Capítulo 9 PORQUE SÍ, SIMPLEMENTE

A eso de las cinco y media, Chamorro me hizo una seña. Los otros dos se habían retirado y Enzo, ante la precaución de mi subordinada, había perdido mucho gas. La cabeza le colgaba de una forma bastante delatora. Con suavidad, retiré a Andrea de mí.

– María me llama. Tengo que irme -dije, con firmeza.

– ¿A dónde?

– María y yo tenemos cosas que hacer.

– ¿Qué cosas?

– Las que ella y yo solemos hacer juntos.

– Llévame con vosotros.

– No puedo.

Andrea meneó la cabeza.

– Qué decepción, Luigi. No creía que ya no fuéramos a vernos más.

– Seguro que sí.

– Promételo.

– Tampoco puedo.

Andrea me contempló con detenimiento. Estuvo hurgando en mi máscara de tal manera que por un momento temí que estuviera desentrañando la verdad. Y la verdad era, en parte, que en aquel momento mi fe en que la muerte de Eva Heydrich debía ser esclarecida flaqueaba ante la tentación de perderme por aquellos ojos grises.

– ¿A qué playa vas? -preguntó súbitamente.

– A ninguna fija.

Andrea me dio entonces un nombre, el de la playa nudista al que había acudido Eva Heydrich después de aceptar que no podía organizar todos los días un tumulto en la cala.

– Yo voy allí todas las tardes -me informó-. Puedes traer a María. Mejor: te exijo que la traigas. Addio.

Volvió a besarme y se fue, arrastrando al claudicante Enzo fuera del club. El gesto de Chamorro me recordaba terriblemente la cara de la última persona cuya tiranía había sufrido antes de caer bajo la del comandante Pereira. Era una viril monja que me custodió -creo que ésa es la palabra- después de mi operación de apendicitis, cuando yo tenía quince años.

Con todo, Chamorro aguardó diez minutos para reprenderme. Estábamos ya en el coche, camino de la urbanización.

– Creí que íbamos a andar con tiento -dijo, con sorna-. Ahora ya sé lo que significa tiento.

– No suponía que fueras tan irónica, Chamorro, pero me gusta -murmuré, casi sin fuerza.

– Una italiana explosiva, por lo que veo.

– No voy a negarlo.

– Enzo no era tan explosivo. Un poco fantasma. Claro que si el plan era que me tenía que entregar a él me podías haber avisado.

– No era el plan. Lo de Andrea salió sobre la marcha.

– ¿Y has averiguado mucho?

– Me he puesto en buena situación para averiguarlo.

Me di cuenta de que en ese instante Chamorro abandonaba su actitud reprobatoria y adoptaba una muy distinta. Iluminando todo su rostro había una sonrisa triunfal. Me impresionaba favorablemente que superara sus inhibiciones, pero me pregunté si no se estaría excediendo. Desde que me impusieron los galones he sido siempre reacio a recurrir a ellos salvo que sea estrictamente imprescindible, así que me contuve.

– Mientras te tomas tu tiempo -volvió a poner a prueba mi campechanía-, te avanzo lo que yo he averiguado. Nuestros cuatro amigos conocieron a Eva en una discoteca del puerto deportivo. Los llevó al yate en el que había venido con otros italianos y se corrieron una especie de orgía, por lo que Enzo me hizo entrever no sé si para estimularme. Luego se vieron otra vez en la playa, tres o cuatro días después, y quedaron esa misma noche. Eva los trajo a Abracadabra. A partir de ahí a Enzo no le apetecía contar muchos detalles. Sólo al final, cuando ya no sabía qué decir, me ha hecho una jugosa revelación. Eva se encaprichó con alguien del grupo. Y encontró reciprocidad. ¿No te imaginas de quién se trata?

– Temo que sí.

– Exacto. Tu rubia explosiva.

– ¿Todo eso te lo ha contado Enzo espontáneamente o le preguntaste algo?

