Capítulo 5 DEMASIADA FRIALDAD

Una vez que hubimos tomado posesión del chalet, Chamorro del dormitorio de matrimonio y yo de otro más pequeño con una especie de camastro, para que no se dijera que me prevalía de mis galones, nos dispusimos a ir a la playa. Desde la terraza se disfrutaba de una buena vista de la cala, tan buena que me preguntaba cómo se las había arreglado Zaplana para alquilarlo en pleno agosto. Como eso no era cosa que debiera preocuparme, asumí mi extrañeza y cambié de entretenimiento.

Mientras esperaba a que Chamorro se cambiara eché un vistazo a la disposición de las casas en aquella calle. Estaban lo suficientemente retiradas como para que no se oyera roncar a los vecinos, pero quizá no tanto como para no escuchar un tiro en mitad de la noche. En todo caso, no lo bastante como para no oír dos tiros. De acuerdo con las investigaciones, nadie había oído nada. La noche de los hechos había fiestas en la urbanización (es decir, durante todo agosto había fiestas en la urbanización, de tal o cual de las diversas urbanizaciones más pequeñas que la componían) y en el programa se incluían una exhibición de fuegos y el concierto de un grupo de popurrís, con contundente aparato megafónico. Sin embargo, aquella calle estaba relativamente alejada de la zona en que se situaba la verbena. Un revólver del 22 no arma tanto ruido como un obús, pero sin nada que la amortigüe, la detonación se hace notar bastante.

Al día siguiente podríamos examinar la casa. Me interesaba conocer la disposición de las distintas habitaciones, desde la que presumiblemente había sido escenario de los disparos hasta el salón en que Eva había aparecido colgada. Acababa de ocurrírseme que no era del todo desaconsejable tratar de averiguar si cabía alguna posibilidad de que el crimen no hubiera ocurrido donde todos creíamos, esto es, si el viaje de la muerta no habría sido un poco más largo.

En ésas andaba cuando Chamorro vino de cambiarse y me asombró. En algún momento de ocio o frivolidad la había imaginado con un bañador azul marino de escote recto, o quizá sea más apropiado decir sin escote, de esos que llevan las mujeres en las imágenes de los años treinta, salvando acaso las perneras, que se han convertido en un detalle de moda y por tanto de presunción. Pero ahora la tenía ante mí con un biquini muy escueto de tirantes casi invisibles y con unos tejanos cortados a la altura de la ingle.

– Estoy lista -dijo, como si nada.

Estaba algo blanca, pero tenía un tipo espléndido y se le notaba el ejercicio. Aunque seguramente la ostentación de suaves formas musculares por las mujeres es una corrupción lamentable de los patrones estéticos clásicos, uno está ya tan hecho a que le bombardeen con ese ideal en los anuncios de yogur y otras sustancias saludables, que le resulta difícil reprimir una involuntaria admiración cuando se encuentra ante una realización tan ejemplar como la que la guardia segunda Chamorro suponía. En todos los meses que hacía que la conocía, ni remotamente habría podido sospechar que bajo el uniforme o el atuendo civil de Chamorro se escondía un amago casi completo de top model, o sea, un arcángel de la modernidad.

– ¿Ocurre algo?

Entonces reparé en que llevaba diez o quince segundos mirándola sin decir nada. Esto en sí no es que me pareciera indigno. Tan desviado es valorar a una inferior por la firmeza de sus nalgas como obligarse a ignorar que algunas nalgas son mejores que otras. El caso es que Chamorro podía sentirse incómoda y que yo no había ido allí para infringir mi primera regla soñando con los placeres que mi subordinada era susceptible de provocar.

– Nada, estaba distraído.

– ¿Te parece mal, la ropa? Tuve que hacer la maleta deprisa. Cogí lo primero que había.

– Está bien, Chamorro. Cómo diría, audaz.

Chamorro bajó la cabeza.

– En serio, mujer -insistí-. Y perdona.

– ¿Por qué?

– Por la distracción. ¿Te parece que yo doy aspecto de turista?

Chamorro no apresuró su juicio.

– El bañador es de los que se llevaban hace cinco o seis años -se franqueó al fin.

– ¿Tanto? -dudé.

– Por lo menos. El color no está mal. Un poco llamativo.

El calificativo era piadoso para con mi bañador fucsia, estampado. Me llegaba hasta las rodillas y su larga o excesiva utilización tenía mucho que ver con el hecho de que ningún otro cedía como él a la lenta, aún moderada, pero ya inexorable expansión de mi abdomen. Una de las miserias que uno no prevé adecuadamente cuando tiene veinte años y piensa que siempre va a seguir impune.

