AN – MEI HSU

Urracas

Ayer mi hija me dijo que su matrimonio se viene abajo y ahora lo único que puede hacer es contemplar cómo se desmorona. Se tiende en un diván de psiquiatra y habla entre lágrimas de esta desgracia. Creo que seguirá ahí tendida hasta que no quede nada por caer, nada por lo que llorar.

– ¡No hay ninguna alternativa! -exclamó.

No se da cuenta de que, si no habla, ya está siguiendo una alternativa. Si no lo intenta, puede perder su oportunidad para siempre.

Lo sé porque me educaron a la manera china: me enseñaron a no desear nada, a tragarme la desgracia de otros, a comerme mi propia amargura.

¡Y aunque enseñé a mi hija lo contrario, ella ha seguido el mismo camino! Tal vez se deba a que soy su madre y es mujer, y yo soy hija de mi madre y mujer también. Todas somos como unas escaleras, un escalón tras otro, que llevan arriba y abajo pero en la misma dirección.

Sé lo que es permanecer en silencio, escuchar y observar, como si la vida fuese un sueño. Puedes cerrar los ojos cuando ya no quieres mirar, pero cuando ya no deseas escuchar, ¿qué puedes hacer? Aún oigo lo que sucedió hace más de sesenta años.


***

Cuando mi madre llegó a casa de mi tío, en Ningpo, era una desconocida para mí. Yo tenía nueve años y no la había visto en mucho tiempo, pero supe que era mi madre por el dolor que experimenté.

– No mires a esa mujer -me advirtió mi tía-. Ha vuelto el rostro hacia la corriente que fluye del este. Su espíritu ancestral se ha perdido para siempre. La persona que ves es sólo carne descompuesta, maligna, podrida hasta los huesos.

Y yo miré fijamente a mi madre. No me parecía maligna, y quería tocar su rostro, tan parecido al mío.

Es cierto que llevaba unas extrañas ropas extranjeras, pero no replicó cuando mi tía la maldijo. Inclinó aún más la cabeza cuando mi tío la abofeteó por llamarle hermano. Lloró sinceramente cuando Popo murió, aunque Popo, su madre, la había echado de casa muchos años atrás. Y después del funeral de Popo, obedeció a mi tío. Se preparó para regresar a Tientsin, donde había deshonrado su viudedad al convertirse en la tercera concubina de un hombre rico.

¿Cómo pudo marcharse sin mí? Yo no podía hacer esta pregunta. Era una niña. Sólo podía observar y escuchar.

La noche anterior al día de su marcha, sostuvo mi cabeza contra su cuerpo, como si quisiera protegerme de un peligro que yo no veía. Yo estaba llorando para que regresara antes incluso de haberse ido. Y, mientras yacía en su regazo, me contó una historia.

– An-mei -susurró-, ¿has visto la tortuguita que vive en el estanque?

Asentí. El estanque estaba en nuestro patio, y yo solía sumergir un palo en el agua tranquila para que la tortuga saliera de su refugio debajo de las rocas.

– Esa tortuga ya estaba ahí cuando yo era pequeña -prosiguió mi madre-. A menudo me sentaba en la orilla del estanque y veía cómo nadaba hasta la superficie y mordía el aire con su piquito. Es una tortuga muy vieja.

Podía ver aquella tortuga en mi mente y sabía que mi madre veía el mismo animal.

– Esa tortuga se alimenta de nuestros pensamientos. Lo supe un día, cuando tenía tu edad y Popo me dijo que ya no podía seguir siendo una niña. Me dijo que no podía gritar ni correr ni sentarme en el suelo para cazar grillos. No podía llorar si estaba decepcionada. Tenía que permanecer en silencio y escuchar a mis mayores. Y si no lo hacía así, Popo dijo que me cortaría el pelo y me enviaría a un sitio donde vivían las monjas budistas.

»Aquella noche, después de que Popo me dijera eso, me senté en la orilla del estanque, mirando el agua. Y, como era débil, empecé a llorar. Entonces vi que la tortuga nadaba hacia la superficie, y su pico se tragaba mis lágrimas en cuanto éstas caían al agua. Las engullía velozmente, cinco, seis, siete lágrimas, y luego salió del estanque, se arrastró hasta una piedra de superficie suave y, una vez encima de ella, empezó a hablar. Me dijo: "He bebido tus lágrimas, y por eso conozco el motivo de tu aflicción, pero debo advertirte que si lloras tu vida siempre será triste".

»Entonces la tortuga abrió el pico y arrojó cinco, seis, siete huevos perlinos. Los huevos se rompieron y de ellos salieron siete pájaros, los cuales en seguida se pusieron a trinar y cantar. Por sus vientres blancos como la nieve y sus voces hermosas supe que eran urracas, aves de alegría. Los pájaros inclinaron sus picos sobre al agua y bebieron ávidamente. Cuando alargué la mano para coger uno, todos se irguieron, agitaron sus alas negras en mi cara y alzaron el vuelo, riendo.

»La tortuga regresó despaciosamente al agua.

»"Ahora sabes por qué es inútil llorar", me dijo. "Tus lágrimas no arrastran consigo tus penas, sino que alimentan la alegría de otros. Por eso debes aprender a tragarte tus propias lágrimas."

Pero cuando mi madre concluyó este relato, vi que estaba llorando, y yo también reanudé mi llanto, porque aquel era nuestro destino, vivir como dos tortugas viendo juntas el mundo acuático desde el fondo del pequeño estanque.

Por la mañana me desperté al oír, no al pájaro de la alegría, sino gritos airados a lo lejos. Salté de la cama y corrí a asomarme a la ventana. MI madre estaba arrodillada en el patio, arañando el suelo de piedra con los dedos, como si hubiera perdido algo y supiera que no podría encontrarlo jamás. Mi tío, el hermano de mi madre, estaba ante ella, y le gritaba.

– ¡Quieres llevarte a tu hija y arruinar también su vida!

– Dio una patada en el suelo, como si esta idea fuese demasiado impertinente-. Ya deberías haberte ido.

Mi madre no decía nada. Seguía en el suelo con la cabeza inclinada y la espalda tan redondeada como la tortuga del estanque. Estaba llorando con la boca cerrada, y yo empecé a llorar de la misma manera, tragándome las lágrimas amargas.

Corrí a vestirme, y cuando bajé la escalera y llegué a la sala, mi madre estaba a punto de marcharse. Un criado estaba sacando su baúl. Mi tía sujetaba de la mano a mi hermano pequeño. Antes de que pudiera recordar que debía cerrar la boca, grité: «¡Mamá!».

– ¡Mira cómo tu mala influencia ya se ha extendido a tu hija! -exclamó mi tío.

Y mi madre, con la cabeza todavía gacha, alzó los ojos y vio mi rostro. No pude evitar que mis lágrimas siguieran fluyendo, y creo que la visión de mi rostro anegado por el llanto la hizo cambiar de actitud. Se levantó y, con la espalda erguida, era casi tan alta como mi tío. Me tendió la mano y yo corrí a su lado.

– An-mei -me dijo en voz baja y pausada-. No te lo pido, pero ahora vaya regresar a Tientsin y puedes seguirme.

Al oír esto mi tía se apresuró a decir:

– ¡Una muchacha no es mejor que la persona a la que sigue! An-mei, crees que si viajas en lo alto de un carro nuevo puedes ver nuevas cosas, pero delante de ti no hay más que el culo de la misma mula vieja. Tu vida es lo que ves delante de ti.

Las palabras de mi tía reforzaron mi decisión de marcharme, porque la vida delante de mí era la casa de mi tío, que estaba llena de enigmas oscuros y de un sufrimiento que yo no podía comprender. Por eso volví la cabeza, desoí las extrañas palabras de mi tía y miré a mi madre.

Entonces mi tío cogió un jarrón de porcelana.