– No le pregunté ni la hora. Lo juro.

– Te felicito, Chamorro. Y tú deberías felicitarme a mí. Sin comerlo ni beberlo hemos ligado con otra ex pareja de Eva. Esto avanza más deprisa de lo que podíamos soñar. Fíjate que digo hemos.

– ¿Cómo?

Era el momento de desarbolar a Chamorro, o mucho me equivocaba. No creía que se hubiera soltado hasta ese extremo.

– A Andrea se le dilataron las pupilas cuando le chismorreé que no te gustaban los hombres.

– ¿Eso le has dicho?

– Ajá. Por si te interesa, te envidia las piernas, y me ha encarecido que cuando vaya a verla a la playa vengas conmigo.

Chamorro había perdido la chispa.

– Iremos por la tarde -concluí-. Aunque por la noche prefiero que nos ocupemos de Lucas, tampoco conviene que Andrea se enfríe.

A las siete y cuarto en punto, mientras Chamorro y yo intentábamos aclararnos la cabeza con un café cargado, sonó en la puerta de la cocina el golpe de unos nudillos. Era Perelló. Venía descubierto, con el cabello mojado cuidadosamente estirado hacia atrás y pegado al cráneo. Tras él apareció Satrústegui, su hombre de confianza.

– Buenos días, mi brigada. ¿Quieren café?

– Ya he tomado, gracias. Tenéis mala cara. Sobre todo la muchacha. ¿Os habéis estado peleando con alguien?

– No hemos dormido.

Perelló meneó la cabeza.

– Hay que descansar, sargento.

– No hemos tenido más remedio. Eva Heydrich aprovechaba la noche.

– Eso no me entrará en la cabeza nunca. De noche hay que dormir. Velar por gusto, como hacen hoy todos, es una tontería. Ya verán cuando se les ahuyente el sueño, que tarde o temprano siempre acaba pasando.

– Ha merecido la pena.

– Siendo así… Bueno, ¿vamos a ver la casa? No deberíamos terminar tarde.

Perelló me admiraba. Cualquier otro se habría precipitado a interrogarnos. Pero él tenía un deber que cumplir y un plazo en el que cumplirlo y eso se anteponía a todo lo demás. Creo que de todas las personas con las que tuve que trabajar en aquellos días era el único que no sentía una malsana comezón por saber qué era lo que le había sucedido exactamente a Eva Heydrich. Hacía por saberlo porque no tenía más remedio, porque eran ya treinta años de ejecutar órdenes sin discutirlas. Pero no le interesaba.

Había otra cosa singular con Perelló. Supongo que todos los demás, yo incluido, censuramos moralmente en algún momento a Eva o a las personas con las que se había visto envuelta y que fueron apareciendo a lo largo de la investigación. Jamás advertí algo semejante en el brigada. Y sin embargo, estoy convencido de que si hubieran sido otros tiempos y al culpable hubiera habido que darle garrote, sólo él se habría atrevido. Lo habría ajusticiado rápido y se habría santiguado en sufragio de su alma. Terminamos nuestro café y salimos. Nos deslizamos discretamente por la calle y entramos en el jardín. En la puerta del chalet, Satrústegui retiró con cuidado el precinto. Era un hombre meticuloso y taciturno. Se comprendía que Perelló lo distinguiera entre los otros. No abundaban los guardias jóvenes con semejante disposición.

El chalet era muy espacioso, bastante más que el nuestro. Constaba de un enorme salón, un comedor, una cocina bastante despejada y cuatro dormitorios. Había una terraza muy amplia con vista al mar y una azotea también abierta al Mediterráneo. La primera observación era inevitable:

– Una choza un poco grande para una sola persona, ¿no cree, mi brigada?

– Los extranjeros son caprichosos. Si le gustó la vista, no se preocupó de contar las habitaciones.

– ¿En cuánto puede estar el alquiler de una casa así por esta zona? -interrogó Chamorro.

