Capítulo 16 UN CUARTO DE HORA PARA ARRUINARLO

A Lucas y la chica los llevaron en un todoterreno y a mí en el otro. Tardé unos seis minutos en poder volver a hablar, y todo el tiempo que duró el trayecto hasta el puesto en cortarme la hemorragia de la nariz. Barreiro, que conducía y habría debido estar más atento a la carretera, no pudo privarse de observar, admirado:

– Vaya hostias, mi sargento. Creí que lo mataba.

– Y yo.

– Menos mal que Quintero anduvo vivo. El sitio donde le dio debe de ser lo único que tenga blando.

– Oye, Barreiro. ¿Crees que los que estaban con Chamorro sospecharon de que aparecierais tan pronto?

– Sólo sé que se quitaron de en medio cagando leches. ¿Le parece que nos dimos demasiada prisa? El brigada creyó que si tardábamos más usted volvía en ambulancia, o no volvía.

– La verdad es que no pensé que saltara a la primera. Me había parecido un tío mucho más frío.

En el puesto nos aguardaban los demás. Se hicieron cargo de los detenidos, mientras yo me apartaba un momento con Perelló.

– Alguien tendría que vigilar a los italianos. Se van pasado mañana. No debe ser difícil localizar el vuelo. Y por si acaso no estaría de más asegurarse de que no intentan irse antes. A lo mejor los necesitamos como testigos, pero de momento prefiero que no sepan nada.

– Hablaré con Palma.

– Mi brigada.

– Qué.

– No le cuentes nada a Zaplana, todavía.

– Descuida.

– Voy a interrogarlos. ¿Han pedido abogado?

– Sólo él.

– Es igual. Empezaré por ella. Confío en sacarle argumentos para convencerle a él de que no sea tan formalista. Ah, se supone que Chamorro recogía mi coche. Estará al llegar. Por favor que alguien le diga que pase en cuanto aparezca. ¿Quieres acompañarme ahí dentro?

Perelló se encogió de hombros.

– No especialmente. Salvo que sea imprescindible.

– Sabes que no.

– Entonces ve tú solo. Tú todavía eres joven y tienes algo que ganar.

Antes de entrar donde Candela, me asomé al calabozo donde habían metido a Lucas. Estaba sentado, con las esposas puestas, mirando al frente.

– ¿Más tranquilo? -le pregunté.

– ¿Qué cojones es esto? -gritó, desencajándose-. No sabía que fueras poli. Por pegarte me ponen como mucho treinta mil de multa. ¿A qué se supone que estáis jugando?

– A su tiempo, mon ami, a su tiempo.

Las palabras en francés le escamaron. Le dejé y fui con la mujer. Estaba temblando, deseando derrumbarse. Me aproximé con tiento:

– Tranquila. No va a pasarte nada. Soy el sargento Bevilacqua y me pagan para que las chicas no se asusten.

– ¿Sargento? -rió nerviosamente-. Si seré boba.

– ¿Por qué?

– Me creí que te tenía en el bote.

– Si no hubiera estado de servicio, tal vez. No te tortures por eso. Verás, Candela, vamos detrás de cierto asuntillo sobre el que tenemos razones fundadas para pensar que Lucas y tú disponéis de alguna información.

– ¿Qué asunto?

– La chica austríaca. Vosotros intimasteis con ella, ¿no es así?

– Le juro que no tengo ni idea de quién pudo…

– Despacio, mujer. No te acuso de nada. Sólo te pregunto si tuviste intimidad con ella.

Candela bajó los ojos.

– Imagino que sí.

– ¿Imaginas? Sé un poco más precisa. ¿Cuánta intimidad?

– En realidad fue Lucas. Él, y ella…

– ¿Sólo Lucas? No es eso lo que me han dicho. Vamos, Candela. Tengo una muerta y busco un asesino. No hay ninguna ley que me permita echarte en cara tus inclinaciones sexuales.

– ¿Entonces qué le importa?

– Importa para que me termine de creer que tú no tuviste nada que ver con su muerte.

– ¿Y para qué pregunta? Sabe la respuesta.

– Así que llegaste a esa intimidad. ¿Muchas veces?

– Tres, cuatro. No me acuerdo.

– ¿Cuándo?

– De la última hará diez o doce días.

– ¿Y cuándo la viste por última vez? -Justo entonces.

– ¿Seguro?

– Sí.

Candela no vaciló antes de corroborar este dato. Me fijé porque en casi todo lo demás su inseguridad era notoria.

– Bien, dejemos eso. ¿Sabes quién es Regina Bolzano?

– No -se precipitó.

Me levanté y paseé durante varios segundos arriba y abajo de la habitación.

