LINDO JONG

La vela roja

Cierta vez sacrifiqué mi vida para cumplir la promesa que hice a mis padres. Esto no significa nada para ti, pues para ti las promesas no significan nada. Una hija puede prometerte que vendrá a comer, pero si le duele la cabeza, si se encuentra con un atasco de tráfico, si quiere ver una película favorita por televisión, su promesa finalmente se queda en nada.

Cuando no viniste me quedé mirando esta misma película. El soldado norteamericano le promete a la chica que volverá y se casarán. Ella llora con un sentimiento auténtico, y él le dice: «¡Te lo prometo! Mi promesa es tan buena como el oro, cariño mío». Entonces la empuja sobre la cama. Pero luego no regresa. Su oro es como el tuyo, es sólo de catorce quilates.

Para los chinos, el oro de catorce quilates no es oro de verdad. Toca mis brazaletes. Deben ser de veinticuatro quilates, oro puro por dentro y por fuera.

Es demasiado tarde para que cambies, pero te digo esto porque me preocupa tu bebé, me preocupa que algún día diga: «Gracias por el brazalete de oro, abuela. Nunca te olvidaré». Pero más adelante olvidará su promesa, olvidará que tuvo una abuela.


***

En esta misma película de guerra, el soldado vuelve a su país y le pide de rodillas a otra chica que se case con él. Y los ojos de la muchacha miran a un lado y a otro, llenos de timidez, como si nunca hubiera pensado hasta entonces en esa posibilidad. Y de repente… baja la vista para mirarle directamente y entonces sabe que le ama, le quiere tanto que siente deseos de llorar. «Sí», le dice por fin, y se unen para siempre en matrimonio.

No fue ése mi caso. La casamentera del pueblo se entrevistó con mi familia cuando yo sólo tenía dos años. No, nadie me lo dijo, lo recuerdo todo perfectamente. Era verano, fuera hacía mucho calor y el aire estaba repleto de polvo. Llegaba desde el patio el chirriar de las cigarras. Nos encontrábamos en la huerta, bajo unos árboles. Los criados y mis hermanos estaban encaramados, por encima de mí, cogiendo peras, y mi madre me tenía en sus brazos cálidos y pegajosos. Yo agitaba la mano a uno y otro lado, porque ante mí oscilaba un pajarillo con antenas y alas muy coloridas, delgadas como el papel. Entonces el pajarillo desapareció y vi a las dos mujeres ante mí. Las recuerdo porque una de ellas producía unos sonidos acuosos, «shrrhh, shrrhh». Cuando crecí pude reconocerlos como el acento de Pekín, que resulta siempre muy extraño al oído de las gentes de Taiyuan.

Las dos señoras me miraban sin hablar. La de la voz acuosa tenía la cara embadurnada de pintura que se licuaba con el sudor. La otra mujer tenía el rostro seco como un tronco viejo. Su mirada se posó primero en mí y luego en la señora pintada.

Por supuesto, ahora sé que la señora parecida a un tronco de árbol era la vieja casamentera del pueblo, y la otra era Huang Taitai, la madre del muchacho con el que me obligarían a casarme. No, no es cierto eso que dicen algunos chinos de las niñas recién nacidas, que carecen de valor. Depende de la clase de niña que seas. En mi caso, la gente distinguía mi valor. Mi aspecto y mi olor eran los de un delicioso panecillo dulce, de color limpio y atractivo.

La casamentera ensalzaba mis gracias.

– Un caballo de tierra para una oveja de tierra. Esta es la mejor combinación para un matrimonio. -Me dio unas palmaditas en el brazo y yo le aparté la mano. Huang Taitai susurró con aquel sonido shrrhh-ssrrhh que quizá tenía yo un pichi excepcionalmente malo, un mal carácter, pero la casamentera se rió y dijo-: Qué va, qué va. Es un caballo fuerte. Crecerá, será fuerte para el trabajo y te servirá bien en tu vejez.

Entonces Huang Taitai me miró con el semblante sombrío, como si pudiera desvelar mis pensamientos y ver mis futuras intenciones. Nunca olvidaré su aspecto. Con los ojos muy abiertos, escudriñó mi rostro y luego sonrió. Pude ver un gran diente de oro al que el sol arrancaba destellos, y luego abrió la boca, mostrando los demás dientes, como si fuese a tragarme de un bocado. De este modo me prometieron al hijo de Huang Taitai, el cual, como descubrí más tarde, era sólo un bebé, un año menor que yo. Se llamaba Tyan-yu, tyan, que equivale a «cielo», porque el pequeño era muy importante, y yu, que significa «sobras», porque cuando nació su padre estaba muy enfermo y su familia creía que podría morir. Tyan-yu sería las sobras del espíritu de su padre. Pero éste vivió y la abuela temía que los espíritus dirigieran su atención al bebé y se lo llevaran en lugar del hombre. Por eso ahora le vigilaban continuamente, tomaban todas las decisiones por él y le mimaban demasiado.

