WAVERLY JONG

Cuatro direcciones

Había llevado a mi madre a mi restaurante chino preferido, con la esperanza de ponerla de buen humor, pero fue un desastre.

Cuando nos encontramos en el restaurante Cuatro Direcciones, mostró de inmediato su desaprobación por mi aspecto.

Aii ya!¿Qué te has hecho en el pelo? -me preguntó en chino.

– Me lo he cortado, eso es todo.

Esta vez el señor Rory me había hecho un peinado diferente, con un fleco brusco y asimétrico, más corto en el lado izquierdo. Era un estilo a la moda, aunque no totalmente radical.

– Parece cortado de un tajo -comentó-. Tienes que pedir te devuelvan el dinero.

Suspiré.

– Vamos a tomar una buena comida, ¿de acuerdo?

Ella examinó el menú con expresión de desagrado.

– No hay demasiadas cosas buenas -musitó. Entonces tocó el brazo del camarero, deslizó un dedo a lo largo de los palillos y lo husmeó-. ¿Espera que coma con esta cosa grasienta?

Lavó ostentosamente su cuenco de arroz con té caliente y luego advirtió a otros clientes del restaurante para que hicieran lo mismo. Dijo al camarero que quería la sopa muy caliente y, por supuesto, con su lengua de experta consideró que ni siquiera estaba tibia.

– No deberías enfadarte tanto -le dije después de que discutiera por un par de dólares que cobraron porque pidió té de crisantemo en vez del té verde corriente-. Además, una tensión innecesaria no es buena para tu corazón.

– A mi corazón no le pasa nada -replicó ofendida, mirando despectivamente al camarero.

Y estaba en lo cierto. A pesar de la tensión a que la somete su carácter -y ella somete a los demás- los médicos han afirmado que mi madre, a los sesenta y nueve años, tiene la presión sanguínea de una niña de dieciséis y la fuerza de un caballo, lo cual es así, en efecto, pues nació en 1918, año del Caballo, destinada a ser testaruda y sincera hasta el punto de prescindir del tacto. Ella y yo formamos una mala combinación, porque soy Conejo, nacida en 1951, supuestamente sensible pero con tendencia a ser susceptible e inquietarme a la primera señal de crítica.

Tras nuestro lamentable almuerzo, abandoné la idea de que podía encontrar una buena ocasión para darle la noticia de que Rich Shields y yo vamos a casarnos.


– ¿Por qué estás tan nerviosa? -me preguntó mi amiga Marlene Ferber por teléfono la otra noche-. No es como si Rich fuese la hez de la sociedad. Por Dios, es un abogado especializado en impuestos, como tú. ¿Cómo puede criticar eso?

– No conoces a mi madre. Para ella nada es nunca suficientemente bueno.

– Pues fúgate con él -sugirió Marlene.

– Eso es lo que hice con Marvin.

Marvin fue mi primer marido y había sido mi novio la escuela secundaria.

– Pues entonces ya tienes experiencia -dijo Marlene.

– Cuando mi madre nos encontró, nos tiró un zapato… y eso fue sólo el comienzo.


Mi madre no conocía a Rich. De hecho, cada vez que sacaba su nombre a colación, cuando decía, por ejemplo, que Rich y yo habíamos ido a un concierto, que Rich había llevado al zoo a Shoshana, mi hija de cuatro años, mi madre encontraba la manera de cambiar de tema.

Mientras esperábamos que nos trajeran la cuenta en el restaurante Cuatro Direcciones, le comenté:

– ¿Te he contado lo bien que se lo pasó Shoshana con Rich en el Exploratorium? Él…

– Ah -me interrumpió-, no te lo he dicho. Es sobre tu padre. Los médicos decían que quizá necesitaría cirugía exploratoria. Pero no, ahora dicen que todo normal, sólo tiene un estreñimiento excesivo.

Me di por vencida. En seguida caímos en la rutina habitual. Pagué la cuenta con un billete de diez dólares y tres de uno. Mi madre retiró los tres billetes de dólar, contó las monedas exactas, trece centavos, y las puso en la bandeja en vez de los billetes, explicándome con firmeza: «¡Nada de propina!», al tiempo que echaba atrás la cabeza con una sonrisa triunfante. Y mientras ella iba al lavabo, le deslicé al camarero un billete de cinco dólares. El meneó la cabeza, con una profunda comprensión. Mientras ella estaba ausente ideé otro plan.

– Choszle! (¡Ahí dentro huele que apesta!) -murmuró al salir del lavabo. Me enseñó un paquetito de Kleenex, pues no confiaba en el papel higiénico de los demás-. ¿Lo necesitas?

Hice un gesto negativo con la cabeza.

– Antes de dejarte vamos a pasar un momento por casa -le dije-. Quiero mostrarte algo.


Hacía meses que mi madre no iba al piso. Cuando estaba casada con mi primer marido, solía presentarse sin previo aviso, hasta que un día le sugerí que telefoneara con antelación. Desde entonces se ha negado a venir, a menos que la invite oficialmente.