– ¿Es esto lo que quieres hacer? -me preguntó-. ¿Tirar tu vida? Si sigues a esta mujer nunca podrás levantar la cabeza de nuevo.

Arrojó el jarrón al suelo, rompiéndolo en muchos fragmentos. Me sobresalté, y mi madre me cogió de la mano. La suya era cálida.

– Vamos, An-mei, debemos damos prisa -me dijo, como si el cielo amenazara lluvia.

– ¡An-mei! -oí que me llamaba lastimeramente mi tía.

– Swanle! (¡Se acabó!) -dijo entonces mi tío-. ¡An-Mei ya ha cambiado!

Mientras me alejaba de la vida que había llevado hasta entonces, me pregunté si era cierto lo que mi tío había dicho, que había cambiado y nunca podría volver a levantar la cabeza. Así que lo intenté. La levanté. Y vi a mi hermanito, llorando desesperado, con tanta fuerza como la que empleaba mi tía para sujetarle la mano. Mi madre no se atrevió a llevárselo, pues un hijo nunca puede ir a vivir a una casa ajena. Si lo hacía, perdería toda esperanza de futuro. Pero yo sabía que él no pensaba así. Lloraba, airado y asustado, porque mi madre no le había pedido que la siguiera.

Lo que mi tío había dicho era cierto. Tras ver la reacción de mi hermanito, no pude mantener la cabeza levantada.


En el jinrikisha que nos llevaba a la estación del ferrocarril, mi madre murmuró:

– Pobre An-mei, sólo tú lo sabes. Sólo tú sabes cuánto he sufrido.

Me sentí orgullosa porque sólo yo podía ver aquellos pensamientos excepcionales y delicados. Pero una vez en el ten, me di cuenta de lo lejos que dejaba mi vida, y sentí miedo. Viajamos durante siete días, uno de ellos en tren y los demás en barco de vapor. Al principio mi madre estaba muy animada, y cada vez que yo volvía la cabeza hacia lo que dejábamos atrás, me contaba relatos de Tientsin.

Me habló de buhoneros inteligentes que vendían toda clase de alimentos sencillos: budines al vapor, cacahuetes hervidos y la golosina preferida de mi madre, una torta delgada con un huevo en el centro y unos brochazos de negra pasta de alubias, que se enrollaba y, caliente todavía, recién salida de la plancha, se servía al hambriento cliente.

Me describió el puerto y sus restaurantes, y afirmó que allí los productos del mar eran incluso mejores que la comida de Ningpo. Grandes almejas, gambas, cangrejos, toda clase de pescado, de mar y agua dulce, lo mejor… Si no fuera así, ¿por qué acudirían tantos extranjeros a aquel puerto?

Me habló de las calles estrechas con bazares atestados. A primera hora de la mañana, los campesinos vendían verduras que yo no había visto ni comido en toda mi vida, y mi madre me aseguraba que las encontraría muy dulces, tiernas y frescas. Había barrios de la ciudad donde vivían extranjeros de diversas nacionalidades, japoneses, rusos blancos, norteamericanos y alemanes, pero nunca juntos, sino cada grupo por separado y con sus hábitos propios, unos sucios y otros limpios, y tenían casas de todas las formas y colores, una pintada de rosa, otra con habitaciones que sobresalían en todos los ángulos como las partes delantera y trasera de un vestido victoriano, otras con tejados como sombreros puntiagudos y tallas de madera pintadas de blanco para que parecieran de marfil.

Me dijo que en invierno vería la nieve. Dentro de unos meses llegaría la época del Rocío Frío, luego empezaría a llover y después la lluvia caería más suave, más lentamente, hasta volverse blanca y seca como los pétalos de hojas de membrillo en primavera. ¡Ella me cubriría con abrigos y pantalones forrados de piel, y daría igual que hiciera un frío atroz!

Me contó muchos relatos, hasta que dejé de mirar atrás y volví la cabeza adelante, hacia mi nuevo hogar de Tientsin.

Pero al quinto día, cuando nos acercábamos al golfo de Tientsin, el color de las aguas pasó del amarillo turbio al negro y el barco empezó a balancearse y crujir. Me sentí asustada y mareada, y por la noche soñé con la corriente que fluía al este, contra la que mi tía me había prevenido, las aguas oscuras que cambiaban a una persona para siempre. Y al mirar aquellas aguas, desde el camastro en el que yacía mareada, temí que las palabras de mi tía fuesen ciertas. Veía que mi madre estaba empezando a cambiar, lo sombrío y enojado que se había vuelto su semblante, la mirada perdida cn el mar, su silencio, sumida en sus pensamientos. Y también los míos se volvieron turbios y confusos.

La mañana del día que íbamos a llegar a Tientsin, mi madre entró en el camarote con su vestido chino de duelo, de color blanco, y cuando regresó al salón de cubierta parecía una desconocida. Tenía las cejas muy pintadas en el centro y largas y afiladas en los extremos. Sus ojos estaban rodeados de tiznajos, el rostro era blanco y los labios rojo oscuro. Se tocaba con un sombrero de fieltro marrón, cruzado en la parte frontal por una gran pluma moteada de pardo. Su cabello corto estaba oculto bajo el sombrero, con excepción de dos rizos perfectos sobre la frente, que se miraban uno a otro como pequeñas tallas lacadas. Llevaba un largo vestido marrón con cuello de encaje blanco que se extendía hasta la cintura, donde se abrochaba con una rosa de seda.

Me sorprendió veda vestida así, porque estábamos de luto, pero no pude decide nada. Yo era una chiquilla. ¿Cómo podía reñir a mi propia madre? Sólo podía sentirme avergonzada al ver a mi madre exhibir su propia vergüenza con tanta audacia.

Sus manos enguantadas sostenían una gran caja de color crema con unas palabras extranjeras en la tapa: «Prendas finas de estilo inglés». Recuerdo que depositó la caja entre ambas y me dijo: «¡Ábrela, rápido!». Estaba exaltada y sonriente. Su nueva actitud me sorprendió tanto que sólo muchos años después, cuando usaba aquella caja para guardar cartas y fotografías, me pregunté cómo lo supo mi madre. Aunque no me había visto en muchos años, supo que algún día la seguiría y que debería llevar un vestido nuevo cuando lo hiciera.

Y al abrir la caja, mi vergüenza y mis temores se disiparon por completo. Contenía un vestido blanco, almidonado. Tenía volantes en el cuello y a lo largo de las mangas, y la falda estaba formada por seis hileras de volantes. Había también medias blancas, zapatos blancos de piel y un enorme lazo blanco, ya preparado y listo para atarlo con dos cintillas.

Todo era demasiado grande. Mis hombros se deslizaban fuera del gran orificio del cuello, la cintura era demasiado ancha para mí. Pero no me importaba, ni a mi madre tampoco. Levanté los brazos y permanecí inmóvil. Ella sacó unos alfileres y, haciendo un pliegue aquí y otro allá, redujo la tela sobrante, y luego rellenó las puntas de los zapatos con papel de seda, hasta adaptarlo todo a mi talla. Vestida con aquellas prendas tuve la sensación de que me habían crecido nuevas manos y pies y ahora tendría que aprender a caminar de otro modo.

Entonces el semblante de mi madre volvió a ponerse sombrío. Se sentó con las manos entrelazadas en el regazo, contemplando cómo nuestro barco se iba acercando al muelle.

– An-mei, ahora estás preparada para iniciar tu nueva vida. Vivirás en una nueva casa y tendrás un nuevo padre, muchas hermanas y otro hermanito, vestidos y cosas buenas para comer. ¿Crees que todo eso te bastará para ser feliz?

