Capítulo 7 NADIE NADABA ASÍ

Esa tarde nos echamos una siesta de cuatro o cinco horas. O al menos me la eché yo, porque cuando me fui a acostar dejé a Chamorro en la sala tomando notas y cuando me levanté, con la boca pastosa y un humor del demonio, ella estaba otra vez allí. Entre unas cosas y otras, la noche anterior no habíamos dormido y la siguiente no era previsible que durmiéramos. Por la mañana temprano habíamos quedado con Perelló para ver la casa. Era posible que Chamorro aguantara, porque tenía veinticuatro años y la conciencia tranquila, pero yo ya era demasiado viejo y canalla para realizar según qué gastos. No es que necesitara muchas horas de sueño, que tampoco podía dormir más de cuatro o cinco seguidas, pero cada tanto tenía que cortar la corriente. Si no, mi cerebro se volvía alarmantemente torpe.

Aquella noche yo estaba ya sobre aviso y la estampa de Chamorro arreglada no me sorprendió, aunque estuve tentado de hacerle un par de fotos para enseñarlas en la Unidad, a la vuelta. Había algo que seguramente sólo yo y los que la veíamos siempre de uniforme podíamos percibir, y era el morboso atractivo de comprobar hasta qué extremo había logrado traicionar su habitual continencia, un estímulo que un poco más degradado viene a ser el mismo que impulsa a la frecuente realización de filmes pornográficos localizados en conventos. Pero al margen de este desviado aliciente, era indudable y objetivo que Chamorro poseía los recursos suficientes para impresionar a quien le diera la gana. No sólo se había enfundado en aquel ínfimo vestidito negro y ajustado y se había maquillado sin tacañería. También había contado hasta diez o hasta veinte antes de salir de su cuarto y cualquier reparo que le causara ir por ahí sin sostén y con todas las piernas al aire había sido cuidadosamente enterrado bajo una asombrosa máscara de femme fatale. Siempre había admitido que la abnegación podía romper todas las barreras, pero nunca habría imaginado que pudiera convertir a la áspera Chamorro en una pantera insinuante. Después de aquello, el reinado de Salgado en la Unidad tocaba a su fin, a poco explícito que yo fuera cuando me preguntaran.

– Bravo, Chamorro -saludé su aparición-. Te estás ganando el puesto. Sólo espero que no me partan la cara por ir contigo. Hay gente que se suelta así la envidia.

Chamorro, entre halagada y ofendida, no dijo nada. Yo sólo había hecho el comentario por felicitarla, pero pensé que quizá debía ser más templado en lo sucesivo, no fuera a tomarlo por donde no iba.

Nuestro primer objetivo aquella noche era el pub de la urbanización, que resultó llamarse como otros cuantos miles de antros semejantes: Factory. El ambiente allí dentro era mortecino y rancio. El mobiliario era de hacía diez años y en las tapicerías de todo abundaban los lamparones y las quemaduras de cigarrillo. Olía a humedad y la música era espeluznante. Alternaba la propia de aquel verano, ritmos sintetizados y estribillos tan insulsos como supuestamente pegadizos, con fósiles extraídos de recopilaciones de otros veranos, aquellas piezas que habían pasado a formar parte de la memoria del que ponía los discos porque bajo sus acordes se le había rendido una alemana o había disfrutado su primer colocón considerable. La forma en que todas las miradas convergieron en Chamorro, apenas entramos, me preocupó un tanto. Sin embargo, allí no parecía haber nadie peligroso. Como mucho intentarían bailar con ella y yo no iba a enfadarme por eso. Lo cierto es que no tuvimos que hacer ningún esfuerzo para llevar a cabo nuestras pesquisas. Nos sentamos en la barra y todos empezaron a acercarse. Mientras unos hablaban con Chamorro otros se ocupaban en alejarme a mí, y ni con los unos ni con los otros tuvimos que ser demasiado taimados. Es la ventaja que te da tratar con alguien que está pensando en otra cosa.

Entre aquellos solícitos nuevos amigos resultó encontrarse uno de los dos que había ligado con Eva Heydrich la noche que la habían echado de allí. No fue difícil conducir la conversación hasta ese punto, y lo fue todavía menos hacer que soltara la lengua. Mientras Chamorro resistía las invitaciones sin desalentar definitivamente a ninguno, con lo que iba acrecentándose el interés de quienes la cortejaban y disminuyendo las reservas que las inquisiciones de mi subordinada podían suscitar, yo fui favorecido con un relato más o menos detallado, aunque su ilación fuera algo deficiente, acerca de aquella famosa noche que ya se había inscrito en la historia del establecimiento.

