JING-MEI WOO

De la mejor calidad

Hace cinco años, después de una cena a base de cangrejo para celebrar el Año Nuevo chino, mi madre me dio mi «importancia de la vida», un colgante de jade con una cadena de oro. Personalmente, no habría elegido ese colgante, del tamaño de mi dedo meñique, jaspeado en blanco y verde e intrincadamente tallado. El efecto de conjunto me parecía erróneo: demasiado grande, demasiado verde, demasiado llamativo. Lo guardé en mi joyero de laca y me olvidé de él.

Pero últimamente pienso a menudo en la importancia de mi vida y me pregunto qué significa, porque mi madre murió hace tres meses, seis días antes de que yo cumpliera los treinta y seis, y ella era la única persona a la que podría habérselo preguntado, haberle pedido que me hablara de la importancia de mi vida, que me ayudara a comprender mi aflicción.

Ahora llevo a diario ese colgante. Creo que las tallas significan algo, porque las formas y los detalles, en los que nunca reparo hasta que alguien me los indica, siempre significan algo para los chinos. Sé que podría preguntarle a tía Lindo, a tía An-Mei o a otros amigos chinos, pero también sé que me explicarían un significado totalmente distinto del que le habría dado mi madre. ¿Y si me dijeran que esa línea curva que se ramifica en tres formas ovales es un granado y que mi madre me deseaba fertilidad y descendencia? ¿Y si mi madre hubiera dado a las tallas el significado de una rama de peral, para proporcionarme pureza y honestidad? ¿O gotitas de la montaña mágica con diez mil años de antigüedad, que darían orientación a mi vida y mil años de fama e inmortalidad?

Y Como pienso constantemente en esto, siempre me fijo en quienes llevan los mismos colgantes de jade, no los medallones rectangulares planos o los blancos redondeados con orificios en el centro, sino los que son como el mío, una figura oblonga de cinco centímetros de longitud y color verde manzana. Es como si todos hubiéramos jurado la misma alianza secreta, tan secreta que ni siquiera supiéramos lo que tenemos en común. Por ejemplo, el último fin de semana vi a un camarero que llevaba uno. Mientras acariciaba mi colgante, le pregunté:

– ¿De dónde ha sacado el suyo?

– Me lo dio mi madre.

Inquirí por qué motivo, pregunta impertinente que sólo un chino puede hacerle a otro chino. Entre una multitud de blancos, dos chinos ya son como dos miembros de la misma familia.

– Me lo dio después de mi divorcio. Supongo que con esto quiso decir que aún seguía valiendo algo.

Y, por el deje de extrañeza en su voz, supe que no tenía la menor idea de lo que el colgante significaba realmente.


Para la cena del último Año Nuevo chino mi madre cocinó once cangrejos, uno por persona y un cangrejo de más. Los había comprado en la calle Stockton de Chinatown. Bajamos la pendiente pronunciada en cuya cima se alza la casa familiar, el piso bajo de un edificio de seis plantas del que son propietarios, en Leavenworth, cerca de California. La vivienda estaba a sólo seis manzanas de la pequeña agencia publicitaria donde trabajo como creativa, por lo que dos o tres veces a la semana pasaba por allí a la salida de la oficina. Mi madre siempre tenía suficiente comida e insistía en que me quedara a cenar.

Esta vez el Año Nuevo chino cayó en jueves, y salí pronto del trabajo para ayudar a mi madre en la compra. Mi madre tenía setenta y un años, pero aún caminaba briosamente, con su menudo cuerpo erguido, la actitud decidida, y una bolsa de plástico, decorada con flores de colores chillones, en la mano. Yo iba detrás de ella, tirando del carrito metálico de la compra.

Cada vez que íbamos a Chinatown, señalaba a otras mujeres chinas de su edad.

– Señoras de Hong Kong -decía, mirando a dos damas muy elegantes, con largos abrigos de visón oscuro y el cabello negro perfectamente peinado-. Cantonesas, pueblerinas -susurraba al pasar junto a unas mujeres con gorros de lana, chaquetas acolchadas y chalecos de hombre.

