Capítulo 18 ALGO ASÍ COMO UN TIGRE

Al salir de la prisión, comprobamos que una densa masa de nubes de tormenta se había apoderado del cielo de la isla y que el viento del Norte había enfriado notablemente la atmósfera. No llovía, ni llovió luego, pero aquella repentina fuga de la luz y del calor cayó sobre mi ánimo redondeando el desastre que la tardía revelación de Regina Bolzano había desencadenado en él.

Ya había repelido un par de veces con evasivas la avidez de Chamorro por las confidencias de la suiza. Manejaba la idea de arreglar solo lo que yo había descompuesto, pero bajo el peso insoportable de aquel firmamento de plomo sufrí un desfallecimiento o acepté mi responsabilidad para con mi ayudante y me vi forzado a sincerarme:

– No sé si lo que hemos hecho hasta aquí te habrá valido para algo. Hasta ahora nos ha ido pasablemente bien, y eso no curte a nadie. Ahora tenemos problemas, Virginia. La hemos jodido, y del todo. No puedo asegurar todavía que hayamos encarcelado a tres inocentes, pero si son culpables no es de la manera en que nosotros lo hemos creído resolver.

Chamorro se quedó de piedra. Reproduje para ella la declaración de Regina, que alteraba de tal forma su primera versión, y sobre todo, se ensamblaba con tal precisión con los testimonios de Candela y Lucas, que costaba despacharla sin más como una nueva invención para tratar de salir del atolladero. Respaldaba al antiguo legionario en su afirmación de haber devuelto el dinero y el arma varios días antes de que ocurriera el crimen, y lo reemplazaba como ejecutor material en beneficio de un personaje invisible, el que había propinado a Regina su incuestionable golpe en la cabeza. Ahora me costaba más presumir que ella misma se había provocado la herida o que ésta procedía de algún otro accidente fortuito y había sido aprovechada al vuelo. Pero si algo me inducía a creerla por encima de todo lo demás, era la parte más delirante de su narración: la presencia de la juez en la playa.

– ¿Por qué? -protestó Chamorro.

– Uno de los errores más gruesos del detective frente a aquellos a quienes investiga, o sea, frente a cualquiera que aparezca, en el lugar que sea, en el curso de una investigación, es interpretar desdeñosamente sus actos. Todos nos hemos burlado interiormente del poco estómago de la juez durante el levantamiento del cadáver y de su precipitación al ordenar que se llevaran el cuerpo. Quizá habría sido más sagaz preguntarse por qué una persona minuciosa y exigente, como suelen ser todos los que aprueban una oposición como la que ella aprobó, cometió esa ligereza. A muchos jueces con experiencia les da casi todo igual, pero los novatos procuran tener cuidado. Por ejemplo, no mandan al secretario a tomar declaración a unos testigos importantes, como ha hecho ella hoy. ¿Y por qué? Nada menos que porque se sentía indispuesta después de enviar a prisión a Regina Bolzano.

– No me cabe en la cabeza.

– Sólo hay una forma de desmentirlo. Quiero que sepas que lo que voy a hacer ahora es tan insensato como nada que haya hecho antes. Plantarse delante de un juez a acusarlo de estar implicado en un asesinato, con lo poco que tengo, es teóricamente una especie de suicidio.

– ¿Y por qué vas a hacerlo?

– He metido a tres personas en la cárcel, la juez en cuestión tiene una prisa, bastante sospechosa, por cierto, en procesarlas, y la misma prisa tienen mis jefes. Voy a apostarlo todo a una carta: la relación de la juez con la muerte de Eva fue casual, le ha dado miedo y ahora quiere taparlo con bastante torpeza. Vomitó cuando vio el cadáver y se ha vuelto a indisponer al encarcelar a Regina. Eso me sugiere que es vulnerable y que hoy puedo conseguir que se desmorone. Pero también puedo andar descaminado. No me siento en condiciones de obligarte a correr mi suerte.