Pero aunque hubiera sabido que me habían destinado un marido tan malo, ni entonces ni más adelante tuve otra alternativa. Así eran las familias del país que vivían sumidas en un atraso tradicional. Siempre éramos los últimos en abandonar las estúpidas costumbres antiguas. Ya entonces, en otras ciudades un hombre podía elegir a su esposa, con el permiso de sus padres, naturalmente. Pero esos aires n; novadores no llegaban a nosotros. Nunca oías hablar de las nuevas ideas en otra ciudad, a menos que fueran peores que las de la tuya. Nos contaban anécdotas de hijos tan influidos por sus malas esposas que echaban a la calle a sus padres ancianos y llorosos. Así pues, las madres taiyuanesas seguían eligiendo a sus nueras, aquellas que criarían hijos como es debido, cuidarían de los ancianos y, pletóricas de sentimientos filiales, barrerían el cementerio familiar mucho después de que las viejas damas hubieran descendido a sus tumbas.

Como me prometieron en matrimonio al hijo de los Huang, mi propia familia empezó a tratarme como si perteneciera a otra persona. Cuando me acercaba a los labios demasiadas veces el cuenco de arroz, mi madre me decía:

– Fijaos cuánto es capaz de comer la hija de Huang Taitai.

Mi madre no me trataba así porque no me amara. Decía esto mordiéndose luego la lengua, para no desear algo que ya no le pertenecía.

Yo era una niña muy obediente, pero a veces tenía una expresión desabrida, sólo porque estaba acalorada o fatigada o muy enferma. Entonces mi madre decía:

– Qué cara tan fea. Los Huang no te querrán y serás un oprobio para nuestra familia.

Y yo lloraba más o ponía una cara todavía más fea.

– Es inútil -decía mi madre-. Tenemos un contrato y no se puede cancelar.

Y yo seguía llorando a lágrima viva.

No vi a mi futuro marido hasta los ocho o nueve años.

Mi mundo conocido era el recinto de mi familia en el pueblo cercano a Taiyuan. Mi familia vivía en una modesta casa de dos plantas, con una vivienda más pequeña que sólo tenía un par de habitaciones para la cocinera, la sirvienta y sus familias. Nuestra casa se levantaba en una pequeña colina, a la que llamábamos Tres Escalones al Cielo, pero que en realidad estaba formada por capas de barro acarreadas por el río Fen y endurecidas en el transcurso de los siglos. El río discurría junto al muro oriental de nuestro recinto, un río al que, según decía mi padre, le gustaba engullir a los niños. Contaba que en cierta ocasión se tragó a toda la ciudad de Taiyuan. En verano las aguas del río bajaban marrones y en invierno tenían un color azul verdoso en los tramos estrechos por donde fluía con rapidez, mientras que en los lugares más anchos estaban inmóviles, congeladas, de un blanco glacial.

Recuerdo el día de Año Nuevo en que mis familiares capturaron muchos pescados, gigantescos y viscosos seres cogidos mientras aún dormían en el lecho helado del río, tan frescos que incluso después de destripados bailaban sobre sus colas cuando los echaban a la sartén caliente.

Aquel fue también el año en que vi por vez primera al niño que sería mi marido. Cuando empezaron los fuegos artificiales se puso a berrear, aunque ya no era un bebé.

Más adelante le veía en las ceremonias del huevo rojo, cuando imponían sus nombres verdaderos a los bebés de un mes. Estaba sentado sobre las viejas rodillas de su abuela, que casi crujían bajo su peso, y se negaba a comer todo lo que le ofrecían, apartando siempre la nariz como si le dieran un encurtido hediondo en vez de un dulce.

Como ves, no sentí un amor instantáneo hacia mi futuro marido, como hoy vemos que ocurre en los seriales de televisión. Aquel chico me parecía más bien un primo fastidioso. Aprendí a ser cortés con los Huang y especialmente con Huang Taitai. Mi madre me empujaba hacia ella, diciéndome:

– ¿Qué le dices a tu madre?

Y yo me sentía confusa, sin saber a qué madre se refería.

Entonces me volvía hacia mi madre verdadera y le decía: «Perdona, mamá», para dirigirme luego a Huang Taitai y ofrecerle una golosina, diciéndole: «Para ti, madre». Recuerdo que una vez le di un pedazo de syaumei, una especie de budín relleno que me encantaba. Mi madre le dijo a Huang Taitai que yo había hecho aquel budín especialmente para ella, aunque en realidad sólo hurgué sus lados humeantes con un dedo cuando la cocinera lo volcó en la bandeja de servicio.

Mi vida cambió por completo cuando tenía doce años, el verano en que llegaron las grandes lluvias. El río Fen, que atravesaba el centro de las tierras de mi familia, inundó las llanuras, destruyó todo el trigo que había plantado mi familia aquel año e inutilizó la tierra por varios años. Incluso nuestra casa en la cima de la pequeña colina se hizo inhabitable. Al bajar del segundo piso, vimos que los suelos y los muebles estaban cubiertos de barro viscoso. En los patios se amontonaban árboles arrancados de cuajo, fragmentos de pared desmoronados y pollos muertos. Aquel estropicio nos redujo a una pobreza extrema.