Mi madre, con unos pantalones de poliéster azul claro, un suéter rojo y una chaqueta de color verde que le daba un aspecto infantil, no se parecía a nadie. Llegó a los Estados Unidos en 1949, tras un largo viaje iniciado en Kweilin en 1944. Fue al norte, hacia Chungking, donde se reunió con mi padre. Luego los dos se dirigieron al sudeste, a Shanghai, y huyeron más al sur, hasta Hong Kong, de donde zarpó el barco rumbo a San Francisco. Mi madre procedía de muchas direcciones diferentes.

Y ahora rezongaba, al ritmo de su paso cuesta abajo.

– Aunque no quieras, sigues con ellos -decía, irritada de nuevo con los inquilinos que vivían en el primer piso.

Dos años atrás había tratado de desalojarlos, con el pretexto de que unos parientes de China irían a vivir allí. Pero la pareja vio su estratagema para zafarse del control de alquileres, y dijeron que no se moverían de allí hasta que aparecieran los parientes. A partir de entonces tuve que escuchar a mi madre el relato de cada nueva injusticia que le infligía aquella gente.

Según ella, el hombre de cabellos grises ponía demasiadas bolsas en los cubos de basura, cosa que representaba «un coste extra». Y la mujer, muy elegante, con tipo de artista y pelo rubio, al parecer había pintado el piso de atroces colores rojo y verde.

– Es horrible -gemía mi madre-. Y además se bañan dos o tres veces al día. ¡El agua corre, corre, corre y nunca para!

A cada paso que daba su ira iba en aumento.

– La semana pasada el waigoren me acusó. -Se refería a todos los occidentales como waigoren, extranjeros-. Dicen que envenené un pescado y maté a ese gato.

– ¿Qué gato? -le pregunté, aunque sabía exactamente de cuál me hablaba.

Había visto muchas veces aquel animal de una sola oreja y rayas grises, que había aprendido a saltar al alféizar de la ventana en la cocina de mi madre, quien se ponía de puntillas y golpeaba el vidrio para asustarle, pero el gato no se movía y respondía con un siseo de desagrado a sus gritos.

– Ese gato que siempre levanta la cola para hacer pipí junto a mi puerta.

Una vez la vi ahuyentarle del hueco de la escalera, con un cazo de agua hirviendo. Sentí la tentación de preguntarle si realmente había envenenado un pescado, pero sabía que nunca debía enfrentarme a ella.

– ¿Qué le pasó a ese gato? -le pregunté.

– ¡Se fue! ¡Desapareció! -Levantó los brazos, sonriente, y por un momento pareció complacida, pero no tardó en fruncir el ceño de nuevo-. Y ese hombre alzó la mano así, me enseñó su feo puño y me dijo que soy la peor casera de Fukien. Yo no procedo de Fukien. ¡Ah! ¡No sabe nada! -concluyó, satisfecha por haber puesto a aquel hombre en su lugar.

Al llegar a la calle Stockton, fuimos de una pescadería otra, buscando los cangrejos más vivos.

– No cojas ninguno muerto -me advirtió mi madre en chino-. Ni siquiera un mendigo se comería un cangrejo muerto.

Yo empujaba los cangrejos con un lápiz para comprobar su vitalidad. Si uno de ellos se aferraba al lápiz, lo sacaba y lo metía en una bolsa de plástico. Uno de los que cogí de esa manera estaba trabado con otro cangrejo, y al tirar de él perdió una pata.

– Devuélvelo -susurró mi madre-. La falta de una pata es mala señal en el Año Nuevo chino.

Pero un hombre con delantal blanco se nos acercó y se puso a hablar a gritos con mi madre en cantonés. Ella, que hablaba el cantonés tan mal que apenas lo diferenciaba del mandarín, le replicaba con la misma vehemencia, señalando el cangrejo cojo. Tras un intercambio de palabras violentas, aquel cangrejo fue a parar a nuestra bolsa.

– No importa -dijo mi madre-. Este será el número once, un cangrejo extra.

Una vez en casa, mi madre sacó los cangrejos de sus envoltorios de papel de periódico y los echó en la pila llena de agua fría. Sacó una vieja tabla de madera y una cuchilla, cortó el jengibre y las cebolletas y vertió salsa de saja y aceite de sésamo en un plato. La cocina olía a periódicos mojados y a fragancias chinas.