Asentí en silencio, pensando en la desdicha de mi hermano en Ningpo. Mi madre no dijo nada más acerca de la casa, ni de mi nueva familia, ni de mi felicidad, y yo no le hice ninguna pregunta, porque ahora sonaba una campana y un marinero anunciaba que estábamos llegando a Tientsin, Mi madre dio rápidas instrucciones a nuestro porteador, señaló los dos pequeños baúles y le dio dinero, como si hubiera hecho eso todos los días de su vida. Entonces abrió cuidadosamente otra caja y sacó cinco o seis pieles que parecían zorros muertos, con ojos de cristal, garras flácidas y colas mullidas. Se puso esa prenda de aspecto más bien terrible alrededor del cuello y los hombros, luego me cogió la mano con fuerza y avanzamos por el pasillo entre los demás pasajeros.

Nadie nos recibió en el puerto. Mi madre descendió lentamente la rampa y cruzó la plataforma de equipajes, mirando nerviosamente a uno y otro lado.

– ¡Vamos, An-mei! ¡No seas tan lenta! -me dijo en un lona rebosante de temor.

Yo arrastraba los pies, procurando que no salieran de aquellos zapatos demasiado grandes, mientras el suelo oscilaba bajo mis plantas, y cuando no miraba en qué dirección se movían los zapatos, alzaba la vista y veía que todo el mundo tenía prisa, todos parecían desdichados: familias con madres y padres ancianos, todos vestidos con ropas oscuras, de colores sombríos, empujando y acarreando bolsas y cajas con las posesiones de su vida; pálidas damas extranjeras vestidas como mi madre, que caminaban aliado de hombres extranjeros con sombrero; viudas ricas que reñían a las doncellas y criados que las seguían, cargados con baúles, bebés y cestos de comida.

Nos detuvimos cerca de la calle, por donde jinrikishas y camiones iban y venían. Cogidas de la mano, sumidas en nuestros pensamientos, mirábamos a la gente que llegaba a la estación y a los viajeros que se alejaban apresuradamente de allí. Era casi mediodía, y aunque parecía que en la calle hacía calor, el cielo era gris y se estaba encapotando.

Tras permanecer largo rato en pie sin ver a nadie cocido, mi madre suspiró y finalmente llamó a un jinrikisha.

Durante el trayecto, mi madre discutió con el hombre que tiraba del vehículo, pues quería cobrar más dinero por transportarnos a las dos y el equipaje. Luego se quejó del polvo que levantábamos al pasar, del olor de la calle, el traqueteo debido a la mala pavimentación, lo tarde que era y su dolor de estómago. Y cuando puso fin a estos lamentos, me dirigió sus quejas: una mancha en mi vestido nuevo, el pelo enmarañado, las medias torcidas. Intenté congraciarme de nuevo con ella, señalándole un jardincillo, un pájaro que volaba sobre nuestras cabezas, un largo tranvía eléctrico que pasó por nuestro lado haciendo sonar la campana.

Pero ella se irritó más todavía y me dijo:

– Quédate quieta, An-mei, y no te excites tanto. Sólo vamos a casa.

Y cuando por fin llegamos a casa, ambas estábamos exhaustas.


Sabía desde el principio que nuestro nuevo hogar no sería una morada ordinaria. Mi madre me había dicho que viviríamos en casa de Wu Tsing, un comerciante rico, que tenía una fábrica de alfombras y habitaba una mansión localizada en la Concesión Británica de Tientsin, la mejor zona de la ciudad donde podían vivir los chinos. No estábamos lejos de Paima Di, o calle de las Carreras de Caballos, donde sólo podían vivir los occidentales, y tampoco estaban lejos las tiendecitas que vendían una sola cosa: sólo té, o sólo tela, o jabón únicamente.

Mi madre me dijo que la casa era de construcción extranjera. A Wu Tsing le gustaban las cosas extranjeras, porque los extranjeros le habían enriquecido, y llegué a la conclusión de que por ese motivo mi madre tenía que llevar ropa de estilo occidental, a la manera de los nuevos ricos chinos que gustaban de exhibir su riqueza.

Aunque ya supiera todo esto antes de llegar, lo que vi no dejó de asombrarme.

Se accedía a la casa a través de un portal chino de piedra, redondeado en la parte superior, con grandes puertas de laca negra y un umbral que era preciso pisar. El patio, al otro lado del portal, me sorprendió. No tenía sauces ni casias de dulce olor ni pabellones ni bancos al borde de un estanque ni tinas con peces. Había un ancho sendero pavimentado con ladrillo y flanqueado por largas hileras de arbustos, y a los lados de esos arbustos sendas extensiones de césped en las que se alzaban unas fuentes. Avanzamos por el sendero y, al aproximamos a la casa, vi que ésta era de estilo occidental, de argamasa y piedra. Tenía tres plantas, con largos balcones de hierro en cada uno y chimeneas en los ángulos.

En cuanto llegamos, salió de la casa una joven sirvienta que saludó a mi madre con gritos de alegría. Hablaba en voz alta y áspera.

– ¡Oh, Taitai, por fin has llegado! ¿Cómo es posible?

Era Yan Chang, la sirvienta personal de mi madre, y sabía la cantidad apropiada de carantoñas que debía hacerle. La había llamado Taitai, el sencillo título honorable de Esposa, como si mi madre fuera la primera esposa, la única.

Yan Chang llamó a gritos a otras sirvientas para que se hicieran cargo del equipaje, mientras ordenaba a otra que trajera té y preparase un baño caliente. Entonces se apresuró a explicar que Segunda Esposa había dicho a todo el mundo que no llegaríamos por lo menos hasta una semana más tarde.

– ¡Qué vergüenza! ¡Nadie ha ido a recibirte! Segunda Esposa está en Pekín, visitando a unos parientes. Tu hija es muy bonita, muy parecida a ti. Es muy tímida, ¿verdad? Primera Esposa y sus hijas… han ido de peregrinaje a otro templo budista… La semana pasada, un tío del primo, un hombre un poco raro, vino de visita y luego resultó que no era primo ni tío, a saber quién era…

En cuanto entramos en aquella casa enorme, mi mirada se perdió entre tantas cosas que me llamaban la atención: una escalera curva que subía y subía en espiral, un techo con rostros pintados en cada ángulo, pasillos que se ramificaban para dar acceso a distintas habitaciones. A mi derecha había una sala muy grande, como ninguna otra que hubiera visto jamás, con sofás, mesas y sillas de madera de teca. En el otro extremo de esa habitación larguísima había puertas que daban a otras habitaciones, con más muebles y más puertas. A mi izquierda se abría una sala oscura, otro salón, éste con mobiliario extranjero, sofás de cuero verde oscuro, cuadros con escenas de caza, sillones y escritorios de caoba. En aquellas habitaciones veía a distintas personas, y Yan Chang me explicaba:

– Esta joven es la criada de Segunda Esposa. Esa no es nadie, sólo la hija del ayudante del cocinero. Este hombre se ocupa del jardín.

Entonces subimos la escalera y llegamos a otra amplia sala de estar. Nos dirigimos a la izquierda, por un pasillo, cruzamos una habitación y entramos en otra.

– Esta es la habitación de tu madre -me dijo orgullosamente Yan Chang-. Aquí es donde vas a dormir.

Lo primero que vi, lo único que pude ver al principio, fue una cama magnífica, pesada y ligera al mismo tiempo, de madera oscura y reluciente, decorada con tallas de dragones. Cuatro postes sostenían un dosel de seda, y de cada uno colgaban grandes cintas de seda que sujetaban unas cortinas. Las patas de la cama eran cuatro garras de león, como si su peso hubiera aplastado al animal. Yan Chang me enseñó a usar un pequeño taburete para subirme a la cama. Y cuando me dejé caer sobre la colcha sedosa, reí al descubrir un colchón que tenía diez veces el grosor del de mi cama en Ningpo.

