LENA ST. CLAIR

Marido y arroz

Siempre he creído que mi madre tiene la misteriosa capacidad de ver ciertas cosas antes de que sucedan. Ella explica lo que sabe con un proverbio chino. Chunwang chihan: si los labios desaparecen, los dientes tendrán frío, cuyo significado, supongo, es que una cosa siempre es resultado de otra.

Pero mi madre no predice cuándo se producirá un terremoto o cuál será el comportamiento del mercado de valores. Sólo ve cosas malas que afectan a nuestra familia, y sabe cuáles son sus causas. Ahora se lamenta de no haber hecho nunca nada para impedidas.

Cierta vez, cuando yo era todavía pequeña y vivíamos en San Francisco, observó que la cuesta donde se alzaba nuestra casa era demasiado empinada y dijo que el bebé que aún llevaba en su seno caería por allí y moriría. Y así ocurrió.

Cuando frente a nuestra sucursal bancaria abrieron una tienda de material de fontanería y artículos para cuartos de baño, madre aseguró que todo el dinero del banco se iría pronto por el desagüe, y al cabo de un mes detuvieron a un directivo del banco por desfalco.

Poco después de que falleciera mi padre, el año pasado, mi madre afirmó que lo había presentido, porque un filodendro que le regaló mi padre se había marchitado y muerto, a pesar de ella lo había regado con regularidad. Dijo que la misma planta había dañado sus raíces y era imposible que llegara el agua. El informe de la autopsia que recibió más tarde decía que mi padre tenía bloqueadas las arterias en un noventa por ciento antes de sufrir el ataque cardíaco que acabó con su vida a los setenta y cuatro años. Mi padre no era chino, como mi madre, sino norteamericano de origen angloirlandés, y cada mañana disfrutaba con sus cinco tiras de bacon y tres huevos fritos por un solo lado.

Recuerdo esta habilidad de mi madre porque ahora nos visita en la casa que mi marido y yo acabamos de comprar en Woodside, y me pregunto qué verá.


Harold y yo fuimos afortunados al encontrar esta casa, que está cerca de la colina donde la Carretera 9 alcanza su punto más alto, y desde ahí se llega por tres bifurcaciones, a izquierda-derecha-izquierda, de caminos sin asfaltar ni señalizar, esto último porque los vecinos siempre arrancan los letreros indicadores para dificultar la llegada de vendedores, urbanizadores e inspectores municipales. Estamos a sólo tres cuartos de hora del piso de mi madre en San Francisco, pero el recorrido se convirtió en un penoso trayecto de una hora con mi madre en el coche. Tras entrar en la serpenteante carretera de dos carriles en dirección a la cima, mi madre tocó suavemente el hombro de Harold y le dijo en voz baja:

– Ai, un neumático chirría. -Y poco después añadió-: Gastáis demasiado el coche.

Harold sonrió y aminoró la marcha, pero vi que apretaba el volante del Jaguar, mientras miraba nerviosamente por el espejo retrovisor la hilera de automóviles impacientes que crecía de un minuto a otro. En el fondo me alegraba de su incomodidad, porque él siempre seguía demasiado de cerca a los Buick conducidos por ancianas, haciendo sonar el claxon y acelerando el motor, como si fuese a embestirlas a menos que se hicieran a un lado.

Al mismo tiempo me sentía irritada conmigo misma por mi mezquindad, por pensar que Harold se merecía aquel tormento, pero no podía evitarlo. Estaba furiosa con él, mientras que yo le exasperaba. Aquella mañana, antes de que recogiéramos a mi madre, me había dicho:

– Deberías pagar tú los exterminadores, porque Mirugai es tu gato y, por lo tanto, las pulgas son tuyas. Es lo justo.

Ninguno de nuestros amigos podría creer que nos peleábamos por algo tan estúpido como las pulgas del gato, pero tampoco creerían jamás que nuestros problemas son mucho más profundos de lo que haría pensar esa minucia, tan profundos que ni siquiera sé dónde está el fondo.

Y ahora que mi madre está aquí -va a quedarse una semana, o hasta que hayan terminado de colocar la nueva instalación eléctrica en su edificio de San Francisco- tenemos que fingir que no ocurre nada preocupante entre nosotros.