– Yo soy militar por vocación, mi sargento. Puede que mi vocación sea una estupidez, tal y como se porta hoy la gente, pero un militar nunca huye del peligro y mucho menos deja solo a un camarada.

Anochecía cuando llegamos de nuevo al puesto. Perelló no nos esperaba, pero tampoco se asombró mucho.

– ¿Qué ha pasado?

– Voy a pedirte algo extraño y te ruego que me lo des y renuncies a saber por qué te lo pido -dije.

– Adelante.

– Quiero saber dónde vive su Señoría.

– ¿La juez?

– Sí. Y quiero que me lleves allí y que te quedes a la puerta con Satrústegui. Es posible que os necesite. Te prometo que si os llamo es que tengo todo absolutamente aclarado. No habrá más errores.

– ¿No hay otro modo? -tanteó el brigada, sin acuciarme.

– No.

– Voy a avisar a Satrústegui.

La juez vivía en un piso en el centro del pueblo. Estaba a cinco minutos de paseo del juzgado y no debían exigirle una renta demasiado alta. Para los dos o tres años que tendría previsto pasar en aquel miserable destino, le bastaba y le sobraba. Era una casa de pocos vecinos y el portal se abría sin necesidad de recibir desde arriba el salvoconducto a través de un portero automático. Aquel pueblo resultaba pacífico y seguro, gracias a los quince kilómetros que había hasta el mar. El jaleo de los turistas y sus indeseables adherencias no llegaban hasta allí.

Abrió la puerta la juez misma. En chanclos, con un pantalón corto y una camiseta portadora de un mensaje de amor a NY, infundía bastante poco respeto. No nos conocíamos, así que me presenté:

– Buenas noches, Señoría. Soy el sargento Bevilacqua, de la Sección de Homicidios. Ésta es la guardia Chamorro. Trabaja conmigo.

La juez rehuyó mi mirada.

– ¿Qué les trae aquí a esta hora? ¿Ha muerto alguien? Esta noche no estoy de guardia yo.

– Querríamos hablar con usted del caso de Eva Heydrich.

– ¿Y no tienen otro momento? Dígale a su comandante Zaplana que no estamos en guerra. Hay un horario de oficina. Todos tenemos derecho a descansar. ¿Y por qué no se pone él en contacto conmigo personalmente?

– Estoy aquí por propia iniciativa. El comandante no sabe nada.

La juez encontró un cabo al que agarrarse y un mazo con el que golpear:

– Estupendo. A lo mejor se cree que estoy para darle palique a cualquier guardia que se aburra. La próxima vez que tenga algo que comunicarme hágalo a través de sus superiores. Buenas noches.

Empujó la puerta para cerrarla. Interpuse el pie entre la hoja y la jamba.

– ¿Qué hace? -gruñó.

– Se ha metido en un buen lío, Señoría. Trato de ayudarla.

– ¿Ha perdido el juicio?

– Más vale que nos deje pasar. No es materia para hablarla en la escalera.

Intentó cerrar otra vez. Yo no retiré el pie, pero la puerta no llegó a darme. Chamorro la interceptó y venció el empujón de la juez hasta abrir de nuevo. Entró y obligó a la otra, bastante menos fuerte y veinte centímetros más baja, a retroceder dentro del vestíbulo del piso.

– Sargento, dígale a esta paranoica que lo que acaba de hacer es un delito.

– Ya lo sabe -constaté, atónito ante la intervención de mi ayudante.

– Señoría, cállate y escucha -la conminó Chamorro, pasándole la yema del dedo índice por los labios.

La juez se quedó inmóvil. Estaba aterrada y todo el aparato de su ira no era suficiente para disimularlo. No era sólo la proximidad intimidante de mi subordinada lo que la paralizaba. Entré y cerré la puerta detrás de mí.

– La función se ha terminado, Señoría. Andrea, la italiana, ha hablado. Elija usted. O se rinde y tratamos de enderezarlo o la detenemos.

– Han entrado ilegalmente en mi casa -lloriqueó.

