Los domingos, cuando mi madre iba a la Primera Iglesia Bautista China, llevaba consigo una pequeña Biblia encuadernada en similicuero, como prueba de su fe. Más adelante, cuando perdió su fe en Dios, esa Biblia acabó sirviendo como cuña bajo la pata demasiado corta de una mesa, lo cual era para mi madre una manera de corregir los desequilibrios de la vida. El libro lleva ahí más de veinte años.
Mi madre finge que la Biblia no está bajo esa pata de la mesa. Cuando alguien le pregunta qué hace ese libro en el suelo, ella alza la voz más de lo necesario para responder: «Ah, ¿ eso? Lo había olvidado». Pero yo sé que lo ve. Mi madre no es la mejor ama de casa del mundo, y después de tantos años esa Biblia sigue siendo de un blanco inmaculado.
Esta noche veo a mi madre llorar bajo la misma mesa de cocina, cosa que hace todas las noches después de cenar. Con mucho cuidado pasa la escoba alrededor de la pata sostenida por la Biblia. Observo sus movimientos, esperando el momento adecuado para hablarle de Ted y de mí, de que vamos a divorciarnos, Cuando se lo diga, sé que replicará: «Eso no puede ser», Y cuando le diga que es cierto, que nuestro matrimonio ha terminado, sé que también dirá: «Entonces debes salvado», Y aunque sé que es inútil -no queda absolutamente nada que salvar- me temo que si le digo eso ella seguirá insistiendo para que lo intente.
No deja de ser irónico ese deseo materno de que procure evitar el divorcio, porque hace diecisiete años, cuando empecé a salir con Ted, se mostró contrariada. Mis hermanas mayores sólo habían salido con muchachos chinos, pertenecientes a la iglesia, antes de contraer matrimonio.
Ted y yo nos conocimos en una clase de política ecológica. Se acercó a mí y me ofreció dos dólares por los apuntes de la última semana. Rechacé el dinero y acepté en cambio una taza de café. Esto sucedía durante el segundo semestre en la Universidad de California en Berkeley, donde me había matriculado en la especialidad de artes liberales, que más tarde cambié por la de bellas artes. Ted estudiaba tercer curso preparatorio para la carrera de medicina, por la que se había interesado, según me dijo, desde que en el transcurso de curso de sus estudios secundarios diseccionó un feto de cerdo.
Debo admitir que al principio me atrajo de Ted aquello que le diferenciaba de mis hermanos y los muchachos chinos con los que yo había salido: su descaro, la firmeza con que pedía cosas y esperaba recibirlas, la testarudez de sus opiniones, su rostro anguloso y su cuerpo larguirucho, sus brazos musculosos, el hecho de que sus padres procedieran de Tarrytown, Nueva York, y no de Tientsin, China.
Mi madre debió de notar esas mismas diferencias la noche en que Ted vino a recogerme a casa. Cuando regresé, mi madre aún estaba levantada, mirando la televisión.
– Es americano -me advirtió, como si yo hubiera estado también ciega para darme cuenta-. Un waigoren.
– También yo soy americana -repliqué-, y sólo salimos juntos, no vamos a casamos ni nada por el estilo.
La señora Jordan también tenía algo que decir. Con toda naturalidad, Ted me había invitado a una fiesta familiar, la reunión anual del clan que tenía lugar en los campos de polo de Goleen Gate Park. Aunque sólo habíamos salido dos o tres veces durante el último mes y, desde luego, nunca nos habíamos acostado, puesto que los dos vivíamos en casa de nuestros respectivos padres, Ted me presentó a sus parientes como su novia, cosa que, hasta entonces, yo no sabía que fuese.
Más tarde, cuando Ted y su padre se marcharon con los demás para jugar un partido de voleibol, su madre me cogió la mano y echamos a andar por el césped, alejándonos de los demás. Me apretó afectuosamente la palma, pero sin mirarme.
– Me alegro de conocerte por fin -me dijo, recalcando las dos últimas palabras. Yo quería decirle que no era realmente la novia de Ted, pero ella prosiguió-: Me parece magnífico que tú y Ted os divirtáis tanto juntos y por eso mismo espero que no interpretes mallo que he de decirte.