Entretanto nos pregunta una y otra vez por qué hemos pagado tanto dinero por un granero restaurado y una piscina forrada de moho, todo rodeado por cuatro acres de terreno, dos de los cuales están llenos de secoyas y zumaque venenoso. En realidad no pregunta, sino que se limita a decir: «Aii, tanto dinero, tanto…», mientras le mostramos las distintas partes de la casa y el terreno. Y sus lamentos siempre mueven a Harold a explicarle las cosas con sencillez: «Bueno, verás, lo que resulta tan caro son los detalles, como este suelo de madera, por ejemplo, blanqueado a mano. Y las paredes, con ese efecto de mármol, que se ha conseguido también a mano, con una esponja. Realmente vale la pena». Y mi madre asiente: «El blanqueo y las esponjas cuestan tanto…»

Durante el breve recorrido por la casa ya ha encontrado defectos. Dice que la inclinación del suelo la hace sentirse como si corriera hacia abajo», cree que la habitación para huéspedes en la que va a alojarse, y que es en realidad un antiguo henil al que se le ha puesto un tejado inclinado, está desequilibrado, ve arañas en los rincones altos e incluso pulgas saltando en el aire, como salpicaduras de aceite caliente. Mi madre sabe que, a pesar de los lujosos detalles tan caros, esta casa sigue siendo un granero. Ella se da cuenta de todo esto, y me enoja que sólo se fije en lo negativo, pero cuando miro a mi alrededor, veo que todo lo que ha dicho es cierto, lo cual me convence de que también percibe lo que ocurre entre Harold y yo, sabe lo que va a sucedernos, porque recuerdo otra cosa que vio cuando yo tenía ocho años.

Un día mi madre miró el interior de mi cuenco de arroz y me dijo que me casaría con un mal hombre.


Después de aquella cena, hace tantos años, me dijo:

– Aii, Lena, tu futuro marido tendrá una marca de viruela por cada grano de arroz que dejes. -Dejó el cuenco sobre la mesa y añadió-: Una vez conocí a un hombre picado de viruelas, un hombre ruin, un mal hombre.

Pensé en un vecino despreciable que tenía hoyos en las mejillas, y era cierto, aquellas marcas tenían el tamaño de los granos de arroz. Era un chico de unos doce años que se llamaba Arnold.

Cada vez que pasaba ante su casa, cuando volvía a la mía al salir de la escuela, Arnold me disparaba gomas elásticas a las piernas, y una vez atropelló a mi muñeca con su bicicleta y le aplastó las piernas por debajo de las rodillas. Yo no quería que aquel muchacho cruel fuese mi futuro marido, así que cogí el cuenco de arroz frío y rebañé hasta el último grano. Luego sonreí a mi madre, confiada en que mi futuro marido no sería Arnold sino otro cuyo rostro tendría la suavidad de mi cuenco de porcelana, ahora limpio. Pero mi madre suspiró.

– Ayer tampoco terminaste el arroz -observó.

Pensé en aquellos bocados de arroz sin terminar, en los granos pegados al cuenco el día anterior y los demás días, y mi corazón de ocho años se encogió más y más, aterrorizado por la creciente posibilidad de que el ruin Arnold estuviera destinado a ser mi marido y que, debido a mis malos hábitos alimenticios, aquel rostro horrible acabara pareciendo a la luna llena de cráteres.

Esto no debería haber sido más que un curioso incidente de mi infancia, pero es un recuerdo que acude de vez en cuando a mi mente con una mezcla de náusea y remordimiento. El odio que me inspiraba Arnold había crecido hasta tal punto que finalmente encontré la manera de hacerle morir. Dejé que una cosa se derivara de otra. Desde luego, en conjunto podría tratarse de una serie de coincidencias vagamentes relacionadas y, tanto si así fue en realidad como si no, sé que la intención estaba presente, porque cuando quiero que algo suceda o deje de suceder, empiezo a considerar que todos los acontecimientos son pertinentes, una oportunidad que he de aprovechar o evitar.

Encontré la oportunidad. La misma semana que mi madre me habló del cuenco de arroz y de mi futuro marido, vi una película asombrosa en la escuela dominical. Recuerdo que la maestra había disminuido la iluminación hasta que sólo podíamos ver nuestras siluetas. Entonces, situándose al frente de la sala llena de inquietos y bien alimentados niños chinos nacidos en Estados Unidos, nos dijo:

– Esta película os mostrará por qué debéis dar diezmos a Dios, para que se haga su obra. Quiero que penséis en cinco centavos de golosinas, o la cantidad que gastéis cada semana en caramelos, galletas, dulces… y comparéis eso con lo que ahora vais a ver. Y pensad también en cuáles son vuestras verdaderas bendiciones en la vida.

Entonces puso en marcha el ruidoso proyector. En la película aparecían misioneros en África y la India. Aquellas buenas gentes trabajaban con personas cuyas piernas estaban hinchadas hasta tal punto que parecían troncos de árboles, cuyos miembros entumecidos estaban tan retorcidos como enredaderas en la jungla. Pero la afección más terrible de aquellos hombres y mujeres era la lepra. Sus rostros estaban cubiertos por toda clase de horrores imaginables: hoyos y pústulas, grietas, protuberancias y fisuras que sin duda habían estallado con la misma vehemencia que unos caracoles retorciéndose en un lecho de sal. Si mi madre hubiera estado en la sala habría dicho que aquella pobre gente era víctima de futuros maridos y esposas que se habían negado a comer fuentes enteras de alimentos.

