Capítulo 12 EL ÚNICO HEREDERO

Según terminó Chamorro de relatarme la inesperada forma en que Lucas se nos había puesto a tiro aquella noche, me vi en la obligación de felicitarla.

– Bravo, Chamorro. Sea lo que sea, lo tenemos. Esto es como preparar un petardo. Hemos prensado la pólvora y tú te las has arreglado para poner la mecha. Ahora sólo hay que buscarse una cerilla y explotarlo. Y a ver de qué color sale el humo. Porque salir, saldrá.

– ¿Crees que lo hizo él?

– Creo que, al contrario que Regina Bolzano, él pudo hacerlo. Él puede ser buen tirador, tanto como para matar a una persona con sólo dos tiros del 22 a ocho metros, uno en el cuello y otro en el punto exacto de la sien. Lo cierto es que ahora que pensamos que pudieron matarla lejos de la casa no estamos seguros de que fueran sólo dos tiros, pero el de la cabeza sigue siendo demasiado precioso. Él también tiene fuerza suficiente como para colgarla, con un solo brazo si hiciera falta. Hay algo que no termina de convencerme, pero es sólo un capricho mío: Lucas, pese a sus deslices de hoy, no me parece la clase de estúpido que gastaría sus fuerzas y un tiempo valioso en preparar la escena de la casa.

– ¿Y la flaca?

– La flaca es la prueba de que la suerte existe. Por si no bastaran para acusarle sus mentiras, al tipo lo hemos relacionado con un personaje que dio en protagonizar para nosotros una intensa y gratuita representación a propósito de Eva Heydrich.

– ¿Representación?

– Después de averiguar que tiene que ver con Lucas lo que ese sentido incidente al que tú has asistido sugiere, me apostaría una mano a que su desdeñoso recuerdo de Eva no es del todo sincero.

Chamorro construyó una mueca de disgusto.

– Creo que te veo venir. ¿No le das una oportunidad a nadie?

– Con Eva Heydrich, a poca gente. Y desde luego, la flaca no sería mi primer candidato. Es más que probable que le tuviera celos. O a lo mejor los tenía de Lucas. Quién sabe, Chamorro, quizá tú también te habrías enamorado de ella. La vida es complicada.

– No apuestes sobre mis enamoramientos. Habla por ti.

– Yo ya he aceptado hace tiempo que me habría costado trabajo resistirme. Creo habértelo confesado, incluso. Pero el detective debe ser desapasionado. Por cierto, ¿y ese beso de despedida?

Chamorro se sonrojó, aunque muy ligeramente. Debió de atraerla durante un instante la posibilidad de dejar sin respuesta mi indiscreción. Con todo, optó por enfrentarla:

– ¿Puedo decir la verdad?

– Te lo ruego.

– Lo hice, en primer lugar, porque me apeteció. En segundo, y sólo en segundo, por dejarlo interesado, contando con que me enviarías de nuevo a sonsacarle.

– Contaste bien. ¿Dirías, Chamorro, que Lucas es un tipo atractivo?

– Ya lo he dicho. Ya sabes cuándo besa la española.

– Cuánto de atractivo.

– Mucho. Más que Enzo, más que tú. No sé cómo se mide eso. Mucho.

En aquel momento en el que me arrojaba a la cara su preferencia por otro hombre, por un sospechoso de homicidio o hasta de asesinato, mi ayudante acertó a estar más encantadora que nunca, y yo fallé cediendo en mi resistencia a ese fenómeno hasta extremos desconocidos. En el último momento pude recobrar el control y dejé que abajo, en un pocito de mi alma, se quebrara para siempre una delicada varilla de vidrio que ya no habría ninguna ocasión de enseñar a la luz.

– Y Andrea -me sacó de mi abstracción-, ¿es atractiva?

– El español cuando besa puede hacerlo por un millón de razones bastardas.

– Eso no es una respuesta.

– Sí es atractiva. Menos que debió de serlo Eva. Ya que concretamos tanto, supongo que incluso menos de lo que puedes serlo tú. Pero se esfuerza, y eso compensa. En cualquier caso, no pretendía organizar un concurso de belleza. Hasta cierto punto, se trata de un aspecto marginal.

