Capítulo 8 ABIERTO HASTA EL ALBA

En el coche, Chamorro me relató con viveza de detalles su encuentro con Lucas. Lo que habían hablado, en realidad, no era importante. Obediente a mis instrucciones, Chamorro apenas había preguntado y Lucas no se había extendido más allá de su nombre y la circunstancia, que retuve, de que aquel trabajo era sólo para los veranos. El resto del año vivía de cosas sueltas, según su propia calificación. Mi ayudante estaba alterada, por el riesgo o por el efecto que el pinchadiscos le había causado.

– Arrastra un poco las erres -apreció-, no como lo haría un francés, sino como alguien que ha tenido que hablar francés mucho tiempo. Puede ser verdad que estuvo en la Legión Extranjera.

– ¿Alguna alusión al respecto? O algún signo, tatuajes, insignias.

– Nada que yo haya notado. A pesar de su pinta se comporta con educación. Se expresa correctamente. No como un macarra.

– ¿Intentó algún acercamiento físico contigo? Bailando, o con cualquier otro pretexto.

– Nada en absoluto. Bueno, me ha quitado una hilacha que se me había pegado al vestido.

– Eso es que se estaba fijando.

– Ah, otra cosa. Me ha dicho un poema. -Chamorro lo desveló con coquetería, como si olvidara que era la atención de un posible delincuente al que tenía que investigar.

– Un poema. Así que además de educado Lucas es un antiguo. ¿Recuerdas algún verso?

– Salió por lo del final del verano. No lo entendí muy bien, con el ruido. Iba del otoño, de violines que hieren el corazón lánguido, o algo así.

– Los lánguidos son los violines -corregí-. Es Verlaine, y en Francia se lo sabe todo el mundo, como aquí la Canción del pirata.

– ¿Qué canción? Yo no me la sé, ésa.

Entonces reparé en que Chamorro era una víctima del sistema educativo moderno, lúdico, audiovisual, interactivo y todas las demás monsergas de ese jaez. Ahora bien, aunque no hubiera tenido un maestro cavernícola que le cultivara la memoria de lo útil y lo inútil a golpes de regla, era imposible que desconociera aquella pieza señera de la lírica patria.

– Seguro que sí, los cañones por banda y el viento en popa, a toda vela.

– Ah, ésa. No me sonaba el título.

– Si Lucas ha vivido un tiempo en Francia no es raro que se sepa los versos. No hay que contar con que sea un literato. Muy bien puede no haber leído un libro en su vida.

– ¿Y eso es importante?

– Puede. La gente que lee es más dubitativa, mejor de coger.

– Nunca lo había pensado.

– Un individuo que no lee suele tener claro lo que espera de la vida, y gobernarlo con buen pulso. Hay gente que lee a la que le pasa lo mismo, pero a igualdad de dotes naturales, cuanta más cultura menos tenacidad, más dispersión, y hasta más cobardía. Ya lo dijo Shakespeare. O eso o algo parecido. Ese Lucas me inspira respeto. Vas a tener que esmerarte. Mañana quiero que vayas allí tú sola. Habremos tenido una bronca, me habrás dejado a mí en casa y habrás salido a tomar el aire. Ésa es la versión para Lucas. Yo estaré fuera, pero no me haré ver salvo que algo vaya realmente mal y haya que reventar la operación. Quiero que consigas una cita con él para cuando termine en la discoteca. Cierran a las dos y media. Todavía habrá algún sitio donde ir. Yo os seguiré.

Advertí que la resolución de Chamorro se debilitaba. Podía ser que estaba dispuesta para un jugueteo inofensivo pero no se había planteado que tendría que llegar más allá, y no con un ser sin rostro o teórico, sino justamente con el mismo Lucas al que acababa de conocer.

– ¿No es ir un poco deprisa? -alegó.

– Mañana sólo coges confianza con él. Nada de sondearle.

Chamorro tragó saliva.

– ¿Y hasta dónde tengo que llegar? Me refiero a… -murmuró.