Xesc, mi desprevenido y ya bastante embriagado confidente (a pesar de que apenas acababan de dar las diez), había sido el primero en reparar en la presencia de la Heydrich aquella noche. Ya se había fijado en ella en la playa, por la mañana, y la había reconocido en seguida. Llevaba una blusa bajo la que se le transparentaba todo y una falda con raja a un lado que se abría hasta alturas inverosímiles. A Xesc le había llamado primero la atención que entrara allí con gafas de sol, y luego todo lo demás. Ella se había sentado en la barra y había pedido simplemente ginebra, en español pero con un acento atroz. Xesc, un tipo bragado, con el revólver hasta arriba de muescas conquistadas en brazos nórdicos, según su propio testimonio, no había dudado en aceptar el desafío. Se le había dirigido en inglés y Eva al principio no le había hecho ningún caso. Pero después de largarle un par de tragos a su vaso de ginebra se había vuelto hacia él y le había dicho en italiano que odiaba el inglés y a los que hablaban en inglés. Xesc no iba a arredrarse por eso. También cargaba sobre la conciencia un buen número de italianas. Así que, cambiando al momento de idioma, le había preguntado si era de Roma o de Milán. Eva había susurrado que de Vienna y que si no iba a invitarla a bailar. Bailando había sido donde Xesc había empezado a mosquearse. Tenía experiencia con extranjeras y no era la primera vez que alguien se le pegaba así, pero sí la primera que la que lo hacía era una tía guapa hasta reventar y que no parecía ni mucho menos estar dominada por la bebida. Al otro lado de las gafas oscuras, cuando alguna vez las luces giratorias de la pequeña pista de baile del pub atravesaban sus cristales, los ojos de Eva estaban perfectamente abiertos, como si le disecaran. Después de bailar hasta cansarse, Eva se lo había llevado a un rincón y allí había empezado a besarle y sobarle con una desenvoltura que al propio Xesc, chulo de playa curtido en cien combates, le había resultado incómoda. A esas alturas todo el pub estaba pendiente de aquella desconocida blanca como la leche y desvergonzada como una gata en celo. Vista la rapidez con que el asunto se desenvolvía, Xesc había maniobrado para sacarla de allí y seguir con la refriega en otra parte menos concurrida. Eva no se había resistido. Había pagado su consumición y se había colgado de su brazo, en la medida en que hubiera podido hacerlo una mujer que le sacaba a Xesc media cabeza, según calculé a bulto. Xesc había pensado llevarla en el coche a algún lugar apartado, incluso probar su propia casa, si la Heydrich se dejaba. Pero Eva no se había dejado ni siquiera llevar hasta el coche. Lo había arrastrado hasta la parte de atrás del edificio donde estaba el pub y allí había comenzado a desabrocharle los pantalones. Xesc había vivido algún otro episodio de pasión urgente y callejera, pero nuevamente algo le desconcertaba. Podía ser el que la mujer siguiera con las gafas de sol puestas. Mientras trataba a duras penas de contener las manos de Eva, que estaban por todas partes tratando de desnudarle, le había pedido que se quitara las gafas. Aquella solicitud había obrado al menos el efecto de detener por un momento a la mujer. Se había apartado de Xesc y había murmurado algo sobre el hecho de que él quisiera verle los ojos. Xesc, sin entender del todo, había dicho que sí. Entonces la mujer se había quitado las gafas, había acercado su cara a la de Xesc y le había preguntado si le gustaban. Según la descripción de Xesc, Eva Heydrich tenía unos ojos claros, de una especie de marrón amarillo, que incluso en la penumbra de aquel sitio producían un contraste atemorizador con su cabello negro. Xesc no había contestado, sólo le había echado las manos a las tetas como piedras y las había dejado allí. Eva le había dejado hacer, observando las manos de él como si fueran un bicho que le había caído encima. A continuación se había separado del hombre y había alegado tener que ir un momento al servicio. Xesc había esperado en la trasera del pub cerca de un cuarto de hora, hasta convencerse de que la muy zorra le había dejado allí tirado. Cuando había regresado al pub, le había costado dar crédito a lo que veía. Eva, que volvía a tener puestas las gafas de sol, estaba bailando con uno de los tíos que más gordos le caían de toda la urbanización, Quim. No le había jodido que ella se restregara contra aquel mamón con tanto empeño como antes lo había hecho contra él mismo, sino que el muy hijo de perra se hubiera reído cuando él había entrado y los había visto juntos. Así era como se había montado la bronca, en parte porque Quim y él no se tragaban y también porque los dos habían bebido algo, que siempre enciende el ánimo. El caso es que cuando ya llevaban un rato discutiendo y se disponían a arrearse, en medio del tumulto de quienes intentaban separarlos, alguien había llamado a Quim. La extranjera estaba con su hermana. Todos se habían vuelto y habían visto a la hermana de Quim, asustada perdida, mientras la Heydrich la cogía por la cintura y se la apretaba contra sí, tratando de hacerla bailar un ritmo brasileño. La imagen era chocante porque Eva le sacaba a la hermana de Quim unos treinta centímetros, y también porque la hermana de Quim era una muchacha aniñada y Eva una buena puerca, a juicio de Xesc. Y había otra cosa: mientras bailaba con la hermana de Quim, con las gafas de sol colgando de una comisura, Eva sonreía. Ni a él ni a Quim les había demostrado que fuera capaz de sonreír. Había sido el propio Quim el que se había ido contra la extranjera y la había obligado a soltar a su hermana. Luego la había empujado fuera del local, mientras la cubría de improperios. Eva no había vuelto por allí. Xesc la había visto al día siguiente en la playa, donde ella había pasado olímpicamente de él. Así como por la noche era accesible, ninguno de los pocos que intentaban acercársele durante el día obtenía la más mínima respuesta. Si alguien la molestaba con demasiada insistencia, se levantaba, se metía en el agua y nadaba doscientos metros. Xesc no creía que nadie pudiera aguantarle el ritmo nadando. Nadie nadaba así.