Permanecimos ambos callados durante algunos minutos. A Chamorro se le abría la boca y a mí se me caían los párpados. En el salón había una media luz que hacía lamentar especialmente que fuéramos un sargento y un guardia más o menos de servicio. Que me constara que en la mente de ella pesaba más que mi presencia el recuerdo del ex legionario.

– ¿Y ahora? -rompió el silencio mi subordinada-. ¿No crees que deberíamos dejar a los italianos y ocuparnos de esto?

– De ninguna manera. No tenemos tiempo para equivocarnos. Hemos dado con dos rastros buenos. No podemos soltar ninguno. Es más. Acabo de tener una idea luminosa que quizá pongamos en práctica cuando el asunto esté un poco más en sazón.

– ¿Qué idea?

– Por hoy está bien, Chamorro. Vamos a dormir.

– ¿Es que no vas a contármela?

– No. Pero te dejo descubrirla.

A la mañana siguiente, o esa misma mañana, pero a las doce y media, tuvimos un inusual despertar. Llamaron al timbre con insistencia. Cuando fui a abrir, todavía con los ojos llenos de legañas, me di de cara con una especie de marciano de colores fluorescentes. En cuanto pude fijar un poco más la vista comprobé que era alguien con un llamativo traje de ciclista, con visera y gafas espejeantes incluidas. Tan pronto como al despertar de mis ojos se unió el de mi cerebro identifiqué al que estaba debajo del disfraz. Era nada más y nada menos que Satrústegui.

– Joder, Satrústegui, pasa.

– A sus órdenes, mi sargento.

El chalet, como casi todos los de la zona, no tenía teléfono. Pocos propietarios se arriesgan a que un inquilino venido de quién sabe dónde y de paso fugaz disponga de tal artilugio para dejarle como despedida un recibo inolvidable. Tampoco se nos había ocurrido que fuera necesario suplir esa carencia con un teléfono móvil. Personalmente me había abstenido de pedirlo porque soy de la opinión de que el teléfono móvil es el más salvaje y abyecto atentado que el progreso tecnológico ha producido contra uno de los pocos tesoros espirituales del hombre: la soledad. A veces estar solo es incómodo, por ejemplo si te pican ciertos puntos de la espalda. Pero nada que merezca la pena deja de tener sus inconvenientes. En buena medida, la precipitación a la hora de eliminar ciertos problemas e ingeniar ciertas soluciones es lo que está destruyendo la civilización occidental. Sin embargo, no es éste el lugar ni el momento de ocuparse de tales asuntos, sino de aclarar que ante la ausencia de otro medio, y ante lo avanzado de la mañana, Perelló se había visto obligado a recurrir al expediente de mandar a un heraldo de incógnito. Y allí estaba Satrústegui, apremiado por explicarse y quizá deseoso de ir a cambiar también sin demora su atuendo deportivo por el siempre más respetable uniforme.

– Me envía el brigada -dijo, mientras se quitaba las gafas de sol-. Hemos recibido una llamada de Palma. El comandante Zaplana quiere que se presenten ante él inmediatamente.

– ¿Y sabes para qué?

– No, mi sargento.

– Está bien. Dile al brigada que vamos para allá. Si consigo que Chamorro se levante.

Este último comentario debió de confundir aquella mente cuidadosa. Pero Satrústegui, por encima de la disciplina, abrigaba inquietudes. Si no hubiera elegido vestirse de verde habría podido ser bioquímico o filósofo. Antes de irse, no pudo reprimir una flaqueza:

– ¿Han avanzado mucho?

– Lo sabremos cuando hayamos terminado, Satrústegui. -Y agregué, para no dejarle sólo con eso-: La verdad es que podría ir mucho peor.

– Así que lo tienen cerca.

– Oficialmente la sospechosa es una mujer -despejé su comentario.

– Si le vale de algo, hay algo que desde el principio he sospechado.

– ¿Qué?