En aquellos tiempos no podías ir a una compañía de seguros, decir que alguien te había causado tales daños y pedir un millón de dólares. No, en aquel entonces, si habías agotado tus posibilidades, mala suerte. Mi padre dijo que no teníamos más alternativa que trasladamos a Wushi, hacia el sur, cerca de Shanghai, donde el hermano de mi madre tenía una pequeña fábrica de harina. Mi padre nos explicó que toda la familia, excepto yo, partiría de inmediato. Yo tenía doce años y ya era lo bastante mayor para separarme de mi familia y vivir con los Huang.


Las carreteras estaban tan enfangadas y llenas de baches gigantescos que no había ningún camionero dispuesto a venir a la casa. Tuvieron que dejar atrás los muebles pesados y la ropa de cama, que ofrecieron a los Huang como mi dote. Mi familia fue, pues, muy práctica. Según mi padre, aquella dote era más que suficiente, pero no pudo evitar que mi madre me diera su chang, un collar de jade rojo. Cuando me lo puso alrededor del cuello, sus gestos y su expresión eran muy severos, y me di cuenta de lo triste que estaba.

– No nos deshonres -me dijo-. Cuando llegues, demuestra que te sientes muy feliz. Eres afortunada de veras.


***

La casa de los Huang también se levantaba junto al río, pero mientras la nuestra sufrió la inundación, la suya quedó indemne, debido a que estaba ubicada en un lugar del valle más elevado. Esto me hizo ver por primera vez que la posición de los Huang era superior a la de mi familia. Nos miraban con desprecio desde su altura, para lo cual tenían que bajar la vista, cosa que me hizo comprender por qué Huang Taitai y Tyan-yu tenían la nariz tan larga.

Cuando pasé bajo la arcada de piedra y madera que daba acceso a la finca de los Huang, vi un gran patio con tres o cuatro hileras de edificios pequeños y bajos. Algunos eran almacenes de víveres, y otros, habitaciones para los criados y sus familias. Detrás de estos edificios modestos se alzaba la casa principal.

Seguí avanzando y contemplé la casa que sería mi hogar durante el resto de mi vida, habitada por aquella familia desde hacía muchas generaciones. No es que fuese muy antigua o notable, pero te percatabas de que había crecido con la familia. Tenía planta baja y tres pisos, uno para cada generación: bisabuelos, abuelos, padres e hijos. Su aspecto era enmarañado, pues la habían construido de prisa, añadiéndole luego habitaciones, pisos, alas y decorados de muchos estilos, que reflejaban demasiadas opiniones. El primer nivel se construyó con piedras del río, unidas con una mezcla de barro y paja. Los niveles segundo y tercero eran de ladrillo liso con una pasarela exterior que le daba el aspecto de una torre de palacio, y el nivel superior tenía muros de losas grises coronados con un tejado rojo. Dos columnas grandes y redondas, que sostenían una terraza sobre la puerta principal, daban a la casa un aire de importancia. Estas columnas estaban pintadas de rojo, al igual que los bordes de las ventanas de madera. Alguien, probablemente Huang Taitai, había añadido cabezas de dragones imperiales en los ángulos del tejado.

Las pretensiones del interior de la casa eran de distinto orden. La única habitación agradable era una sala en el primer piso, que los Huang utilizaban para recibir a sus invitados. Allí había mesas y sillas de laca roja tallada, elegantes cojines con el apellido de los Huang bordado al estilo antiguo, y muchos objetos preciosos que daban una impresión de riqueza y prestigio añejo. El resto de la casa era sencillo, incómodo y ruidoso, como no podía ser menos con veinte parientes quejosos hacinados bajo un mismo techo. Creo que con cada generación el interior de la casa se había reducido. Llegó un momento en que fue preciso dividir en dos cada habitación.

No hubo ninguna fiesta con motivo de mi llegada.

Huang Taitai no colgó pendones rojos para saludarme en la lujosa sala de la planta baja. Tyan-yu no estaba presente para recibirme. Huang Taitai me hizo subir apresuradamente al primer piso, donde estaba la cocina, un lugar al que no solían ir los niños de la familia, pues era el ámbito de los cocineros y criados. Entonces supe cuál era mi posición en aquella casa.

Aquel primer día, enfundada en mi mejor vestido acolchado, me puse a cortar verduras en la baja mesa de cocina. No podía evitar el temblor de mis manos. Echaba en falta a mi familia y tenía una sensación extraña en el estómago, al saber que por fin me encontraba en el lugar al que pertenecía. Pero también estaba decidida a hacer honor a las palabras de mis padres, de modo que Huang Taitai jamás pudiera desprestigiar a mi madre. No le permitiría esa satisfacción.

Mientras me entregaba a estos pensamientos, me fijé en una vieja criada encorvada sobre la misma mesa, que estaba destripando un pescado. Me miraba por el rabillo del ojo y, como yo estaba llorando, temí que se lo dijera a Huang Taitai, por lo que sonreí y exclamé:

– ¡Soy una chica muy afortunada! Me voy a dar la gran vida.

No me di cuenta de que tenía el cuchillo en la mano, y debí de agitado muy cerca de su nariz, porque ella gritó enojada:

– Shemma bende ren! (¿Qué clase de idiota eres?)

Comprendí en el acto que esto era una advertencia, porque cuando hice mi precipitada declaración de felicidad, casi me engañé a mí misma, pensando que podría ser verdad.