– Si quiere voy por un mandamiento o espero a que salga mañana -grité-¿Es que no entiende nada o es que está sorda?

La juez estaba blanca como la pared. Chamorro pudo sujetarla antes de que se fuera al suelo. La llevamos a la sala y la tendimos en el sofá. Mientras le acomodaba la cabeza, mi ayudante me consultó:

– ¿Qué es eso de Andrea?

– Un farol. Pero ya ves que ha colado. Vamos a reanimarla.

Chamorro trajo agua. La juez apenas pudo beber un par de sorbos. La incorporamos y fue volviendo lentamente en sí.

– Cómo pude creer que… Qué locura -balbuceó.

– Cálmese. Lo arreglaremos. Estamos convencidos de que usted no lo hizo, pero tiene que ayudarnos a demostrarlo y para eso no le queda más remedio que contárnoslo todo, tan fielmente como pueda.

– ¿Todo? -rió como una demente-. No sé por dónde empezar.

– Empiece por el principio. Será más fácil. ¿Cómo conoció a Eva?

– En una fiesta, en un yate -rememoró-. Hace tres semanas, o más.

– ¿Quién daba esa fiesta?

– Unos italianos, los dueños del yate.

– ¿Cómo llegó allí?

– Por un amigo de la universidad, de Madrid. Había estado en Estados Unidos con uno de los del yate, o con otro que trabajaba donde uno de los del yate. No me acuerdo bien.

– ¿Quién había en la fiesta?

– Seis o siete italianos y otros tantos españoles. A todos era la primera vez que los veía.

– ¿Allí conoció a Enzo y a Andrea? -se arriesgó Chamorro. Antes de poder recriminarle nada recordé que Enzo le había confiado, la primera noche que había hablado con él, que a Eva la habían encontrado en una especie de orgía a bordo de un yate.

– Allí los conocí. A Andrea y a Enzo. -Tras pronunciar el último nombre se quedó asintiendo con la cabeza.

– ¿Pasó algo raro en esa fiesta?

La juez abrió mucho los ojos, apuntándolos al vacío.

– ¿Raro? Bueno, para mí lo fue, y mucho. No estaba acostumbrada a esas cosas. Ni lo estoy.

– ¿Qué cosas? -le tiró de la lengua Chamorro.

– Primero la cocaína. No la había probado nunca. Luego lo demás. Tampoco había visto nunca a una mujer a horcajadas sobre otra. Y eso no fue lo más original, desde luego. Pero todos ellos parecían habituados.

– ¿Y usted qué hizo?

– Lo último que recuerdo es que estaba muy mareada. Luego sólo hay caras y ruidos. La verdad, no sé lo que hice. Todo, supongo.

– ¿Qué es lo que recuerda de Eva Heydrich en esa fiesta?

– Varios números, casi todos impresionantes. El que más me afectó, el que hizo con mi amigo.

– ¿Puede describirlo?

– No creo que nadie pueda describirlo.

– ¿Qué tipo de relación tenía usted con ese amigo? ¿Eran sólo eso, amigos? ¿O hubo en algún momento algo más?

– Creí que lo había, o que él me había buscado con la intención de que lo hubiera. Se había enterado de que yo estaba destinada aquí y me llamó para hacerme una visita y pasar unos días juntos este verano. En realidad él suele parar en Menorca. Tiene una casa al norte de la isla. Trabaja como abogado para bancos extranjeros y con sólo veintinueve años ya es millonario.

– ¿Millonario?

– Bueno, quizá no tanto como eso. Gana tres o cuatro veces lo que yo, a eso me refiero. El caso es que desde que llegó me pareció que me cortejaba. Ya en la facultad lo había hecho y yo no le había correspondido mucho. Pero es diferente cuando estás sola en un pueblo como éste y tienes dos años por delante. Te haces mucho más accesible. Todo fue más o menos bien hasta que apareció esa Eva. Ella le prestó la misma atención que a cualquier otro, pero él se quedó embrujado. Desde luego era una mujer experta, bastante más de lo que yo lo seré nunca. Debió ser por eso.