– Sé a lo que te refieres. Hasta donde quieras. Una chica guapa puede tener a un tío en vilo más de una noche sin permitir que la roce. Si te atreves a más, mejor -reconocí, sin sentimiento-. Pero no te pases. En el supuesto de que quiera llevarte con él a algún sitio solitario lo mandas al cuerno. Y si trata de obligarte a algo y lo ves feo gritas y lo detenemos. No es lo que preferiría, pero ya veríamos cómo aprovecharlo. ¿Entendido?

– Creo que sí.

– Bien. Ahora cambiamos de teatro.

Faltaba un minuto para la una de la madrugada. El paso siguiente era acudir a Abracadabra para averiguar su horario. Si había tiempo, daríamos primero una vuelta por los otros locales del entorno. Después de haber dejado a Chamorro sola con Lucas, lo que me había exigido soportar una desagradable inquietud, juzgué más oportuno, al menos de momento, que la incursión en Abracadabra y alrededores fuera de otro modo.

– Aquí iremos juntos, por ahora -la instruí-. Si nos tropezamos con alguien a quien sea mejor atacar a título individual, fingimos otra desavenencia o simplemente nos separamos, y el que esté mejor situado se lo queda. Aunque esta noche mejor nos andamos con tiento.

Un letrerito informaba que en Abracadabra no había hora fija de cierre: Abierto hasta el alba. Eso nos daba oportunidad de girar previamente visita a otros templos de la zona. Aquél era, por cierto, un sitio mucho más elegante que la urbanización. Los yates se mecían en el puerto deportivo, a apenas cincuenta metros del paseo donde se sucedían terrazas, discotecas y clubes. Había Coches descapotados y gente sofisticada, en la acepción usual del término, que viene siempre a aludir al coste de sus alhajas, indumentos y afeites. Entre los que deambulaban por el paseo abundaban las rubias ciclópeas con rotundos refuerzos silicónicos, los hombres bronceados de melena entrecana y grandes relojes sumergibles, etcétera.

En cierto sentido, nuestros esfuerzos allí se vieron menos recompensados que en la urbanización. En las dos horas que empleamos en recorrer tres o cuatro locales, no dimos entre la clientela con nadie que estuviera demasiado abierto a charlar con desconocidos, a excepción de algún alcohólico con dificultades para articular cuatro palabras coherentes. Sin embargo, quienes atendían en la barra se mostraron mucho más amables que el personal de Factory o Ardent. Casi todos eran bastante jóvenes, venidos de la Península para la temporada y descaradamente mercenarios. Gracias a ellos, y a cambio de alguna pequeña exhibición monetaria acogida con bastante desparpajo y ninguna suspicacia, obtuvimos puntual confirmación de la frecuente presencia de Eva Heydrich por aquel ambiente. Todos sabían la noticia y habían visto la fotografía en el periódico. Nadie daba detalles que no supiéramos. Nos contaban más o menos lo mismo que les habían contado a los policías que habían ostentado su condición de tales. En cuanto a los regulares cambios de pareja de la difunta, aquí causaban bastante menos extrañeza que en la urbanización. Más llamativo, aunque sin que nadie se escandalizara, resultaba que Eva se dejara ver con hombres y mujeres indistintamente. Un par de personas, en razón de esa circunstancia, insistieron en que el lugar al que debíamos ir era sin duda alguna Abracadabra.