– Es la parte mejor de la urbanización. Ciento cincuenta o doscientas fuera de temporada. En temporada pon el doble y no te quedas corta. Desde luego yo no podría vivir aquí.

– Vamos a donde apareció el cuerpo -pedí.

Era peculiar la marca que se había hecho del cuerpo de Eva. Como en el aire no se puede dibujar, habían marcado con tiza una especie de elipse en el suelo y otra más pequeña en el travesaño del techo. Los puntos más cercanos en los dos planos sólidos entre los que había aparecido suspendida.

El techo del salón subía en V hasta una altura bastante superior a la habitual. Eva Heydrich no había sido colgada del punto más alto, pero aun así había dado para que al sumar a la breve longitud de la cuerda la de sus brazos y su uno ochenta y cinco todavía quedaran cuarenta centímetros para llegar al suelo.

– ¿A qué altura crees que está ese travesaño, Chamorro?

– Algo más de tres metros.

– Eso quiere decir que el que pasó la cuerda por ahí tuvo que lanzarla o subirse a algo muy alto. Una maniobra extraña con un cadáver quemándole las manos. Por más que le doy vueltas no acabo de explicarme este refinamiento de colgarla. Es una pérdida de tiempo inútil, salvo que el que lo hiciera creyera que no íbamos a descubrir que cuando la colgaron Eva ya estaba muerta.

– ¿Y qué pasaría si hubiera sido así?

– Imaginaríamos que hubo tortura, sólo psíquica y lo que pueda doler en las muñecas que te cuelguen, porque no hay otras heridas. Eso sugeriría un maníaco, o bien un crimen con un móvil muy concreto. Averiguar alguna cosa, coaccionar a alguien. A la propia Eva o a otra persona.

– ¿En relación con qué?

– No lo sé, Chamorro. Lo que está más o menos claro es que colgarla es un intento de que parezca algo que no fue. Por ejemplo, la muerte fue por algo prosaico, nada de perversiones como las que quieren hacernos ver. O si te pones en la otra hipótesis, se trata de encubrir que no hubo exactamente un móvil que justificara la muerte. Si la policía busca a un maníaco, o a quienes podían tener un móvil para torturar y matar, el asesino, que en uno y otro caso quedaría fuera del perfil, estaría a salvo.

– No acabo de entenderlo. ¿Qué es eso de que no hubiera un móvil?

– Que a la chica la mataron por accidente, o por error. O lo hicieron porque sí, simplemente -apuntó el brigada.

– ¿Porque sí?

– Sin haberlo pensado antes; porque alguien, en un momento dado, la odió lo suficiente.

– Eso es -confirmé-. No resulta extraño. La mayor parte de los homicidios los cometen personas que no saben que van a matar hasta el preciso instante en el que clavan o aprietan el gatillo. Muchas veces la muerte les es útil para algo, robar, defenderse, vengarse. Pero algunas veces no reporta ninguna utilidad. Eso es una muerte porque sí.

– ¿Y qué deduce de todo eso, mi sargento? -habló Satrústegui, inopinadamente. Al contrario que Perelló, su interés por el crimen era palpable, y su cauto cerebro, por que lo es el de todos los hombres que hablan poco, ya había llegado a alguna conclusión que quería contrastar con mi respuesta.

– Lo que deduzco es que nos hallamos ante una mente criminal muy rudimentaria, un aficionado. Y no sólo por el apresuramiento con que preparó su patraña. Ya que la colgaba podía haberla quemado con un cigarrillo, por ejemplo, si quería hacer creíble lo de la tortura. El caso es que al final se llega a la verdad por las pistas y los hechos, no por las suposiciones. Salvo muy raras excepciones, es más importante el trabajo de averiguar con quién, cuándo y cómo trató la víctima que intentar guiarse a priori por la razón por la que la mataron o las singularidades psicológicas que se le adivinan al malvado que lo hizo. Montar este decorado nunca te salva de las huellas que hayas podido dejar, sólo crea un pequeño embrollo que a un investigador sensato no le costará deshacer cuando tenga lo que importa.