Así pues, observé su reacción ante los cambios producidos en el piso, desde la vivienda que mantuve impecable después del divorcio, cuando de súbito tuve demasiado tiempo para ordenar mi vida, hasta el caos actual de un hogar lleno de vida y amor. Por el pasillo estaban esparcidos los juguetes de Shoshana, todos de plástico brillante y con las piezas diseminadas. En la sala de estar había un juego de barras con pesas, dos copas de coñac sucias sobre la mesita de centro, las entrañas de un teléfono que Shoshana y Rich desmontaron el otro día para ver de dónde salían las voces.

– Está ahí, al fondo -le dije.

Seguimos andando hacia el dormitorio trasero. La cama estaba sin hacer, los cajones de la cómoda abiertos e inclinados, por lo que algunos calcetines y corbatas habían caído al suelo. Mi madre pisó unos zapatos de marcha, más juguetes de Shoshana, las zapatillas negras de Rich, mis pañuelos, un rimero de camisas blancas colocado detrás del aspirador.

Su expresión era de dolor y rechazo, y me recordaba la época lejana en que nos llevó a mis hermanos y a mí a un dispensario para que nos revacunaran contra la polio. Cuando la aguja penetró en el brazo de mi hermano y éste gritó, mi madre me miró angustiada y me aseguró: «Al siguiente no le hará daño».

Ahora, sin embargo, ¿cómo podía ignorar mi madre que estábamos viviendo juntos, que lo nuestro iba en serio y no desaparecería aunque ella se empeñara en silenciarlo? Tenía que decir algo.

Abrí el armario y saqué el chaquetón de visón que Rich me había regalado para Navidad. Era el regalo más extravagante que había recibido en toda mi vida. Me lo puse.

– Es un regalo tonto -dije nerviosamente-. En San Francisco nunca hace bastante frío para llevar visón, pero parece que es una moda, lo que los hombres compran a sus esposas y novias estos días.

Mi madre guardaba silencio. Estaba mirando el armario abierto, lleno de zapatos, corbatas, mis vestidos y los trajes de Rich. Tocó el visón.

– Esto no es tan bueno -dijo por fin-. No son más que tiras sobrantes y la piel es demasiado corta, sin pelos largos.

– ¡Cómo puedes criticar un regalo! -protesté, profundamente herida-. Me lo ha regalado con todo su cariño.

– Por eso me preocupa -replicó.

Miré el chaquetón reflejado en el espejo y ya no pude seguir teniendo a raya la fuerza de voluntad de mi madre, su capacidad para hacerme ver negro lo que había sido blanco y viceversa. La prenda parecía pobre, una mala imitación del lujo verdadero.

– ¿No vas a decir nada más? -le pregunté con suavidad.

– ¿Qué debería decir?

– Sobre el piso, sobre todo esto. -Hice un gesto abarcando las señales diseminadas de la presencia de Rich.

Ella miró a su alrededor, luego hacia el pasillo y, finalmente, dijo:

– Tienes una carrera, estás ocupada, quieres vivir con este desorden. ¿Qué puedo decir?


Mi madre sabe cómo tocar una fibra sensible, y el dolor que siento es peor que el de cualquier otra clase de aflicción, porque lo que ella hace me afecta siempre como una conmoción, exactamente como una sacudida eléctrica, que se instala permanentemente en mi memoria. Todavía recuerdo la primera vez que lo experimenté.


***

Tenía entonces diez años y, aunque pequeña, sabía que mi habilidad en el juego de ajedrez era un don. No me costaba esfuerzo, era muy fácil para mí. Podía ver sobre el tablero cosas que a otros les pasaban inadvertidas. Podía levantar barreras protectoras que eran invisibles para mis adversarios. Y este don me proporcionó una confianza suprema. Sabía que harían mis adversarios, jugada tras jugada. Sabía en que preciso instante cambiaría su expresión cuando mi estrategia en apariencia sencilla e infantil se revelara como una trayectoria devastadora e irrevocable. Me encantaba ganar.

Y a mi madre le gustaba alardear de mí, mostrarme como uno de mis muchos trofeos que ella abrillantaba. Solía comentar mis jugadas como si ella hubiera ideado las estrategias.

– Le dije a mi hija que usara sus caballos para atropellar al enemigo -informó a un tendero-. De esta manera ganó con mucha rapidez.

Y, por supuesto, había dicho eso antes de la partida… eso y un centenar de otras cosas inútiles que no habían tenido nada que ver con mi triunfo.

Cuando nos visitaban amigos de la familia les confiaba:

– No hace falta ser muy listo para ganar en el ajedrez. Todo son trucos. Soplas desde el norte, el sur, el este y el oeste, y el contrario se confunde, no sabe hacia qué lado correr.

Yo detestaba esa manera de arrogarse todo el mérito, y un día se lo dije así, gritándole en la calle Stockton, en medio de la gente. Le dije que no sabía nada y que no debería alardear, sino callarse. No recuerdo mis palabras exactas, pero en esencia era eso.

Aquella noche y el día siguiente no me dirigió la palabra. Habló duramente de mí a mi padre y mis hermanos, como si me hubiera vuelto invisible y hablara de un pescado podrido que había tirado pero cuyo olor persistía.

Yo conocía esta estrategia, la manera solapada de provocar la ira de alguien y hacerle caer en una trampa, así que hice caso omiso de ella, me negué a hablar y esperé a que cediera.

Después de que transcurrieran muchos días en silencio me senté en mi cuarto, mirando las sesenta y cuatro casillas del tablero e intentando pensar en otro sistema. Entonces decidí dejar de jugar al ajedrez.