Cuando al fin traspusimos el umbral del célebre club, medidos de arriba abajo por un coloso cuelliancho que notoriamente no se reservó el derecho de admisión gracias a la formidable figura de Chamorro, eran las tres y media de la madrugada. En Abracadabra, sin embargo, la noche empezaba apenas. Era un inmenso espacio azul, de techo más bien bajo. Había dos pistas de baile, tres barras y unas treinta o cuarenta mesas. Desde luego, era mucho más grande de lo que cabía imaginar desde fuera, y a aquella hora estaba razonablemente lleno. Chamorro y yo fuimos primero hacia la barra. Pedimos de beber y empleamos unos minutos en observar al personal. Había gente de todas las edades, desde veinte hasta sesenta años. Nada en el aspecto de los varones movía a intranquilidad. Con alguna salvedad, se trataba de gente más o menos pulida y perceptible desahogo económico. Ningún culturista con cueros o herrajes, por supuesto. En cuanto a las mujeres, llamaba la atención el gran número de ellas que habrían podido ocupar portadas de revista. Allí Chamorro resultaba más bien vulgar. Había mulatas, nórdicas interminables, incluso alguna oriental de largas piernas. Su aspecto y sus maneras eran tan femeninos como pudiera desearse. Nada de machorros sin pintar con pantalones negros. Lo único peculiar era la abundancia de rubias platino teñidas con el pelo cortado como si fueran reclutas. Las más maduras perdían espectacularidad, aunque alguna exhibía orgullosa los buenos oficios de la cirugía, la gimnasia o los productos cosméticos.

También en Abracadabra la barra estaba servida por jóvenes temporeros, implacablemente seleccionados en virtud de su atractivo físico. Cada mes debían renovar los floreros, masculinos y femeninos. Entre ellos maniobraban algunos de más edad y menor encanto que podían ser los dueños o formar parte del personal permanente. Recordando lo que me había dicho Zaplana acerca del tráfico ilícito que allí se desarrollaba y las reticencias que habían despertado en Abracadabra las averiguaciones de sus hombres uniformados, aguardé a que no hubiera ninguno de los mayores cerca y abordé a una de las muchachas más jóvenes. Secundado por Chamorro, le dije que aquél era nuestro primer día en la isla y le pedí consejo sobre las atracciones que ofrecía la comarca. Su primera pregunta fue la que yo me esperaba:

– ¿Y dónde paráis?

Le di el nombre de la urbanización y añadí, como detalle de humor negro:

– En la misma urbanización donde mataron a esa chica, hace cinco días. Para ser exactos, en la misma calle. Siempre hay un coche de la Guardia Civil en la puerta. Cuando nos han dicho por qué era hemos pensado que más vale que nos organicemos excursiones.

La muchacha era demasiado joven para no tratar de impresionarnos:

– Venía aquí todas las noches.

– ¿Quién?

– La chica esa, la que mataron.

– No me digas -comenté, sin demasiado énfasis-. ¿Y por qué la mataron, andaba metida en algo?

– No sé. Dicen que fue una mujer mayor que también venía bastante por aquí, aunque menos. Yo sólo la vi un par de noches; claro que llevo sólo tres semanas. La policía la está buscando, por lo visto. La chica era un poco seca, como todos los alemanes, pero daba mucha propina. Eso no es normal en esa gente.

Chamorro y yo quedamos en silencio, sin emitir opinión, invitándola a que soltara algo más.

– No se puede creer -se dolió la muchacha-. Bailaba ahí mismo, todas las noches. Esa gente de allí, esos italianos del fondo, eran amigos suyos. Y ahora está muerta. Qué absurdo es todo.

Simulamos un cierto afán por consolarla y la exhortamos a que nos hiciera, para olvidar todo aquello, las sugerencias que le habíamos pedido. Mientras la chica se procuraba una servilleta y le dibujaba a Chamorro un mapa en el que iba localizando cuevas, restaurantes típicos y otras maravillas, yo no quité ojo del grupo de italianos. Eran dos chicas de la edad de Chamorro y un par de individuos sólo un poco mayores, bastante fornidos según dejaban ver sus camisetas de tirantes, pero no demasiado altos. Aunque estaban sentados y no era una estimación muy fiable, debían de medir cuatro o cinco centímetros menos que yo. Eso me alentaba.