Otro aspecto interesante era la relativa distancia que había, en línea recta sobre el suelo, entre el travesaño al que se había izado a Eva y la puerta a cuyo pomo se había atado la cuerda. Casi seis metros.

– ¿Y esto? ¿Nadie ha pensado en esto, mi brigada?

– En qué.

– La distancia al pomo. No sé demasiada física, pero esto es puro sentido común. Si se sube un cuerpo pesado de la forma en que se subió el cadáver, el esfuerzo aumenta a medida que aumenta la distancia desde la que se ejerce la fuerza sobre el punto de apoyo, es decir, el travesaño. Lo lógico es situarse más o menos debajo, para ayudarse con el propio peso, y no a seis metros. Supongamos que a pesar de todo el cuerpo se sube así y es después, con el cuerpo ya elevado, cuando se va hacia la puerta. A medida que uno se aleja, es necesaria más fuerza para sujetar, porque se pierde la ayuda del propio peso. Y durante un instante, cuando se va a atar la cuerda al pomo, hay que hacer frente a todo el trabajo con una sola mano.

– Yo debo saber todavía menos física que tú, sargento, pero parece lógico lo que dices. Creo que sé a dónde vas.

– Si hizo esto, Regina Bolzano es la mujer de sesenta años más fuerte de la Historia y de parte de la Mitología.

– O sea, que no la mató ella -se precipitó, por una vez, Satrústegui.

– No la colgó ella, que es distinto. Pero es cierto que eso, si no refuta, sí debilita la teoría de que fuera la asesina.

A continuación seguimos el rastro de sangre que había quedado por la casa. Las balas habían entrado limpiamente y eso podía justificar que los restos no fueran muy abundantes, pero me extrañó que apenas eran manchas dejadas por roce directo. Estaban en el salón, el comedor, el pasillo y un dormitorio, en el que se había situado el crimen. La cama estaba limpia.

– ¿Qué es lo primero que nos llama la atención en esta habitación? -pregunté a mi ayudante.

Chamorro miró arriba y abajo.

– Muy poca sangre -dijo.

– Eso es una cosa. La otra es que la ventana da justo a uno de los chalets de al lado. El mejor sitio para que dos disparos sin silenciador sean oídos por los vecinos que nada oyeron.

– Ya sabe que había verbena -recordó Perelló, sin mucho empeño.

– Desde luego. Una casualidad propicia. Dejaremos aparte el hecho de que nuestro aficionado fue tan aficionado como para no preocuparse de limpiar una sangre que desmontaba, por si el informe forense no fuera bastante, su intento de hacernos creer que Eva murió colgada de esa cuerda. No es muy escandalosa, pero a nada que se hubiera fijado la habría visto. Eso quiere decir que estaba nervioso y tenía prisa. Tal vez había entrado en la casa de forma no muy ortodoxa.

– ¿Qué quieres decir?

– Digo que esa ventana es muy baja, y que no es raro que en verano esta gente, acostumbrada a la seguridad de sus países, no tenga cuidado en dejar todas las ventanas bien cerradas. Para quien viene sin llave de la puerta, puede ser la forma de entrar.

– ¿Y eso?

– Eso es otro voto en contra de la culpabilidad de Regina Bolzano. Ella tenía llave. Y quiere decir que a Eva no la mataron aquí. La trajeron aquí, y posiblemente no con la intención expresa de cargárselo a Regina, sino de alejar prudentemente el asunto. El número de la cuerda lo hicieron para terminar de liarlo todo.

– Sí, vas muy bien -juzgó Perelló-. Pero falta algo. Las huellas en el revólver. Si la mataron aquí podría encajarse. Si la mataron en otro sitio, es otra canción. ¿Cómo llegó el revólver adonde fuera y volvió con las huellas?