Sentada en aquella cama, lo admiré todo como si fuese una princesa. La habitación tenía una puerta de vidrio que daba a un balcón. Ante la ventana había una mesa redonda de la misma madera que la cama. Sus patas también terminaban en garras de león y estaba rodeada por cuatro sillas. Una criada ya había dejado té y dulces sobre la mesa, y ahora estaba encendiendo el houlu, un hornillo de carbón.

En realidad, la casa de mi tío en Ningpo no era pobre.

Muy al contrario, era la vivienda de una familia acomodada. Pero la mansión de Tientsin era asombrosa, y pensé que mi tío se equivocaba, que el matrimonio de mi madre con Wu Tsing no era en absoluto vergonzoso.

Mientras pensaba tales cosas, me sobresaltó un súbito estrépito metálico seguido de música. En la pared, enfrente de la cama, había un gran reloj de madera, con tallas que representaban un bosque y varios osos. La puerta del reloj se había abierto y por allí salía una diminuta habitación llena de gente. Sentado a una mesa había un hombre de barba con un gorro puntiagudo, que inclinaba la cabeza una y otra vez para tomar sopa, pero la barba penetraba primero en el cuenco y se lo impedía. Una muchacha con un pañuelo blanco y un vestido azul estaba de pie al lado de la mesa, y se inclinaba una y otra vez para servir más sopa al hombre. J unto a estos dos personajes había otra chica con falda y chaqueta corta, que movía el brazo adelante y atrás, tocando el violín. Siempre tocaba la misma canción siniestra, y aún puedo oída en mi cabeza al cabo de tantos años: ¡ni-ah! ¡nah! ¡nah! ¡nah! ¡na-ni-nah!

Era un reloj magnífico, pero después de oír la música aquella primera vez, una hora después y así sucesivamente, se convirtió en una molestia excesiva. Pasé muchas noches sin poder dormir, y más adelante descubrí que tenía la capacidad de hacer oídos sordos a las cosas insensatas que intentaban llamarme la atención.


Las primeras noches en aquella casa tan entretenida, durmiendo en la cama grande y blanda con mi madre, me sentí muy feliz. Yacía en aquella cama cómoda, pensando en la casa de mi tío en Ningpo, y entonces comprendía lo desdichada que había sido y me sentía apesadumbrada por la suerte de mi hermanito. Pero la mayor parte de mis pensamientos se centraban en todas las cosas nuevas que podía ver y hacer en la casa.

Veía los grifos de agua caliente no sólo en la cocina, sino también en lavabos y bañeras en los tres pisos de la casa. Veía orinales que se limpiaban solos, sin necesidad de que los criados tuvieran que vaciados. Veía habitaciones tan lujosas como la de mi madre. Yan Chang me explicó cuáles pertenecían a Primera Esposa y las otras concubinas, a las que llamaban Segunda Esposa y Tercera Esposa. Y algunas habitaciones no pertenecían a nadie. «Son para los invitados», me dijo Yan Chang.

En el tercer piso estaban las habitaciones de los criados varones, una de las cuales incluso tenía una puerta de acceso a un gabinete que en realidad era un escondite, por si atacaban los piratas.

Me resulta difícil recordar todo lo que contenía la casa, pues demasiadas cosas buenas juntas no tardan en confundirse y parecer lo mismo al cabo de cierto tiempo. Cuando Yan Chang me traía los mismos dulces que el día anterior, le decía: «Estos ya los he probado».

Mi madre parecía recobrar su talante simpático. Volvió a ponerse sus viejas prendas largas, vestidos chinos y faldas, ahora con franjas blancas de luto cosidas en los bordes. Durante el día me enseñaba cosas extrañas y curiosas, y me las nombraba: bidet, cámara Brownie, tenedor para ensalada, servilleta. Por la noche, cuando no había nada que hacer, hablábamos de los criados, de quién era listo, quién diligente y quién leal. Chismorreábamos mientras cocíamos huevos pequeños y boniatos encima del houlu, sólo para disfrutar de su aroma. Y, por la noche, mi madre me contaba relatos, meciéndome en sus brazos para que me durmiera.

Si examino mi vida entera, no puedo pensar en otro tiempo en que me sintiera más cómoda: entonces no tenía, preocupaciones ni temores ni deseos, y mi vida parecía tan blanda y deliciosa como yacer en el interior de un capullo, de seda rosa. Pero recuerdo claramente cuándo toda esa comodidad dejó de ser cómoda.


Debió de ser un par de semanas después de nuestra llegada. Yo estaba en el amplio jardín trasero, lanzando una pelota y viendo cómo la perseguían los perros. Mi madre sentada a una mesa, contemplaba mi juego. Entonces oí el sonido de una bocina a lo lejos, al que siguieron gritos, y los dos perros se olvidaron de la pelota y echaron a correr, ladrando alegremente.

Vi en el rostro de mi madre la misma expresión temerosa que puso en la estación marítima. Se apresuró a entrar en la casa, pero yo doblé la esquina y me encaminé a la entrada principal. Habían llegado dos jinrikishas de un negro reluciente, y tras ellos un gran automóvil también negro. Un criado descargaba el equipaje de uno de los jinrikishas. Del otro saltó una joven sirvienta.

Todos los criados se apiñaron alrededor del automóvil, viendo sus caras reflejadas en el metal pulimentado, admirando las ventanillas con cortinas y los asientos de terciopelo. Entonces el conductor abrió la portezuela trasera y bajó una joven, de cabello corto y muy ondulado. Aparentaba unos años más que yo, pero llevaba un vestido de mujer, medias y tacones altos. Miré mi vestido blanco, manchado por la hierba, y me sentí avergonzada.

Los criados se inclinaron sobre el asiento trasero del coche y sacaron lentamente a un hombre, cogiéndole de ambos brazos. Era Wu Tsing, más bien bajo pero hinchado como un pájaro que ahueca las plumas, y mucho mayor que mi madre, con la frente alta, reluciente, y un gran lunar negro en la nariz. Vestía un traje occidental, con un chaleco demasiado prieto sobre el abdomen, pero sus pantalones eran muy holgados. Bajó del coche resoplando y gruñendo, y en cuanto sus pies tocaron el suelo echó a andar hacia la casa, actuando como si no viera a nadie, aunque todos le saludaban y se apresuraban a abrirle las puertas, llevarle el equipaje y cogerle el largo abrigo. Entró en la casa seguido de la mujer joven, que miraba a todos con una sonrisa tonta, como si le hicieran los honores a ella, y cuando apenas había llegado al umbral, oí que un criado le decía a otro:

– Quinta Esposa es tan joven que no ha traído a ninguno de sus criados, sino sólo un aya.

Alcé la vista y vi a mi madre mirando desde su ventana, observándolo todo. De esta manera informal mi madre descubrió que Wu Tsing había tomado su cuarta concubina, la cual no era en realidad más que un capricho, un decorado absurdo para el nuevo coche de aquel hombre.

Mi madre no tuvo celos de aquella muchacha a quien ahora llamarían Quinta Esposa. ¿Por qué habría de tenerlos? No amaba a Wu Tsing. En China una mujer no se casaba por amor, sino para tener una posición, y más adelante supe que la posición de mi madre era la peor.

Tras la llegada a casa de Wu Tsing y Quinta Esposa, mi madre solía quedarse en su habitación, bordando. Por la tarde salíamos a dar largos paseos por la ciudad, en busca de un rollo de seda cuyo color, al parecer, no sabía nombrar. Su desdicha era semejante: no podía nombrarla.

Y así, aunque todo parecía apacible, yo sabía que no lo era. Quizá te preguntes cómo una niña de sólo nueve años puede saber esas cosas. Ahora yo misma me lo pregunto. Sólo recuerdo lo incómoda que me sentía, cómo me encogía el estómago la certidumbre de que iba a ocurrir algo terrible. Y puedo asegurarte que era una sensación casi tan mala como la que experimenté unos quince años después, cuando empezaron a caer las bombas japonesas y, aguzando el oído, oí a lo lejos un rumor sordo y supe que no había manera de detener lo que se aproximaba.