Entonces me habló pausadamente del futuro de Ted, de su necesidad de concentrarse en los estudios de medicina y de que pasarían varios años antes de que pudiera pensar en casarse. Me aseguró que no tenía nada en contra de las minorías raciales. Ella y su marido, propietarios de una cadena de tiendas que suministraban material de oficina, conocían personalmente a muchas personas excelentes que eran orientales, hispanos e incluso negros, pero Ted iba a dedicarse a una profesión en la que sería juzgado con distinto criterio por los pacientes, y otros médicos, quizá no tan comprensivos como los J ardan. Me dijo que era una desgracia que el resto del mundo fuese como era y que la guerra de Vietnam era muy impopular.
– No soy vietnamita, señora Jordan -le dije en voz baja, aunque estaba a punto de gritar- y no tengo la menor intención de casarme con su hijo.
Aquel día, cuando Ted me llevaba a casa en su coche, le dije que no podía seguir viéndole. Él quiso saber por qué, y me encogí de hombros. Insistió y le repetí literalmente lo que me había dicho su madre, sin hacer ningún comentario.
– ¡Y tú no vas a mover un solo dedo! -exclamó-. ¿Dejarás que mi madre decida lo que es correcto?
Parecía como si yo fuese una conspiradora que se había convertido en traidora. Me conmovió que Ted se enojara tanto.
– ¿Qué deberíamos hacer? -le pregunté, pensando que la sensación apenada que experimentaba era el inicio del amor.
Durante aquellos primeros meses nos aferramos uno a otro con una desesperación más bien absurda, porque, a pesar de todo lo que pudieran decir mi madre o la señora Jordan, no había nada que realmente nos impidiera vemos. Con una tragedia imaginaria cerniéndose sobre nosotros, nos hicimos inseparables, dos mitades que creaban el todo: yin y yang. Yo era una víctima para su talante heroico, siempre estaba en peligro y él me rescataba continuamente, yo caía y él me levantaba. Era algo estimulante y agotador a la vez. El efecto emocional de salvar y ser salvado se estaba convirtiendo en una adicción para los dos. Nuestra relación amorosa, incluso en la cama, se alimentaría de esa necesidad mía de protección.
– ¿Qué deberíamos hacer? -seguí preguntándole, y menos de un año después de nuestro primer encuentro vivíamos juntos.
Un mes antes de que Ted iniciara la carrera de medicina en la Universidad de California, San Francisco, nos casamos en la iglesia episcopal, y la señora Jordan se sentó en la primera fila, llorando como se esperaba de la madre del novio. Cuando Ted finalizó su etapa de médico residente especializado en dermatología, compramos una vieja casa victoriana de tres plantas y con un amplio jardín en Ashbury Heights. Ted me ayudó a instalar un estudio en la planta baja, para que pudiera dedicarme a trabajar por mi cuenta como ayudante de producción de artistas gráficos.
A partir de entonces, Ted lo decidía todo: dónde iríamos de vacaciones, el mobiliario que deberíamos comprar, cuánto tiempo esperaríamos para trasladamos a un barrio mejor antes de tener hijos. Discutíamos algunas de estas cosas, pero ambos sabíamos que al final le diría: «Decídelo tú, Ted», y no habría más que hablar. Pronto cesó toda discusión, y Ted se limitaba a decidir, mientras que a mí ni se me ocurría ponerle objeciones. Prefería ignorar el mundo que me rodeaba y sólo me fijaba en lo que tenía ante los ojos, la escuadra, el cutter, el lápiz azul.
Pero el último año, cambiaron los sentimientos de Ted acerca de lo que él llamaba «decisión y responsabilidad». Una paciente le planteó un problema de venas varicosas en la mejilla. El le dijo que podía eliminarle aquella especie de telaraña rojiza y devolverle la belleza, y ella le creyó, pero durante la operación le succionó un nervio por accidente y le dejó torcido el lado izquierdo de la cara. La mujer lo demandó.
Después de que perdiera el litigio por negligencia profesional -el primero y, ahora me doy cuenta, una enorme conmoción para él- empezó a presionarme para que yo tomara decisiones. ¿Creía que deberíamos comprar un coche del país o japonés? ¿Deberíamos cambiar el seguro de vida a plazo fijo? ¿Qué pensaba de aquel candidato que apoyaba a los contras nicaragüenses? ¿Cuántos hijos deberíamos tener?