– Aquí no vamos a resolverlo todo. Lo que pasara fuera hay que resolverlo fuera. Por desgracia. Esta casa está resultando muy elocuente.

– Según para quién. Me descubro, sargento. Lástima que todo lo que has encontrado sea lo que no queríamos encontrar. Te auguro una charla desagradable con Zaplana.

Chamorro y Satrústegui permanecían callados. Noté que Chamorro reprimía su admiración y que Satrústegui estaba impresionado. Lo de Satrústegui me resultaba más neutro, pero que Chamorro me admirara me confortaba, sobre todo después de haberme creído, y con algún fundamento, rendido al encanto moreno de una italiana sin pudor. Uno debe tener cuidado al reconocer que otros reconocen su mérito, pero tampoco hay que darse contra toda circunstancia a la modestia. Que después de toda la noche en vela me funcionara la cabeza era algo que a mí mismo me pasmaba.

Mientras andábamos revolviendo en los cajones, de los que he de consignar que no obtuvimos nada en absoluto, la puerta del chalet se abrió. Era Barreiro. Con él venían un capitán, un sargento y otro número. Creo que no había visto tantos uniformes juntos desde el último desfile al que había tenido que asistir.

– Buenos días -tronó el capitán. Perelló se cuadró y Satrústegui hizo lo mismo. Chamorro, que no iba de uniforme sino con unos pantalones y una camiseta, no supo qué hacer, aunque se puso más o menos firme. Yo me limité a incorporarme.

– A sus órdenes, mi capitán -dijo Perelló-. Éstos son el sargento Vila y la guardia segunda Chamorro, de Madrid.

– A sus órdenes -dijimos ambos.

Estrada era uno de esos tipos que lo tienen todo cuadrado y rectilíneo, hasta las circunvoluciones del cerebro. Lo gritaba su cara.

– ¿Cómo va eso? -preguntó.

En cuanto Perelló le hubo explicado algunas vaguedades, a las que no añadí nada, emprendí sin muchas contemplaciones la huida:

– Bien, creo que nos hemos hecho una idea. Más vale que nosotros nos retiremos, antes de que sea más tarde. A sus órdenes, mi capitán.

A Estrada le fastidió que hiciera tan poco homenaje a su rango.

– ¿Tiene prisa, sargento?

Aquella situación era engorrosa, me caía de sueño y sobre todo no me interesaba que a Chamorro y a mí nos vieran los vecinos en medio de una bandada de guardias. Así que dudé pero al final tomé el camino expeditivo:

– Tengo un problema, mi capitán. Estoy tratando de pasar desapercibido, y ésta no es la mejor manera.

– Vaya. ¿Va a decirme lo que tengo que hacer?

Los guardias, Chamorro incluida, contenían el aliento. Perelló alzaba imperceptiblemente la vista hacia el alto techo del salón.

– Jamás, mi capitán. Sólo me preocupo de lo que yo debo hacer.

– No sé si sabe contar estrellas, Vila. Tal vez no les enseñan eso en Madrid. Las que hay aquí -se señaló el hombro- significan que hará lo que yo diga.

– Siento discrepar. Dejando aparte la fórmula del saludo, no estoy a sus órdenes. Adiós, capitán.

– ¿Cómo dices, muchacho?

– Digo que me voy y que mi ayudante se viene conmigo. Y si no le gusta me arresta. La mili es así de fácil, así que no tiene que discutir. Luego se lo explica a mi comandante. A mí me es indiferente. Hago lo que él me manda. Vamos, Chamorro.

Chamorro se deslizó hasta la puerta sin hacer ruido y yo fui tras ella. Estrada quería fulminarme como quizá nunca había querido nada en la vida, pero no se atrevió. Perelló permaneció imperturbable. Cada vez me caía mejor aquel hombre.

Загрузка...