Pocos días después de la llegada de Wu Tsing a casa, me desperté en plena noche. Mi madre me movía suavemente el hombro.

– An-mei, sé buena chica -me dijo con voz fatigada-. Ve ahora a la habitación de Yan Chang.

Me restregué los ojos y, mientras me despertaba, vi una sombra y me eché a llorar. Era Wu Tsing.

– Tranquilízate, no ocurre nada -susurró mi madre-. Vete con Yan Chang.

Me cogió en sus brazos y me depositó lentamente en el frío suelo. Oí que el reloj de madera empezaba a sonar y poco después la voz profunda de Wu Tsing quejándose del frío. Cuando me reuní con Yan Chang, ésta actuó como si me estuviera esperando y supiera que iba a llorar.

A la mañana siguiente no fui capaz de mirar a mi madre, pero vi que Quinta Esposa tenía el rostro hinchado como el mío; durante el desayuno, delante de todo el mundo, su cólera estalló por fin y gritó rudamente a una criada porque le servía con demasiada lentitud. Todos, hasta mi madre, la miraron sorprendidos de sus malos modales y de que criticara de esa manera a una criada. Vi que Wu Tsing la miraba como un padre severo, y ella se echó a llorar. Pero luego, aquella misma mañana, Quinta Esposa volvía a sonreír y se pavoneaba con un vestido y unos zapatos nuevos.

Aquella tarde mi madre me habló de su desdicha por primera vez. Estábamos en un jinrikisha, camino de una mercería en busca de hilo para bordar.

– ¿Te das cuenta de lo desgraciada que es mi vida? -se lamentó-. ¿Ves que no tengo ninguna posición? Ha traído a casa una nueva esposa, una chica de clase baja, de piel oscura y sin modales! La ha comprado por un puñado de dólares a una pobre familia pueblerina que se dedica a fabricar tejas de barro. Y por la noche, cuando ya no puede usada, él viene a mí despidiendo su olor a barro. -Ahora lloraba y, más que hablar, farfulló como una loca-: Ya ves que una cuarta es menos que una quinta. No debes olvidado, An-Mei. Yo fui una primera esposa, yi tai, la esposa de un erudito. ¡Tu madre no siempre ha sido Cuarta Esposa, Sz Tai!

Pronunció con tanto odio esa palabra, sz, que me estremecí., Sonaba como la sz que significa «morir», y recordé que Popo me dijo una vez que el cuatro es un número muy agorero porque si lo pronuncias airadamente, siempre le das el sentido erróneo.


Llegó el Rocío Frío, empezó a helar y Segunda y Tercera Esposa, hijos y criados regresaron a Tientsin. Hubo una gran conmoción a su llegada. Wu Tsing había permitido que el coche nuevo fuese a la estación pero, naturalmente, no bastaba para transportarlos a todos. De acuerdo que seguían al automóvil unos doce jinrikishas, que avanzaban dando brincos, como grillos en pos de un gran escarabajo brillante. Del coche empezaron a bajar mujeres.

Mi madre estaba detrás de mí, dispuesta a saludar a los recién llegados. Una mujer que llevaba un sencillo vestido extranjero y unos zapatos grandes y feos se acercó a nosotras. La seguían tres niñas, una de ellas de mi edad.

– Esta es Tercera Esposa y sus tres hijas -dijo mi madre.

Las tres niñas eran aún más tímidas que yo. Rodearon a su madre, con la cabeza gacha y sin decir nada, pero yo seguí mirándolas. Eran tan poco agraciadas como su madre, con los dientes grandes, los labios gruesos y las cejas tan hirsutas como una oruga. Tercera Esposa me saludó cariñosamente y permitió que le llevara uno de sus paquetes. Mi madre apoyaba su mano en mi hombro, y noté que se ponía rígida.

– También está Segunda Esposa -susurró-. Querrá que la llames Madre Grande.

Vi a una mujer que llevaba un largo abrigo negro de piel y ropas occidentales de color oscuro, muy elegantes. Sostenía en brazos a un niño pequeño de gruesas mejillas rosadas, que tendría unos dos años.

– Es Syaudi, tu hermanito -susurró mi madre.

El pequeño llevaba un gorro de la misma piel oscura y curvaba el dedo meñique alrededor del collar de perlas de Segunda Esposa. Me pregunté cómo podía ésta tener un hijo de tan corta edad. Era bastante guapa y parecía sana, pero ya muy mayor, tal vez tuviera cuarenta y cinco años. Entregó el bebé a una sirvienta y empezó a dar instrucciones a las numerosas personas que seguían apiñadas a su alrededor.

Entonces Segunda Esposa se me acercó sonriente, su abrigo de piel destellando a cada paso. Cuando llegó a mi lado me dio unas palmaditas en la cabeza y, con un rápido y garboso movimiento de sus pequeñas manos, se quitó el largo collar de perlas y lo puso alrededor de mi cuello.

Era la joya más hermosa que yo había visto jamás, diseñada al estilo occidental, cada perla del mismo tamaño e idéntico tono rosado, con un pesado broche de plata ornamentada que unía los extremos.

Mi madre se apresuró a protestar.

– Esto es demasiado para una niña pequeña. Lo romperá… lo perderá.

Pero Segunda Esposa se limitó a decirme:

– Una niña tan bonita necesita algo que le ilumine el rostro.

Por la manera en que mi madre retrocedió y guardó silencio, comprendí que estaba enfadada. No le gustaba Segunda Esposa, y yo debía ser cuidadosa al mostrar mis sentimientos, para que mi madre no pensara que aquella mujer se había ganado mi voluntad. Sin embargo, me sentía atolondrada, rebosante de alegría porque Segunda Esposa me había hecho aquel favor especial.

– Gracias, Madre Grande -dije a Segunda Esposa. Bajé los ojos para que no me viera el rostro, pero aun así no pude evitar una sonrisa.


Por la tarde, cuando mi madre y yo tomamos el té en su habitación, supe que su enfado persistía.

– Ten cuidado, An-mei -me dijo-. Lo que ella te dice no es auténtico. Siempre forma nubes con una mano y lluvia y con la otra. Intenta engañarte para que hagas cualquier cosa por ella. -Permanecí inmóvil, tratando de no prestar atención a mi madre. Pensaba que protestaba demasiado, que posiblemente todas sus desdichas se originaban en sus quejas. Pensaba que no debía escucharla. Entonces me sorprendió -: Dame el collar -dijo de pronto. Me quedé mirándola sin moverme y ella insistió-: Como no me crees, debes darme el collar. No permitiré que te compre por tan bajo precio.

Seguí sin moverme, y ella se levantó, se acercó a mi lado y me quitó el collar del cuello. Sin darme tiempo a gritar para impedírselo, lo tiró al suelo y lo pisó. Cundo lo puso sobre la mesa, vi lo que había hecho. Aquel collar que casi había comprado mi corazón y mi mente, tenía ahora una cuenta de cristal rota.

Más tarde mi madre extrajo aquella cuenta rota e hizo un nudo en el hilo para que el collar volviera a parecer entero. Me dijo que lo llevara puesto durante una semana, para que recordara la facilidad con que podían convencerme de algo falso. Y después de que hubiera lucido las perlas falsas el tiempo suficiente para aprender la lección, permitió que me las quitara. Entonces abrió una caja y se volvió hacia mí.

– ¿Sabes reconocer ahora lo auténtico? -me preguntó. Asentí y ella me puso algo en la mano. Era un pesado anillo de zafiro azul acuoso, con una estrella en el centro, tan puro que a partir de entonces nunca dejé de mirarlo maravillada.