Entonces cogió los cangrejos por el lomo, uno tras otro, los sacó de la pila y los agitó hasta que estuvieron secos y despiertos. Los animales flexionaron sus patas en el aire, entre la pila y los fogones. Mi madre los colocó en una marmita de varios niveles, apoyada sobre dos fuegos de la cocina, tapó el recipiente y encendió los fogones. No soportaba veda hacer eso, de modo que me fui al comedor.

Cuando tenía ocho años, jugué con un cangrejo que mi madre había comprado para la cena el día de mi cumpleaños. Lo tocaba y saltaba hacia atrás cada vez que él extendía sus pinzas. Cuando por fin se levantó y caminó sobre la encimera, pensé que habíamos llegado a entendemos muy bien, pero antes de que pudiera decidir qué nombre le pondría a mi nuevo animalito doméstico, mi madre lo echó en una cacerola con agua fría y lo puso al fuego. Observé con creciente temor cómo se calentaba el agua y la cacerola matraquecaba con el cangrejo que intentaba huir de la sopa a la que él mismo proporcionaba sustancia. Todavía hoy me acuerdo de aquel cangrejo que gritaba mientras deslizaba una pinza de color rojo brillante sobre el borde de la cacerola burbujeante. Debía de ser mi propia voz, porque ahora sé, por supuesto, que los cangrejos no tienen cuerdas vocales, y también trato de convencerme de que no tienen suficiente cerebro para conocer la diferencia entre un baño caliente y una muerte lenta.

Mi madre había invitado a la cena de Año Nuevo a sus viejos amigos Lindo y Tin Jong. Sin necesidad de preguntárselo, yo sabía que vendrían también los hijos de los Jong: Vincent, de treinta y siete años, que vivía aún en casa de sus padres, y su hija Waverly, más o menos de mi edad. Vincent telefoneó para preguntar si podía llevar a su novia, Lisa Lum. Waverly dijo que iría con su nuevo prometido, Rich Shields, quien, como Waverly, era abogado especializado en tributación y trabajaba en Price Waterhouse. Añadió que Shoshana, su hija de cuatro años, habida en un matrimonio anterior, quería saber si mis padres tenían vídeo para ver la película Pinocho en caso de que se aburriera. Mi madre también me recordó que debía invitar al señor Chong, mi antiguo profesor de piano, que aún vivía a tres manzanas de distancia, en nuestra casa anterior.

Entre los invitados, mis padres y yo sumábamos once personas, pero mi madre sólo había contabilizado diez, pues para ella la pequeña Shoshana no contaba, por lo menos como consumidora de cangrejo. No se le había ocurrido que quizá Waverly pensara de otro modo.

Cuando pasaron alrededor de la mesa la fuente de humeantes cangrejos, Waverly fue la primera en servirse y eligió el mejor crustáceo, el más brillante y rollizo, que depositó en el plato de su hija. Luego eligió el mejor de los restantes para Rich y cogió otro buen ejemplar para ella. Y como había aprendido de su madre esta habilidad de escoger lo mejor, era muy natural que la señora Jong supiera elegir los mejores cangrejos que quedaban para su marido, su hijo, la novia de éste y ella misma. Y mi madre, naturalmente, examinó los cuatro últimos cangrejos y ofreció el que parecía mejor al abuelo Chong, porque tenía cerca de noventa años y se merecía esa clase de respeto, y luego eligió otro bueno para mi padre. Quedaron, pues, dos cangrejos en la fuente: uno grande, de color naranja desvaído, y el número once, el de la pata arrancada.

Mi madre agitó la fuente delante de mí.

– Cógelo, ya está frío -me dijo.

Desde aquel día de mi cumpleaños en que vi el cangrejo hervido vivo, no era muy aficionada a ese manjar, pero sabía que no podía rechazarlo. Las madres chinas no expresan el amor que sienten por sus hijos con besos y abrazos, sino con severos ofrecimientos de budín al vapor, menudillos de pato y cangrejo.

Pensé que lo correcto sería tomar el cangrejo al que le faltaba una pata, pero mi madre gritó:

– ¡No! ¡No! Cómete el grande. Yo no podría terminarlo.