Tras ver esta película hice una cosa terrible. Vi lo que debería hacer para no tener que casarme con Arnold. Empecé a dejar más arroz en mi cuenco y luego amplié mi prodigalidad más allá de la comida china. N o terminaba la tarta de maíz a la crema, el brócoli, las galletas crujientes de arroz o los bocadillos de mantequilla de cacahuete, y una vez, al morder una barra de caramelo y ver sus protuberancias, sus puntos oscuros y secretos, su viscosa cremosidad, también la sacrifiqué.

Me dije que probablemente no le sucedería nada a Arnold, que quizá no cogería la lepra, no iría a África y no moriría, y esto, de alguna manera, contrapesaba la sombría posibilidad de que le ocurriera.

No murió en seguida. Transcurrieron cinco años, a cuyo término yo había adelgazado muchísimo. No dejé de comer por Arnold, del que me había olvidado, sino para seguir la moda y ser tan anoréxica como las demás chicas de trece años que hacían régimen y descubrían otras maneras de vivir una adolescencia sufriente.

Un día estaba sentada a la mesa, esperando que mi madre terminara de envolver el almuerzo que yo siempre tiraba nada más doblar la esquina. Mi padre tomaba su desayuno, comiendo con los dedos: con una mano remojaba los extremos de las tiras de bacon en las yemas de huevo, mientras con la otra sujetaba el periódico.

– Dios mío, escucha esto -me dijo, todavía mojando el bacon.

Entonces me anunció que Arnold Reisman, un muchacho que vivía en nuestro barrio de Oakland, había fallecido a causa de complicaciones tras contraer el sarampión. Acababan de aceptarle en la universidad estatal de Hayward y tenía intención de estudiar podología.

– «Al principio la dolencia causó la perplejidad de los médicos, quienes informan que es muy infrecuente y en general ataca a niños y adolescentes entre diez y veinte años, meses o años después de haber contraído el virus. Según la madre del muchacho, éste ya padeció un sarampión ordinario a los doce años. En esta segunda ocasión, los trastornos empezaron a manifestarse como problemas de coordinación motora y letargo mental, que fueron en aumento hasta que entró en coma. El joven, de diecisiete años, no recobró la conciencia.» -Mi padre dejó de leer y me preguntó-: ¿No conocías a ese chico?

No le respondí, y mi madre comentó, mirándome:

– Ha sido una lástima, una verdadera lástima.

Pensé que podía leer en mi interior y sabía que yo era la causante de la muerte de Arnold. Estaba aterrada.

Aquella noche me di un atracón en mi cuarto. Había cogido del frigorífico un envase de litro de helado de fresa y tomé una cucharada tras otra, forzándome hasta no dejar nada. Más tarde, y durante varias horas, me acurruqué en el rellano de la salida de emergencia, fuera de mi dormitorio, vomitando en el envase vacío del helado, y recuerdo que me pregunté por qué comer algo bueno podía provocarme una sensación tan mala, mientras que vomitar algo terrible podía hacerme sentir tan bien.


La idea de que yo pudiera haber causado la muerte de Arnold no es tan ridícula. Tal vez estaba verdaderamente destinado a ser mi marido, porque, incluso hoy, me intriga que en el mundo, con su caos enorme, puedan darse tantas coincidencias, tantas similitudes y antagonismos exactos. ¿Por qué eligió Arnold para torturarme con sus gomas elásticas? ¿Cómo es posible que contrajera el sarampión el mismo año que yo empecé a odiarle de un modo consciente? ¿Y por qué pensé en Arnold en primer lugar -cuando mi madre miraba mi cuenco de arroz- y luego llegué a odiarle tanto? ¿Acaso el odio no es un simple resultado del amor herido?

E incluso cuando por fin puedo rechazar todo esto por ridículo, sigo pensando que de algún modo, en general, nos merecemos lo que obtenemos. Yo no obtuve a Arnold, sino a Harold.


Harold y yo trabajamos en la misma firma de arquitectura, Livotny y Asociados, sólo que Harold Livotny es un accionista y yo soy una asociada. Nos conocimos hace ocho años, antes de que él fundara Livotny y Asociados. Yo tenía veintiocho y era auxiliar de proyectos. El contaba entonces treinta y cuatro. Ambos trabajábamos en la sección de diseño y construcción de restaurantes de Harned Kelley y Davis.