Antes de que empezara el segundo mes frío, Primera Esposa regresó de Pekín, donde tenía una casa y vivía con dos hijas solteras. Recuerdo que imaginaba a Primera Esposa como alguien que haría inclinar la cerviz a Segunda Esposa. Según la ley y la costumbre, Primera Esposa era la principal.

Pero Primera Esposa resultó ser un espectro viviente y no supuso ninguna amenaza para la Segunda Esposa, cuyo fuerte espíritu continuó intacto. Primera Esposa parecía bastante vieja y frágil, con el cuerpo encorvado, los pies vendados, chaqueta y pantalones acolchados, al estilo antiguo, y el rostro arrugado y feo. Pero ahora que la recuerdo, no debía de ser demasiado vieja, pues tendría la edad de Wu Tsing, unos cincuenta años.

Cuando vi a Primera Esposa, pensé que era ciega, pues actuó como si no me viera. Tampoco pareció ver a Wu Tsing ni a mi madre y, no obstante, veía a sus hijas, dos solteronas que habían dejado atrás la edad en que las mujeres son casaderas. Tenían por lo menos veinticinco años. Primera Esposa siempre recuperaba la vista a tiempo para regañar a los dos perros por husmear en su cuarto, remover la tierra en el jardín, al otro lado de su ventana, u orinarse en la pata de una mesa.

Una noche, mientras Yan Chang me ayudaba a bañarme, le pregunté:

– ¿Por qué Primera Esposa ve unas veces y otras no?

– Primera Esposa dice que sólo ve lo que es la perfección de Buda -respondió ella-. Dice que es ciega a casi todos los defectos.

Yan Chang me contó que Primera Esposa había decidido ser ciega a la infelicidad de su matrimonio. Ella y Wu Tsing se habían unido en tyandi, el cielo y la tierra, de modo que el suyo era un matrimonio espiritual, dispuesto por una casamentera, ordenado por los padres del novio y protegido por los espíritus de sus antepasados. Pero tras el primer año de matrimonio, Primera Esposa dio a luz una hija con una pierna demasiado corta, y esta desgracia la incitó a emprender peregrinaje a los templos budistas, para ofrecer limosnas y vestidos de seda a medida con los que honrar la imagen de Buda, quemar incienso y orar para que Buda alargara la pierna de su hija. Pero Buda prefirió bendecir a Primera Esposa con otra hija, ésta con las dos piernas perfectas, pero, ¡ay!, con una mancha de color té pardo que le cubría medio rostro. Esta segunda desgracia hizo que Primera Esposa emprendiera tantos peregrinajes a Tsinan, a media jornada en tren hacia el sur, que Wu Tsing le compró una casa cerca del Despeñadero de los Mil Budas y el Bosque de Bambú con Manantiales Burbujeantes. Y todos los años le aumentaba la asignación necesaria para mantener aquella vivienda. Así pues, dos veces al año, durante los meses más cálidos y más fríos, regresaba a Tientsin para presentar sus respetos y sufrir sin ser vista en la casa de su marido. Y cada vez que regresaba, permanecía en su habitación, sentada el día entero como un Buda, fumando opio y hablando en voz baja consigo misma. No bajaba a comer y ayunaba o tomaba comidas vegetarianas en su cuarto. Una vez a la semana, Wu Tsing la visitaba por la mañana en su aposento, y pasaba media hora tomando té e informándose sobre su salud. No la molestaba por la noche.

Aquella mujer espectral no debería haber causado ningún sufrimiento a mi madre, pero la verdad es que le hizo concebir ideas inconvenientes. Mi madre creyó que también ella había sufrido lo suficiente para merecer su propia vivienda, si no en Tsinan, tal vez en el este, en la pequeña Petaiho, una bella localidad costera llena de terrazas, jardines y viudas ricas.

– Vamos a vivir en una casa propia -me dijo alegremente el día que la nieve se acumuló en el suelo alrededor de nuestra casa. Llevaba un nuevo vestido de seda forrado en piel, del color turquesa brillante que tiene el plumaje del martín pescador-. La casa no será tan grande como ésta. No, será muy pequeña, pero podremos vivir solas, con Yan Chang y otras sirvientas. Wu Tsing ya me lo ha prometido.


Durante el mes más frío del invierno todos nos aburríamos, adultos y niños por igual. No nos atrevíamos a salir al aire libre. Yan Chang me advirtió que mi piel se congelaría y rompería en mil fragmentos. Los demás criados siempre chismorreaban sobre las cosas que veían a diario en la ciudad, las escalinatas traseras de las tiendas, siempre obstruidas por los cuerpos helados de los mendigos, tan cubiertos por una espesa capa de nieve que resultaba difícil distinguir si eran hombres o mujeres.

Por tanto, nos quedamos en casa un día tras otro, pensando en cómo divertimos. Mi madre hojeaba revistas extranjeras, recortaba ilustraciones de vestidos que le gustaban y bajaba para comentar con el sastre la manera de confeccionar la prenda utilizando los materiales disponibles.

No me gustaba jugar con las hijas de Tercera Esposa, que eran tan dóciles y aburridas como su madre. Se contentaban con pasarse el día entero mirando a través de la ventana, contemplando la salida y la puesta del sol. Por ello, en vez de hacerles compañía, Yan Chang y yo asábamos castañas en el hornillo de carbón y, quemándonos los dedos al comerlas, reíamos y chismorreábamos con toda naturalidad. Entonces se oía el estrépito del reloj y se iniciaba la misma música de siempre. Yan Chang fingía cantar mal en el estilo de la ópera clásica, y ambas nos reíamos, recordando cómo había cantado Segunda Esposa el día anterior, acompañando su voz temblorosa con los son es de un laúd de tres cuerdas, que tocaba cometiendo muchos errores. Aquella velada musical había fastidiado a todo el mundo, hasta que Wu Tsing puso fin al sufrimiento general quedándose dormido en su sillón y riéndose de esta anécdota, Yan Chang me habló de Segunda Esposa.

– Hace veinte años era una cantante famosa de Shantung, una mujer que gozaba de cierta estima, sobre todo entre los hombres casados que frecuentaban las casas de té. Aunque nunca había sido bonita, era inteligente y sabía encantarles. Tocaba varios instrumentos musicales, contaba antiguos relatos con una expresividad desgarradora, se llevaba un dedo a la mejilla y cruzaba sus pies diminutos de la manera apropiada.

»Wu Tsing le había pedido que fuera su concubina, no por amor, sino por el prestigio de poseer lo que muchos otros hombres deseaban. Y la cantante, tras haber visto su enorme riqueza y a su primera esposa debilitada, consintió en ser su concubina.

»Desde el principio, Segunda Esposa supo controlar el dinero de Wu Tsing. La palidez de éste cuando silbaba el viento le informó que temía a los fantasmas, y todo el mundo sabe que el suicidio es la única manera que tiene una mujer para huir de su matrimonio y vengarse, para regresar convertida en fantasma y esparcir hojas de té y buena suerte. Por ello, cuando su marido le negó una mayor asignación económica, fingió suicidarse. Se comió un trozo de opio crudo, suficiente para enfermarla, y envió su doncella a Wu Tsing para comunicarle que estaba agonizando. Tres días después, Segunda Esposa recibió una asignación superior a la que había pedido.

»Fingió tantas veces el suicidio, que los criados empezaron a sospechar que ya no se molestaba en tomar el opio. Su actuación bastaba para hacer verosímil el intento. Pronto dispuso de un aposento mejor en la casa, su jinrikisha particular, una casa para sus ancianos padres y dinero para sufragar bendiciones en los templos.

»Pero una sola cosa le estaba vedada: los hijos, y sabía que Wu Tsing no tardaría en desear un hijo varón que pudiera realizar los ritos ancestrales y, en consecuencia, garantizar su propia eternidad espiritual. Así pues, antes de que Wu Tsing pudiera quejarse de la esterilidad de Segunda Esposa, ésta le dijo: "Ya he encontrado una concubina apropiada para darte hijos. Por su misma naturaleza, podrás ver que es virgen". Y esto era del todo cierto. Como sabes, Tercera Esposa es muy fea y ni siquiera tiene los pies pequeños.