Recuerdo los ruidos que hacían todos, quebrando los caparazones, chupando la carne de cangrejo, rebañando los restos con las puntas de los palillos… y el silencio de mi madre. Fui la única que reparó en que abría el caparazón, husmeaba el cuerpo del cangrejo y se levantaba para ir a la cocina, con el plato en la mano. Regresó sin el cangrejo, pero con más cuencos de salsa de soja, jengibre y cebolletas.

Y entonces, ya con los estómagos llenos, todos se pusieron a hablar por los codos.

– ¡Suyuan! -llamó tía Lindo a mi madre-. ¿Por qué te has puesto ese color? -Señaló con una pata de cangrejo el suéter rojo de mi madre-. ¿Cómo puedes llevar todavía ese color? -la regañó-. ¡Demasiado joven!

Mi madre actuó como si le hubiera hecho un cumplido.

– Emporium Capwell -replicó-. Diecinueve dólares. Más barato que si me lo hubiera hecho yo misma.

Tía Lindo asintió, como si el color mereciera aquel precio. Entonces dirigió la pata de cangrejo hacia su futuro yerno, Rich, y dijo:

– Fijaos en ése. No sabe comer la comida china.

– El cangrejo no es chino -dijo Waverly quejumbrosa.

Era sorprendente que Waverly siguiera hablando igual que veinticinco años atrás, cuando teníamos diez y ella me anunció en aquel mismo tono: «No eres un genio como yo».

Tía Lindo miró a su hija con exasperación.

– ¿Cómo sabes lo que es chino y lo que no lo es? -Entonces se volvió hacia Rich y le preguntó con mucha autoridad-: ¿Por qué no comes la mejor parte?

Vi que Rich le sonreía, divertido y sin el menor asomo de humildad en el semblante. Tenía el mismo color que el cangrejo de su plato: pelo rojizo, piel cremosa pálida y grandes pecas anaranjadas. Sonriente, tía Lindo le demostró la técnica apropiada, introduciendo un palillo en la parte esponjosa anaranjada.

– ¿Ves? Tienes que sacar esto. El seso es lo más sabroso. Anda, inténtalo.

Waverly y Rich se miraron e hicieron una mueca de repugnancia. Oí que Vincent y Lisa se susurraban: «Qué vulgaridad», y reían disimuladamente.

El tío Tin empezó a reír entre dientes, para hacemos saber que también él tenía su chiste personal y, a juzgar por su preámbulo de bufidos y palmadas en las piernas, debía de haberlo ensayado innumerables veces.

– Le digo a mi hija: eh, ¿por qué ser pobre? ¡Cásate con un rico! -Soltó una risotada y dio un leve codazo a Lisa, sentada a su lado-. Eh, ¿no lo captas? Te lo explicaré. Va a casarse con este muchacho, Rich, porque yo le digo: cásate con un rico. [6]

– ¿Cuándo vais a casaros? -preguntó Vincent.

– Yo podría haceros la misma pregunta -replicó Waverly. Lisa pareció azorada al ver que Vincent daba la callada por respuesta.

– ¡No me gusta el cangrejo! -gimió Shoshana.

– Bonito peinado -me dijo Waverly desde el otro lado de la mesa.

– Gracias. David siempre me hace un buen trabajo.

– ¿Quieres decir que todavía vas a ese peluquero de la calle Howard? -me preguntó, arqueando una ceja-. ¿No tienes miedo?

Percibí el peligro, pero aun así le dije:

– ¿Por qué iba a tener miedo? Siempre lo hace muy bien.

– Quiero decir que es gay -dijo Waverly-. Podría tener el sida, y te corta el pelo, que es como cortar un tejido vivo. Tal vez parezca paranoica, como madre que soy, pero es que últimamente no puedes estar nunca lo bastante segura…

Me quedé con la desagradable sensación de tener el pelo cuajado de virus.

– Deberías ver a mi peluquero, el señor Rory. Hace un trabajo fabuloso, aunque es probable que cobre más de lo que estás acostumbrada a pagar.