Empezamos a almorzar juntos para hablar de los proyectos, y siempre pagábamos la cuenta a medias, aunque yo no solía comer más que una ensalada, porque tiendo a ganar peso con facilidad. Más adelante, cuando empezamos a reunimos en secreto para cenar, seguíamos dividiendo la cuenta. Y continuamos así, partiéndolo todo por la mitad. Yo incluso fomentaba ese sistema y a veces insistía en pagar el total: comida, bebida y propina. La verdad es que no me molestaba.

– Eres extraordinaria, Lena -me dijo Harold al cabo de seis meses de cenas, cinco de hacer el amor después de haber comido y una semana de tímidas y bobas confesiones amorosas.

Estábamos en la cama, entre unas sábanas nuevas de color púrpura que le había comprado. Sus viejas sábanas blancas estaban manchadas en lugares reveladores, lo cual no era muy romántico.

Me rozó el cuello con los labios y susurró:

– Creo que no he conocido jamás a otra mujer que sea al mismo tiempo tan…

Recuerdo que sentí una punzada de temor al oír las palabras «otra mujer», porque podía imaginar docenas, centenares de adoradoras ansiosas de pagarle a Harold el desayuno, el almuerzo y la cena para experimentar el placer de su aliento en la piel.

Entonces me mordisqueó el cuello y me dijo precipitadamente:

– Ni ninguna tan suave, tan dulce, tan adorable como tú,

Sentí un deliquio, sorprendida por esta última revelación de amor, extrañada de que una persona tan notable como Harold pudiera considerarme extraordinaria.

Ahora que estoy airada con Harold, me resulta difícil recordar qué era tan notable en él. Sé que tenía buenas cualidades, porque de lo contrario no habría sido tan estúpida de enamorarme y casarme con él. Todo lo que puedo recordar es que me sentía muy afortunada y, en consecuencia, me preocupaba que esa buena suerte desapareciera algún día.

Cuando fantaseaba sobre la posibilidad de vivir con él, también experimentaba los temores más profundos: me diría que olía mal, que tenía unos hábitos terribles en el baño, que mis gustos en música y televisión eran atroces. Me preocupaba que algún día Harold tuviera que graduarse la vista y, al ponerse las gafas nuevas, me mirase y dijera: «¿Qué es esto? No eres la chica que creía que eras, ¿verdad?».

Creo que esa sensación de temor nunca me abandonó, el temor a que un día me viera tal como soy, me recriminara por ser una farsante. Pero hace poco, una amiga mía, Rose, sometida ahora a terapia porque su matrimonio ya se ha deshecho, me dijo que esa clase de pensamientos son corrientes en mujeres como nosotras.

– Al principio pensaba que se debía a que me habían educado en la humildad china -me dijo Rose-, o tal vez a que, el hecho de ser china, tienes que aceptarlo todo, fluir con el Tao sin producir ninguna ola. Pero mi terapeuta me preguntó por qué culpaba a mi cultura, mi raza. Y recordé un artículo que leí sobre los nacidos en la posguerra. Decía que somos una generación que espera lo mejor y, cuando lo conseguimos, nos preocupamos pensando que tal vez deberíamos haber esperado más, porque, después de cierta edad, todos los réditos disminuyen.

Tras la charla con Rase, me reconcilié conmigo misma y pensé que, desde luego, Harold y yo somos iguales en muchos aspectos. El no es exactamente agraciado en el sentido clásico, aunque tiene la piel blanca y es sin duda atractivo, con su aspecto de intelectual delgado y nervioso. En cuanto a mí, puede que no sea una belleza deslumbrante, pero muchas mujeres en mi clase de aerobics me dicen que tengo un «exotismo» fuera de lo corriente y envidian mis pechos que no cuelgan, ahora que están de moda los senos pequeños. Además, uno de mis clientes dice que tengo una vitalidad y exuberancia increíbles.

Así pues, creo que me merezco a un hombre como Harold, y lo digo en el buen sentido, no como un karma negativo. Somos iguales. También yo soy inteligente, tengo sentido común y un grado elevado de intuición. Fui yo quien le dijo a Harold que tenía las cualidades necesarias para fundar su propio negocio.

Cuando todavía trabajábamos en Harned Kelley y Davis, le dije:

– Harold, esta empresa sabe qué chollo tiene contigo. Eres la gallina de los huevos de oro. Si hoy mismo crearas tu propia empresa, te llevarías más de la mitad de los clientes de restaurantes.

– ¿La mitad? -replicó él, riendo-. Vaya, eso sí que es amor.

– ¡Más de la mitad! -exclamé, riendo con él-. Eres un gran profesional, el mejor que hay en el ramo. Lo sabes tan bien como yo, y también lo saben muchos promotores de restaurantes.

