Capítulo 15 UN EXCESO DE CONFIANZA

El día siguiente Chamorro y yo nos levantamos pasadas las dos y media, después de un sueño por fin largo y reparador. Comimos en el puerto deportivo y no fuimos a la playa. La tarde la pasamos en casa, Chamorro leyendo y yo organizando mis ideas del único modo en que consigo hacerlo con rigor: decorando figuras de plomo. Nunca viajo sin mi estuche de pinturas y pinceles y una o dos piezas. Ocupan en la maleta poco más que una máquina de afeitar y resultan mucho más útiles. Aquella tarde me dediqué a una pieza especialmente interesante: un fusilero español de la Guerra de Cuba, con su uniforme-pijama a rayas, un reto endiablado para el más fino de mis pinceles y para mi pulso, del que podría jactarme si no lo impidiera la urbanidad. El fusilero no era español por elección patriótica. Mis principios me impedirían dedicarme a un arcabucero de la batalla de San Quintín, aunque no a un marinero de la Armada Invencible. El requisito inexcusable para que yo acepte una figura de plomo es que no represente a un miembro de un ejército victorioso. Cuando el arte se pone al servicio de la victoria se convierte en una obscenidad.

El libro que leía Chamorro, y me fijé por la misma razón por la que hablo de las figuras, esto es, porque lo que uno carga en la maleta y no es ropa suele denotar su sustancia, pertenecía a una de esas colecciones que reúnen escritores premiados con el Nobel. Cuando reparé en el título, comprendí lo que había detrás del intenso fruncimiento de su entrecejo: era Absalón, Absalón. Colegí, acaso con injusticia, que los turbulentos avatares de la demoniaca familia Sutpen no se compadecían fácilmente con un carácter como el de Chamorro, partidaria, entre otras armonías, del frío orden celeste. En cualquier caso, ello sólo acrecentaba el mérito que debía atribuirse a su abnegada lectura.

A eso de las nueve, cogí el coche y me dirigí al pueblo. Desde el restaurante donde habíamos comido había llamado a Perelló por teléfono y habíamos quedado citados en el puesto a las nueve y media. Allí me esperaba con Satrústegui, Barreiro y Quintero, el cordobés propenso a la brutalidad policial. Los detalles, sin embargo, los ajustamos el brigada y yo a solas. Perelló no opuso ninguna objeción a mi plan. Yo tenía la confianza de nuestros superiores y la cruz de esa moneda era que yo correría con toda la responsabilidad de un error. Cualquier reparo por su parte habría sido una demostración innecesaria de la que no tuvo ningún inconveniente en prescindir. Sólo me dijo, cuando le hube explicado todo:

– Hay una posibilidad que debe preverse. No es por corregirte -se apresuró a señalar.

– Por favor, mi brigada. Tú estás al mando.

– Podría ser que no se dejaran provocar.

– Podría ser. Seguro no puede estarse nunca.

– ¿Y entonces?

– Entonces hay que cogerlos de todas formas. Aunque los tengamos que soltar mañana y haya que buscar una manera de justificarlo. Lo que quiero es que sientan el aliento en la nuca y que se equivoquen. El orden en que esas dos cosas pasen es lo de menos.

– No sé -dudó Perelló-. Si no dan el paso en falso va a costar explicárselo al comandante. Podría pensar que has olvidado las prioridades y que vuelves a las andadas. A ti te toca valorar el peligro.

– Ya inventaré algo. Por ahora tengo un buen presentimiento.

El brigada asintió y se quedó contemplando el retrato del rey como si fuera la primera vez que lo tenía ante sí.

– Es raro el poco cuidado que te tomas por ti mismo -juzgó-. Sin saber por dónde pueden salir, pones la cara y te la juegas.

– Cuento contigo, mi brigada. Salto porque abajo hay red y la red eres tú. Con otro no se me ocurriría así de tranquilamente.