Sentí deseos de gritar. Mi amiga de la infancia sabía ser tan insultante… Por ejemplo, cada vez que le planteaba sencillas cuestiones sobre los impuestos, ella tergiversaba mis palabras y daba la sensación de que yo era demasiado mísera para pagar su asesoramiento legal. Decía más o menos: «La verdad es que no me gusta hablar de aspectos contributivos importantes fuera de mi despacho. Imagina que me planteas una cuestión fiscal de pasada, mientras comemos, con la informalidad propia de la situación, y yo te doy un consejo igualmente informal. Luego lo sigues y resulta que era erróneo, porque no me diste toda la información. Me sentiría muy mal, y tú probablemente también, te perjudicarías, ¿no crees?».

En aquella cena de Año Nuevo me enfureció tanto lo que había dicho de mi pelo que quise ponerla en un brete, revelar a todos los demás lo mezquina que era. Así pues, decidí sacar a colación el trabajo que había hecho por mi cuenta para su empresa, un folleto publicitario de ocho páginas sobre los servicios que ofrecía. Más de treinta días después de la presentación de mi factura, la empresa seguía sin pagarme.

– Tal vez podría permitirme los precios del señor Rory si una empresa que yo sé me pagara a su debido tiempo -le dije con una sonrisa burlona.

Me complació ver la reacción de Waverly. Estaba realmente turbada, sin habla. No pude resistir la tentación de remachar el clavo:

– Me parece muy irónico que una gran firma de gestión administrativa ni siquiera pueda pagar sus facturas a tiempo. En serio, Waverly, ¿para qué clase de empresa estás trabajando?

Ella permaneció callada y sombría.

– ¡Vamos, vamos, chicas, basta de peleas! -dijo mi padre, como si Waverly y yo aún fuésemos niñas discutiendo por un triciclo o unos lápices de colores.

– Tiene razón. Este no es el momento de hablar de esas cosas -dijo Waverly en voz baja.

– Bueno, ¿qué creéis que van a hacer los Giants en el próximo partido? -intervino Vincent, tratando de hacer gracia. Nadie se rió.

Esta vez no estaba dispuesta a dejarla escapar.

– Pero cada vez que te llamo por teléfono, tampoco puedes hablar del asunto -le dije.

Waverly miró a Rich, que se encogió de hombros. Ella se volvió hacia mí y suspiró.

– Mira, June, no sé cómo decírtelo… Ese texto que escribiste… en fin, la empresa decidió que era inaceptable.

– Estás mintiendo. Me dijiste que estaba muy bien.

Waverly suspiró de nuevo.

– Sí, te lo dije, porque no quería herir tus sentimientos.

Trataba de ver si podíamos arreglarlo de algún modo, pero no hay manera.

Y así, de improviso, empecé a debatirme, arrojada sin previo aviso a unas aguas profundas, ahogándome, desesperada.

– La mayor parte de los textos publicitarios necesitan una depuración -comenté-. Es… normal que no salgan perfectos a la primera. Debería haber explicado mejor el proceso que siguen.

– June, no creo que sea necesario…

– Las nuevas redacciones son gratuitas. Estoy tan interesada como tú en que el trabajo sea perfecto.

Waverly no pareció haberme escuchado.

– Estoy tratando de convencerles para que te paguen por lo menos parte del tiempo empleado. Sé que has trabajado mucho en ello… Te debo eso por lo menos, por haberte sugerido que lo hicieras.

– Dime simplemente lo que quieren cambiar. Te llamaré la semana próxima para que podamos revisarlo, línea por línea.

– June… no puedo -dijo Waverly con fría determinación-. No es… sofisticado. Estoy segura de que lo que haces para otros clientes es maravilloso, pero la nuestra es una gran empresa, necesitamos a alguien que comprenda… nuestro estilo. -Dijo esto último llevándose la mano al pecho, como si se refiriese a su estilo. Entonces se rió alegremente-. En fin, June, lo que has hecho… -y empezó a hablar con una voz profunda de presentadora de televisión-: Tres beneficios, tres necesidades, tres razones para comprar… Satisfacción garantizada… para sus necesidades impositivas de hoy y de mañana…

Dijo esto de una manera tan curiosa que todos lo tomaron por un buen chiste y se rieron. Y entonces, para empeorar las cosas, oí que mi madre le decía:

– Cierto, ella no puede dar lecciones de estilo. June no es sofisticada como tú. Debe de haber nacido así.