– Lo intentaremos otra vez -insistí-. ¿Sabes quién es Regina Bolzano?

– No -volvió a precipitarse. El miedo le llenaba el gesto. Sonreí.

– Vamos a ver, Candela. Antes de que sigas tocándome los huevos, voy a dejarte clara una cosa. No estás aquí porque yo me aburra o quiera jugar a las adivinanzas. Hemos hecho antes unas pesquisas. También hemos guardado en un calabozo como éste a esa mujer. Así es la situación. Si me mientes me doy cuenta, y si me doy cuenta de que me mientes me entran ganas de joderte la suerte. ¿Me estás entendiendo?

No rechistó. Por lo común no soy favorable al empleo de un lenguaje soez con los detenidos, pero en ciertas coyunturas es un recurso que puede dar su fruto. Candela no estaba preparada para aquello.

– Bueno, la última -avisé-. ¿Sabes quién es Regina Bolzano?

– Lucas -gimió-. Yo nunca he hablado con ella. Te lo juro.

– Muy bien. Eso es un avance. ¿No tendrás algún barrunto de lo que hablaba Lucas con esa señora Bolzano?

– No.

– Ya empezamos -suspiré-. Mira, Candela, tú tienes un marido y eso se prueba en seguida, con el libro de familia. Pero para probar que con Lucas tienes un vínculo análogo de afectividad ya hay que mear colonia. Y si no lo pruebas, eso que estás haciendo se llama encubrimiento de un homicidio y te cuesta el talego. ¿Me sigues?

Candela se echó a llorar. Partía el alma verla estremecerse, tan desgarbada y quebradiza, enterrando la cara en su busto hipertrófico.

– Habla. Te aliviará -la exhorté.

Sorbiéndose los mocos y con la voz entrecortada, Candela terminó por ceder y declarar:

– Sólo sé que ella le dio dinero. Mucho dinero.

– ¿Y para qué crees que se lo dio?

– No me lo dijo. Es la verdad.

– ¿Qué pensaste cuando te enteraste de que a Eva la habían matado y de que Regina había desaparecido? ¿Que era una coincidencia? ¿No le pediste a Lucas que te explicara algo sobre ese dinero?

Candela trató de rehacerse para aparentar veracidad.

– Él no lo hizo, sargento -dijo.

– Convénceme. ¿Estabas con él esa noche, le tiene miedo a las pistolas, te lo ha contado su ángel de la guarda?

– No estaba con él esa noche. Sé que no lo hizo porque él la quería. Ella destrozó lo nuestro. Le sorbió la voluntad y él se prestó a todos sus caprichos. No sabe cómo era, sargento. Le obligó a entregarme como si yo fuera una sortija.

– ¿Y por qué aceptaste?

– Por rabia, o por miedo, o porque me volví loca. Lo que le conté de la noche que la conocí es verdad. Me la quité de encima como la zorra que era. Por eso se vengó luego.

Sacudí la cabeza, en señal de desaprobación.

– No, no, querida. ¿Pretendes que me trague que todo esto es un enredo con chica mala, grandullón bueno y pasiones tempestuosas? Te voy a aclarar lo que hay, no vaya a ser que intentes ahora engañarme porque tú te has engañado antes. Aquí hay una niña rica que a alguien le convenía que hiciera el equipaje, una intermediaria y un canalla dispuesto a venderse. Lo mezclas, lo agitas y te sale una muerte como tantas, untada de pasta y de mierda. El poema ese que te has montado vale para limpiarse el culo y echarlo al retrete. Después de eso, sólo queda tirar de la cadena.

– Se equivoca -protestó-. Él no pudo. Aunque la otra mujer le pagara por hacerlo, si le pagó por eso. Se arrepintió. Cuando la conoció se vino abajo y no fue capaz de seguir adelante.

– Voy a hacerte la última pregunta, por ahora, así que piensa lo que respondes. ¿Eso que acabas de decirme es lo que crees verdaderamente?

– Sí -repuso, casi sin esperar a que se extinguiera el eco de mis palabras.

– Muy bien. De momento seguirás aquí. Pronto vendrá un abogado y te llevaremos ante el juez.

– ¿Por qué?

– Por participación en asesinato. Encubridora o cómplice, eso lo decidiremos cuando hayamos hablado con Lucas.

– No sabe el error que está cometiendo, sargento. Se lo juro.

Dejé a Candela otra vez sola. Mientras iba hacia la celda de Lucas oí que había cierto movimiento a la entrada del puesto. Era Chamorro, que acababa de llegar.

– Has tardado -aprecié-. ¿Cómo han quedado Andrea y Enzo?