Perelló no reaccionaba en modo alguno ante los cumplidos. Se ausentaba, como si no se tratara de él. Cuando volví al chalet, Chamorro ya estaba arreglándose. Había elegido de nuevo el vestido ceñido, o sea, el de su segunda noche con Lucas. Repasamos por última vez el horario previsto. Antes de dejarla ir, la animé:

– Suerte, Virginia. Hazlo sólo como hasta ahora.

Acaricié su cabeza, y juro que fue un acto limpio. Sentía la necesidad de transmitirle con el contacto físico mi apoyo. No me pareció que lo tomase a mal. Después ella se fue y yo me dispuse a cumplir con mi parte. Si todo iba bien, tres horas después nos encontraríamos en Abracadabra, para prenderle fuego no a uno sino a una ristra de petardos y procurar que no nos explotaran entre los dedos. A la hora estipulada la noche anterior, Candela no estaba en la esquina que habíamos acordado, pero tampoco había abandonado el restaurante. Monté guardia cerca de él durante unos veinte minutos, que fue lo que tardó en aparecer. Venía bastante arreglada y me permití no dudar acerca de mis posibilidades. La seguí con el coche, sin que se percatara, hasta el sitio donde nos habíamos citado. Cuando llegó allí y no me vio, tan sólo meneó la cabeza y prosiguió su camino. Entonces salí a su encuentro. Tan pronto como oyó que el coche se aproximaba a ella, se detuvo.

– Ya creía que te habrías rendido -dijo.

– No me rindo tan fácil -respondí, aguantándole la mueca escéptica.

– Estoy aquí y me he puesto guapa, casi todo lo guapa que puedo. ¿Qué vas a hacer para recompensarme?

– ¿Quieres ir a cenar? ¿O ya has cenado?

– Nunca ceno en el restaurante. Veo de dónde traen los ingredientes y cómo los mezclan. Si conoces algún lugar decente, me dejo invitar.

– Di tú dónde vamos, y yo te llevo.

Candela, como yo había dado en calcular (sin mucho esfuerzo, eso es cierto), sugirió que fuéramos al puerto deportivo, y una vez allí, me guió hasta un restaurante italiano. Nada solemne y bastante modesto en su oferta, pero al menos olía bien y no a las fritangas que imperaban en el restaurante donde ella se ganaba la vida.

El aspecto que ofrecía Candela merece ser descrito. Para empezar, quizá no he apuntado antes lo larga que era. Aunque tendría más o menos mi estatura, con su mínimo calibre daba una sensación de longitud bastante más acusada de lo ordinario. Vestía una falda escasísima, bajo la que asomaban de forma terrible sus muslos, en los que un fibroso envoltorio muscular era todo lo que defendía los huesos de la intemperie. De sus rodillas hacia abajo la escasez de la carne casi alarmaba, pero ella no daba muestra alguna de avergonzarse por eso. Al contrario. Torcía continuamente los tobillos y adelantaba sus pies interminables como una técnica estudiada de seducción. Para el torso, aquella noche había elegido una prenda de algodón que sólo le cubría los hombros y la parte de sí que reclamaba la atención de cualquiera que la tuviera delante. Sus brazos desnudos, salpicados de lunares y pecas, eran como lanzas que iban y venían por el aire mientras ella hablaba. Sin embargo, lo más desasosegante era su rostro. Se había maquillado de una forma que intensificaba sus rasgos hasta hacerlos hostiles. Cuando su boca demasiado roja se abría era como si se le abriera una herida.

Durante la cena, Candela improvisó una especie de mentira desordenada sobre la relación entre ella y su marido. Lo hizo con pundonor, sin importarle mi insistencia en manifestarle que ese asunto me traía sin cuidado. Una insistencia sincera, por otra parte, ya que eran sus vínculos con otras personas los que justificaban todo mi interés por ella. O casi todo. Candela fue tragando sin protesta el vino con el que en todo momento me preocupé de mantener llena su copa, y a medida que fue haciéndolo se volvió más desvergonzada y su reticencia del principio se suavizó hasta desaparecer. Mi teoría, entonces como ahora, es que yo no le importaba un rábano, pero celebraba tener tan pronto y tan sin fatigarse una oportunidad para escupirle en la cara a Lucas. Ella misma me lo certificó cuando, terminada la cena, propuso regresar a la cala e ir a la discoteca donde oficiaba el ex legionario. Me negué sin precisar demasiado las causas de mi negativa y dándole a entender que ésta no era irreversible. Mientras tanto, le ofrecí ir a otro sitio para seguir entonándonos. Candela se dejó llevar y así fue como llegamos ante la puerta de Abracadabra.