Por supuesto, no quería abandonarlo para siempre, sino sólo por unos días, como máximo, y expuse ostentosamente mi decisión. En vez de practicar en mi habitación cada noche, como hacía siempre, fui a la sala y me senté ante el televisor con mis hermanos, quienes se quedaron mirándome, molestos por la intrusión. Los usé para reforzar mi plan, hice crujir los nudillos para fastidiarles.

– ¡Mamá! -gritaron-. Dile que pare, que se vaya.

Pero mi madre no dijo nada.

No me preocupé por eso, pero comprendí que debía hacer una jugada más temeraria. Decidí sacrificar un torneo que iba a celebrarse al cabo de una semana. Me negaría a participar en él, y sin duda mi madre se vería obligada a dar explicaciones sobre mi conducta, porque los patrocinadores y las asociaciones de beneficencia empezarían a llamarla, a rilarle y suplicarle que me hiciera jugar de nuevo.

Se celebró el torneo sin mí, y mi madre no me preguntó entre lágrimas por qué no jugaba al ajedrez. En cambio, lloré en mi interior, porque supe que un chico al que derroté fácilmente en otras dos ocasiones había sido el triunfador.

Comprendí que mi madre sabía más trucos de los que yo había pensado, pero ahora estaba harta de su juego. Quería empezar a practicar para el próximo torneo, de modo que fingí que la dejaba ganar. Yo sería la primera en hablar.

– Estoy dispuesta a jugar de nuevo al ajedrez -le anuncié.

Había imaginado que ella sonreiría y me preguntaría si quería comer algo especial, pero, en vez de hacer eso, frunció el ceño y me miró con fijeza a los ojos, como si pudiera sacarme a la fuerza alguna verdad.

– ¿Por qué me dices eso? -me preguntó por fin en tono estridente-. Crees que es tan fácil… Un día abandonas, al otro juegas. Todo lo haces igual manera. Tan lista, tan desenvuelta, tan rápida.

– He dicho que jugaré -gemí.

– ¡No! -gritó, con tal vehemencia que me sobresalté-. Ya no va a ser tan fácil.

Yo temblaba, pasmada por lo que acababa de oír, sin saber qué significaba. Entonces regresé a mi habitación, me quedé mirando el tablero de ajedrez, sus sesenta y cuatro casillas, tratando de encontrar la manera de resolver aquella situación terrible, y tras pasar así muchas horas, llegué a creer que en verdad había convertido en blancas las casillas negras y viceversa, y que todo se arreglaría.

Y, por supuesto, volví a salirme con la mía. Aquella noche me dio una fiebre alta y ella se sentó al lado de mi cama y me regañó por haber ido a la escuela sin ponerme el suéter. Por la mañana seguía allí, y me alimentó con gachas de arroz perfumado con caldo de polvo que ella misma había colado. Dijo que me daba aquello porque tenía la varicela y un pollo sabría cómo vencer a otro [3]. Por la tarde se sentó en una silla y me tejió un suéter de color rosa mientras me hablaba del que tía Suyuan había tejido para su hija June, que era feísimo y de la peor lana. Me sentí dichosa porque mi madre volvía a ser la de siempre.

En el siguiente torneo, aunque mi actuación fue buena en conjunto, al final no obtuve suficientes puntos y perdí. Lo peor de todo fue que mi madre no dijo nada. Iba de un lado a otro con semblante satisfecho, como si mi fracaso fuese una estrategia ideada por ella.

Yo estaba horrorizada. Todos los días pasaba varias horas rumiando lo que había perdido. Sabía que no era sólo el último torneo. Examiné cada jugada, cada pieza, cada casilla, y ya no podía ver las armas secretas de cada pieza, la magia en la intersección de las casillas, sino que sólo veía mis errores y debilidades. Era como si hubiera perdido mi armadura mágica y todo el mundo pudiese ver por dónde era fácil atacarme.

Durante las semanas siguientes y en los meses y años posteriores seguí jugando, pero nunca con la misma sensación de confianza suprema. Me esforzaba al máximo, con temor y desesperación. Cuando ganaba, me sentía agradecida y aliviada, y cuando perdía se apoderaba de mí un miedo creciente, que cedió el paso al terror de no ser ya un prodigio, de haber perdido el don y no ser más que una persona del todo ordinaria.

Cuando perdí por segunda vez frente al muchacho a quien había derrotado tan fácilmente unos años antes, dejé de jugar por completo. Y nadie protestó. Tenía catorce años.


***

– Oye, la verdad es que no te entiendo -me dijo Marlene cuando la llamé por la noche, un día después de haberle enseñado a mi madre el chaquetón de visón-. Puedes decir a los de Hacienda que se vayan a hacer puñetas, pero no eres capaz de hacer frente a tu propia madre.

– Siempre intento hacerlo, pero ella dice esas cosas solapadas, lanza bombas de humo, hace observaciones irónicas y…

– ¿Por qué no le dices que deje de torturarte? -me interrumpió Marlene-. Pídele que no siga arruinando tu vida, dile que se calle.

– Eso es gracioso -repliqué, casi riendo-. ¿Quieres que le diga a mi madre que se calle?

– Claro, ¿por qué no?