La playa ofrecía espacio suficiente para que se solazaran unas ciento cincuenta o doscientas personas. Si se tiene en cuenta que el concesionario del chiringuito, que según supimos pronto era también el de las tumbonas y el de los velomares, ocupaba con sus tres industrias unas tres cuartas partes del terreno disponible, y se considera que en la playa había no menos de trescientas personas, se obtendrá una idea aproximada del grado de hacinamiento en que se amontonaban los bañistas, sobre todo los que rehusaban o se resistían a satisfacer el astronómico alquiler de una tumbona. Otro día podíamos detraer de los fondos que se nos habían asignado la correspondiente suma para pulsar aquel ambiente de privilegiados y en su mayoría extranjeros. Aquella primera mañana, nos mezclamos con los que yacían sobre la arena sin otra mediación que la esterilla, a duras penas encajada en el puzzle de esterillas en que se convertía la franja de playa residual.

Chamorro fue a bañarse casi inmediatamente, siguiendo mis instrucciones. Cuando se quitó el pantaloncito me obligué a una dura disciplina cerebral para permanecer indiferente, y lo conseguí, aunque capté alguna fisura en mi impasibilidad cuando la vi encaminarse hacia el agua, obligada a ondular las caderas por razones de fuerza mayor, la de la arena que se hundía bajo sus pasos. Ya lo iría encajando, aunque fuera verano y mi lado animal estuviera menos controlado que de costumbre. Siempre he creído que un policía puede y en parte debe sentirse seducido por una criminal, si en el último momento se las arregla para insultarla como Sam Spade a Brigid O'Shaughnessy al final de El halcón maltés, a ser posible con la misma cara que Humphrey Bogart. Pero sentirse seducido por una compañera, dejando aparte otras infracciones, constituye una dispersión mental incalculablemente perniciosa. El torero sólo debe pensar en el toro, y no dejar de hacerlo ni una décima de segundo, porque en esa décima aguarda agazapado el error, o sea, el cuerno.

Cinco minutos más tarde Chamorro ya había trabado una conversación en el agua, con otra chica de su edad, y yo recordé que me pagaban por hacer algo más que ponerme moreno.

La fortuna o mi indolencia quiso que al poco tiempo de explorar otras alternativas más laboriosas, de un grupo contiguo a mi posición me llegaran, más o menos, estas palabras:

– Te digo que era ella. Venía la foto en el periódico y es clavada. Y la descripción que dan de la señora mayor lo mismo.

Era una voz femenina. Volví la cabeza y vi a un par de chicos y un par de chicas de veintipocos años. La que hablaba era una delgadita de ojos verdes y se apoyaba con una nerviosa agitación de manos. Uno de los chicos, que lucía una repugnante barba de desidia veraniega, asentía, y el otro parecía escéptico. La otra chica, una morena taciturna, se mantenía neutral.

– No las vimos bien, estaban lejos -objetó el escéptico.

– No todos somos miopes -precisó el de la barba.

– Vale, cabrón, apúntate una.

El que se negaba a admitir la coincidencia con la fotografía del periódico era, en efecto, ostensiblemente corto de vista. Más en la playa, donde no llevaba gafas ni podía disimularlo con lentillas.

– ¿No hablaréis de la chica que mataron hace unos días? -me entrometí. Los cuatro quedaron en silencio y añadí-: Llevo un par de días aquí y todos hablan de lo mismo. ¿La conocíais?

– Paula cree que sí -se desentendió el escéptico.

– Y yo -intervino el de la barba-. Venían a esta playa. La chica y la que dicen que la mató.

– La señora con la que vivía -apostilló la de los ojos verdes, Paula.

Ya sabía quiénes iban a darme la información, o eso creí, así que me desentendí de la morena y del miope. Dirigiéndome a los otros, inquirí con el interés más mezquino que pude representar:

– Oye, ¿y es verdad que las dos estaban…?

– Fijo -aseguró el de la barba-. Estábamos diciendo que vimos aquí una pelea de enamoradas.

– ¿Ah, sí?

– Estaba bastante claro -opinó Paula.

– Os lo guisáis y os lo coméis -terció el escéptico, sin énfasis-. Podía ser cualquier cosa.

– A ver qué opinas tú -me propuso el de la barba-. Durante una hora estuvieron las dos hablando en sus hamacas, debajo de la sombrilla. A decir verdad la que hablaba era la vieja. La otra hojeaba una revista y tenía una cara de fastidio impresionante. Parecía una francesa de ésas de la Costa Azul, con todo el pelo recogido arriba y unas gafas de sol enormes. Era como una princesa, no miraba a nadie.

– No como tú, mirando lo que no era asunto tuyo -abrió la boca por primera vez la morena.

– Yo y toda la playa -aceptó el de la barba-. Era una tía de las de película, con un par de…

– Ya se lo imagina -volvió a interrumpirle la morena.