Aquella noche decidió «ir a por ello», como decía él, usando una expresión que he detestado personalmente desde que un banco en el que trabajaba adoptó el eslogan para el certamen de productividad de sus empleados.

Aun así, le dije a Harold:

– También yo quiero ayudarte a ir por ello, Harold. Quiero decir que vas a necesitar dinero para iniciar el negocio.

El no quiso ni oír hablar del asunto. No aceptaría mi dinero como un favor ni como un préstamo ni una inversión y ni siquiera como un pago a cuenta por mi asociación. Dijo que valoraba demasiado nuestra relación y no quería contaminada con dinero.

– No quiero una limosna, como tampoco tú la querrías -me explicó-. Mientras los asuntos económicos estén separados, siempre estaremos seguros de nuestro amor.

Yo quería protestar, decide: «¡No! No soy realmente así con respecto al dinero, tal como lo hemos hecho hasta ahora va en contra de mi forma de ser. La verdad es que me gusta darlo generosamente. Quiero…». Pero no supe por donde empezar. Quería preguntarle quién, qué mujer, le había herido de esa manera, hasta el extremo de llevad e a temer la aceptación del amor en todas sus formas maravillosas. Pero entonces le oí decir lo que había esperado oír durante mucho tiempo.

– La verdad es que podrías ayudarme si vinieras a vivir conmigo. Quiero decir que de ese modo podría usar los quinientos dólares de alquiler que me pagarías…

– Es una magnífica idea -le dije de inmediato, sabiendo lo azorado que se sentía por tener que pedírmelo de ese modo.

Me sentía tan feliz que no me importó que el alquiler de mi estudio sólo fuese realmente de cuatrocientos treinta y cinco dólares. Además, la casa de Harold era mucho más bonita, un piso de dos dormitorios con una vista de la bahía que abarcaba doscientos cuarenta grados, y valía la diferencia, al margen de la persona con la que compartiera la vivienda.

Así pues, aquel mismo año Harold y yo abandonamos Harned Kelley y Davis; él fundó Livotny y Asociados, y yo fui a trabajar allí como coordinadora de proyectos. No se llevó la mitad de los clientes de restaurantes que tenía Harned Kelley y Davis. De hecho, la empresa amenazó con demandarle si les quitaba un solo cliente durante el próximo año. Por las noches, cuando cedía al abatimiento, yo le daba charlas alentadoras, le decía que debería hacer un diseño temático de restaurantes más vanguardista, para diferenciarse de las demás empresas.

– ¿Quién necesita otro bar y grill de latón y madera de roble? -le decía-. ¿Quién quiere otro local especializado en pastas con una reluciente decoración italiana moderna? ¿A cuántos sitios puedes ir que tienen coches de policía saliendo de las paredes? Esta ciudad está anegada de restaurantes que sólo son repeticiones de los mismos viejos temas. Puedes encontrar un espacio propio. Haz algo diferente cada vez. Ponte en contacto con los inversores de Hong Kong que están deseosos de volcar unos cuantos dólares en el ingenio americano.

El me miraba apasionado y sonriente, con aquella sonrisa que decía: «Me encanta que seas tan ingenua». Y yo adoraba que me mirase de ese modo.

Así, le transmitía entrecortadamente mi amor.

– Tú… podrías crear nuevos temas para los restaurantes… un un… ¡un hogar en la pradera, por ejemplo la comida casera preparada por mamá, la mamá ante la cocina económica, con un delantal de algodón, y camareras que serían como mamá y se inclinarían para decirte que te acabes la sopa.

»Y quizá… quizá podrías crear un restaurante con menús literarios alimentos sacados de la ficción… bocadillos de las novelas de misterio de Lawrence Sanders, postres de Se acabó el pastel, de Nora Ephron… y algo más con un tema mágico o chistes o payasadas o…

Harold me escuchaba en serio, tomaba esas ideas y las aplicaba de una manera educada y metódica, El llevaba las ideas a la práctica, pero seguían siendo mías.

Y hoy Livotny y Asociados es una empresa en expansión, con doce empleados en plantilla, especializada en el diseño temático de restaurantes, lo que todavía me gusta llamar «restauración temática». Harold es el promotor de la idea, el arquitecto jefe, el diseñador, la persona que efectúa la presentación final de venta a un nuevo cliente. Yo trabajo a las órdenes del diseñador de interiores porque, como Harold explica, a los demás empleados no les parecería justo que me promocionara sólo porque ahora estamos casados… Lo hicimos hace cinco años, dos después de la fundación de Livotny y Asociados. Aunque cumplo muy bien con mi cometido, nunca me he adiestrado formalmente en este campo. Cuando me especializaba en estudios asiáticoamericanos, sólo seguí un curso que tenía relación con mi trabajo actual, diseño de decorados teatrales, para una producción universitaria de Madama Butterfly.