Me sorprendió comprobar lo humillada que me sentía. Una vez más, Waverly se había burlado de mí, y ahora me había traicionado mi propia madre. Hice tal esfuerzo por sonreír que el labio inferior me temblaba a causa de la tensión. Intenté buscar alguna otra cosa en la que concentrarme, y recuerdo que cogí mi plato y luego el del señor Chong, como si estuviera recogiendo la mesa, viendo nítidamente a través de las lágrimas las desportilladuras en los bordes de los viejos platos, preguntándome por qué mi madre no había puesto la nueva vajilla que le compré cinco años atrás.

La mesa estaba cubierta de caparazones de cangrejo. Waverly y Rich encendieron cigarrillos y pusieron un caparazón entre ellos a modo de cenicero. Shoshana se había acercado al piano y aporreaba las teclas con una pinza de cangrejo en cada mano. El señor Chong, que con el paso de los años se había vuelto totalmente sordo, miró a Shoshana y aplaudió diciendo: «¡Bravo! ¡Bravo!». Y, aparte de sus extraños gritos, nadie más dijo nada. Mi madre fue a la cocina y regresó con una bandeja de naranjas cortadas en porciones. Mi padre rebañaba los restos de su cangrejo. Vincent se aclaró la garganta dos veces y luego palmeó la mano de Lisa.

Por fin habló tía Lindo:

– Waverly, déjala intentarlo de nuevo. La has obligado a trabajar demasiado rápido la primera vez. Claro que no pudo salirle bien.

Oí a mi madre comiendo una rodaja de naranja. No conocía a nadie más que hincara los dientes en las naranjas como si fueran manzanas crujientes. El sonido que producía era peor que el rechinar de dientes.

– Hacer las cosas bien requiere tiempo -siguió diciendo tía Lindo, al tiempo que meneaba la cabeza, mostrando su acuerdo consigo misma.

– Pon mucha acción -aconsejó el tío Tin-. Mucha acción, caramba, eso es lo que me gusta. Eso es todo lo que necesitas, eh, hazlo así y verás cómo te sale bien,

– Probablemente no -repliqué, y sonreí antes de llevar los platos a la pica.

Esa noche, en la cocina, comprendí que no debía hacerme ilusiones sobre mis cualidades. Era una redactora publicitaria que trabajaba para una pequeña agencia. A cada nuevo cliente le prometía: «Podemos proporcionarle el crepitar de la carne». El crepitar siempre se reducía a: «Tres beneficios, tres necesidades, tres razones para comprar», La carne era siempre cable coaxial, sistemas de transmisión multiplex T -1, convertidores de protocolo y cosas similares. Era muy eficiente en mi trabajo, y realizaba con éxito esas pequeñeces.

Abrí el grifo para lavar los platos. Ya no me sentía airada con Waverly, sino cansada y estúpida, como si hubiera corrido huyendo de alguien que me perseguía y, al mirar atrás, descubriera que no había nadie.

Cogí el plato de mi madre, el único que ella había llevado lila cocina al principio de la cena. El cangrejo estaba intacto. Alcé el caparazón y lo husmeé, tal vez porque, de entrada, el cangrejo no me gustaba. No fui capaz de distinguir qué tenía de malo.


Cuando todos se hubieron ido, mi madre se reunió conmigo en la cocina. Yo estaba colocando los platos en su sitio. Ella puso agua a hervir para hacer más té y se sentó ante la pequeña mesa de la cocina. Yo esperaba que me regañara.

– La cena ha sido buena, mamá -le dije cortésmente.

– No tan buena -replicó ella, mientras se escarbaba los dientes con un palillo.

– ¿Qué tenía tu cangrejo? ¿Por qué lo has dejado?

– No tan bueno -repitió-. Ese cangrejo se murió. Ni siquiera un mendigo lo habría querido.

– ¿Cómo puedes saberlo? No he notado ningún mal olor.

– ¡Puedo saberlo antes de cocinado! -Se había levantado y miraba la noche a través de la ventana-. Lo meneé antes de echado a la cacerola. Las patas… caídas. La boca… muy abierta, ya era como una persona muerta.