Yo sopesaba los pros y los contras, pero al final me sentía muy confusa, porque nunca creía que hubiera una sola respuesta correcta y, no obstante, eran muchas las erróneas. Así pues, cada vez que decía: «Decídelo tú» o «me es indiferente» o «me parece bien de cualquiera de las maneras." Ted replicaba con impaciencia: «No, decídelo tú. No puedes prescindir de la responsabilidad y librarte luego de tu parte de culpa».
Percibí que las cosas estaban cambiando entre nosotros. Se había alzado un velo protector y ahora Ted empezaba a hacerme responsable de todo. Me pedía que decidiera sobre las cosas más triviales, como para provocarme: comida italiana o tailandesa, un aperitivo o dos, qué clase de aperitivo, tarjeta de crédito o metálico, Visa o MasterCard.
El último mes, cuando se disponía a marcharse para seguir un cursillo de dermatología en Los Angeles, que duraría un par de días, me preguntó si quería acompañarle, pero en seguida, sin darme tiempo a responderle, añadió:
– No importa, prefiero ir solo.
– Así tendrás más tiempo para estudiar -convine.
– No es por eso. Es que nunca eres capaz de tomar una decisión acerca de nada.
– Sólo en asuntos que no tienen importancia -protesté.
– Entonces nada es importante para ti -dijo él en tono de disgusto.
– Ted, si quieres que vaya, iré.
Estas palabras parecieron tocarle alguna fibra sensible.
– No sé cómo llegamos a casamos. ¿Dijiste que sí sólo porque el sacerdote te dijo «repite conmigo…»? ¿Qué habría sido de tu vida si no te hubieras casado conmigo? ¿Se te ha ocurrido pensarlo alguna vez?
Había tan poca lógica entre lo que cada uno de nosotros decía, que tuve la sensación de que éramos como dos seres situados en sendas cimas montañosas, inclinándose temerariamente hacia delante para arrojarse piedras, sin ver el peligroso abismo que las separaba. Ahora comprendo que Ted hablaba así expresamente desde el principio, con la intención de mostrarme la brecha, porque esa misma noche me llamó desde Los Angeles y dijo que quería divorciarse.
Desde que Ted se marchó, he estado pensando y llegado a la conclusión de que aunque lo hubiera esperado, aunque hubiera sabido cómo orientaría mi vida, el golpe habría sido igualmente brutal.
Cuando sufres un choque tan violento, es inevitable que pierdas el equilibrio y caigas. Y una vez que te has levantado, comprendes que no puedes confiar en que nadie te salve, ni tu marido ni tu madre ni Dios. ¿Qué puedes hacer entonces para evitar inclinarte y caer de nuevo?
Durante muchos años mi madre creyó en la voluntad divina. Era como si hubiera abierto un grifo celestial que no cesaba de verter la divinidad; Decía que la fe era lo que posibilitaba todas las cosas buenas con que nos encontrábamos en la vida, pero yo entendía «destino», porque ella no sabía pronunciar el sonido «th» de la palabra «fe». [2]
Más adelante descubrí que quizá se trataba de destino desde el principio, que la fe no era más que la ilusión de que, de algún modo, ejerces el control de tu vida. Observé que lo máximo que yo podía tener era esperanza, con lo cual no negaba ninguna posibilidad, ni buena ni mala. Todo lo que decía era: «Si hay una alternativa, Dios mío o lo que seas, inclina hacia aquí las probabilidades».
Recuerdo que cuando empecé a pensar así fue una gran revelación para mí. Sucedió el día en que mi madre perdió la fe en Dios, cuando descubrió que no podría volver a confiar jamás en cosas de certeza incuestionable.
Habíamos ido a la playa, a un lugar recogido al sur de la ciudad, cerca de Devil's Slide. Mi padre había leído en la revista Sunset que era un buen sitio para pescar percas, y aunque mi padre no era pescador, sino auxiliar de farmacia que en el pasado ejerció como médico en China, creía en su nengkan, su capacidad de hacer cualquier cosa que se propusiera. Mi madre se creía en posesión de nengkan para cocinar cualquier cosa que capturase mi padre. Esta creencia en su nengkan fue lo que llevó a mis padres a Estados Unidos, lo que les capacitó para tener siete hijos y comprar una casa en el distrito de Sunset con muy poco dinero, lo que les dio confianza para creer que su suerte nunca se acabaría, que Dios estaba de su parte, que los dioses domésticos solos podían informar de cosas buenas y nuestros antepasados estaban satisfechos, que las garantías vitalicias significaban que nuestra suerte nunca cesaría, que todos los elementos estaban en equilibrio, la cantidad adecuada de viento yagua.