– Pues… no sé si está legislado explícitamente, pero jamás puedes decirle a una madre china que se calle. Podrían acusarte como cómplice de tu propio asesinato.

No temía tanto a mi madre como a Rich. Ya sabía lo que ella iba a hacer, cómo le atacaría y criticaría. Al principio no dejaría traslucir nada. Luego comentaría cualquier pequeñez, algo en lo que se habría fijado, y luego haría otro ligero comentario y otro y otro más, cada uno lanzado como puñadito de arena desde esta dirección, luego desde atrás y así sucesivamente, hasta que hubiera erosionado por completo el aspecto de Rich, su carácter, su alma. Y aunque yo reconociera su estrategia, su ataque solapado, temía que alguna pavesa invisible de verdad me entrara en el ojo, empañara lo que estaba viendo y Rich pasara de ser el hombre divino que era para mí a un individuo mundano, herido mortalmente con hábitos tediosos e imperfecciones irritantes.

Eso es lo que sucedió en mi primer matrimonio, con Marvin Chen, con quien me fugué cuando tenía dieciocho años y él diecinueve. En la época en que amaba a Marvin, él era casi perfecto. Se graduó en Lowell, con el tercer lugar de su clase, y obtuvo una beca completa en Stanford. Jugaba al tenis, tenía músculos sobresalientes en las pantorrillas y ciento cuarenta y seis pelos negros y lacios en el pecho. Hacía reír a todo el mundo y su propia risa era profunda, sonora, masculinamente sensual. Se enorgullecía de tener posturas amorosas favoritas en los distintos días y horas de la semana. No tenía más que susurrar «miércoles por la tarde» y yo me estremecía.

Pero transcurrió el tiempo, y cuando mi madre hubo dicho todo lo que pensaba de él, vi que la pereza había encogido el cerebro de Marvin, de modo que ahora sólo servía para pensar excusas. Perseguía pelotas de golf y tenis y para huir de las responsabilidades familiares. Su mirada vagabundeaba por las piernas de otras mujeres, y así ya no sabía regresar directamente a casa. Le gustaba gastar bromas que hacían sentirse ridículos a los demás, hacía gala de su generosidad dando propinas de diez dólares a desconocidos, pero era cicatero con los regalos para la familia. Consideraba que encerar su coche deportivo rojo era más importante que usarlo para llevar a su mujer a alguna parte.

Mis sentimientos hacia Marvin nunca alcanzaron el nivel del odio. No, pero en cierto modo fue peor. Pasaron de la decepción al desprecio ya un aburrimiento apático. Sólo después de nuestra separación, en las noches en que Shoshana dormía y yo estaba sola, me preguntaba si mi madre no habría envenenado mi matrimonio.

Gracias a Dios, su veneno no afectó a mi hija Shoshana. Sin embargo, estuve a punto de abortarla. Cuando supe que estaba embarazada, me puse furiosa, consideré secretamente mi embarazo como mi «resentimiento creciente» e insistí en que Marvin acudiera a la clínica para que sufriera también las molestias del embarazo. Resultó que nos habíamos equivocado al elegir la clínica. Allí nos pasaron una película que era un terrible lavado dé cerebro puritano. Vi aquellos fetos, a los que llamaban bebés cuando sólo tenían siete semanas de desarrollo, con unos dedos minúsculos, y decían que los deditos del bebé podían moverse, que debíamos imaginarlos aferrándose a la vida, tratando de coger una oportunidad, que eran un milagro. Si hubieran mostrado cualquier otra cosa excepto dedos minúsculos… Gracias a Dios que lo hicieron, porque Shoshana fue realmente un milagro. Era perfecta. Cada uno de sus detalles me parecía notable, sobre todo la manera en que flexionaba y curvaba los dedos. Desde el mismo momento en que apartó el puño de la boca para llorar, supe que mis sentimientos hacia ella eran inviolables.

Pero Rich me preocupaba, pues sabía que mis sentimientos eran vulnerables, que podían caer derribados por las sospechas, las observaciones casuales y las indirectas de mi madre. Y temía lo que perdería entonces, porque Rich Shields me adoraba de la misma manera que yo adoraba a Shoshana. Su amor era inequívoco y nada podía cambiarlo. No esperaba nada de mí; mi mera existencia le bastaba. Y, al mismo tiempo, decía que había cambiado, para mejor, gracias mí. Era turbadoramente romántico, e insistía en que no lo había sido hasta que me conoció. Esta confesión hizo que sus gestos románticos me parecieran tanto más ennoblecedores. En el trabajo, por ejemplo, cuando grapaba notas de «FYI, para tu información» en los informes legales y declaraciones de impuestos de las empresas que yo debía revisar, las firmaba al pie: «FYI, Tú y yo para siempre» [4]. La empresa desconocía nuestra relación, y por ello esa clase de conducta temeraria por su parte me emocionaba.