»Naturalmente, Tercera Esposa estaba en deuda con Segunda Esposa por este convenio, y no discutieron quién llevaría la administración de la casa. Aunque Segunda Esposa no tenía necesidad de levantar un solo dedo, supervisaba la compra de provisiones, aprobaba la contratación de criados y, cuando se celebraban los festivales, invitaba a los parientes. Buscó amas de cría para cada una de las tres hijas que Tercera Esposa le dio a Wu Tsing y más adelante, cuando éste volvió a mostrar su impaciencia por tener un hijo y empezó a gastar demasiado dinero en las casas de té de otras ciudades, ¡Segunda Esposa dispuso que tu madre se convirtiera en la tercera concubina y Cuarta Esposa de Wu Tsing!

Yan Chang me contó este relato de una manera tan natural y animada que aplaudí su final tan inteligente. Seguimos pelando castañas, hasta que no pude callar por más tiempo.

– ¿Qué hizo Segunda Esposa para que mi madre se casara con Wu Tsing? -le pregunté tímidamente.

– ¡Una niña pequeña no puede comprender esas cosas! -me reconvino. Bajé los ojos en seguida y permanecí en silencio, hasta que Yan Chang volvió a sentir deseos de oír su propia vez en la quietud de la tarde-. Tu madre -prosiguió, como si hablara consigo misma- es demasiado buena para nuestra familia.

»Hace cinco años, tu padre había muerto el año anterior, ella y yo fuimos a Hangchow para visitar la pagoda de las Seis Armonías, en el extremo del lago Occidental. Tu padre había sido un profesor respetado y devoto de las seis virtudes del budismo veneradas en aquella pagoda. Por ello tu madre se arrodilló y tocó el suelo de la pagoda con la frente, en señal de homenaje, prometiendo observar la correcta armonía de cuerpo, pensamiento y lenguaje, abstenerse de dar opiniones y prescindir de la riqueza. Y cuando subimos a bordo del barco para cruzar de nuevo el lago, nos sentamos frente a un hombre y una mujer: eran Wu Tsing y Segunda Esposa.

»Wu Tsing debió de reparar de inmediato en su belleza. Por entonces el cabello de tu madre le llegaba a la cintura y lo recogía en un alto moño. Su piel era hermosa como pocas, de un color rosado lustroso. ¡Incluso con sus blancas ropas de viuda estaba bella! Pero, precisamente por ser viuda, carecía de valor en muchos aspectos. No podía volver a casarse.

»Pero esto no impidió que a Segunda Esposa se le ocurriera una estratagema. Estaba harta de ver cómo el dinero que debería contribuir al bienestar de su hogar se desperdiciaba en tantas casas de té. ¡El dinero que gastaba su marido bastaría para mantener a otras cinco esposas! Estaba deseosa de colmar el apetito que Wu Tsing intentaba saciar fuera de casa, y pensó en la manera de atraer a tu madre a su cama.

»Habló con tu madre y descubrió que tenía la intención de ir al Monasterio del Retiro de los Espíritus al día siguiente. Segunda Esposa también se presentó allí y, tras una charla amistosa, invitó a tu madre a cenar. Ella estaba tan sola y deseosa de buena conversación que aceptó encantada. Después de la cena, Segunda Esposa le preguntó: "¿Juegas al mah jong? Oh, no importa que lo hagas mal. Ahora sólo somos tres y no es posible jugar a menos que encontremos a una persona amable que quiera sumarse mañana por la noche".

»A la noche siguiente, tras una larga velada de mah jong, Segunda Esposa bostezó e insistió en que mi madre pasara allí la noche. "¡Quédate! ¡Quédate! No seas tan cortés. No, tu cortesía es, en realidad, más inconveniente. ¿Por qué despertar ahora al muchacho del jinrikisha? Mira, mi cama es lo bastante grande para las dos."

»Cuando tu madre dormía profundamente en la cama de Segunda Esposa, ésta se levantó en plena noche y salió de la habitación a oscuras, dejando que Wu Tsing ocupara su lugar. Tu madre se despertó y, al ver que aquel hombre la estaba tocando por debajo de sus prendas interiores, salt6 de la cama, pero él la agarró del pelo y la arrojó al suelo. Entonces le puso el pie en la garganta y le ordenó que se desnudara. Tu madre no gritó ni lloró cuando Wu Tsing se abalanzó sobre ella.

»Por la mañana, a primera hora, se marchó en un jinrikisha, con el cabello revuelto y las lágrimas corriéndole por el rostro. Sólo me contó a mí lo que le había ocurrido, pero Segunda Esposa se quejó a mucha gente de la viuda desvergonzada que había encantado a Wu Tsing, llevándola a su cama. ¿Cómo podía una viuda sin valor acusar de embustera a una mujer rica?

»Así pues, cuando Wu Tsing le pidió a tu madre que fuese su tercera concubina, para darle un hijo varón, ¿qué alternativa tenía ella? Ya estaba en un nivel tan bajo como el de una prostituta, y cuando regresó a la casa de su hermano y, arrodillada, tocó tres veces el suelo con la cabeza para despedirse, su hermano le dio un puntapié y su propia madre la echó de la casa familiar para siempre. Por eso no volviste a ver a tu madre hasta la muerte de tu abuela. Tu madre se fue a vivir a Tientsin para ocultar su vergüenza con la riqueza de Wu Tsing. Y tres años después dio a luz un hijo, que Segunda Esposa reconoció como si fuese de ella.

»Y así es cómo llegué a vivir en la casa de Wu Tsing -concluyó orgullosamente.

Y así es cómo supe que el bebé Syaudi era realmente el hijo de mi madre, mi hermano más pequeño.


La verdad es que Yan Chang hizo mal al contarme la historia de mi madre. A los niños no hay que revelarles secretos, es preciso mantener la olla de la sopa tapada, de modo que un exceso de verdad no les haga hervir demasiado.

Después de que Yan Chang me contara esta historia, lo vi todo con claridad, caí en la cuenta de cosas que hasta entonces no había comprendido, vi cuál era la auténtica naturaleza de Segunda Esposa, vi que a menudo le daba dinero a Quinta Esposa para que viajara a su humilde pueblo, y estimulaba a aquella niña estúpida diciéndole: «¡Enseña a tus amigos y tu familia lo rica que has llegado a ser!». Y, naturalmente, sus visitas siempre recordaban a Wu Tsing la procedencia de clase baja de quinta Esposa y lo necio que había sido por ceder al atractivo de su cuerpo vulgar.

Vi el koutou que le hizo Segunda Esposa a Primera, una respetuosa reverencia mientras le ofrecía más opio, y supe qué era lo que había consumido las fuerzas de Primera Esposa.

Vi como el temor invadía a Tercera Esposa cuando Segunda le contaba historias de viejas concubinas echadas a patadas a la calle. Y supe que Tercera Esposa velaba por la salud y felicidad de Segunda.

También fui testigo del terrible dolor de mi madre cuando Segunda Esposa mecía a Syaudi en su regazo, besaba al hijo de mi madre y le decía:

– Mientras yo sea tu madre, nunca serás pobre ni desdichado. De mayor serás el dueño de esta casa y me sustentarás en la vejez.

Y supe por qué mi madre lloraba tan a menudo en su habitación. La promesa de una casa propia que le hiciera Wu Tsing, por ser la madre de su único hijo varón, desapareció el día que Segunda Esposa quedó postrada tras otro intento de suicidio. Y mi madre supo que no podía hacer nada para lograr que él mantuviera su promesa.