Vi a Tyan-yu a la hora de cenar. Todavía era unos centímetros más alta que el muchacho, pero éste actuaba como si fuera un importante señor de la guerra. Supe qué clase de marido sería, porque se esforzaba al máximo para hacerme llorar. Se quejó de que la sopa no estaba lo bastante caliente y luego derramó el contenido del cuenco fingiendo que era por accidente. Esperó hasta que estuve sentada para comer y entonces pidió otro cuenco de arroz. Me preguntó por qué ponía una cara tan desagradable cuando le miraba.

En el transcurso de los años siguientes, Huang Taitai dio instrucciones a los demás criados para que me enseñaran a coser los ángulos de las fundas de las almohadas y a bordar mi futuro apellido. Cada vez que me enseñaba una nueva tarea, Huang Taitai me preguntaba cómo una esposa puede mantener en orden la casa de su marido si nunca se ha ensuciado sus propias manos. No creo que ella se ensuciara jamás las suyas, pero era muy diestra para dar órdenes y criticar.

– Enséñale a lavar adecuadamente el arroz, hasta que el agua corra clara -le decía a una criada-. Su marido no puede comer arroz turbio.

En otra ocasión le ordenó a una criada que me enseñara a limpiar el orinal:

– Que meta la nariz en el recipiente para asegurarse de que está bien limpio.

Así es cómo aprendí a ser una esposa obediente. Aprendí a cocinar tan bien que por el olor sabía si el relleno de carne era demasiado salado antes incluso de saboreado. Podía coser con unas puntadas tan minúsculas que parecía como si el bordado hubiera sido pintado. E incluso Huang Taitai simulaba quejarse, diciendo que si tiraba una blusa sucia al suelo, antes de que cayera ya estaba limpia y volvía a ponérsela, por lo que todos los días llevaba la misma ropa.

Al cabo de un tiempo ya no pensaba que aquella clase de vida era terrible. No, en absoluto: al cabo de un tiempo, estaba tan dolida que ya no notaba ninguna diferencia. ¿Qué mayor felicidad que la de ver a todo el mundo engullir las setas relucientes y los brotes de bambú que yo había ayudado a preparar aquel día? ¿Había algo más satisfactorio que el gesto de asentimiento y las palmaditas que Huang Taitai me daba en la cabeza después de que le pasara el peine por la cabellera un centenar de veces? ¿N o es el colmo de la felicidad ver que Tyan-yu comía un cuenco entero de fideos sin quejarse ni una sola vez de su sabor o de su aspecto? Es algo parecido a lo que sienten esas señoras que vemos en la televisión norteamericana, tan felices por haber quitado las manchas de la ropa, la cual ahora tiene mejor aspecto que si fuese nueva.

¿Te das cuenta de cómo los Huang casi me inundaban con su manera de pensar? Llegué a considerar a Tyan-yu como un dios, alguien cuyas opiniones valían mucho más que mi propia vida, y Huang Taitai llegó a parecerme mi madre verdadera, alguien a quien quería complacer, alguien a quien debía seguir y obedecer sin rechistar.

Cuando llegó el año nuevo lunar y cumplí dieciséis años, Huang Taitai me dijo que ya estaba preparada para recibir un nieto la próxima primavera. Aun cuando yo no hubiera querido casarme, ¿dónde podría vivir si no accedía? Aunque fuese fuerte como un caballo, ¿cómo podría huir? Los japoneses estaban hasta en el último rincón de China.


***

Los japoneses se presentaron como unos huéspedes a los que nadie había invitado -dijo la abuela de Tyan-yu- y por eso no vino nadie más.

Huang Taitai había trazado unos planes minuciosos, pero la ceremonia de nuestra boda fue muy reducida.

Había invitado al pueblo entero, así como amigos y familiares de otras ciudades. En aquella época no se pedía respuesta a la invitación. No asistir se consideraba una descortesía, y Huang Taitai no creyó que la guerra pudiera cambiar los buenos modales de la gente. Así pues, la cocinera y sus ayudantes prepararon centenares de platos. Los viejos muebles de mi familia habían sido pulimentados y estaban en la sala, formando una dote impresionante. Huang Taitai se había encargado de eliminar todas las señales dejadas por el agua y el barro. Incluso había encargado a alguien que escribiera mensajes de felicitación en estandartes rojos, lo cual daba la sensación de que mis propios padres habían confeccionado aquellos motivos decorativos para felicitarme por mi buena suerte. También había alquilado un palanquín rojo para transportarme desde la casa de su vecino al lugar de la boda.

El día que nos casamos fue muy desafortunado, a pesar de que la casamentera había elegido un día de suerte, el decimoquinto de la octava luna, cuando ésta es perfectamente redonda y más grande que en cualquier otra época del año. Pero los japoneses llegaron una semana antes que la luna, e invadieron la provincia de Shansi, así como las provincias limítrofes con la nuestra. La gente estaba nerviosa, y la mañana del día quince, el de nuestra boda, empezó a llover, lo cual era un mal augurio. Al principio los truenos y relámpagos confundieron a la gente, temerosa de un bombardeo japonés, y no quisieron abandonar sus casas.