Pero lo que me sorprendía realmente era la química sexual. Pensé que sería uno de esos hombres callados, embarazosamente amable y torpe, la clase de individuo de maneras suaves que te dice: «¿Te estoy haciendo daño?», cuando no puedes sentir nada. Pero se adaptaba tan bien a cada uno de mis movimientos que yo estaba segura de que me leía la mente. No tenía ninguna inhibición, y las que descubría en mí me las arrancaba como si fueran pequeños tesoros. Veía todos mis aspectos íntimos, y no me refiero sólo a los sexuales, sino a mi lado más oscuro, mi mezquindad, mi mal genio, el odio hacia mí misma, todas las cosas que mantenía ocultas. Así pues, con él me hallaba totalmente desnuda, y cuando lo estaba, cuando me sentía más vulnerable, cuando una palabra inadecuada me habría hecho salir huyendo para siempre, él siempre decía exactamente lo apropiado en el momento oportuno. No me permitía ocultarme. Me cogía las manos, me miraba fijamente a los ojos y me decía algo nuevo sobre sus motivos para amarme.

Nunca había conocido un amor tan puro, y temía que' mi madre lo ensuciara. Por ello traté de guardar en mi memoria todas aquellas muestras de amor de Rich, para evocarlas cuando fuese necesario.


Tras meditarlo largamente, se me ocurrió un plan brillante. Ideé una manera para que Rich y mi madre se conocieran y él se ganara su simpatía. Lo arreglé de modo tal que mi madre quisiera preparar una comida especial para él. Tía Suyuan echó una mano. Era amiga de mi madre desde hacía mucho tiempo y estaban muy unidas, lo cual significaba que se atormentaban continuamente con jactancias y secretos. Y yo le ofrecí a tía Su un secreto del cual jactarse.

Un domingo, después de pasear por North Beach, le sugerí a Rich que hiciéramos una visita por sorpresa a tía Su y tío Canning. Vivían en Leavenworth, unas pocas manzanas al oeste del apartamento de mi madre. Caía la tarde, y llegamos cuando tía Su estaba haciendo la cena.

– ¡Cenad con nosotros! -insistió.

– No, no, sólo pasábamos por aquí y…

– Ya he hecho suficiente comida. ¿Veis? Una sopa para cuatro. Si no la tomáis, a la basura. ¡Una pérdida!

¿Cómo podíamos negamos? Tres días después, Rich y yo enviamos una carta de agradecimiento a tía Suyuan. «Rich me ha dicho que fue la comida china más deliciosa que ha probado jamás», le escribí.

Y al día siguiente mi madre me llamó e invitó a una cena para celebrar tardíamente el cumpleaños de mi padre. Mi hermano Vincent iría con su novia, Lisa Lum. Yo también podía ir acompañada de un amigo.


Sabía que iba a hacer eso, porque mediante sus habilidades culinarias mi madre expresaba su amor, su orgullo, suponer, y demostraba que sabía más que tía Su.

– Luego no te olvides de decirle que su comida ha sido la mejor que has probado jamás, mucho mejor que la de tía Su -le dije a Rich-. Créeme.

La noche de la cena me senté en la cocina, mirando cómo trabajaba, esperando el momento apropiado para hablarle de nuestros planes de matrimonio, nuestra decisión de casarnos en julio, unos siete meses después. Ella estaba cortando una berenjena y al mismo tiempo hablaba de tía Suyuan:

– Sólo sabe cocinar mirando una receta. En cambio, yo tengo las instrucciones en los dedos. ¡Me basta el olfato para saber qué ingredientes secretos debo añadir!

Cortaba con tal ferocidad, aparentemente sin prestar atención a la afilada cuchilla, que temía que las puntas de sus dedos se convirtieran en uno de los ingredientes del plato ce cerdo desmenuzado con berenjena.

Confiaba en que ella dijera primero algo sobre Rich. Había visto su expresión cuando abrió la puerta, la forzada sonrisa mientras le miraba de la cabeza a los pies, confrontando su evaluación con la que ya le había dado tía Suyuan. Traté de prever las críticas que le haría.

Rich no sólo no era chino, sino que tenía varios años menos que yo y, por desgracia, parecía mucho más joven con el cabello rojizo y rizado, la piel suave y pálida y las pecas anaranjadas en la nariz. Era más bien bajo y de complexión maciza. Enfundado en su traje de calle oscuro, tenía un aspecto agradable pero fácil de olvidar, como el sobrino de alguien en un funeral. Por eso no me fijé en él durante el primer año que trabajamos juntos. Pero mi madre reparó en todo.

– Bueno, ¿qué te parece Rich? -le pregunté finalmente, reteniendo el aliento.

Ella echó la berenjena en el aceite hirviendo, produciendo un ruido estridente, chirriante, airado.

– Tiene demasiados lunares en la cara -replicó. Sentí como si me clavaran alfileres en la espalda.

– Son pecas, y las pecas son una señal de buena suerte, ¿sabes? -Hablé un tanto acaloradamente, alzando la voz para hacerme oír por encima del estrépito de la cocina.

– ¿Ah, sí? -dijo ella, con tono de inocencia.

– Sí, cuantos más lunares, mejor. Todo el mundo sabe eso.

Ella reflexionó un momento y luego sonrió y habló en chino:

– Tal vez sea cierto. De pequeña tuviste la varicela. Te salieron tantas manchas que tuviste que quedarte diez días en casa, y por eso pensaste que eras afortunada.

No pude salvar a Rich en la cocina, como tampoco pude hacerlo más tarde, en el comedor.