– ¿Aquí? -preguntó, horrorizada, como si la hubiera arrastrado a un prostíbulo o algún otro antro infame.

– Me gusta la música que ponen -alegué-. ¿Tienes algo en contra?

– Este club es una mierda. Para maricas y gente por el estilo.

– ¿Has estado dentro?

– Alguna vez -reconoció, con desgana-. Para convencerme de que más valía no volver nunca.

– A mí el auditorio me da lo mismo. Me gusta el blues y aquí tienen buen criterio para escogerlo. ¿No crees?

– No sé. Anda, vamos a otra parte.

Aquella resistencia tan obstinada terminó de resolverme a llevar adelante mi plan, al coste que fuera. La atraje hacia mí y, tratando de sonar inapelable, murmuré a su oído:

– Entramos aquí, pedimos un gin-fizz para cada uno, bailamos un rato y luego hacemos el resto de la noche lo que te dé la gana.

– ¿Un gin-fizz?

– ¿No lo has probado?

– Sí. Demasiado amargo para mí. Además, la última vez lo bebí del vaso de alguien que acabó mal. Soy supersticiosa.

– Tómate lo que quieras, entonces. Ven.

Tiré de ella y la introduje en el club. Parecía que la perspectiva de una visita breve la ayudaba a vencer sus escrúpulos hacia el local, pero era significativa la forma en que observaba a su alrededor. Fuimos hasta la barra, donde yo me pedí el gin-fizz anunciado y ella algo de tan mal gusto como un whisky con cocacola. Después de eso nos encaminamos hacia la pista. No sonaba precisamente un blues, sino uno de esos apolillados éxitos de discoteca de fines de los años setenta, que con el transcurso del tiempo han adquirido un aire entre dulzón y demasiado ingenuo. Candela se tomó con ganas el baile, acaso para olvidarse de que estaba donde no deseaba estar. Para facilitarle los movimientos, cogí su vaso y propuse acercarlo a una mesa mientras bailábamos. Candela me entregó su repugnante jarabe y la dejé en la pista bamboleando como una loca sus pechos excesivos. Esquivando bailarines más o menos inspirados que Candela, fui hacia el fondo de la sala. Hacía unos cinco minutos que había localizado allí a alguien y que ese alguien me había localizado a mí.

Andrea vigilaba severamente mis evoluciones. Estaba con Enzo, que por primera vez desde que nos conocíamos me escrutaba con una desproporcionada reserva. Yo hice como si no ocurriera nada, y después de cerciorarme de que Candela seguía a lo suyo, me senté sonriendo entre ellos.

– Al fin os encuentro -celebré, tendiendo una mano que Enzo sujetó sin fuerza e intentando sobre la cara de Andrea un beso que merced a su brusco giro de cuello le cayó en la nuca.

– Nos habrás encontrado cuando has empezado a buscarnos -me reprochó Andrea.

– No estarás enfadada por mi amiga, ¿eh?

– ¿De dónde la has sacado? -preguntó, apremiante.

– Eh, Andrea -traté de apaciguarla.

– He dicho que de dónde la has sacado.

– De la discoteca de la cala. Su acompañante se ha enamorado de María y a mí me ha tocado cuidarla. Alguien se tenía que ocupar de ella.

– Qué caritativo.

– Lo he hecho por despejarle el panorama a María. Bueno, no sólo. Ahora está distraída y eso me viene bien.