Siempre me fijo en la estatura de los hombres con los que trato porque no soy especialmente fuerte y no tengo otros conocimientos de artes marciales que los que me inculcaron en la academia. Con un poco de atención, sirve para manejarse con el que no sabe nada; el problema es que nunca se puede estar seguro de que el que se tiene enfrente no es cinturón azul, que para mí ya resulta una distancia insalvable. Por fortuna dispongo de la pistola. Hay gente muy torpe con las armas, pero las reglas son elementales. Primero, no sacarlas si se puede evitar. Si no se puede, el primer tiro al aire y el segundo a dejar cojo al que venga. Si viene armado, a donde le impida responder. Aunque uno debe desear que la situación no se dé, si se da, nada más desdichado que mostrar fisuras en el ánimo. Hasta ahora, nadie ante quien haya empuñado mi arma se ha permitido la imprudencia de dudar que fuera a usarla. Eso me ha permitido salvar mi pellejo y el de algunos otros.

Cuando nos separamos de la gentil muchacha que tan desinteresadamente había guiado nuestros pasos en el club, fuimos a sentarnos cerca de los italianos, en una mesa que era poco más que un taburete. Yo sustraje una silla de camino hacia allí y Chamorro les pidió a los italianos la que les servía para almacenar sus pertenencias. La despejaron y se la entregaron. La circunstancia era de tal estrechez que no fue difícil cruzar algunas palabras con ellos. Pronto fue evidente la atracción que Chamorro despertaba en uno de los dos italianos, el que dijo llamarse Enzo. Gesticulaba, contaba chistes e iba aproximando su asiento a la posición de mi ayudante. Ésta aprovechó un instante para solicitar mi aprobación con un gesto. El italiano era simpático; al lado del oscuro Lucas, y en lo que de las personas revela su aspecto, un querubín inofensivo. Por mi parte, había trabado conversación con una criatura cuyo trato reclamaba toda mi concentración. Comuniqué a Chamorro mi consentimiento y ella respondió al acercamiento de Enzo.

Ahora es cuando tengo que perder un instante en describir a Andrea, y confieso que desconfío de mi capacidad para hacer comprensible la fascinación que aquella muchacha ejerció inmediatamente sobre mí. En primer lugar, no era muy alta, lo que la situaba en clara desventaja frente a la inmensa mayoría de las mujeres que allí había. Tampoco ostentaba la atlética delgadez que en nuestro piadoso tiempo viene a considerarse requisito para que una mujer pueda mostrarse en público sin ofrecer un espectáculo ominoso. El rubio de su cabello lo debía al tinte, saltaba a la vista. Sin embargo, sus ojos eran de un gris casi plateado sin el concurso de ninguna lente coloreada al efecto. Y si uno buscaba su fondo, caía hasta el infinito. Siempre estaba sonriendo y ayudándose con las manos al hablar. Tenía unas manos perfectas, aunque demasiado bronceadas. Toda ella estaba muy bronceada, y eso, que nunca me ha gustado mucho, a ella le daba un atractivo innegable. Su piel era suave y aromática, firme y reluciente como una madera preciosa. Llevaba un vestido suelto, sobre todo el escote, en el que bailaban sin pudor un par de redondos pechos morenos. Mentiría mucho y mezquinamente si ahora escribiera que yo no los miraba.

Cada uno de nosotros hablaba en su idioma. A pesar de mi contundente apellido, en italiano sé decir poco más que ciao. Chamorro usaba de la misma técnica con Enzo, y servía para entendernos. A veces los significados eran un poco imprecisos, pero eso, que sin duda no convenía a nuestras investigaciones, favorecía, al menos para mí, la libertina magia del instante. Era obvio que yo no había ido allí a buscar magias ni instantes, pero ya llevaba un buen trozo de madrugada a mis espaldas y de las sucesivas bebidas que había adquirido se me había ido quedando una porción entre los labios. Una porción que irremediablemente había viajado a mi estómago y había impregnado poco a poco mi sangre. En fin, que mi disciplina no era tan férrea como cuando había entrado en Factory seis o siete horas antes, y aunque seguía teniendo conciencia de mi prioridad, no me resistí a tomarme alguna licencia en su persecución.