Rich había llevado una botella de vino francés, sin saber que mis padres no serían capaces de apreciarlo. Ellos ni siquiera tenían copas de vino. Luego cometió el error de llenar no una sino dos veces un vaso de vidrio mate, cuando los demás tomaron un dedo, «sólo para probado»,

Cuando le ofrecí a Rich un tenedor, él insistió en usar los resbaladizos palillos de marfil, que sostenía extendidos como las patas patizambas de un avestruz, mientras cogía un gran pedazo de berenjena empapada en salsa. A medio camino entre el plato y su boca abierta, la berenjena le cayó sobre la impecable camisa blanca y se deslizó hacia la entrepierna. Pasaron varios minutos antes de que Shoshana dejara de reír ruidosamente.

Entonces se sirvió grandes porciones de gambas y guisantes, sin darse cuenta de que lo cortés era tomar sólo una cucharada, hasta que todos los demás se hubieran servido un poco. Rechazó las legumbres verdes salteadas, las tiernas y caras hojas de las plantas de habichuelas arrancadas antes de que los brotes se convirtieran en judías, y Shoshana se negó también a comerlas, señalando a Rich: «¡El no las ha comido! ¡El no las ha comido!».

Creyó ser cortés al rechazar segundas porciones cuando debería haber seguido el ejemplo de mi padre, que aceptaba ostentosamente segundas, terceras y hasta cuartas porciones pequeñas, diciendo siempre que no podía resistirse a tomar otro bocado de tal o cual cosa, y luego quejándose porque estaba tan repleto, según él, que iba a reventar.

Pero lo peor fue cuando Rich criticó la comida de mi madre sin saber siquiera lo que estaba haciendo. Como manda la costumbre china, mi madre siempre hacía observaciones en menoscabo de su propia habilidad culinaria. Aquella noche decidió hacer de su famoso cerdo al vapor con verduras confitadas, que siempre servía con especial orgullo, el blanco de su denigración.

Ai! Este plato no bastante salado, no tiene sabor -se quejó tras probar un bocado-. No se puede comer.

Con esto daba pie a los comensales para que comieran un poco y proclamaran que era el mejor plato que había cocinado jamás. Pero antes de que pudiéramos hacerlo, Rich le dijo:

– Mire, todo lo que necesita es un poco de salsa de soja.

Y procedió a verter un río del salado líquido negro en la fuente del cerdo, ante los ojos horrorizados de mi madre.

Aunque confié durante toda la cena en que ella viera de algún modo la amabilidad de Rich, su sentido del humor y su encanto juvenil, sabía que su comportamiento había sido intolerable para ella.

Rich, por supuesto, tenía una opinión diferente sobre el desarrollo de la velada. Aquella noche, una vez en casa y tras acostar a Shoshana, me dijo humildemente:

– Creo que lo hemos hecho muy bien, cariño.

Tenía el aspecto de un perro dálmata, jadeante, leal, esperando que le den unas palmaditas.

– Humm -repliqué.

Me estaba poniendo una camisa de dormir vieja, señal de que no tenía ganas de atenciones amorosas. Aún me estremecía al pensar en los firmes apretones de mano que Rich, había dado a mis padres, con la misma familiaridad que empleaba con sus nuevos y nerviosos clientes. «Linda, Tim», les dijo. «Estoy seguro de que volveremos a vemos pronto.» Mis padres se llaman Lindo y Tin Jong, y nadie, excepto unos pocos viejos amigos de la familia, les llama jamás por su nombre de pila.

– Dime, ¿cómo reaccionó cuando se lo dijiste?

Supe que se refería a nuestro matrimonio. Anteriormente le había dicho a Rich que primero hablaría con mi madre y dejaría que ella le diera la noticia a mi padre.

– No he tenido ocasión de decírselo -repliqué.

Y era cierto. ¿Cómo podría haberle dicho a mi madre que íbamos a casarnos si cada vez que estábamos a solas ella comentaba cuánto vino caro le gustaba beber a Rich, o lo pálido y enfermizo que parecía, o lo triste que estaba Shoshana?

Rich me sonrió.

– ¿Tanto cuesta decirles: «Mamá, papá, voy a casarme»?

– No lo entiendes. No puedes comprender a mi madre.

Rich meneó la cabeza.

– ¡Uf! En eso tienes razón. Habla un inglés tan malo… ¿Sabes? Cuando hablaba de ese tipo muerto que sale en Dinastía, creí que se refería a algo que sucedió en China hace mucho tiempo.


***

Aquella noche, después de la cena, permanecí despierta en la cama, tensa. Sentía una profunda decepción por el último fracaso, empeorada por el hecho de que Rich no parecía darse cuenta de nada. Era tan patético… Me sobresalté al repetir esas palabras. ¡Tan patético! Mi madre volvía a influir en mí, me hacía ver negro donde antes veía blanco. En sus manos era siempre un peón, sólo podía huir, mientras que ella era la reina, capaz de moverse en todas las direcciones, implacable en su persecución, capaz de descubrir mis puntos débiles.

Me desperté tarde, con los dientes apretados y los nervios de punta. Rich ya se había levantado y duchado, y estaba leyendo el periódico dominical.

– Buenos días, muñeca -me dijo entre los crujidos que hacía al masticar copos de maíz.

Me puse el chándal y los zapatos de correr, salí de casa, subí al coche y me dirigí al piso de mis padres.