– ¿Cómo era el que estaba con la chica? -indagó Andrea, como si adivinara lo que yo iba a contestarle.

– Un tipo alto.

– ¿Sólo alto? -se interesó.

– Alto y moreno, con coleta y un pendiente así de grande. Oye, ¿por qué te interesa tanto?

La italiana apuntó la vista hacia el infinito y reveló:

– Los conozco. A ella y al tipo. Vinieron aquí con Eva, la última noche, antes de que la mataran.

Simulé preocuparme.

– No insinuarás que María está en peligro. Al margen de la coleta y el aro de la oreja, me pareció un tipo bastante corriente.

Andrea pudo haberse callado, o haberle quitado trascendencia. Pero eligió impresionarme y con ello me ratificó en mis sospechas.

– No tan corriente -se opuso-. Ni ella tampoco. No sé lo que se traían entre los dos, pero Eva me confesó que él no había parado hasta liarla con la tetuda, que a ella le daba más bien igual.

Visto desde ahora, creo que ése fue el instante en que en mi cerebro se produjo el fallo que me llevó a desviarme tan gravemente aquella noche. Un fallo para el que carezco de excusas, porque incurrí en él como consecuencia de un exceso de confianza. Al ver confirmadas mis suposiciones previas, bajé la guardia y me sentí seguro de mi astucia. Es una sensación agradable, de la que cualquiera puede disfrutar con gran aplomo, porque robustece la vanidad. El problema es que uno no siempre es lo bastante astuto como para andar descuidado, y sobre todo, que después de haberse equivocado, que es lo que suele ocurrir cuando uno se descuida, la sensación no es tan agradable y cuesta bastante más mantener el aplomo, porque con la vanidad desintegrada uno se hace una idea exacta de lo indefensa y diminuta que resulta su existencia. Cuando pasa el tiempo se aprende a sacar provecho de la vergüenza, porque en definitiva la vergüenza es mucho más instructiva que la gloria, pero en el momento, y enterrado bajo los inconvenientes, se hace duro apreciar las ventajas de haber sido un imbécil.

Ahora que he de recordar la maldita desenvoltura con que culminé mi representación de aquella noche, desisto de hacerlo arriesgando que nadie pueda simpatizar con mi audacia. En honor a la verdad prefiero que se sepa que me estaba apartando del camino correcto, aunque sea más tarde cuando deba aclarar hasta qué punto y cómo, para mi oprobio, fue el azar el que me dio la oportunidad de enmendarlo.

Tras la confidencia de Andrea, que cerraba mi presunto círculo, me lancé, sin titubeos, a rematar la faena.

– Espera aquí -le pedí a mi interlocutora-. Vamos a averiguar de qué pasta está hecha la chica.

Fui a buscar a Candela y le dije que quería presentarla a unos amigos. El programa no la sedujo, pero se dejó conducir hasta donde aguardaban Andrea y Enzo.

– Ya nos conocemos -la recibió destempladamente Andrea.

– El caso es que me suenas -admitió Candela, haciéndose la tonta de un modo bastante ineficaz. El gesto que se había apoderado de su cara al divisar a los dos italianos había sido elocuente.

– Vaya, ¿y de qué os conocéis? -pregunté.

– Nos habremos visto por aquí -se escurrió Candela.

– Tenemos una amiga común. O teníamos -precisó Andrea.

Candela se puso nerviosa. Aproveché la ocasión:

– ¿Qué es eso de que teníais?

– Ya no es amiga de nadie -sentenció Andrea.

Candela se apresuró a poner distancia:

– Nunca fue mi amiga. La conocía, simplemente.

– ¿Pero qué ocurre? ¿Se ha muerto?

Andrea no contestó. Candela tragó saliva. Debía de acordarse de que me había contado, con cierta jactancia, cómo había mandado al diablo a Eva. La misma persona por cuya mediación ahora le tocaba confesar que se había relacionado con Andrea. Y tenía que confesarlo, porque si no lo hacía ella lo contaría la italiana, lo que tenía razones para no preferir.