En Livotny y Asociados me encargo de facilitar los elementos temáticos. Para un restaurante llamado El Cuento del Pescador, uno de mis mejores hallazgos fue un bote de madera amarilla barnizada, con el nombre Overbored estarcido, y se me ocurrió que los menús deberían colgar de cañas de pescar en miniatura y que las servilletas tendrían estampadas reglas para conversión de pulgadas a pies y a centímetros. Para una tienda especializada en manjares árabes llamada Tray Sheik, fui yo quien pensó en que debería producir el efecto de un típico bazar oriental y puse cobras de imitación descansando sobre falsos cantos rodados de Hollywood.

Me gusta mi trabajo cuando no pienso demasiado en él, pero cuando pienso en mi paga, en lo mucho que trabajo y en lo justo que es Harold con todo el mundo excepto conmigo, me siento disgustada.

Somos, pues, iguales, excepto en que Harold gana unas siete veces que yo. El no lo ignora, puesto que cada mes firma el cheque de mi paga, que luego deposito en mi cuenta independiente.

Últimamente, sin embargo, eso de la igualdad empezó a molestarme. Ya hacía tiempo que algo me rondaba la cabeza, pero no sabía con exactitud qué era. Me sentía inquieta sin un motivo determinado, hasta que hace una semana todo se aclaró. Yo estaba recogiendo los platos del desayuno y Harold calentaba el coche para que pudiéramos ir a trabajar. Vi el periódico abierto sobre el mostrador de la cocina, las gafas de Harold encima, su taza de café favorita, con el asa desportillada, y, por alguna razón, al ver todos estos pequeños signos domésticos de familiaridad, nuestro ritual cotidiano, me sentí desfallecer, pero era como si viera a Harold la primera vez que hicimos el amor, aquella sensación de absoluta entrega a él, con abandono, sin que me importara lo que recibía a cambio.

Cuando subí al coche, seguía bajo el influjo de esa sensación. Toqué su mano y le dije: «Te quiero, Harold», y él miró por el retrovisor, mientras hacía retroceder el vehículo, y dijo a su vez: «Yo también te quiero. ¿Has cerrado la puerta con llave?. Entonces empecé a pensar que esa clase de relación era insuficiente.


Harold hace tintinear las llaves del coche y dice:

– Voy a comprar comida para la cena. ¿Te parece bien filetes? ¿Quieres algo especial?

– Se nos ha terminado el arroz -respondo, señalando discretamente con la cabeza a mi madre, que me da la espalda, mirando, a través de la ventana, la espaldera cubierta de buganvillas.

Harold sale de casa y poco después oigo el ruido sordo del motor y luego el crujido de la grava bajo los neumáticos del coche.

Mi madre y yo nos quedamos a solas. Empiezo a regar las plantas. Ella está de puntillas, mirando una lista adherida a la puerta del frigorífico.

La lista dice «Lena» y «Harold», y bajo cada uno de los nombres figuran las cosas que hemos comprado y lo que cuestan:


Lena Harold

Pollo, verdura, pan, Material para garaje: 25,35

brócoli, champú, Material para baño: 5,41

cerveza: 19,63 Material para coche: 6,57

María (limpieza + propina): 65 Accesorios eléctricos: 87,26

Grava para sendero: 19,99

(ver lista de compras): 55,15 Gasolina: 22

petunia tierra: 14,11 Revisión escape coche: 35

revelado de fotos: 13,83 Cine y cena: 65

Helado: 4,50


Tal como van las cosas esta semana, el gasto de Harold supera los cien dólares más que yo, por lo que le deberé unos cincuenta de mi bolsillo.

– ¿Qué son estos apuntes? -me pregunta mi madre en chino.

– Nada importante -le digo con la mayor naturalidad posible-. Sólo cosas que compartimos.

Ella me mira y frunce el ceño, pero no dice nada. Vuelve a leer la lista, esta vez más detenidamente, deslizando un dedo sobre los artículos, y me siento azorada, pues sé lo que ve. Me alegra que no vea la otra mitad del asunto, las discusiones. Después de innumerables charlas, Harold y yo llegamos un entendimiento para no incluir cosas como «máscara», «loción para el afeitado», «fijador de cabello», «cuchillas Bic», «tampones» o «polvos para el pie de atleta».