Después de que Yan Chang me contara esta historia, sufrí intensamente. Quería que mi madre gritara a Wu Tsing, a Segunda Esposa, a Yan Chang, y le dijera a ésta que no debía contarme tales cosas. Pero mi madre ni siquiera tenía derecho a hacer eso. No tenía alternativa.


Dos días antes del año nuevo lunar, Yan Chang me despertó cuando aún estaba oscuro fuera.

– ¡Rápido! -gritó, tirando de mí antes de que mi mente se hubiera despejado.

La habitación de mi madre estaba brillantemente iluminada. En cuanto entré, vi lo que ocurría. Corrí a su cama y me subí al taburete. Ella estaba tendida, pero movía sin cesar brazos y piernas, adelante y atrás. Era como un soldado que desfilara hacia ninguna parte, dirigiendo la cabeza a derecha e izquierda. Entonces todo su cuerpo se puso recto y rígido, como si quisiera estirarse para salir de sí misma. Tenía la mandíbula caída y tosía, tratando de sacar la lengua hinchada.

– ¡Despierta! -le susurré, y, al volverme, vi que también estaban allí Wu Tsing, Yan Chang, Segunda, Tercera y Quinta Esposa y el médico.

– Ha tomado demasiado opio -gimió Yan Chang-. El médico dice que no puede hacer nada. Se ha envenenado,

Así pues, no hacían nada y se limitaban a esperar. También yo esperé durante muchas horas.

Los únicos sonidos eran los de la muñequita del reloj que tocaba el violín. Yo quería gritar al reloj para que cesara aquel ruido impertinente, pero no lo hice.

Contemplé los bruscos movimientos de mi madre en la cama. Quería decirle algo que aplacara su cuerpo y su espíritu, pero me quedé allí como los demás, esperando sin abrir la boca.

Entonces recordé su relato sobre la tortuguita, la advertencia que me hizo para que no llorase. Y quise gritarle que era inútil, pues ya se agolpaban en mis ojos demasiadas lágrimas. Intenté tragármelas una tras otra, pero me brotaban con mucha rapidez, hasta que mis labios apretados se abrieron y di rienda suelta al llanto, dejando que todos los presentes se alimentaran de mis lágrimas.

Tanta aflicción me hizo perder el conocimiento, y me llevaron a la cama de Yan Chang. Y así, aquella mañana, mientras mi madre agonizaba, yo estaba soñando.

Soñé que caía por el aire hacia un estanque, y entonces me convertía en una tortuguita que yacía en el fondo de aquel ámbito acuático. Por encima de mí veía los picos de un millar de urracas que bebían en el estanque, bebían, cantaban felices y llenaban sus vientres blancos como la nieve. Yo estaba llorando con todas mis fuerzas, vertía innumerables lágrimas, pero las aves bebían y bebían, hasta que no me quedaron lágrimas y el estanque se vio vacío, tan seco como la arena.


Más tarde Yan Chang me contó que mi madre escuchó a Segunda Esposa e intentó fingir el suicidio. ¡Falsas palabras! ¡Mentiras! Ella nunca escucharía a aquella mujer que la hizo sufrir tanto.

Sé que mi madre escuchó a su propio corazón y no quiso fingir más. Lo sé porque, de no ser así, ¿por qué habría muerto dos días antes del nuevo calendario lunar? ¿Por qué planeó su muerte con tal minuciosidad que la convirtió en un arma?

Tres días antes del nuevo año lunar había comido ywansyau, el viscoso budín dulce tradicional en esas fechas. Se comió uno tras otro, y recuerdo que hizo una observación extraña.

– Ya ves cómo es esta vida -me dijo-. No puedes tragar una cantidad suficiente de esta amargura.

Lo que había hecho era comer ywansyau relleno de una clase de veneno amargo y no de semillas confitadas. No se había procurado el dulce sopor del opio, como creían los demás. Cuando el veneno se diseminó en su cuerpo, me susurró que prefería matar su propio espíritu débil, a fin de darme otro más fuerte.

La viscosidad se aferró a su cuerpo. No pudieron extraerle el veneno y murió dos días antes del nuevo año. La tendieron sobre una tabla de madera, en el vestíbulo. Llevaba un atuendo fúnebre más lujoso que el que llevó en vida, prendas interiores de seda para mantenerla caliente sin la pesada carga de un abrigo, y un vestido de seda cosido con hilos de oro. Adornaron su tocado con oro, lapislázuli y jade. Dos delicadas zapatillas, con las suelas de la piel más suave, y dos perlas gigantes sobre cada dedo de los pies servirían para aligerar su camino hacia el nirvana.

Al verla aquella última vez, me arrojé sobre su cuerpo. Y ella abrió los ojos lentamente. No me asusté, pues sabía que podía verme y ver lo que al fin había hecho, así que le cerré los ojos con mis dedos y le dije con el corazón que también yo podía ver la verdad, que también yo era fuerte.

Porque ambas sabíamos que el tercer día después de la muerte, el alma regresa para ajustar las cuentas pendientes. En el caso de mi madre, ése sería el primer día del nuevo calendario lunar y, por ser año nuevo, todas las deudas deben pagarse, so pena de sufrir desastres o infortunios.

Aquel día Wu Tsing, temeroso del espíritu vengativo de mi madre, se puso ropas de duelo del algodón blanco más áspero. Juró al espíritu de mi madre que nos cuidaría a Syaudi y a mí como sus hijos respetados, y prometió reverenciarla como si hubiera sido la Primera Esposa, su única mujer.

Y aquel día le mostré a Segunda Esposa el collar de perlas falsas que ella me había dado y lo pisé.

Y aquel día el cabello de Segunda Esposa empezó a encarecer.

Y aquel día aprendí a gritar.


***

Sé lo que es vivir tu vida como un sueño, escuchar y mirar, despertar e intentar comprender lo que ha sucedido realmente. No es necesario ser psiquiatra. Un psiquiatra no quiere que despiertes. Te dice que sueñes un poco más, para que encuentres el estanque y viertas más lágrimas en él. Y, en realidad, él es otro pájaro que bebe en tu desgracia.

Mi madre padeció, perdió su prestigio y trató de ocultarlo. Sólo encontró más aflicción yeso, finalmente, no pudo ocultarlo. No cabe entender otra cosa. Aquello era China. Eso es lo que la gente hacía entonces. No tenían alternativa. No podían levantar la voz. No podían huir. Aquel era destino.

Pero ahora pueden hacer algo más. Ahora ya no tienen que tragar sus propias lágrimas ni sufrir las mofas de las urracas. Lo sé porque he leído esta noticia en una revista enviada desde China.

Dice esa revista que durante miles de años los pájaros han atormentado a los campesinos. Volaban en bandadas para observar a los campesinos encorvados en los campos, removiendo la tierra seca, llorando en los surcos para humedecer las semillas. Y cuando se erguían, los pájaros bajaban, se bebían las lágrimas y se comían las semillas, y así los niños se morían de hambre.

Pero un día, aquellos campesinos extenuados se reunieron en todos los campos de China. Vieron a los pájaros beber y comer, y dijeron: «¡Basta de sufrimiento y de silencio!». Y empezaron a aplaudir y golpear con palos cacerolas y sartenes, mientras gritaban: «Sz! Sz! Sz!» (¡Morid, morid, morid!).

Y todos los pájaros remontaron el vuelo alarmados y confundidos por aquella nueva cólera, agitaron sus alas negras y revolotearon por encima de los campesinos, esperando que cesara el tumulto. Pero los gritos de la gente se hicieron más fuertes y airados. Los pájaros se fatigaron más, incapaces de aterrizar y comer. Y esto continuó durante muchas horas y muchos días, hasta que todos los pájaros -¡centenares, millares y luego millones!- cayeron y quedaron inmóviles, muertos, hasta que no quedó uno solo en el cielo.

¿Qué diría tu psiquiatra si le dijera que grité de alegría cuando leí que había ocurrido esto?

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