Había una amargura casi infantil, en aquella comparación. La juez ya no resistía. Necesitaba que la protegieran y tal vez entender por qué su vida encauzada se había puesto patas arriba.

– ¿Y después de la fiesta, cuándo volvió a verla?

– Raúl, mi amigo, regresó a Menorca al día siguiente. Tenía huéspedes, otros compañeros de su época en Estados Unidos. Éstos eran alemanes, o algo por el estilo. Yo me quedé aquí. Estuvimos más de una semana sin vernos, sin hablar por teléfono siquiera. Procuré aprovechar para ordenar mis pensamientos, aunque la verdad es que no ordené nada. Cuando Raúl me llamó y me dijo que venía otros cuatro o cinco días a Mallorca, no se me ocurrió oponerme.

Aunque sus indicaciones no eran muy precisas, traté de establecer la cronología de los hechos de forma aproximada. Según mis cálculos, no podíamos estar muy lejos de la noche en que habían matado a Eva. Percibí que la juez había perdido el impulso. Repetí mi pregunta:

– ¿Cuándo volvió a verla?

– A eso iba. Lo primero que hizo Raúl, la misma noche que llegó, fue llevarme al puerto deportivo. Íbamos de local en local, casi sin darnos tiempo a tomar lo que pedíamos en cada uno. Comprendí que la estaba buscando. Y la encontramos. Ella tardó en reconocerle, si es que le reconoció. Pero mejor o peor consiguió pegarse a ella. Raúl ya había llegado bastante tocado. Creo que se había metido algo en casa, antes de salir. A pesar de todo siguió bebiendo. En un momento de la noche, tampoco era muy tarde, se nos unieron Andrea y Enzo. Yo había estado hablando con Andrea la noche de la fiesta en el yate, antes del jaleo del final. Me había parecido un poco inquietante, pero simpática. No sé cómo salió lo de ir a la playa. Raúl insistió para que Eva viniera en nuestro coche. A ella le daba igual, vio que el coche de Raúl era mejor que el coche alquilado de los italianos y se vino con nosotros. Ellos se desviaron para coger algo en su apartamento, así que nosotros llegamos antes a la playa. Por cierto que no nos salimos de la carretera de milagro. Raúl estaba muy mal. Apenas se entendía lo que decía. Entonces ella empezó a hartarse de él, y él no se dio cuenta. Siguió atosigándola hasta que ella se enfadó. Por un momento pensé que le pegaba. Pero antes de que lo hiciera vino esa mujer, la suiza. Tardamos en fijarnos en que estaba encañonándola con un revólver.

Durante el resto de su relato, la juez fue reconstruyendo con una metódica parsimonia todos los hechos y circunstancias que resolvían, al fin, el sinfín de perplejidades que Chamorro y yo habíamos ido acumulando en los últimos días. A partir de cierto punto, incluso, recobró la presencia y el temple y llegó a exhibir una singular pulcritud. A fuerza de callarlo y de meditar sobre cómo podría eludir sus consecuencias, había perfeccionado un privilegiado conocimiento de aquel desdichado accidente en que se había visto envuelta contra su voluntad y su provecho.

Su Señoría, una vez que hubo descargado su conciencia, consintió en acompañarnos. Me asomé a la ventana y le hice a Perelló señal de que subiera. Quería entregarla a alguien que le inspirase confianza. Después de que Chamorro la ayudara a trepar al todoterreno, la juez se despidió con una última confesión:

– Me alegro de que vinieran. No habría sabido terminar todo esto. Y me fastidiaba, tener que fingir por culpa de ella. No podré reconocerlo más adelante, pero si lo pienso fríamente, no me da ninguna lástima que esa chica muriera. La traté poco y sólo saqué en limpio que era una especie de fiera, salvaje y destructiva.

Recordé mi primera conversación con Regina y la brumosa narración que un borracho llamado Xesc había hecho para mí sobre las andanzas de Eva en la cala.