Cuando nos casamos en el ayuntamiento, él insistió en pagar el importe, Logré que mi amigo Robert nos hiciera las fotos. Celebramos una fiesta en nuestro piso y todo el mundo trajo champaña. Cuando compramos la casa, convinimos en que yo sólo pagaría un porcentaje de la hipoteca, basado en lo que gana cada uno de nosotros, y que poseería porcentaje equivalente de la propiedad comunitaria. Eso está escrito nuestro acuerdo prenupcial. Puesto que Harold paga más, tiene capacidad decisoria sobre el aspecto de la casa, que es elegante, sobria y lo que él llama «fluida», sin nada que interrumpa las líneas, lo cual significa todo lo contrario de mi tendencia al amontonamiento de objetos. En cuanto a las vacaciones, la que escogemos en común la pagamos al cincuenta por ciento. De las otras se encarga Harold, siempre teniendo en cuenta que se trata de un regalo de aniversario, de cumpleaños o navideño.

Hemos sostenido discusiones filosóficas sobre cosas de contornos poco nítidos, como mis anticonceptivos, o las cenas en casa cuando agasajamos a personas que en realidad son clientes suyos o viejos amigos míos de la universidad, o las revistas de alimentación a las que estoy suscrita pero que él también lee sólo porque se aburre, no porque correspondan a sus preferencias personales.

Todavía discutimos acerca de Mirugai, el gato, no nuestro ni mío, sino el gato que él me regaló para mi cumpleaños el año pasado.

– ¡Eso no lo vais a compartir! -exclama mi madre en tono de asombro.

Me sobresalto, pensando que ya ha leído mis pensamientos sobre Mirugai. Pero entonces veo que señala el apunte de «helado» en la lista de Harold. Sin duda recuerda el incidente en el rellano de la salida de emergencia, donde me encontró, temblorosa y exhausta, sentada al lado de aquel envase de helado vomitado. Aquel día aborrecí para siempre el helado. Y entonces me sobresalto una vez más al reparar en que Harold no ha caído jamás en la cuenta de que no pruebo el helado que trae a casa todos los viernes por la noche.

– ¿Por qué hacéis esto?

Hay una nota de dolor en su voz, como si yo hubiera puesto ahí esa lista para herida. Pienso en la manera de explicárselo, recordando las palabras que Harold y yo hemos usado en el pasado: «Así podemos eliminar las falsas dependencias… ser iguales… el amor sin obligaciones…» Pero son palabras que ella nunca podría comprender. Por eso le digo en cambio:

– La verdad es que no lo sé. Es algo que iniciamos antes de de casarnos y, por alguna razón, no la hemos interrumpido.

Cuando Harold regresa de la tienda, empieza a encender el carbón. Desempaqueto los alimentos, escabecho los filetes, preparo el arroz y pongo la mesa. Mi madre está sentada en un taburete, ante el mostrador de granito, tomando una taza de café que le he servido. De vez en cuando limpia la base de la taza con un pañuelo de papel que guarda bajo la manga de su suéter.

Durante la cena, Harold hace que la conversación se mantenga. Habla de los planes para la casa: las claraboyas, ampliación de la terraza, parterres de flores, con tulipanes y azafrán, eliminar el zumaque, añadir otra ala a la vivienda, construir un baño de estilo japonés. Luego recoge la mesa y empieza a introducir los platos en el lavavajillas.

– ¿Quién quiere postre? -pregunta.

– Yo estoy repleta -le digo.

– Lena no puede tomar helado -comenta mi madre.

– Eso parece. Siempre está a régimen.

– No, nunca lo come. No le gusta.

Entonces Harold sonríe y me mira perplejo, esperando que le traduzca lo que ha dicho mi madre.

– Es cierto -le digo en tono neutro-. Detesto el helado casi desde toda la vida.

Harold me mira como si también yo hablara en chino y no pudiera comprenderme.

– Me pareció que sólo tratabas de perder peso…

– Se volverá tan delgada que no podrás veda -dice mi madre-. Desaparecerá, como un fantasma.

– ¡Eso es! -exclama Harold, riendo, aliviado al pensar que mi madre intenta amablemente acudir en su ayuda-. Tienes mucha razón.

Después de la cena pongo toallas limpias sobre la cama en la habitación de huéspedes. Mi madre está sentada en la cama. La habitación tiene el aspecto minimalista tan caro a Harold: las camas gemelas con sábanas y mantas blancas, suelo de madera pulimentada, una silla de roble blanqueada y las paredes grises e inclinadas totalmente vacías.

El único elemento decorativo es una pieza de aspecto extraño al lado de la cama: una mesita auxiliar construida con una losa de mármol tallada de manera irregular, las patas formadas por un entrecruzamiento de finas maderas negras laqueadas. Mi madre deja el bolso sobre la mesa y el florero cilíndrico que descansa encima del mármol empieza a bambolearse y tiemblan las fresias que contiene.

– Ten cuidado, que no es muy fuerte -le advierto.

Esa mesa es una pieza mal diseñada que Harold hizo en sus tiempos de estudiante. Siempre me he preguntado por qué está tan orgulloso de ella. Sus líneas son torpes. No tiene ninguno de los rasgos de «fluidez» que ahora son tan importantes para Harold.