Más tarde supe que la pobre Huang Taitai esperó muchas horas a que llegaran más invitados y, finalmente, al ver que no acudiría nadie más, decidió dar comienzo a la ceremonia. ¿Qué otra cosa podía hacer? No estaba en sus manos cambiar el curso de la guerra.

Yo me encontraba en la casa vecina. Cuando me llamaron para que bajara y me acomodase en el palanquín rojo, estaba sentada ante un pequeño tocador, junto a una ventana abierta. Me eché a llorar y pensé amargamente en la promesa que les hice a mis padres. Me pregunté por qué habían decidido mi destino, por qué mi vida había de ser desdichada para que la de otra persona fuese feliz. Desde mi asiento junto a la ventana vi el río Fen con sus turbias aguas marrones. Pensé en arrojarme a aquel río que había destruido la felicidad de mi familia. A una se le ocurren pensamientos muy extraños cuando parece que su vida está a punto de terminar.

Empezó a llover de nuevo, apenas una llovizna. Desde abajo volvieron a gritarme que me diera prisa, y mis pensamientos se volvieron más imperiosos y extraños.

Me pregunté qué era lo verdadero en una persona. ¿Cambiaría de la misma manera que el río cambia de color pero seguiría siendo la misma persona? Entonces vi que las cortinas se agitaban con violencia y afuera llovía con más intensidad, por lo que todo el mundo se escabullía y gritaba. Sonreí, y me di cuenta por primera vez del poder que tiene el viento. No podía ver al viento, pero sí cómo acarreaba el agua que llenaba los ríos y moldeaba el campo, que hacía aullar y brincar a los hombres.

Me restregué los ojos y me miré en el espejo. Lo que vi reflejado en él me sorprendió. Llevaba un hermoso vestido rojo, pero lo que vi era incluso más valioso. Yo era fuerte y pura, albergaba unos pensamientos originales que nadie podía ver, que nadie podría arrebatarme jamás. Yo era como el viento.

Eché la cabeza atrás y sonreí orgullosa de mí misma. Entonces me tapé el rostro con el gran pañuelo rojo bordado y cubrí estos pensamientos, pero seguía sabiendo quién era bajo aquel pañuelo, y me hice una promesa: siempre recordaría los deseos de mis padres, pero jamás me olvidaría a mí misma.

Cuando llegué al lugar de la boda, tenía el pañuelo rojo sobre la cara y no veía nada delante de mí, pero inclinando la cabeza hacia delante pude ver lo que había a los lados. Muy pocas personas habían asistido. Vi a los Huang, los mismos parientes viejos y quejosos, ahora azorados por la escasa asistencia de invitados, y los músicos con sus violines y flautas. Algunos vecinos del pueblo habían tenido suficiente arrojo para salir y disfrutar de una comida gratuita. Incluso vi criados con sus hijos, a los que debieron añadir para que la concurrencia pareciera mayor.

Alguien me cogió de las manos y me guió a lo largo de un pasillo. Yo era como una ciega caminando hacia mi destino. Pero ya no estaba asustada. Podía ver lo que había dentro de mí.

Un alto funcionario presidió la ceremonia, y habló demasiado sobre filósofos y modelos de virtud. Luego la casamentera se refirió a nuestras fechas de nacimiento y habló de armonía y fertilidad. Incliné mi cabeza cubierta por el velo y noté que sus manos desdoblaban un pañuelo de seda rojo y levantaban una vela roja para que todos los presentes pudieran veda.

La vela tenía pabilo en ambos cabos. En un lado estaban tallados los ideogramas dorados del nombre de Tyan-yu, y en el otro los míos. La casamentera encendió los dos cabos y anunció:

– El matrimonio ha dado comienzo.

Tyan me quitó el pañuelo del rostro y sonrió a sus familiares y amigos, sin mirarme ni una sola vez. Me recordaba a un joven pavo real al que vi una vez actuar como si acabara de afirmar su posesión de todo el corral, desplegando en abanico su cola todavía corta.

La casamentera colocó la vela roja encendida en una palmatoria de oro y la tendió a una criada que parecía nerviosa. Esta criada tenía que vigilar la vela durante el banquete y a lo largo de la noche, para asegurarse de que no se apagaba ningún extremo. Por la mañana la casamentera mostraría el resultado, un poco de ceniza negra, y declararía: «Esta vela ha ardido continuamente por ambos cabos sin apagarse. Este matrimonio no podrá romperse jamás».

Todavía lo recuerdo. Aquella vela era un vínculo matrimonial más valioso que la promesa de no divorciarse efectuada por un católico. Significaba que no podría divorciarme ni volver a casarme jamás, aunque Tyan-yu muriese. Aquella vela roja sellaba mi pertenencia inviolable a mi marido y su familia, sin que a partir de entonces valiera ninguna excusa para pedir la separación.

Por supuesto, a la mañana siguiente la casamentera efectuó su declaración y mostró que había hecho su tarea. Pero yo sabía lo que había ocurrido realmente, porque permanecí despierta toda la noche, llorando por mi matrimonio.


