.

»Tal vez fue el espíritu de tu madre muerta lo que guió a su compañera de escuela de Shanghai a encontrar a sus hijas, porque después de su muerte, la antigua amiga vio a tus hermanas por casualidad, cuando compraba zapatos en el Almacén Número Uno de la calle Nanjing Dong. Dijo que fue como un sueño ver a aquellas dos mujeres tan iguales, que subían juntas las escaleras. Había algo en la expresión de sus caras que evocó en aquella señora a tu madre.

»Se acercó a ellas y las llamó por sus nombres, que ellas, claro está, no reconocieron al principio, porque Mei Ching se los había cambiado. Pero la amiga de tu madre estaba tan segura que insistió. "¿No sois Wang Chwun Yu y Wang Chwun Hwa?", les preguntó.

»Y entonces las gemelas se excitaron mucho, pues recordaron los nombres escritos en el dorso de una vieja foto, la de un hombre y una mujer jóvenes a los que todavía honraban como sus primeros padres queridos, que murieron y se transformaron en espíritus que vagaban por la tierra buscándolas.


***

En el aeropuerto estoy agotada. Anoche no pude dormir. Aiyi me siguió a mi dormitorio a las tres de la madrugada y se quedó dormida al instante en una de las camas gemelas, roncando como un leñador. Permanecí despierta pensando en mi madre, consciente de lo poco que he sabido de ella, apesadumbrada porque mis hermanas y yo la hemos perdido.

Y ahora, en el aeropuerto, tras estrecharle la mano a todos y despedirme de ellos, pienso en las diferentes formas en que nos separamos de la gente en este mundo. Saludando alegremente a unos en las terminales, sabedores de que nunca volveremos a vemos. Dejando a otros en la cuneta de la carretera con la confianza de un futuro reencuentro. Descubriendo a mi madre en el relato de mi padre y despidiéndome de ella sin tener la oportunidad de conocerla mejor.

Aiyi me sonríe mientras esperamos que nos avisen para embarcar. ¡Qué anciana es! Deslizo un brazo sobre sus hombros mientras rodeo a Lili con el otro. Casi parecen las dos del mismo tamaño. Llega la hora de partir. Cuando nos decimos adiós una vez más, tengo la sensación de que voy de un funeral a otro. De mi mano penden dos billetes para Shanghai. En un par de horas estaremos allí.

El avión despega. Cierro los ojos. ¿Cómo podré hablarles de mi madre en mi chino deplorable? ¿Por dónde empezaré?


– Despierta, hemos llegado -me dice mi padre.

Al despertarme siento el pulso desbocado en mi garganta. Miro a través de la ventanilla y veo que el avión ya rueda por la pista de aterrizaje. El ambiente exterior es gris.

Y ahora bajo por la escalerilla de la terminal, recorro un trecho alquitranado y entro en la terminal. Ojalá, me digo, ojalá ella hubiera vivido lo suficiente para ser quien va al encuentro de mis hermanas. Estoy tan nerviosa que ni siquiera siento mis pies. Me muevo sin saber cómo.

– ¡Ahí está! -grita alguien.

Y entonces la veo. El cabello corto, el cuerpo menudo y esa misma expresión en el rostro. Se aprieta la boca con el dorso de la mano. Está llorando, como si hubiera vivido una terrible experiencia cuyo final la hiciera feliz.

No, no es como mi madre, pero tiene la misma expresión que ella cuando yo contaba cinco años y una tarde desaparecí durante tanto tiempo que se convenció de que había muerto. Cuando aparecí milagrosamente, con los ojos somnolientos, saliendo de debajo de mi cama, lloró y rió y se mordió el dorso de la mano para asegurarse de que era cierto.

Ahora la veo de nuevo, las veo a las dos agitando las manos y mostrando una foto, la Polaroid que les envié. En cuanto entro en la terminal, corro a su encuentro, ellas vienen hacia mí y nos abrazamos, los titubeos y las expectativas olvidados por completo.

– Mamá, mamá -murmuramos, como si ella estuviera entre nosotras.

Mis hermanas me miran con orgullo.

– Meimei jandale -le dice una a la otra-. La hermana pequeña se ha hecho mayor.

Vuelvo a mirarles el rostro y no distingo ningún rasgo de mi madre. Sin embargo, siguen pareciéndome familiares. Y me doy cuenta de cuál es mi parte china. Es algo tan evidente… algo que está en la familia, en la sangre, algo que por fin puedo liberar.


Mis hermanas y yo estamos abrazadas, riéndonos y enjugándonos mutuamente las lágrimas. Mi padre dispara la Polaroid y nos ofrece la instantánea. Mis hermanas y yo contemplamos el papel en silencio, ansiosas por ver lo que aparece.

La superficie gris verdosa se troca en los brillantes colores de nuestras tres imágenes, nítidos e intensos, tras unos pocos segundos. Y aunque no hablamos, sé lo que vemos las tres: juntas nos parecemos a nuestra madre. Sus mismos ojos, su misma boca, abierta por la sorpresa de ver al fin hecho realidad su sueño largamente acariciado.


***

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