– No creo que se lo imagine. Demasiado para llevarlo al aire. Y luego blanca como una pared. Parecía un fantasma, casi daba miedo. A su lado la otra era un guiñapo, despeinada y con una especie de bata descolorida.

Al de la barba no había que provocarle demasiado. Estaba contando el acontecimiento de aquel verano, o de todos los veranos que le había sido dado vivir. Si la morena era su novia, o lo que fuera, la entendía. Su presencia futura iba a ser una sombra tenue al lado del poderoso recuerdo de la malograda Heydrich. Le dejé seguir:

– Bueno, pues al cabo de un rato en ese plan, y cuando ya la vieja empieza a ponerse pesada y a hacer como que le quita la revista y a pedirle que la mire, la tía va y la mira. Para caerse de culo. La vieja se queda literalmente helada, con la boca abierta. Entonces la princesa, sin decirle nada, se levanta, se quita las gafas, tira la revista y se va hacia el mar. Si hubiera habido música mientras andaba, habría sido un videoclip.

– Traed un cubo para las babas -pidió la morena.

– Vamos, mujer. Todos se la comían con los ojos, no sólo éste -le excusó Paula-. Y las mujeres no la perdían de vista, tampoco. Es verdad que llamaba la atención.

– Según llegó al agua -continuó el de la barba- se agachó y se echó a nadar. Nadaba de fábula, con unos brazos largos como serpientes, si es que hay serpientes blancas. Al cabo de un par de minutos había nadado hasta aquella cueva que se ve un poco antes de la salida de la cala. Allí se recostó a tomar el sol.

– Y en seguida -le relevó Paula- la mujer mayor se acercó a la orilla y empezó a llamarla. En cuanto la otra vio que le hacía gestos, se tumbó mirando hacia mar abierto. La mujer mayor daba pena. Estuvo lo menos media hora en la orilla, pendiente de que la joven se volviera. Cuando la otra giraba un poco el cuello para ver si seguía allí, y era difícil darse cuenta, porque estaba un rato lejos, empezaba a llamarla otra vez. No paraba de mirar el reloj, estaba como desesperada. Hasta se ponía en puntillas, con la mano en la frente, como si eso la ayudara a ver más lejos y mejor. Pero la joven ni se inmutó. La mujer mayor terminó por rendirse y regresó hacia la hamaca. Allí estuvo otro rato, siempre mirando hacia el mar y pendiente del más mínimo movimiento de la otra. Como era tan blanca resaltaba mucho sobre la roca de la cueva.

– Al final -volvió a la carga el de la barba-, la vieja se largó, completamente cabreada, dejando a la princesa tendida en las rocas con el mar de por medio. Para mí que no sabía nadar y que la otra se fue hasta allí para hacerla rabiar y quedar fuera de su alcance.

– La vieja no estaba cabreada, sino triste, que es muy distinto -rectificó Paula, meticulosa.

– ¿Por qué triste y no cabreada? -pregunté, porque aquel matiz se me figuraba relevante.

– No recogió las cosas con rabia, ni tuvo un mal gesto. Todo lo hizo despacio y antes de irse, ya de pie, se quedó todavía un poco mirando hacia donde estaba la joven. Luego se marchó con la cabeza gacha. Cuando alguien está cabreado no va con la cabeza gacha.

– Para mí que estaba cabreada -porfió el de la barba.

– ¿Por qué? -le di su oportunidad.

– La otra se la había jugado, no le había hecho ni puto caso, se estaba riendo de ella descaradamente.

– ¿Y?

– Pues eso. Que es para cabrearse.

– Ah.

– La joven, la que han matado, no volvió de la cueva hasta un rato después, cuando ya estaba segura de que la mujer mayor se había ido -añadió Paula.

– Y entonces no te imaginas lo que pasó -se desperezó el escéptico, con un brillo súbito en sus ojos miopes.

– Pues no.

– Cuando salió del agua la tía llevaba la braga del biquini en la mano. Un escándalo de tres pares de huevos.

– Más babas -masculló la morena-. Nunca habías visto uno, ¿eh?

– Uno así no.

– Hace falta ser capullo.

– Hubo una gorda que la llamó puta, así, alto y claro -declaró el de la barba-. Pero ella, como si nada, y no creo que fuera porque no entendía el idioma, que no hacía falta entenderlo. Atravesó toda la playa hasta su hamaca y se secó sin darse prisa. Después se puso las gafas, se echó encima un vestido y buenas tardes. Importándole un bledo todo.

– ¿Creéis que la mató la vieja?

– Seguro -apostó el de la barba.

– Yo no estaría tan segura -vaciló Paula.

– Si eran ellas, a mí no me extraña -se ablandó el escéptico.

– Demasiada frialdad. Eso fue -murmuró la morena, misteriosa.

– ¿Qué?