***

Después del banquete, los pocos invitados reunidos nos llevaron casi en volandas al segundo piso, donde estaba nuestro pequeño dormitorio. La gente bromeaba a gritos y sacaba a los niños de debajo de la cama. La casamentera ayudó a los pequeños a recoger los huevos rojos que habían ocultado entre las mantas. Los chicos que tenían aproximadamente la edad de Tyan-yu nos hicieron sentar en la cama, uno al lado del otro, y nos azuzaron para que nos besáramos y nuestros rostros enrojecieran de pasión. En la pasarela, al otro lado de la ventana abierta, estallaron petardos, y alguien dijo que ésta era una buena excusa para que me arrojara en brazos de mi marido.

Cuando todos se marcharon, permanecimos sentados uno al lado del otro, sin decimos nada, durante varios minutos, oyendo todavía las risas en el exterior. Cuando se hizo el silencio, Tyan-yu me dijo:

– Esta es mi cama. Tú dormirás en el sofá.

Me arrojó una almohada y una manta delgada. ¡Qué contenta estaba! Esperé a que se durmiera y entonces me levanté sin hacer ruido, bajé la escalera y salí al patio oscuro.

El aire olía como si pronto fuese a llover de nuevo. Yo andaba descalza, llorando y notando aún el calor húmedo dentro de los ladrillos. Al otro lado del patio, a través del recuadro amarillo de una ventana abierta, vi a la criada de la casamentera. Estaba sentada ante una mesa, muy adormilada al parecer, mientras la vela roja ardía en su palmatoria especial. Me senté junto a un árbol, para ver cómo se decidía mi destino por mí.

Debí de quedarme dormida, pues recuerdo que desperté sobresaltada por el estrépito de un trueno crepitante. Vi que la criada de la casamentera salía corriendo de la habitación, asustada como un pollo a punto de perder la cabeza. Pensé que también se había dormido y ahora creía que los japoneses nos bombardeaban. Me eché a reír, me pregunté adónde creería que estaba yendo. Y entonces vi que la brisa hacía oscilar un poco las llamas de la vela roja.

No pensé en nada al levantarme y cruzar el patio corriendo hacia la habitación iluminada con aquella luz amarillenta, pero confiaba -rezaba a Buda, a la diosa de la misericordia y a la luna llena- en que la vela se apagara. Chisporroteó un poco y las llamas se inclinaron hacia abajo, pero ambos cabos siguieron ardiendo. Mi garganta se llenó con tanta esperanza que al final ésta se rompió y apagó el cabo de la vela correspondiente a mi marido.

Me eché a temblar. Temí que apareciera un cuchillo y me matara en el acto, o que se abriera el cielo y los vientos me arrastraran, pero no ocurrió nada, y cuando volví en mí, salí rápidamente de la habitación, sintiéndome culpable.

A la mañana siguiente la casamentera efectuó su orgullosa declaración ante Tyan-yu, sus padres y yo.

– Mi trabajo ha concluido -anunció, vertiendo el resto de ceniza negra en el paño rojo.

Su criada tenía una expresión avergonzada y pesarosa.


***

Aprendí a amar a Tyan-yu, pero no como pensáis. Desde el principio, me angustió la idea de que algún día montaría encima de mí para hacer aquello a lo que tenía derecho.

Cada vez que yo entraba en nuestro dormitorio, mi cabello ya estaba erizado. Pero él no me tocó una sola vez durante los primeros meses. Dormía en su cama, y yo en el sofá.

Delante de sus padres era una esposa obediente, tal como me habían enseñado. Cada mañana ordenaba a la cocinera que matara un pollo joven y lo cociera hasta convertirlo en puro jugo. Yo misma colaba este jugo en un cuenco, sin añadir agua, y se lo daba para desayunar, musitando buenos deseos acerca de su salud. Y todas las noches preparaba una sopa tónica especial llamada tounau, que no sólo era deliciosa, sino que tenía ocho ingredientes que garantizan larga vida a las madres. Esto complacía en gran medida a mi suegra.

Pero no era suficiente para hacerla feliz. Una mañana, Huang Taitai y yo estábamos sentadas en la misma habitación, trabajando en nuestros bordados. Yo soñaba en mi infancia, en una rana doméstica que tuve una vez, llamada Gran Viento. Huang Taitai parecía inquieta, como si le picara la planta del pie. La oí resoplar y luego, de improviso, se levantó de la silla, se acercó a mí y me abofeteó.

– ¡Mala esposa! -gritó-. Si te niegas a dormir con mi hijo, yo me niego a darte de comer o vestirte.

Así supe lo que había dicho mi marido para evitar las ¡ras de su madre. También yo estaba llena de ira, pero no dije nada, recordando la promesa que hice a mis padres de que sería una esposa obediente.

Aquella noche me senté en la cama de Tyan-yu y esperé que me tocara, pero no lo hizo y me sentí aliviada. A la noche siguiente, me tendí en la cama, a su lado, y él siguió sin tocarme, y por eso, a la noche siguiente, me quité la camisa de dormir.

Fue entonces cuando pude ver lo que había dentro de Tyan-yu. Estaba asustado y desvió el rostro. No me deseaba, pero su temor me hizo pensar que no deseaba a ninguna mujer. Era como un chiquillo cuyo crecimiento se hubiera interrumpido. Al cabo de un rato ya no tuve ningún miedo, e incluso empecé a pensar de un modo distinto sobre Tyan-yu, no como una esposa que ama a su marido, sino como una hermana que protege a un hermano menor. Me puse de nuevo la camisa de dormir, me acosté a su lado y le froté la espalda. Supe que ya no tenía nada que temer. Dormía con Tyan-yu: él no me tocaba y yo disponía de una cama cómoda.