– Que no la mató nadie de fuera. Fue alguien de aquí. Ningún extranjero.

– ¿Y qué le lleva a pensar eso?

– Los extranjeros vienen a cuatro cosas, la playa y la discoteca y emborracharse por la noche. Terminan los quince días y se largan. Los de aquí llevan entre manos toda su vida, con lo bueno y lo malo. Hay más posibilidades.

– Una teoría innovadora. Nada concluyente, pero no seré quien la refute.

– Piénselo, mi sargento.

– Lo haré -prometí, todavía perplejo por los peculiares engranajes mentales de Satrústegui.

Cuando fui a desperezar a Chamorro advertí que ya estaba levantada y haciendo su cama.

– Buenos días. ¿Qué pasa? -preguntó sin mirarme.

– Que nos vamos a Palma. Zaplana nos recuerda que existe.

Chamorro se irguió.

– Es por lo del capitán, ¿verdad?

– Lo dudo mucho. No te asustes tan rápido. Deberías temer más a Lucas que a Estrada. Importan más los galones que a un hombre le pone la vida en el alma que los que el rey le prende o hace que le prendan al hombro.

Antes de ir hacia Palma pasamos por el puesto. Perelló me recibió tranquilo, como siempre.

– Yo que tú no me apuraría -me apaciguó-. Por lo que me han dicho de Palma, han debido de encontrar algo sobre la suiza y sobre la chica. Y también debe ser que Zaplana está acelerándose porque no te has dignado informarle hasta ahora.

– Estamos en un mal momento para dejarlo, mi brigada. Si vamos allí me huelo que perderemos todo el día. Voy a llamar por teléfono a Zaplana.

– ¿Me aceptas un consejo?

– Desde luego.

– No le llames. Vas, escuchas lo que tenga y lo toreas como mejor sepas. Pero no le plantes cara. Zaplana no es Estrada. Si te toma antipatía por cualquier razón gastará su última gota de sangre en ahogarte. Le gusta sentirse jefe y si le llamas para rectificarle creerá que tratas de discutir su autoridad. Ahora casi todos los oficiales son unos cagados, te lo digo yo que conocí a los de hace treinta años y hasta guardo en el cuerpo el recuerdo de alguna hostia. Pero a Zaplana hay que llevarlo con ojo.

– Amén, mi brigada. Pero es mal momento para perderlo.

– No te pongas nervioso, hombre. Tienes toda la vida por delante.

Recorrimos la distancia hasta la Palma, o sea, hasta el mismo despacho de Zaplana, en menos de una hora. La carretera era peligrosa y Chamorro carraspeó un par de veces su reprobación ante un par de adelantamientos por línea continua obligando al contrario a lamer casi todo el arcén.

– Si esto va contra tus principios quizá deberías solicitar el traslado a Tráfico -le espeté después de una de las escaramuzas viarias, con una mala intención algo excesiva. Estaba bastante enfadado. A veces me pasa, como a casi todo el mundo, que me revienta que haya un cretino que pueda obligarme a despegar el culo de donde a mí me apetecía tenerlo puesto. No es grave y hay que saber dejarlo correr. Chamorro supo. No despegó los labios durante todo el trayecto.

El comandante, contra el augurio de Chamorro y en parte contra el mío propio, estaba de un excelente humor. Nos recibió con una sonrisa que le daba la vuelta al cráneo.

– Adelante, sargento. Está en su casa.

En cuanto nos hubimos sentado, el comandante reveló:

– Hay novedades. Y de las buenas. Pero antes de contarles lo que han averiguado mis guardias de provincias ardo en deseos de que me participen los hallazgos de los especialistas.

– Bueno, verá, mi comandante -vacilé-. Tenemos varias cosas muy avanzadas, pero nos falta todavía darle la orientación general para empezar a sacar conclusiones. Es un momento crítico. Estamos justo al borde de tener una buena hipótesis, y bastante completa. Ahora andamos ajustando los detalles que si quiere le cuento.

– Adelante -consintió Zaplana, con una puntita de impaciencia, que tanto podía ser de la buena como de la mala.