Marlene estaba en lo cierto. Tenía que decirle a mi madre… que sabía lo que estaba haciendo, no se me ocultaban sus tretas para que me sintiera desdichada. Cuando llegué a la casa había acumulado suficiente ira para detener un millar de cuchillos lanzados contra mí.

Mi padre abrió la puerta y pareció sorprenderse al verme.

– ¿Dónde está mamá? -le pregunté, procurando ocultar mi agitación. El señaló la sala, al fondo.

La encontré profundamente dormida en el sofá, con la cabeza apoyada en un pequeño tapete blanco bordado. Tenía la boca abierta y todas las arrugas de su rostro se habían esfumado. Con esa suavidad de la cara parecía una muchacha frágil, cándida e inocente. Un brazo le colgaba límpido al lado del sofá, el pecho estaba quieto, toda su fuerza había desaparecido. No tenía armas ni estaba rodeada de demonios. Parecía impotente, derrotada.

Entonces se apoderó de mí el temor de que tuviera aquel aspecto porque era cadáver, que hubiera muerto mientras yo tenía pensamientos terribles acerca de ella. Había deseado apartarla de mi vida y ella accedió, saliendo de su cuerpo para huir de mi odio intenso.

– ¡Mamá! -grité-. ¡Mamá! -Se me quebró la voz y empecé a llorar.

Ella abrió los ojos lentamente y movió las manos.

– Shemma? Ah, Meimei, ¿eres tú?

Me quedé sin habla. No me había llamado Meimei, el nombre de mi infancia, desde hacía muchos años. Se irguió y reaparecieron las arrugas en su rostro, sólo que ahora parecían menos profundas, como tenues surcos de preocupación.

– ¿A qué has venido? ¿Por qué lloras? ¡Ha ocurrido algo!

No sabía qué hacer ni decir. Me parecía que en cuestión de segundos había dejado de sentirme airada por su fuerza para asombrarme de su inocencia y luego asustarme por su vulnerabilidad. Y ahora me sentía extrañamente débil, como si alguien me hubiera desenchufado y se hubiese interrumpido la corriente que me recorría.

– No ha ocurrido nada, de veras -le dije con la voz ronca-. No sé por qué estoy aquí. Quería hablar contigo… quería decirte… Rich y yo vamos a casamos.

Cerré los ojos con fuerza, esperando oír sus protestas sus lamentos, la voz seca pronunciando algún veredicto doloroso.

– Jrdaule (Ya lo sabía) -dijo ella, como para preguntarme por qué se lo decía de nuevo.

– ¿Lo sabes?

– Claro. Aunque no me lo hubieras dicho lo sabría.

Aquello era peor de lo que había imaginado. Lo había sabido desde el principio, cuando criticó el chaquetón de visón, cuando menospreció las pecas de Rich y se quejó de su manera de beber. Ella no le aprobaba.

– Sé que le odias -dije con la voz temblorosa-. Sé que no te parece lo bastante bueno, pero yo…

– ¿Odiarle? ¿Por qué crees que odio a tu futuro marido?

– Nunca quieres hablar de él. El otro día, cuando empecé a hablarte de él y Shoshana en el Exploratorium, tú… cambiaste de tema… empezaste a hablar de la cirugía explotoria de papá y entonces…

– ¿Qué es más importante, explorar la diversión o explorar la enfermedad?

Esta vez no iba a dejarla escapar.

– Y luego, al verle, dijiste que tenía lunares en la cara.

Ella me miró, perpleja.

– ¿No es eso cierto?

– Sí, pero lo dijiste sólo por malicia, para herirme, para…

Ai-ya, ¿por qué piensas tan mal de mí? -Su rostro parecía viejo y lleno de aflicción-. Entonces crees que tu madre es muy mala. Crees que tengo una intención secreta, pero eres tú quien la tiene. Ai-ya! ¡Mi hija cree que soy tan mala!

Se sentó en el sofá, erguida y orgullosa, la boca apretada, las manos entrelazadas, los ojos abrillantados por el llanto.

¡Ah, su fuerza!, ¡sus debilidades!, una y otras tirando de mí, desgarrándome. Mi cabeza iba por un lado y mi corazón por otro. Me senté en el sofá, a su lado, cada una conmocionada conducta de la otra.

Me sentía como si hubiera perdido una batalla, aunque sin saber que estaba librando. La fatiga se apoderó de mí.

– Me voy a casa -le dije finalmente-. No me encuentro muy bien.

– ¿Estás enferma? -murmuró ella, poniéndome la mano en la frente.

– No -le dije rotundamente. Quería marcharme-. Es que… No sé lo que ocurre ahora en mi interior.

– Entonces te lo diré. -Me quedé mirándola, sorprendida. Ella continuó en chino-: La mitad de todo lo que hay dentro de ti procede del lado paterno. Eso es natural. Son del clan Jong, gente de Cantón, buena y honesta, aunque a veces tengan mal genio y sean tacaños. Tienes un ejemplo en tu padre, ya sabes cómo puede ser a menos que le llame la atención. -Me pregunté por qué me decía eso, qué relación tenía con mi situación. Pero mi madre siguió hablando, con una ancha sonrisa, agitando la mano-. Y la mitad de lo que hay en tu interior procede de mí, tu lado materno, del clan Sun de Taiyuan.