Así pues, allí estábamos los nueve: mis padres, mis dos hermanas, cuatro hermanos y yo misma, pletóricos de confianza mientras caminábamos a lo largo de la playa. Avanzábamos en fila india por la arena gris y fría, en orden de mayor a menor. Yo, con catorce años, iba en el medio. Habríamos formado una curiosa estampa para un posible espectador, nueve pares de pies descalzos andando por la arena, nueve pares de zapatos en las manos, nueve cabezas morenas volviéndose hacia el agua para ver cómo rompían las olas en la orilla.
El viento azotaba mis pantalones de algodón, y yo buscaba algún lugar donde la arena no me entrara en los ojos. Vi que estábamos en la hondonada de una cala, como un cuenco gigante, partido en dos, cuya otra mitad hubiera arrebatado el mar. Mi madre se dirigió a la derecha, donde la arena estaba limpia, y todos la seguimos. En aquel lado la pared de la cala se curvaba y protegía la playa del áspero oleaje y del viento. Y a lo largo del muro, a su sombra, se extendía una hilera de escollos que empezaba en el borde de la playa y continuaba más allá de la cala, donde las aguas se agitaban. Daba la impresión de que podías adentrarte en el mar sobre aquel arrecife, a pesar de su aspecto tan rocoso y resbaladizo. En el otro lado de la cala el muro era más irregular, carcomido por el agua, con muchas grietas, y cuando las olas golpeaban contra la pared, el agua surgía por aquellos orificios como blancos torrentes.
Recuerdo que aquella cala arenosa era un lugar terrible, lleno de sombras húmedas que nos hacían estremecer y motas invisibles que se nos metían en los ojos y nos impedían ver los peligros. La novedad de la experiencia nos cegaba a todos: una familia china tratando de actuar como una típica familia norteamericana en la playa.
Mi madre extendió sobre la arena una vieja manta a rayas, que el viento agitó hasta que nueve pares de zapatos la sujetaron. Mi padre montó su larga caña de bambú, una caña que él mismo se había confeccionado, recordando el diseño de la caña que tuvo en su infancia en China. Los niños nos acurrucamos hombro contra hombro sobre la manta, y en seguida saqueamos la bolsa llena de bocadillos de mortadela, que comimos ávidamente, sazonados con la arena adherida a nuestros dedos.
Mi padre se puso en pie y admiró su caña de pescar, fina y resistente. Satisfecho, recogió sus zapatos, fue al extremo de la playa y avanzó por el arrecife, deteniéndose antes de llegar al punto batido por las aguas. Mis dos hermanas mayores, Janice y Ruth, se levantaron de la manta y se palmote aran los muslos para desprender la arena. Luego, tras palmotearse mutuamente la espalda, echaron a correr por la playa, gritando. Yo estaba a punto de ir tras ellas, pero mi madre señaló a mis hermanos con la cabeza y me recordó: «Dangsying tamende shenti», que significa «cuida de ellos» o, literalmente, «vigila sus cuerpos». Aquellos cuerpos eran las anclas de mi vida: Matthew, Mark, Luke y Bing. Volví a sentarme en la arena y, una vez más, repetí mi ronco lamento: «¿Por qué?». ¿Por qué tenía que ser yo quien cuidara de ellos?
Y ella volvió a darme la misma respuesta: «Yiding». Debía hacerla, porque eran mis hermanos. Mis hermanas ya cuidaron de mí cuando era pequeña. De lo contrario, ¿cómo aprendería a tener responsabilidad? ¿Cómo apreciaría lo que mis padres hicieron por mí?
Matthew, Mark y Luke tenían doce, diez y nueve años respectivamente, eran lo bastante mayores para no parar de divertirse ruidosamente. Ya estaba Luke enterrado en la arena, de la que sólo le sobresalía la cabeza, y ahora empezaban a construir un castillo de arena encima de él. Pero Bing tenía cuatro años, se excitaba fácilmente y con la misma facilidad se aburría e irritaba. No quería jugar con los demás hermanos porque lo habían hecho a un lado, amonestándole: «No, Bing, lo derribarás».