– Era la chica que mataron en la cala -rezongó.

– La famosa Eva -hice como que deducía, con lentitud-. Está por todas partes. Pero creía que tú habías tenido una bronca con ella -apreté.

En ese punto la conversación quedó interrumpida por un acontecimiento que yo ya llevaba algunos minutos esperando. Chamorro y Lucas acababan de llegar al club y en cuanto nos habían visto, lo que mi ayudante había propiciado diligentemente, se habían acercado a la mesa. Ahora estaban allí de pie y todos los que estábamos sentados nos habíamos vuelto hacia ellos. Chamorro fingía asombro y en parte también lo sentía, porque yo no la había avisado de que también Candela estaría allí. En el semblante de Lucas era imposible distinguir ninguna emoción.

– Hola -me adelanté-. Ahora ya estamos todos. ¿No vais a sentaros?

Lucas pasó por alto mi ofrecimiento y se dirigió a Candela:

– ¿Qué haces aquí?

– Lo mismo podría preguntarte yo -se defendió la mujer.

– Eres idiota perdida.

– ¿Y tú? Tú empezaste, por si lo has olvidado. Y has venido aquí como yo.

– Creo que deberíamos hablar esto en otra parte -ordenó el ex legionario.

– Eh, ¿a qué vienen esas intrigas? No consentiremos que estropeéis la fiesta -aseguré.

Entonces Lucas me miró. Lo hizo como si me midiera y al mismo tiempo para advertirme. Su parsimonia intimidaba, pero no tanto como el fulgor helado de sus ojos. Por si no bastaba con la mirada, descendió a ponerlo en palabras sencillas:

– No hablo contigo, muñeco. Quédate en tu sitio y podrás salir de aquí con los mismos dientes que trajiste.

No me arredré.

– ¿Estás amenazándome?

– ¿A ti qué te parece?

– ¿Con pegarme?

– Basta -me aconsejó, sin énfasis-. Ven conmigo -exigió a Candela.

– Un momento -me interpuse-. Estás patinando. En realidad ya has patinado cuando has respondido a una amable broma con esa grosería sobre mis dientes. Pero ahora te permites darle órdenes a la chica que viene conmigo. Eso está tan feo que voy a tener que hacerme un llavero con tu coleta.

Lucas sonrió y me puso una palma en el hombro. Conviene indicar que su palma era mucho más grande que mi hombro. No obstante, le aparté el brazo de un codazo. Dudó durante una décima de segundo, pero al final se limitó a tomar a Candela de la mano y llevársela. La chica no opuso resistencia.

Antes de dejamos, Lucas le dijo a Chamorro:

– Discúlpame. Tardo un minuto.

Mientras Lucas y Candela se alejaban en dirección a la puerta, todas las miradas confluyeron en mí.

– ¿Qué pasa? -habló mi ayudante, interpretando el sentir general.

– Nada, María. Esperad aquí. Vuelvo en seguida.

– ¿Qué vas a hacer? -saltó Andrea.

– Probar cuánto vale ese campeón.

– Estás chiflado. Te podría tumbar con un soplido.

– Desde luego. No es por ahí por donde pretendo probarle.

Al principio no me siguieron, pero antes de salir a la calle reparé en que Andrea se había levantado. No llegaron a tiempo de ver cómo me acercaba por detrás a Lucas y le clavaba mi dedo índice por tres veces consecutivas en el hombro, mientras el legionario discutía acaloradamente con Candela. Sí le vieron a él cuando se dio la vuelta, se paró apenas un instante, decidió y me borró media cara de un formidable guantazo. Después de eso, aunque no antes de que me descargara dos puñetazos en el vientre, Perelló y los suyos entraron en escena. Quintero redujo a Lucas con una fulminante patada en los testículos y Satrústegui se hizo con Candela. A mí me levantó Barreiro. Antes de que se nos llevaran a los tres, alcancé a comprobar, con satisfacción, que Chamorro retiraba discretamente a los italianos.

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