– Inquietos. Se han ido corriendo a su apartamento. He prometido llamarlos cuando supiera qué pasaba contigo. ¿Cómo va por aquí?

La puse en antecedentes. Desde un punto de vista objetivo lo que le había sacado a Candela era mucho y bueno. Tanto que valía para liquidar a Lucas y tal vez, aunque eso no acababa de rematarlo por el detalle incomprensible de no haber borrado sus huellas en el revólver, a Regina Bolzano. Sin embargo, algo me incomodaba. Era el tono y la cara con que Candela me había imputado estar cometiendo un error. A Chamorro, omití mencionarle esta pequeña grieta.

– Ahora vamos con Lucas -concluí-. Le ha llegado el momento de demostrar su valor, el de verdad. Arrearle a alguien es una prueba demasiado simple.

Para interrogar a Lucas nos llevamos a Quintero. Aunque él estaba esposado y esta vez yo no me iba a dejar, no estaba seguro de que Chamorro y yo pudiéramos reducirlo si se ponía agresivo. Por lo pronto bramaba:

– Os va a caer un paquete que os vais a cagar. Quiero el habeas corpus.

– Joder, este tío tiene estudios -opinó Quintero-. ¿Le voy partiendo el primer brazo, mi sargento?

– No hace falta, Quintero. Si se empeña lo llevamos al juez esta misma noche. No necesito más de un cuarto de hora para arruinarlo.

– ¿Y el abogado? Sin un abogado esto no vale nada -puntualizó Lucas, con suficiencia.

– Tu abogado está ahora consolando a Candela mentí-. Se ha hecho daño en la lengua, de todo lo que ha hablado.

– No trates de liarme. La conozco.

– Muy bien, señor… -miré su DNI, que tenía cogido con un clip al de Candela- Valdivia. Veo que es un hombre habituado al trato con la policía, así que no hará falta que le indique que tiene derecho a no contestar si no le apetece y a que se le informe de los cargos que hay contra usted. El letrado cuya presencia reclama, y al que igualmente tiene derecho, se incorporará en los próximos minutos. Mientras tanto me presentaré. Soy el sargento Bevilacqua. Y ésta es la guardia Chamorro.

Lucas miró a mi ayudante con un odio reconcentrado y profundo.

– Me jode no haberme dado cuenta -reconoció.

– A lo mejor no eres tan listo como a ti te parece -le escupió Chamorro, sin amilanarse.

– No se preocupe, señor Valdivia, casi todos caen -le excusé-. Nadie se imagina que una rubia alta que se le insinúa es poli. Hasta los más inteligentes prefieren pensar que son irresistibles. Pasemos a los cargos. De las pruebas y testimonios de que disponemos, entre ellos el de doña Regina Bolzano y el de doña Candela Yuste, se desprende que usted, mediante precio en metálico satisfecho por la señora Bolzano, fue el autor material de la muerte de Eva Heydrich, acaecida en esta isla en la noche del veinte al veintiuno de agosto. ¿Estima que la acusación es imprecisa?

– No tenéis nada -se revolvió. Intentaba mostrarse firme, pero no había encajado bien.

Guardé silencio durante unos segundos. Lucas no me rehuía, y cuando comprendió que se trataba de una especie de desafío se aplicó a enfrentarme con más ahínco. Cambié de táctica:

– Bueno, Lucas, no estamos aquí para discutir. Lo que a ti te interesa es enterarte de lo que puedes ganar si dejas de comportarte como un rufián de playa sabihondo y le echas una manita a la Guardia Civil para liquidar este trabajo tan desagradable. Supongo que conoces la diferencia entre homicidio y asesinato. Para redondear, diez años más o menos. Esto que has hecho es un asesinato como la copa de un pino, con premeditación, mediante recompensa, etcétera. A lo mejor hasta con ensañamiento. No tenemos testigos de que la Bolzano te dio el dinero. A lo mejor en el juicio ella cambia de opinión y no está dispuesta a reconocerlo. Como todos andabais todo el día follando como cafres los unos con los otros, lo pintamos de crimen pasional y aquí paz y después gloria. Si te buscas un buen abogado, te encuentra alguna atenuante, pongamos que estás un poco tarado por lo de la Legión Extranjera, y en sólo siete u ocho años estás otra vez pinchando discos.

Lucas no reaccionó violentamente, como habría podido preverse. Al principio le costó reprimirse, pero luego se quedó mudo, ensimismado.

– No soy generoso, Valdivia -advertí-. Si esperas a que venga el abogado para decidirte no hay trato. Voy por ti hasta el final y te busco la ruina. A lo mejor tienes suerte, pero eso nunca se. sabe de antemano.