– ¿Por qué lo cocinaste si sabías que ya estaba muerto?

– Pensé que… quizás acababa de morir. Tal vez no tendría muy mal sabor. Pero noté el olor, el sabor a muerto, la falta de firmeza.

– ¿Y si otro hubiera cogido ese cangrejo?

Mi madre me miró sonriente.

– Sólo tú cogerías ese cangrejo, nadie más. Eso ya lo sabía. Todos los demás quieren las cosas de la mejor calidad. Tú piensas de una manera diferente.

Parecía decir esto, en cierto modo, como si fuese una prueba… una prueba de algo bueno. Siempre decía cosas que no tenían ningún sentido, que parecían buenas y malas al mismo tiempo.

Estaba guardando el último plato desportillado cuando recordé algo más.

– Mamá, ¿por qué no usas la vajilla que te regalé? Si no te gusta, deberías habérmelo dicho. Podría haberla cambiado por otra.

– Claro que me gusta -replicó irritada-. Al principio pensé que era tan buena que quería conservada, y luego me olvidé de que la tenía.

Entonces, como si acabara de caer en la cuenta, desenganchó el cierre de su collar de oro y se lo quitó, depositando la cadena con el colgante de jade en su palma. Me cogió la mano y puso en ella el collar. Luego me cerró los dedos a su alrededor.

– No, mamá -protesté-. No puedo aceptado.

– Nata, nata (Cógelo, cógelo) -me dijo, como si me regañara, y siguió diciendo en chino-: Hace mucho tiempo que quería darte este collar. Mira, lo he llevado sobre mi piel, de modo que cuando lo pongas sobre la tuya comprenderás cuál es su significado. Esto es la importancia de tu vida.

Miré el collar, el colgante de jade verde claro. Quería devolvérselo. No deseaba aceptarlo. Pero, por otro lado, me sentía como si me lo hubiera tragado.

– Me lo das sólo por lo que ha sucedido esta noche -le dije finalmente.

– ¿Qué ha sucedido?

– Lo que ha dicho Waverly. Lo que han dicho todos.

– ¡Bah! ¿Por qué escuchas a ésa? ¿Por qué quieres ir tras ella, persiguiendo sus palabras? Ella es como este cangrejo. -Tocó un caparazón en el cubo de basura-. Siempre camina de lado, se mueve torcida. Tú puedes hacer que tus piernas vayan en la otra dirección.

Me puse el collar y lo noté frío sobre mi piel.

– Este jade no es muy bueno -dijo con naturalidad, tocando el colgante, y entonces añadió en chino-: Es jade joven. Ahora tiene un color muy claro, pero si lo llevas a diario se volverá más verde.


Mi padre no come bien desde la muerte de mi madre. Por eso estoy aquí, en la cocina, preparándole la cena. Estoy cortando rebanadas de tofu, para hacerle un plato de requesón de saja picante. Mi madre solía decirme que los platos calientes restauran el espíritu y la salud, pero yo le hago esto sobre todo porque sé que a él le gusta y conozco la manera de prepararlo. Me agrada su olor: el jengibre, las cebolletas, la salsa de guindillas rojas que me cosquillea la nariz en cuanto abro el tarro.

Oigo el ruido de las viejas tuberías que entran en acción en el piso de arriba, y el chorro del grifo de la pila se convierte en un hilillo de agua. Uno de los inquilinos debe de estar duchándose. Recuerdo la queja de mi madre: «Aunque no quieras tenerlos, sigues con ellos». Ahora sé lo que quería decir.

Mientras aclaro el tofu en la pila, me sobresalta una masa oscura que aparece de repente en la ventana. Es el gatazo de arriba, que sólo tiene una oreja. Está en el alféizar, frotando su flanco contra la ventana.

Me alivia pensar que, al fin y al cabo, mi madre no mató a ese gato. Entonces veo que se restriega con más vigor contra el vidrio de la ventana y empieza a levantar la cola.

– ¡Lárgate de aquí! -le grito, y golpeo la ventana tres veces. Pero el gato se limita a entrecerrar los ojos, yergue su única oreja y me replica con un siseo.

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