– Era tan fría que parecía que estaba ya muerta -explicó-. Qué más da quién le disparó. Se lo debió de buscar ella misma.

Siempre he tenido mayor fe en la inteligencia femenina y me han atraído las mujeres taciturnas. A los dos muchachos les debía la historia, poco más. A Paula y a la morena, un par de trozos probables de la verdad, quizá incluso algo más que eso. Alargué la charla para camuflar un poco mi verdadera intención y a continuación me separé de ellos y me fui hacia la orilla.

Chamorro, que se había percatado de que yo había establecido un contacto de apariencia fructífera, no había regresado al lugar donde habíamos colocado nuestros accesorios playeros. Entre baño y baño había estado tomando el sol en las rocas más cercanas, tanteando a posibles testigos que invariablemente eran mujeres más o menos de su misma edad. Era cierto que ésa era la elección más sencilla, pero tal vez resultaba también adecuada. Después de lo que acababa de escuchar, parecía evidente que Eva dejaba rastros más ricos y profundos en las personas de su propio sexo.

Cuando estuve en el agua, mi ayudante vino a mi encuentro.

– Has estado un buen rato con esa gente -dijo-. ¿Algo que merezca el esfuerzo?

– Esfuerzo ninguno. Ha sido como el tao. Quien no busca, encuentra, ya sabes.

– ¿El tao?

– Déjalo, es igual. Luego te cuento. Aprovechemos todavía la hora que nos queda hasta la comida. Luego cambiamos impresiones.

Nos separamos otra vez. Cuando nos reunimos y regresamos al chalet, hicimos inventario. Con mucho, lo más jugoso era la historia que me habían contado a mí. Chamorro había obtenido una exhaustiva certificación de la huella turbia y escandalosa que el paso de Eva había dejado en la colonia de veraneantes. Nadie la recordaba en compañía de Regina, aparte de Paula y sus amigos. Podíamos deducir que el incidente que me habían relatado era relativamente excepcional. En cuanto a la fecha del incidente, las indicaciones que pude obtener antes de despedirme de ellos lo situaban en momento tan temprano como dos o tres días después de la llegada de Eva a la isla, según el resto de nuestros datos. Las otras apariciones de la difunta en la playa, a las que mis confidentes no habían asistido por hallarse de excursión en la otra punta de la isla, se concentraban en los dos días siguientes. Después de eso, había relativa unanimidad entre personas que se consideraban asiduas en negar que Eva hubiera vuelto a pasear sus desnudos encantos por aquella playa. Todo coincidía con lo que nos habían transmitido nuestros compañeros, pero la cronología podía establecerse de forma más precisa.

Chamorro había conseguido información sobre algunos detalles concretos que, si bien no eran decisivos, arrojaban alguna luz sobre la personalidad de la víctima. Alguien la había visto nadar casi medio kilómetro fuera de la cala, un día en que el mar no estaba totalmente apacible. Otra persona refirió cómo había socorrido a un niño pequeño que había perdido el flotador. El padre había acudido en seguida y Eva se le había quedado observando de una forma inusual. Fue su único acercamiento a otro ser humano del que obtuvimos noticia. En el chiringuito, la mujer que ayudaba al dueño, aparte de confirmar con su singular conocimiento de todo lo que allí sucedía las fechas y otras circunstancias, le contó que la difunta se expresaba indistintamente en alemán y en italiano, aunque hablaba un italiano un poco extraño y la mujer del chiringuito, habituada al trato con extranjeros, se entendía mejor con ella en alemán. El primer día Eva había pedido algo que por lo que me dijo Chamorro que la del chiringuito le había dicho, debía ser un gin-fizz. Después de que comprendiera que aquello no era un tenderete caribeño y que el arte del cóctel excedía con mucho las posibilidades de aquel establecimiento, había pedido invariablemente ginebra sola con mucho hielo. Nunca había comido nada.

Por mi parte, malgasté un buen pedazo del resto de la mañana haciéndome baldar en un partido de voley-playa, en el que coincidí con cuatro o cinco tipos que habían visto a Eva y que me describieron con fervor aspectos de su anatomía que el forense no recordaría con mayor lujo de detalles. Ninguno había pasado del onanismo visual pude y debí archivar sus testimonios sin más trámite.

Cuando íbamos hacia el restaurante, después de que yo le hiciera un resumen de mis pesquisas, Chamorro me sondeó:

– ¿A ti te parece que era tan irresistible?

– No sé. Sólo la he visto muerta.

– Bueno, aun así.

No sabía qué perseguía Chamorro y tendría que haberme callado, pero no lo hice.

– Era guapa, muy guapa -confesé-. Pero tenía algo que pone los pelos de punta. En las fotos creí que era el que estuviese muerta, los dos balazos o el abandono del cuerpo. Puede que no fuera nada de eso.

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