Así pues, Bing deambuló por la playa, caminando rígidamente como un emperador destronado, recogiendo fragmentos de roca y trozos de madera de acarreo que lanzaba con todas sus fuerzas a las olas. Fui tras él, imaginando marejadas y preguntándome qué haría si aparecía una. De vez en cuando le decía: «No te acerques demasiado al agua, vas a mojarte los pies», y pensaba en cómo me parecía a mi madre, siempre preocupada más allá de lo razonable pero, al mismo tiempo, hablando del peligro como si fuese menor de lo que era realmente. La preocupación me rodeaba, como el muro de la cala, haciéndome creer que lo había tenido todo en cuenta y que la seguridad del pequeño era absoluta.
Mi madre tenía la superstición de que los niños están expuestos a ciertos peligros en determinados días, que dependen de su fecha de nacimiento. La explicación estaba en un librito chino titulado Las veintiséis puertas malignas, en cada una de cuyas páginas figuraba la ilustración de algún peligro terrible que aguardaba a los niños inocentes. A los lados había una descripción en chino, pero como yo no sabía leer los ideogramas, tenía que contentarme con el significado de la imagen.
En cada ilustración aparecía el mismo niño, trepando a la rama rota de un árbol, de pie junto a una puerta que se viene abajo, resbalando en un baño de madera, entre los dientes de un perro que lo ha arrebatado, huyendo de un rayo. Otro personaje presente en todas las ilustraciones era hombre que parecía disfrazado de lagarto y tenía un gran pliegue en la frente, o quizá se trataba de dos cuernos redondeados. Es una de las imágenes el hombre lagarto de pie junto a un puente curvo, riendo mientras veía caer al pequeño por encima del pretil, con los pies ya en el aire.
Ya era muy inquietante pensar que un niño pudiera correr cualquiera de aquellos peligros, y aunque la fecha de nacimiento correspondía sólo a uno, a mi madre le preocupaban todos. El motivo era su incapacidad de trasladar las fechas chinas basadas en el calendario lunar, a las fechas del calendario gregoriano. Así pues, tenerlos todos presentes era la única manera de estar absolutamente segura de que podía prevenir cada uno de ellos.
El sol se había movido y ahora se cernía sobre el otro lado del muro de la cala. Todo estaba en su lugar. Mi madre se afanaba para impedir que cayera arena en la manta, eliminaba la arena de los zapatos y volvía a colocarlos en los ángulos de la manta. Mi padre seguía en el extremo del arrecife, lanzaba pacientemente el anzuelo y esperaba que el nengkan se manifestara en forma de pescado. Veía unas figurillas a lo lejos, en la playa, y sabía que eran mis hermanas por las cabezas morenas y los pantalones amarillos. Los gritos de mis hermanos se mezclaban con los de las gaviotas. Bing había encontrado una botella de gaseosa vacía y la usaba para cavar en la arena cerca del oscuro muro de la cala. Yo estaba sentada en la arena, donde terminaban las sombras y empezaba la parte soleada.
Bing golpeaba la roca con la botella de gaseosa.
– No lo hagas tan fuerte -le grité-. Abrirás un agujero en la pared, te caerás en él e irás a parar a China.
Me reí cuando él me miró como si pensara que era cierto. Se levantó y echó a andar hacia el agua. Puso el pie en el arrecife, tanteando, y le advertí:
– Bing.
– Voy a ver a papá -protestó él.
– Entonces no te separes de la pared, apártate del agua. Cuidado con los peces malos.
Le observé mientras avanzaba por el arrecife, casi pegado a la rocosa pared de la cala. Todavía le veo, tan claramente que casi tengo la sensación de que puedo hacer que se quede ahí para siempre.
Le veo de pie al lado del muro, a salvo, llamando a mi padre, el cual le mira por encima del hombro. ¡Cuánto me alegra que mi padre vaya a vigilarle un rato! Bing empieza a andar y entonces algo tira del sedal de mi padre y él lo enrolla tan rápido como puede.