Andrea vivía en Milán, como casi todos los italianos que iban por allí. Cuando le dije que Chamorro y yo éramos geólogos, según las identidades falsas tras las que nos parapetábamos, al principio no comprendió. Con señas y unas cuantas explicaciones oblicuas pareció hacerse una idea. Habíamos elegido aquella ocupación porque es lo bastante rebuscada como para que nadie resulte ser un colega con quien haya que departir o tratar de encontrar asuntos comunes, y también porque nadie acaba de tener demasiado claro en qué consiste. Por su parte, Andrea dijo trabajar en la moda. Ni modelo ni diseñadora, aclaró en seguida. Hacía algún tipo de tarea de coordinación comercial, no fui capaz de descifrar del todo las palabras con que la describió. Apartada la primera maleza de la presentación mutua, entré velozmente en materia:

– Antes de seguir y que me equivoque, ¿alguno de estos dos es tu novio?

Andrea se volvió. Enzo cortejaba a destajo a Chamorro. El otro, Fabio, sorbía del mismo vaso que Rosina, la otra chica. Estaban acurrucados el uno junto al otro, somnolientos. Desde que Chamorro y yo habíamos intimado con Enzo y Andrea, se habían replegado dócilmente.

– Son sólo amigos, del trabajo -respondió.

– ¿Viajáis juntos?

– Claro. Un par de chicas no deben viajar solas por ahí. Andrea señaló entonces a Chamorro.

– ¿Y la alta qué? ¿Sois novios, hermanos, estáis casados?

– No tanto. María -el nombre falso de Chamorro- y yo vamos siempre juntos a hacer prospecciones. A veces tenemos que dormir por ahí y es más barato alquilar una habitación. Así que nos hemos acostumbrado el uno al otro y vamos de vacaciones juntos. Pero ella no es celosa y yo tampoco.

Andrea construyó un pícaro gesto. Un poco más abajo, por donde su escote, había un indolente alboroto al que me era cada vez más difícil permanecer insensible.

– ¿Te gusta el verano, Luigi?

– Sí.

– ¿Y qué es lo que más te gusta?

– La playa, las noches de luna, las niñas de ojos grises por las que uno se olvida de la luna y de las noches y de la playa.

– ¿Es un cumplido?

– ¿Cuántos años tienes?

– Veintitrés. ¿Y tú?

– Doce más. Éste puede ser uno de mis últimos veranos.

– Oh, no.

– Lo sé, Andrea. Por eso estoy empeñado en hacer algo para acordarme. Y necesito a alguien que me ayude.

Andrea jugó por un momento a escurrirse.

– ¿No te ayuda María? Si María me ayudara, yo me acordaría -se rió.

Pero la italiana tenía los ojos brillantes, pasaba sus dedos por el dorso de mi mano y estaba algo bebida, como yo. Más tarde, cuando supe cómo era en realidad, hube de construir una teoría diferente para justificar que un cualquiera como yo acertara a seducirla. Aquella noche, inflamado por el alcohol y la acumulación de acontecimientos, di en suponer que la había encontrado en un momento en que ella necesitaba ser cortejada, y que con mi historia improbable había puesto ante ella a un tipo inhabitual que le había excitado la curiosidad. Era poco, pero suficiente.

– A María, en realidad, no le gustan los hombres -dije, con sigilo-. Guarda el secreto con Enzo.

Andrea miró a Chamorro sin disimulo. Era la tercera o la cuarta vez que rechazaba amablemente un ademán demasiado confianzudo de Enzo. A la italiana le brillaron un poco más los ojos.

– Sácame a bailar -me instó.

Lo hice. Cuando llevábamos un par de minutos en la pista se abrazó a mí y me inundó la boca con un beso violento, empapado de ginebra. Miré de reojo y pude captar la estupefacción de Chamorro. No podía hacer otra cosa que corresponder a Andrea y tampoco me costó demasiado. La correspondí con largueza y denuedo.

Del resto recuerdo muy poco, salvo el tacto terso del cuerpo de Andrea que se agitaba incansable entre mis manos. No le pregunté nada, no me preguntó nada y me sometí a la odiada música sin protestar. En alguna pausa vinieron a confortarme por sorpresa Ella Fitzgerald o Dinah Washington, y mientras Andrea me susurraba al oído palabras desconocidas, la noche adquirió la frágil consistencia de la perfección.

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