Transcurrieron varios meses y, al ver que mi vientre y mis pechos seguían lisos, Huang Taitai volvió a enfurecerse.

– Mi hijo dice que ha plantado suficientes semillas para que nazcan millares de nietos. ¿Dónde están? Debes ser tú la que hace algo que no está bien.

Y tras esto me ordenó que no me moviera de la cama, de modo que las simientes de su hijo no se perdieran con tanta facilidad.

Sin duda creerás que es muy divertido pasarte el día entero en la cama, sin levantarte jamás, pero te digo que es peor que una prisión. Creo que Huang Taitai se había vuelto un poco loca.

Pidió a los criados que recogieran todos los objetos afilados que había en la habitación, creyendo que tijeras y cuchillos estaban cortando a su próxima generación. Me prohibió que cosiera y dijo que debía concentrarme y no pensar en nada salvo en tener hijos. Cuatro veces al día, una joven sirvienta muy bonita entraba en mi habitación y se deshacía en excusas mientras me obligaba a beber una medicina que tenía un sabor horrible.

Yo envidiaba a aquella muchacha, la libertad que tenía para desplazarse. A veces, mientras la contemplaba desde mi ventana, me imaginaba en su lugar, de pie en el patio, regateando con el zapatero remendón ambulante, cuchicheando con otras sirvientas, riñendo a un guapo recadero con su voz aguda y provocativa.

Un día, al cabo de dos meses sin ningún resultado. Huang Taitai llamó a la vieja casamentera. Esta me examinó detenidamente, miró la fecha y la hora de mi nacimiento y luego preguntó a Huang Taitai por mi naturaleza. Finalmente le ofreció sus conclusiones.

– Lo que ha ocurrido está claro. Una mujer sólo puede concebir si es deficiente en uno de los elementos. Tu nuera nació con suficiente madera, fuego, agua y tierra, y tenía deficiencia de metal, cosa que era un buen signo. Pero cuando se casó la cargaste con brazaletes de oro y adornos, y ahora tiene todos los elementos, incluido el metal. Está demasiado equilibrada para tener hijos.

Esta explicación alegró mucho a Huang Taitai, pues nada podía satisfacerle más que reclamar todo su oro y sus joyas y ayudarme a ser fértil. También fue una buena noticia para mí, porque cuando me quitó todo el oro de mi cuerpo me sentí más ligera y más libre. Dicen que esto es lo que ocurre si te falta metal. Empiezas a pensar como una persona independiente. Aquel día empecé a pensar en cómo me libraría de aquel matrimonio sin romper la promesa que hice a mi familia.

No me costó mucho dar con la solución. Haría creer a los Huang que ellos habían tenido la idea de desembarazarse de mí, considerando que el contrato de matrimonio no era válido.

Pensé en mi plan durante muchos días. Les observé cuando estaban a mi alrededor, escruté los pensamientos que se revelaban en sus rostros, hasta que estuve preparada. Elegí un día propicio, el tercero del tercer mes, que es cuando se celebra el Festival de la Brillantez Pura. Ese día tus pensamientos deben ser nítidos, pues te dispones a pensar en tus antepasados. Es el día en que todos visitan las tumbas de sus familiares fallecidos, provistos de hoces para cortar los hierbajos y escobas para barrer las lápidas, y ofrecen bolas de masa hervida y naranjas como alimento espiritual. No, no es un día sombrío, sino más bien como una excursión al campo, pero tiene un significado especial para quienes esperan la llegada de nietos.

En la mañana de aquel día desperté a Tyan-yu y a toda la casa con mis sollozos. Huang Taitai tardó largo tiempo en presentarse en mi habitación.

– ¿Qué le pasará ahora? -gritó desde su dormitorio-. Id a tranquilizada.

Pero finalmente, como yo no dejaba de llorar, entró precipitadamente en mi habitación y me riñó a voz en cuello.

Yo me tapaba la boca con una mano y los ojos con la otra. Mi cuerpo se contorsionaba como si fuese presa de un terrible dolor. Resultaba muy convincente, porque Huang Taitai retrocedió y se encogió como un animal asustado.

– ¿Qué te ocurre, hijita? -gritó-. Dímelo en seguida.

– Oh, es demasiado terrible para pensarlo… para decirlo -repliqué entre sollozos, con la voz entrecortada.

Cuando consideré que había llorado bastante, dije aquello que era tan impensable.

– He tenido un sueño. Nuestros antepasados se presentaron y me dijeron que querían ver nuestra boda, así que Tyan-yu y yo celebramos la misma ceremonia para ellos. Vimos a la casamentera encender la vela y dársela a la criada para que la vigilara. Nuestros antepasados estaban tan complacidos, tanto…

Volví a llorar suavemente. Huang Taitai pareció impacientarse.