Escribió los ideogramas en el dorso de un sobre, olvidando que no sé leer el chino.

– Somos inteligentes, muy fuertes, astutos y famosos como guerreros. Conoces a Sun Yat-sen, ¿no? -Asentí-. Pertenece al clan de los Sun, pero su familia se trasladó al sur hace muchos siglos, por lo que no es exactamente del mismo clan. Mi familia siempre ha vivido en Taiyuan, incluso desde antes de la época de Sun Wei. ¿Conoces Sun Wei?

Negué con la cabeza. Aunque seguía sin saber adónde quería ir a parar con todo aquello, me sentía tranquilizada. Parecía ser la primera vez que sosteníamos una conversación casi normal.

– Combatió contra Genghis Khan, y cuando los soldados mongoles dispararon contra los guerreros de Sun Wei… ¡ja!… sus flechas rebotaron en los escudos como la lluvia sobre las piedras. ¡Sun Wei había hecho una especie de blindaje tan fuerte que Genghis Khan creyó que era cosa de magia!

– Entonces Genghis Khan debió de inventar unas flechas mágicas -comenté-. Al fin y al cabo conquistó China.

Mi madre prosiguió como si no me hubiera oído nada.

– Eso es cierto, siempre sabemos cómo ganar. Así pues, ahora sabes lo que hay en tu interior: casi todo es buen material de Taiyuan.

– Supongo que los chinos sólo hemos evolucionado para ganar en el mercado de juguetes y aparatos electrónicos -le dije.

– ¿Cómo sabes eso? -me preguntó ella ansiosa.

– Se ve por todas partes. Made in Taiwan.

– Ai! -exclamó ella, quejumbrosa-. ¡No soy de Taiwan!

Y así, de repente, la frágil conexión que estábamos efectuando empezó a romperse.

– Nací en China, en Taiyuan -puntualizó-. Taiwan no es China.

– Bueno, creí que decías «Taiwan» porque suena del mismo modo -aduje, irritada porque le molestara un error tan poco intencionado.

– ¡Suena de un modo totalmente distinto! -dijo resoplando-. ¡El país es por completo diferente! Los que viven ahí sólo sueñan que eso es China, porque si eres chino nunca puedes apartar a China de tu mente.

Habíamos llegado a un punto muerto. Hubo una pausa de silencio y luego apareció un brillo en sus ojos.

– Escucha bien. También puedes decir que el nombre de Taiyuan es Bing. Todos los habitantes de esa ciudad la llaman así. Te será más fácil decido. Bing es un sobrenombre.

Escribió el ideograma y asentí, como si así quedara todo claro.

– Aquí ocurre lo mismo -añadió en inglés-. Llamáis La Manzana a Nueva York y Frisco a San Francisco.

– Nadie llama así a San Francisco! -repliqué, riendo-. La gente que la llama así es tonta.

– Ahora comprendes lo que quiero decir -dijo mi madre en tono triunfante.

Sonreí. Era cierto, por fin la comprendía. No lo que acababa de decir, sino lo que había sido verdadero desde el principio.

Vi por qué había estado luchando: era por mí, una niña asustada que huyó mucho tiempo atrás hacia un lugar que imaginaba más seguro. Y oculta en aquel lugar, detrás de mis barreras invisibles, sabía lo que había al otro lado: sus ataques laterales, sus armas secretas, su misteriosa habilidad para descubrir mis puntos más débiles. Pero en el breve instante en que me asomé por encima de las barreras, pude ver por fin lo que realmente había allí: una anciana con una freidora por armadura, una aguja de hacer punto por espada, gruñendo un poco mientras esperaba pacientemente a que su hija la invitara a pasar.


***

Rich y yo hemos decidido aplazar nuestra boda. Mi madre dice que julio no es una buena época para ir a China de luna de miel. Lo sabe bien porque ella y mi padre acaban de regresar de un viaje a Pekín y Taiyuan.

– En verano hace demasiado calor. ¡Te saldrán más lunares y entonces toda la cara se te pondrá roja! -le dice a Rich, y éste sonríe, hace un gesto con el pulgar hacia mi madre y me comenta:

– ¿Puedes creer lo que sale de su boca? Ahora sé de dónde de has sacado tu naturaleza dulce y llena de tacto.

– Debéis ir en octubre. Es la mejor época. No hace mucho calor ni mucho frío. Yo también estoy pensando en volver por entonces -dice con firmeza, pero se apresura a añadir-: ¡No con vosotros, por supuesto!

Me río nerviosamente y Rich bromea:

– Eso sería estupendo, Lindo. Podrías traducirnos los menús y asegurarte de que no comemos serpientes o perros por error.

A punto estoy de darle un puntapié.

– No, no es eso lo que quiero decir -insiste mi madre-. No os pido tal cosa.

Y yo sé lo que quiere decir realmente. Le encantaría ir a China con nosotros, y yo lo detestaría. Tres semanas aguantando sus quejas sobre los palillos sucios y la sopa fría, tres comidas al día… No, sería un desastre.

Pero por otro lado la idea me parece muy acertada. Los tres dejaríamos atrás nuestras diferencias, nos sentaríamos lino junto al lado en el avión, despegaríamos, nos alejaríamos de Occidente rumbo al Oriente.

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