– Yo no lo hice -alegó, sin la bravura de hacía unos minutos.

– No te oigo, Valdivia. Pero me ha parecido que empezabas a contarnos un cuento de la abuelita. Medítalo antes de seguir por ahí. A los guardias nos enseñan a dormirnos solos, sin cuentecitos.

– No fui yo -repitió.

– Ah, estupendo. Podemos irnos, muchachos. Dejad que este buen hombre vuelva a su casa y dadle diez mil pesetas para indemnizarle por las molestias.

– ¿Quiere escucharme?

– Si me vas a contar dónde la mataste, por qué la colgaste o por qué tiraste el revólver a la basura, desde luego.

– Está bien -sucumbió-. La vieja quería que lo hiciera. Me pagó, un anticipo. Pero no pude y se lo devolví todo. Menos lo que me había gastado. Se lo juro, por la memoria de mi madre.

– Qué extraño es el mundo -anoté-. Cualquier basura tiene una madre cuya memoria puede ensuciar.

Lucas adoptó una expresión homicida. Exactamente la que yo había querido excitar, para cerciorarme. De todas las personas que había conocido desde que había llegado a la isla, dejando aparte a Quintero, que a fin de cuentas estaba en mi bando, era la primera cuyos ojos atestiguaban que era capaz de quitarle la vida a alguien. Seguí por ahí:

– ¿Mataste a mucha gente cuando estabas en la Legión, Valdivia?

– Nunca presumo de eso. Si usted fuera un sargento de verdad y supiera lo que es la guerra, no lo preguntaría.

No era cuestión de resucitar para él mis recuerdos de los dos años que pasé en el Norte. Gracias a ellos pagué la entrada del piso, pero también guardo en la memoria una oquedad en la que me prometí no revolver nunca. Nadie en sus cabales añora estar encerrado entre cuatro paredes y no salir a la calle si no es con el chaleco antibalas y el fusil de asalto.

– Perdona, hombre. Cambiaré la pregunta. ¿Eras buen tirador?

– Como cualquiera en la Legión. Mejor que el mejor de los suyos. ¿Qué pretende probar con eso? Cualquiera puede disparar un revólver del 22.

No lo podía creer. Había caído como un párvulo. No dejé escapar la oportunidad:

– ¿Quién dijo que fuera del 22?

– Usted mismo, antes.

– Hablé de un revólver, no del calibre.

– Lo debí leer en el periódico.

– No hemos dado tantos detalles a los periódicos.

Lucas no dio a tiempo con una salida practicable. Abrió y cerró la boca, pero no emitió ningún sonido.

– Vamos, Valdivia. Esto no tiene ningún sentido. No espero que un antiguo legionario sea un hombre práctico, pero tampoco habría imaginado nunca que fueras un cretino. Me estás defraudando horriblemente.

– De acuerdo, vi el revólver -admitió-. Hasta lo tuve en casa. La vieja me lo dio, cuando cerramos el trato. Se lo devolví con el dinero. Lo menos tres días antes de que Eva muriera.

– ¿Cómo conociste a Regina Bolzano?

– Por uno del puerto deportivo para el que he hecho algunos trabajos.

– ¿De albañilería?

– Sólo tabaco. Se lo juro.

– Cuando la gente jura tanto y tan seguido, me da que lo mismo le cuesta jurar en falso. Pero voy a jugar por un minuto a que te creo. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Eva Heydrich?

– No lo sé fijo. El dieciséis o el diecisiete.

– ¿Y qué hicisteis?

– Fuimos al puerto. Allí conocimos a los italianos esos. Los que estaban con usted y Candela cuando he llegado yo esta noche. Bebimos mucho y la traje de vuelta a la cala. La dejé en su casa y ya no la vi más.

Percibí en Lucas una fragilidad insólita. Aun sin poder descartar que fuera un recurso para conmoverme, escarbé en la fisura:

– ¿Llevabas la pistola?

– Sí.

– ¿La ibas a matar?

– Esa noche entendí que no podía hacerlo.

– ¿Y estás seguro de que fue el dieciséis o el diecisiete?

– Sí.

Le di medio minuto para reflexionar. Crucé una mirada con Chamorro. Mi ayudante asintió.

– Muy bien, señor Valdivia. ¿Debo entender que se ratifica en su inocencia?

– Yo no fui, sargento. He matado a otros hombres que me habrían matado a mí. Pero Eva era otra cosa. Ella estaba fuera de mi alcance.

– Ya veo que es inútil. Será como lo ha querido -le informé-. En cuanto venga su abogado le conduciremos a presencia del juez. Tendrá que responder del asesinato de Eva Heydrich. No me deja otra salida.

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