– Pero entonces la criada salió de la habitación y un fuerte viento llegó de improviso y apagó la vela. Nuestros antepasados se pusieron muy furiosos. ¡Dijeron a gritos que el matrimonio estaba condenado! ¡Dijeron que el extremo de la vela correspondiente a Tyan-yu se había apagado! ¡Nuestros antepasados dijeron que Tyan-yu moriría si seguía casado conmigo!

Tyan-yu palideció, pero Huang Taitai sólo frunció l'1 ceno.

– ¡Sólo una niña estúpida puede tener tales sueños! -exclamó, y ordenó a todos con malos modos que volvieran a la cama.

– Madre -le dije en un susurro ronco-. ¡No me abandones, por favor! ¡Tengo miedo! Nuestros antepasados han dicho que si este asunto no se arregla, iniciarán el ciclo de la destrucción.

– ¿Qué tonterías son ésas? -gritó Huang Taitai, volviéndose hacia mí. Tyan-yu la imitó, frunciendo el ceño igual que su madre. Supe que casi habían caído en la trampa, eran como dos patos inclinándose hacia la cazuela.

– Ellos sabían que no me creeríais -les dije en tono compungido-, porque saben que no quiero abandonar las comodidades de mi matrimonio. Por eso nuestros antepasados han dicho que ofrecerán signos para mostrar cómo se está descomponiendo nuestro matrimonio.

– ¿Qué tonterías engendra tu estúpida cabeza -dijo Huang Taitai, suspirando, pero no pudo resistirse a preguntar-: ¿Qué signos?

– En mi sueño vi un hombre con una larga barba y un lunar en la mejilla.

– ¿El abuelo de Tyan-yu? -preguntó Huang Taitai.

Asentí, recordando el retrato que colgaba de la pared.

– Dijo que hay tres signos. Primero, ha dibujado una mancha negra en la espalda de Tyan-yu, y esa mancha crecerá y consumirá la carne de Tyan-yu como devoró el rostro de nuestro antepasado antes de que muriese.

Huang Taitai se volvió rápidamente hacia Tyan-yu y le alzó la camisa.

– ¡Aii-ya! -exclamó, porque allí estaba el mismo lunar negro, del tamaño de la punta de un dedo, tal como yo lo había visto siempre durante los cinco meses en que habíamos dormido como hermana y hermano.

– Entonces nuestro antepasado me tocó la boca. -Me di unas palmaditas en la mejilla, como si ya me doliera-. Dijo que mis dientes empezarían a caer uno tras otro, hasta que ya no pudiera protestar por abandonar este matrimonio.

Huang Taitai me abrió la boca y soltó una exclamación al ver el espacio vacío en el fondo de mi boca, de donde cuatro años atrás se me había desprendido una muela echada a perder.

– Y, finalmente, le vi plantar una semilla en la matriz de una joven criada. Dijo que esa muchacha sólo finge proceder de una familia humilde, pero que en realidad es de sangre imperial y…

Hundí la cabeza en la almohada, como si estuviera demasiado extenuada para continuar. Huang Taitai me tocó el hombro.

– ¿Qué ha dicho?

– Ha dicho que la criada es la verdadera esposa espiritual de Tyan-yu y que la semilla que ha plantado se convertirá en el hijo de Tyan-yu.

A media mañana trajeron a rastras a la criada de la casamentera y le extrajeron su terrible confesión.

Tras mucho buscar, encontraron a la joven criada que me gustaba tanto, aquella a la que había mirado desde mi ventana todos los días. Había visto cómo se le agrandaban los ojos y su voz provocativa se suavizaba cada vez que llegaba el guapo recadero. Y más adelante vi que su vientre se redondeaba y el temor y la preocupación le alargaban el rostro.

Así pues, imagina su felicidad cuando la obligaron a decir la verdad sobre su procedencia imperial. Más tarde supe que el milagro de casarse con Tyan-yu la maravilló tanto que se convirtió en una persona muy religiosa, y ordenaba a los criados que barrieran las tumbas de los antepasados no sólo una vez al año, sino a diario.


***

La historia finaliza aquí. No me culparon demasiado. Huang Taitai tuvo su nieto. Yo obtuve mis ropas, un billete de tren a Pekín y el dinero suficiente para emigrar a los Estados Unidos. Los Huang sólo me pidieron que jamás contara a nadie de importancia la historia de mi aciago matrimonio.

Esta es la verdadera historia de cómo mantuve mi promesa y sacrifiqué mi vida. Mira el oro que ahora puedo llevar. Di a luz a tus hermanos y entonces tu padre me regaló estos dos brazaletes. Luego te tuve a ti. Y de vez en cuando, cuando me sobra algo de dinero, compro otro brazalete. Sé lo que valgo. Siempre son de veinticuatro quilates, de oro puro.

Pero jamás olvidaré. El día del Festival de la Brillantez Pura, me quito todos mis brazaletes. Recuerdo el día en que se me ocurrió aquel pensamiento y fui capaz de seguirlo hasta el final. Aquel día yo era una chiquilla con el rostro cubierto por un pañuelo rojo de desposada. Entonces prometí que no me olvidaría de mí misma.

¡Qué bonito es volver a ser aquella niña, quitarme el pañuelo para ver lo que hay debajo y sentir que mi cuerpo vuelve a ser ligero!

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