– ¿Para qué sirve? -pregunta mi madre, moviendo la mesa con la mano-. Pones algo más encima y todo se viene abajo. Chunwang chihan.


Dejo a mi madre en su habitación y bajo a la sala. Harold está abriendo las ventanas para que entre el aire nocturno. Lo hace todas las noches.

– Tengo frío -le digo.

– ¿Cómo es eso?

– ¿Podrías cerrar las ventanas, por favor?

El me mira, suspira y sonríe, cierra las ventanas y luego se sienta en el suelo y abre una revista. Yo estoy sentadaza en el sofá, enfurruñada, y no sé por qué. Harold no ha hecho nada irritante. Se limita a ser Harold.

Incluso antes de hacerlo, sé que voy a iniciar una pelea tan virulenta que no sabré controlarla. Pero lo hago de todos modos. Voy al frigorífico y tacho la palabra «helado» en la columna de la lista correspondiente a Harold.

– ¿Qué estás haciendo?

– No creo que debas seguir obteniendo crédito por tu helado.

El se encoge de hombros, divertido.

– Me parece bien.

– ¡¿Por qué tienes que ser tan condenadamente justo?! -le grito.

Harold deja la revista a un lado y me mira boquiabierto y exasperado.

– ¿Qué es esto? ¿Por qué no dices lo que te ocurre?

– No sé… no sé… Es todo… la manera de contarlo lodo, lo que compartimos, lo que no compartimos. Estoy demasiado harta de eso, de sumar, restar y compensar. Me asquea.

– Fuiste tú la que quisiste el gato.

– ¿De qué estás hablando?

– De acuerdo, si crees que soy injusto porque te hago pagar a los exterminadores de pulgas, los pagaremos los dos.

– ¡No se trata de eso!

– ¡Entonces dime de qué se trata, por favor!

Me echo a llorar, cosa que Harold detesta. Siempre le hace sentirse incómodo e irritado. Cree que es un recurso manipulador. Pero no puedo evitado, porque ahora me doy cuenta de que no sé cuál es el motivo de la discusión. ¿Le estoy pidiendo a Harold que me mantenga? ¿Le pido que esté de acuerdo en que yo pague menos de la mitad? ¿Creo de veras que deberíamos dejar de contado todo? ¿No seguiríamos haciéndolo mentalmente? ¿No acabaría Harold pagando más? ¿Y no me sentiría entonces peor, porque no seríamos iguales? O tal vez deberíamos haber empezado por no casarnos. Tal vez Harold es un mal hombre. Tal vez yo tenga la culpa de que se haya vuelto así.

Nada de todo esto parece correcto, nada tiene sentido. No puedo admitir ninguna de estas cosas y estoy totalmente desesperada.

– Mira, creo que debemos cambiar la situación -le digo cuando me parece que puedo dominar mi voz, pero mi resolución flaquea en seguida y añado entre sollozos-: Tenemos que pensar en qué se basa realmente nuestro matrimonio… no en esta hoja de balance, en lo que uno le debe al otro.

– Mierda -dice Harold. Suspira y se inclina hacia atrás, como si pensara en mis palabras. Luego añade en un tono que me parece dolido-: Mira, sé que nuestro matrimonio se basa en algo más que en una hoja de balance, en mucho más, y si tú no lo crees así, entonces me parece que deberías pensar en qué más quieres, antes de cambiar las cosas.

Ahora no sé qué pensar. ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué dice él? Permanecemos sentados en la sala, silenciosos. La atmósfera es bochornosa. Miró a través de la ventana y veo el valle a lo lejos, el centelleo de millares de luces que brillan en la neblina del verano. Entonces oigo el sonido de cristal roto, en el piso de arriba, y de una silla que raspa el suelo.

Harold empieza a levantarse, pero le digo:

– No, yo iré a ver.


La puerta está abierta, pero la habitación a oscuras.

– ¿Mamá? -inquiero.

Veo en seguida lo ocurrido: la mesita auxiliar de mármol se ha derrumbado sobre sus delgadas patas negras. A un lado está el florero negro, el suave cilindro roto en dos mitades y las fresias esparcidas sobre un charco de agua.

Entonces veo a mi madre, sentada aliado de la ventana abierta, su oscura silueta contra el cielo nocturno. Se vuelve hacia mí, pero no puedo verle el rostro.

– Se ha caído -dice simplemente, sin pedir disculpas.

– No importa -le digo, y empiezo a recoger los fragmentos de vidrio-. Sabía que ocurriría.

– Entonces, ¿por qué no le pones fin? -pregunta mi madre.

Y me digo que es una pregunta tan sencilla…

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