Oigo gritos. Alguien ha tirado arena a la cara de Luke y éste ha emergido de su tumba de arena y se ha arrojado sobre Mark, al que ahora está vapuleando. Mi madre me pide a gritos que los detenga. En cuanto he separado a Luke y Mark, alzo la vista y veo que Bing avanza solo hacia el borde del arrecife. En la confusión de la pelea, nadie se percata. Soy la única que ve lo que Bing está haciendo.
El pequeño da uno, dos, tres pasos. Su cuerpecillo se mueve con mucha rapidez, como si hubiera visto algo maravilloso al borde del agua, y pienso: Se va a caer. Lo estoy esperando, y en el mismo momento en que lo pienso, sus pies ya están en el aire, en un instante de equilibrio, antes de caer al agua y desaparecer sin dejar siquiera una onda en la superficie.
Me arrodillé, mirando el lugar donde había desaparecido, sin moverme, sin decir nada. Lo que acababa de ocurrir no tenía sentido. Me pregunté si debería correr al agua e intentar sacarle. ¿Debería gritar a mi padre? ¿Podría incorporarme con suficiente rapidez? ¿Podía hacer que todo retrocediera y prohibirle a Bing que fuera a reunirse con mi padre en el arrecife?
Entonces regresaron mis hermanas y una de ellas preguntó dónde estaba Bing. Se hizo el silencio durante unos segundos y luego hubo gritos y revuelo de arena cuando todos pasaron por mi lado hacia el borde del agua. Me quedé allí, incapaz de moverme, mientras mis hermanos apartaban frenéticamente maderas de deriva para ver qué había detrás. Mis padres intentaban separar las olas con las manos.
Estuvimos allí muchas horas. Recuerdo las embarcaciones de búsqueda, la puesta de sol y la oscuridad. Jamás había visto una puesta de sol como aquélla: una brillante llama anaranjada que rozaba el borde del agua y luego se abría en abanico, calentando el mar. Cuando oscureció, se encendieron los fanales amarillos de las barcas y mi madre se arrojó al agua. No había nadado en toda su vida, pero la fe en su nengkan la convenció de que podía hacer lo mismo que hacían aquellos norteamericanos. Podía encontrar a Bing.
Cuando los hombres de la partida de rescate la sacaron finalmente del agua, seguía con su nengkan intacto. El agua fría empapaba su pelo y sus ropas, pero permaneció en pie, serena y majestuosa como una reina de las sirenas que acabara de salir del mar. La policía suspendió la búsqueda, nos acompañaron al coche y nos enviaron a llorar a casa.
Había supuesto que mis padres y hermanos me matarían a azotes. Sabía que era culpable, porque no había vigilado al pequeño como era debido, y, no obstante, le había visto. Pero nos sentamos en la sala a oscuras y les oí, uno tras otro, susurrando sus pesares.
– He sido un egoísta al empeñarme en pescar -dijo mi padre.
– No deberíamos haber ido a pasear -observó Janice, mientras Ruth se sonaba una vez más.
– ¿Por qué me echaste arena a los ojos? -gimió Luke-. ¿Por qué me obligaste a pelear?
Y mi madre, dirigiéndose a mí, admitió en voz baja:
– Te pedí que los separases, que dejaras de vigilar al pequeño.
Si hubiera tenido tiempo para experimentar una sensación de alivio, se habría evaporado en seguida, porque mi madre también me dijo:
– Mañana a primera hora debemos volver ahí y encontrarle, tú y yo.
Todos tenían la vista baja, pero entendí que aquél era mi castigo: salir con mi madre, regresar a la playa y ayudarla a encontrar el cuerpo de Bing.
No estaba en absoluto preparada para lo que mi madre hizo al día siguiente. Cuando me desperté aún no había amanecido, pero ella ya estaba vestida. Sobre la mesa de la cocina había un termo, una taza de té, la Biblia encuadernada en similicuero blanco y las llaves del coche.
– ¿Ya está listo papá? -le pregunté.
– Papá no viene -replicó.
– Entonces, ¿cómo vamos a llegar allí? ¿Quién nos llevará?