Le referí un trozo apreciable de lo que juzgaba más claro tras nuestras pesquisas. Me reservé todas mis presunciones y algunos de los datos que yo no había tenido tiempo de contrastar lo suficiente como para darles todo crédito. También omití cualquier aspecto que pudiera menoscabar la honra de Chamorro, que estaba vigilante a mi lado. En lo que me callaba estaban algunas de las claves de las que esperaba más fruto en el futuro, pero en lo que le confié había datos suficientes como para devaluar seriamente la pista Bolzano. Por sus incongruencias y por la sólida verosimilitud de otras. Con esto quiero decir que no estaba cargándome la teoría de Zaplana sin ofrecerle una buena alternativa. Había creído que ésa era la estrategia adecuada y prudente, pero ya desde el principio estaba perpetrando mi equivocación y no había forma de enmendarla. Zaplana se ocupó de hacérmelo saber tan pronto como terminé mi exposición:

– No sabe cuánto celebro que hayan ido a la playa y lleven una bonita vida nocturna con italianos e italianas y hasta antiguos legionarios. Demuestra que poseen aptitudes para las relaciones públicas. Pero tal vez si se preocuparan un poco más de los hechos y de Regina Bolzano, aunque resultara menos emocionante, podríamos liquidar este trabajillo de mierda con el que hemos intentado imperdonablemente apartarles de sus diversiones. Ya comprendo que por un lado sólo teníamos unas caprichosas huellas dactilares y una inocente desaparición y por el otro su portentosa agudeza psicológica. Pero si me conceden su atención quisiera someterles algo que humildemente creo que podría servir para equilibrar la balanza.

Ni en la más torcida de mis pesadillas habría podido concebir a un Zaplana irónico. Pero allí estaba, henchido, superando las mejores prestaciones de Pereira, que también era un artista superdotado para mostrar calma cuando estaba a punto de romperle el espinazo a algún incauto. Y era a mí a quien estaba a punto de arrearle. Me preparé para lo peor. A mi lado, Chamorro perdía perceptiblemente la fe en mi capacidad de supervivencia.