– ¿Algo así como un tigre? -sugerí.

– Algo así como un tigre -me secundó.

Tuve que recurrir al auxilio de Perelló para que Zaplana creyera que mi informe no era el resultado de un abuso de estupefacientes y accediera a disponer un helicóptero para ir a Menorca. Primero hubo que buscar un nuevo juez que tomara las riendas del caso y arbitrara las medidas oportunas, tanto en relación con la juez sustituida como con el resto de los involucrados en el homicidio. Abandonamos la isla de madrugada y nos dirigimos a la casa donde la juez había situado el domicilio veraniego de Raúl. Estaba colgada en una costa escarpada y solitaria que la tramontana azotaba con furia. El capitán que se hallaba al mando de la operación ya la había rodeado discretamente y sólo aguardaba la orden de intervenir. Por las noticias que teníamos, nuestro objetivo no iba armado ni era especialmente peligroso, pero ya estábamos lo bastante escaldados como para permitir que pudiera producirse el más mínimo contratiempo.

Amanecía cuando llamamos a la puerta. Nadie acudió. Repetimos la llamada, igualmente sin resultado. Nos abrimos paso por la fuerza y nos desplegamos por la casa. La cocina estaba llena de cacharros sucios y restos de comida precocinada y había ropa y objetos tirados por todas partes. Llegamos a la terraza a tiempo de ver cómo alguien saltaba la barandilla y descendía por los peñascos hacia el mar. Era un individuo blancuzco con barba de muchos días, ya casi cerrada. Lo único que llevaba encima era una camisa desabrochada y sus propósitos parecían inequívocos. El acantilado hacia el que galopaba tenía una caída de unos sesenta o setenta metros y abajo las olas batían contra las rocas levantando montañas de espuma.

Ganando la carrera a todos, brincando sobre las aristas rocosas como si volara, Chamorro llegó a tiempo de interceptarle. Cayeron los dos al suelo y el hombre comenzó a lanzarle puñetazos que mi ayudante paró con apuros. Tres segundos más tarde se lo habíamos quitado de encima y lográbamos esposarle las manos a la espalda.

– ¿Estás bien? -pregunté a Chamorro.

– Salvo algún arañazo, sí.

– ¿Dónde aprendiste a correr de esa forma?

– Tratando de ingresar en la academia de oficiales. De algo me tenía que valer el tiempo malgastado.

El detenido apestaba a ginebra y a sudor y vociferaba:

– Dejadme en paz. Os ahorraré el trabajo, hijos de puta.

Zaplana se aproximó a él y le cogió de la barbilla. Se quedó observando sus ojos desencajados, inyectados en sangre.

– Tienes derecho a un abogado y a saber que se te acusa de la muerte de Eva Heydrich, súbdita austríaca -le informó-. Y si no dejas de chillar te voy a arrancar de cuajo esas pelotas tan chicas que tienes.

Raúl enmudeció. El comandante siguió enfrentándole la mirada.

– Y pensar que lo que buscábamos era esto -concluyó-. Un yuppie de mierda que no sabe perder.

– Nadie sabe perder, mi comandante -le disculpé.

– Esta chusma es la peor. Desprecian a todos los que tienen polvo en la suela de los zapatos. Pues mírame: yo tengo polvo en los zapatos desde que tengo uso de razón y ahora me cago en ti.

– Déjelo, mi comandante.

– Llevadlo al coche -ordenó-. Y tapadlo antes, que da grima verlo.

La expresión sulfúrica de Zaplana revelaba que, a pesar de todo el talento que pudiera atesorar y de su innegable coraje, nunca sería un buen policía. Lo último que un policía debe hacer, como el lema del Cuerpo sabiamente prescribe, es odiar al delincuente.

A esa misma hora, Andrea y Enzo eran detenidos. Salían del hotel rumbo al aeropuerto. Por poco y a pesar de la imprudencia de unos y de otros, el caso de la muerte de Eva Heydrich quedaba cerrado con el prendimiento de todos los culpables.

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