Ella cogió las llaves del coche y la seguí afuera. Subimos al vehículo y, mientras nos dirigíamos a la playa, no dejé de preguntarme cómo había aprendido a conducir de la noche a la mañana. No utilizó la guía de carreteras. Condujo con suavidad, giró más abajo de Geary y entró en la gran autopista, sin olvidar en ningún momento la señalización correcta, cogió la carretera costera y tomó con pericia las curvas cerradas que con frecuencia dejaban a los conductores inexpertos en la cuneta o los hacían saltar por los precipicios.
Cuando llegamos a la playa, sin pérdida de tiempo mi madre recorrió el sendero de tierra y avanzó hasta el extremo del arrecife, donde yo había visto desaparecer a Bing. Llevaba en la mano la Biblia blanca. Allí, ante el agua, llamó a Dios y las gaviotas transportaron su vocecilla al cielo. Empezó diciendo «Dios mío querido» y terminó con «amén», y entre la primera expresión y la última habló en chino.
– Siempre he creído en tus bendiciones -le dijo a Dios, en el mismo tono de alabanza que usaba para los exagerados cumplidos chinos-. Sabíamos que llegarían, no las poníamos en duda. Tus decisiones eran las nuestras. Tú nos recompensabas por nuestra fe.
»A cambio siempre hemos procurado mostrarte nuestro respeto más profundo. Íbamos a tu casa, te dábamos dinero, cantábamos tus himnos. Nos diste más bendiciones, y ahora hemos extraviado una de ellas. Es cierto que hemos sido descuidados. Teníamos tantas cosas buenas que no podíamos pensar constantemente en todas ellas.
»Así, tal vez nos lo has ocultado para darnos una lección, para que tuviéramos más cuidado con tus dones en el futuro. Lo he aprendido, está grabado en mi memoria. Y ahora he venido para recuperar a Bing.
Escuché en silencio a mi madre, horrorizada, y me eché a llorar cuando le oí añadir:
– Perdónanos por sus malos modales. Mi hija, aquí presente, no dejará de darle mejores lecciones de obediencia antes de que el muchacho te visite de nuevo.
Después de la plegaria, su fe era tan grande que le vio, tres veces, saludándola con la mano desde más allá de la primera ola. «Nale!» (¡Allí!). Y permaneció en pie como un centinela, hasta que tres veces le falló la vista y Bing resultó ser una mancha oscura de algas agitadas.
Mi madre no agachó la cabeza. Regresó a la playa y dejó la Biblia. Cogió el termo y la taza y se acercó a la orilla. Entonces me dijo que la noche anterior había recordado su pasado, cuando era una muchacha en China, y he aquí lo que había hallado:
– Recuerdo que un chico perdió una mano a causa de los fuegos artificiales. Vi los jirones de su brazo y sus lágrimas, y entonces oí a su madre afirmar que le crecería otra mano, mejor que la perdida. Aquella madre dijo que pagaría multiplicada por diez una deuda ancestral, que usaría un tratamiento de agua para aplacar la ira de Chu Jung, el dios del fuego, con sus tres ojos. Y, en efecto, a la semana siguiente aquel niño montaba en bicicleta, ¡y cuando pasó ante mis ojos asombrados vi que sujetaba el manillar con las dos manos!
Entonces mi madre bajó el tono de voz, y cuando habló de nuevo lo hizo de un modo precavido y respetuoso.
– Cierta vez uno de nuestros antepasados robó aguo de un pozo sagrado. Ahora el agua trata de robar a su vez. Hemos de atemperar el malhumor del dragón serpenteante que vive en el mar. Tiene sujeto a Bing, y hemos de hacer que afloje su presa dándole otro tesoro que pueda esconder.
Mi madre vertió té endulzado con azúcar en la taza y la arrojó al mar. Entonces abrió el puño. Tenía en la palma un anillo con un zafiro azul pálido, regalo de su madre, que había muerto muchos años antes. Me dijo que la belleza de aquella piedra hacía que las madres la mirasen codiciosas, desatendiendo a los niños a los que vigilaban tan celosamente. Aquello haría que el dragón serpenteante se olvidara de Bing. Arrojó el anillo al agua.
Pero ni siquiera así Bing apareció de inmediato. Durante cosa de una hora no vimos más que algas a la deriva. Entonces mi madre se llevó las manos al pecho y exclamó:
– ¡Ya sé! Es porque estamos mirando en la dirección equivocada.