– Mientras ustedes se hallaban inmersos en las peligrosas aguas de una investigación de verdadera altura científica -comenzó a explicar-, nosotros seguíamos con nuestras tareíllas rutinarias. Gracias a ellas, y en el marco de nuestra burocrática relación con el consulado austríaco, nos llamó la atención un hecho en apariencia poco relevante. Por orden de un juzgado de Viena, vinieron a solicitar toda la documentación que acreditara el fallecimiento de Eva Heydrich y sus circunstancias. Un funcionario del consulado estuvo aquí haciendo la gestión. Uno de mis guardias oficinistas le dio conversación y supo que el papá de Eva Heydrich había iniciado un procedimiento judicial urgente para formalizar la herencia de su hija. Muerta sin testamento ni descendencia, él era el único heredero. La madre de Eva, antigua esposa del señor Heydrich, murió de un cáncer hace bastantes años. ¿Y qué podía tener Eva, aparte de ropa y alhajas? Pues bien, entre otras pequeñas pertenencias, Eva tenía la empresa en la que su diligente papá está empleado como presidente. Porque he aquí que el señor Heydrich no es un brillante comerciante hecho a sí mismo, salvo que se admita la forma de hacerse a sí mismo consistente en preñar y desposar a la hija del dueño. Que tal era la señora Heydrich cuando Eva fue concebida. Estas confidencias del funcionario del consulado han sido contrastadas con la policía austríaca. También se nos ha informado de que la pobre Eva, además de los negocios relacionados con el comercio, era titular de una ingente fortuna inmobiliaria. Ahí donde la ven, colgada como un jamón serrano en el culo de esta isla. En este punto, cabe hacer dos objeciones. Primera objeción: Que la hija de uno sea rica y uno no lo sea tanto y resulte quedar como el único heredero no implica necesariamente que uno quiera asesinarla. La prisa por formalizar la herencia, si bien se mira, es una medida de prudente administración que debía ser tomada incluso en medio de la consternación por la reciente pérdida. Segunda objeción: No hemos visto hasta ahora qué pueda tener que ver en esta desgraciada historia familiar una suiza llamada Regina Bolzano, cuya importancia señalaba al principio. Pues bien, de nuevo una oscura operación de uno de mis hombres nos ayuda a encontrar una sorprendente salida para estas dos objeciones, sin duda atinadas y pertinentes. Obtuvimos de la compañía aérea la lista completa de las personas que venían en el vuelo procedente de Milán en el que Regina Bolzano llegó a la isla. Sin tener más datos, ninguno de los nombres decía nada, salvo uno. Aunque la verdad es que decía mucho: Heydrich, Klaus. Y vaya casualidad: Regina vino en el asiento 7A y Heydrich, Klaus, en el 7B. No me negarán que es una deferencia cederle la ventana a la dama. Klaus debe de ser un caballero. Ahora bien, ¿cómo es posible cometer un error de ese calibre? Aventuro una explicación, ya que es un hecho que el error fue cometido: Klaus y Regina escogieron un país al que despreciaban lo suficiente como para estar tan convencidos de que no tenían nada que temer de su policía. Regina había visto a los guardias patrullando con cierta pachorra por el lugar al que iba de vacaciones. Los extranjeros confunden mucho el fondo con la forma. Debió de invitar a Klaus a que lo comprobara por sí mismo, o quizá vinieron juntos a ultimar los preparativos. Luego ella invitó a Eva o entre los dos se las arreglaron para que acudiera. Puede que los del yate estuvieran implicados, pero como mucho fueron cómplices y ya habrá tiempo de ocuparse de ellos. Por mi parte me inclino a pensar que no tienen nada que ver. No es necesario, entre otras cosas, porque Regina debía de conocer lo bastante bien a Eva como para prescindir de eso. Durante el último año, las dos estuvieron viviendo en Milán. Durante seis meses, en la misma dirección. ¿De qué conocía Regina a papá Heydrich? Bien, un puñado de guardias de provincias no podemos llegar a todas partes. Confío en que sus múltiples obligaciones sociales les dejen tiempo para rematar ésta y otras lagunas de nuestra rudimentaria investigación.

En mi vida he hecho varias veces el ridículo, pero nunca de una forma tan humillante por tantas razones a la vez. Por citar sólo algunas: la cara de Chamorro, la ligereza con que había subestimado a Zaplana, el placer y la suavidad con que Zaplana se vengaba de que yo le hubiera subestimado, lo insignificantes y grotescos que aparecían mis rastreos en las peripecias sentimentales de Eva Heydrich y en su intrincada personalidad ante la prosaica realidad de un puñado de sociedades mercantiles y propiedades inmobiliarias. No tenía mucha más salida que unirme al enemigo y procurar hacerlo de una manera no demasiado vergonzante.

– No veo qué reparo se puede hacer a todo eso -murmuré-. Está bien ensamblado y es contundente. Todo lo que no es lo que la guardia segunda Chamorro y yo hemos sacado hasta ahora.

Me detuve a tomar aliento y me atreví a añadir:

– A pesar de todo, sigo pensando que Regina no pudo hacerlo, o no pudo hacerlo sola. Y vista la trama, me sorprende más la aparente improvisación con que se simuló que el crimen había sido en la casa. Si le parece, mi comandante, creo que debemos encontrar a quien ayudó a Regina y descubrir por qué dejaron el cadáver así. Con eso, que no debe resultar muy difícil, muy mal se tendría que dar para no cerrar el caso.

Zaplana sabía perdonar:

– Lo que dice está puesto en razón, sargento. Dejando a un lado nuestras diferencias, creo que su observación de la escena del crimen fue brillante.

En ese momento sonó el teléfono. Zaplana cruzó una vertiginosa sucesión de monosílabos con quien hubiera al otro lado de la línea y se puso en pie. Antes de colgar dio orden de que nadie se moviera y apresuró una felicitación. Cuando dejó el auricular sobre su soporte, redondeó ante nosotros su impresionante triunfo:

– La cazamos. A la suiza. Vengan conmigo.

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