También yo vi a Bing caminando pesadamente en el extremo de la playa, los zapatos colgando de la mano, la morena cabeza gacha, extenuado. Pude sentir lo mismo que sentía mi madre. Experimentamos un instante de alegría inconmensurable. Y entonces, antes de que pudiéramos levantarnos, las dos le vimos encender un cigarrillo, crecer y convertirse en un desconocido.
– Vámonos, mamá -le dije lo más suavemente posible.
– Está aquí -dijo ella con firmeza, y señaló la pared irregular al otro lado del agua-. Le veo. Está en una cueva, sentado en un escalón por encima del agua. Tiene hambre y un poco de frío, pero ya ha aprendido a no quejarse demasiado.
Entonces se levantó y echó a andar por la arena como si fuese un camino pavimentado. Intenté seguida, caminando con dificultad y tropezando con los blandos montículos. Mi madre subió por el empinado sendero hasta el lugar donde estaba aparcado el coche, y ni siquiera jadeaba cuando sacó del maletero una gran cámara de neumático. Ató a este salvavidas el sedal de la caña de pescar de mi padre. Regresó a la orilla y lanzó la cámara al mar, sujetando el sedal.
– Esto irá al lugar donde está Bing -dijo con vehemencia-. Le hará volver.
Jamás había notado tanto nengkan en la voz de mi madre.
La cámara de neumático pareció corroborar su idea. Fue a la deriva hacia el otro lado de la cala, donde la zarandeó un oleaje más fuerte. El sedal se puso tenso y ella lo aferró, pero no pudo evitar que se rompiera y cayera al agua trazando una espiral.
Ambas nos dirigimos al extremo del arrecife. Ahora la cámara había llegado al otro lado de la cala, y una gran ola la arrojó contra la pared. La cámara hinchada saltó hacia arriba y luego fue absorbida bajo la pared, en una caverna. Poco después se asomó, y a partir de entonces una y otra vez desaparecía, emergía, negra y reluciente, informando fielmente que había visto a Bing e iba a intentar sacado de la cueva. Una y otra vez se sumergió y volvió a salir, vacía pero todavía esperanzada, hasta que, por fin, al cabo de unas doce veces, fue absorbida por la negra cavidad y, cuando salió, estaba desgarrada y desinflada.
Sólo entonces mi madre se dio por vencida. Jamás olvidaré la expresión de su rostro, una expresión de desesperación y horror absolutos, por haber perdido a Bing, por ser tan necia de creer que la fe le serviría para cambiar el destino. Y me sentí furiosa, ciegamente furiosa, porque todo nos había fallado.
Ahora sé que en ningún momento esperé encontrar a Bing, como sé ahora que jamás encontraré la manera de salvar mi matrimonio. Pero mi madre me dice que debo seguir intentándolo.
– ¿Para qué? -replico-. No hay ninguna esperanza. No hay ningún motivo para que siga intentándolo.
– Porque debes hacerla -dice ella-. Ni la esperanza ni la razón tienen nada que ver con esto. Se trata de tu destino. Es tu vida, lo que debes hacer.
– ¿Qué debo hacer entonces?
– Eso tienes que averiguado tú misma -responde mi madre-. Si alguien te lo dice, no lo estás intentando.
Y sale de la cocina, dejándome ahí sola para que reflexione en eso.
Pienso en Bing, en cómo supe que corría peligro y cómo dejé que ocurriera su accidente. Pienso en mi matrimonio, en los signos que percibí. Sí, vi los signos, pero me limité a dejar que las cosas sucedieran. Y pienso en que el destino está formado a medias por las expectativas y a medias por la falta de atención. Pero, de algún modo, cuando pierdes algo que amas, interviene la fe. Tienes que prestar atención a lo que has perdido. Tienes que deshacer la expectativa.
Mi madre sigue prestando atención a lo que perdió. Sé que ve esa Biblia bajo la pata de la mesa. Recuerdo que la vi escribir algo en ella antes de que la hiciera servir como una cuña.
Levanto la mesa y saco la Biblia. La pongo sobre la mesa y paso rápidamente las páginas, porque sé que ahí está lo que busco. En la página anterior al inicio del Nuevo Testamento hay una sección con el rótulo «Fallecimientos», y ahí es donde escribió «Bing Hsu», a lápiz y con trazo ligero, fácilmente borrable.