Aquel tipo, aparte de locuaz, se me antojó un buen conocedor del ambiente local. Notaba que Chamorro empezaba a sentirse un poco acosada, sobre todo por un sujeto teñido de rubio que debía de ser el más insistente y que no debía de tener gran cosa que contar, a juzgar por el aburrimiento que a Chamorro le costaba esconder. El teñido lucía, encima, un colmillo de oro sobrecogedor. Ya pensando en abreviar para acudir a rescatar a mi ayudante, pero resistiéndome a desaprovechar el blando estado en que Xesc se hallaba, deslicé un comentario malévolo:

– Vaya con la morena. Desde luego nadie tiene otro tema de conversación, por aquí. Ahora que, después de tanto rollo, me parece que nadie de este pueblo se comió una rosca con ella.

Xesc se puso serio.

– No creas. Alguien sí.

– ¿De verdad o es un pegote?

– Otros se tiran pegotes. Lucas no.

– ¿Y quién es Lucas? ¿Un campeón de natación?

– Lucas pincha los discos en la discoteca. No te rías. Es un tío de cuidado. Cuentan que fue legionario, no de los de aquí, sino de los de Francia, y que estuvo varios años en África, hinchándose a matar negros. De eso él no habla nunca. Yo le conozco algo. Una noche que estuvimos hablando, salió la extranjera y me dijo que él se la había tirado, y no una vez, sino un par. Yo hice como que no me lo creía, aunque de Lucas me creo hasta que se tirara a esa zorra y a quince como ella. Entonces me dejó caer que él no había sido el único. Y cuando le pregunté que quién era el otro tigre, se rió. Y así, como si nada, me dijo que más bien tigra.

– ¿Ah sí?

– Lucas no quiso decirme quién. Te juro que daría un pie por saberlo. Pero si Lucas ha decidido que no lo cuenta es que no lo cuenta. Es la hostia, ese tío. Nunca sabes lo que está pensando.

Eran las once y media y Chamorro comenzaba a dar señales de agotamiento. Me despedí cordialmente de Xesc y fui a salvarla.

– Hola, compañero -saludé al teñido-. Oye, me encanta tu diente. Si no te importa me llevo otra vez a mi novia. Ya te la dejaré otro rato otro día. Ha sido un placer.

El teñido dudó un instante, pero no acabó de darse cuenta de que le había insultado y aunque lo hubiera hecho no creo que hubiera reaccionado de otra forma. Cuando estuvimos fuera le revelé a Chamorro:

– Tengo algo. ¿Y tú?

– La cabeza como un bombo. Todos guardan un recuerdo imborrable de Eva Heydrich y ya sé exactamente cómo y por qué la echaron aquella noche. Debió de ser un numerito muy emocionante. Pero ninguno de los míos se acercó a menos de cuatro metros de ella. Señalaban al tal Ches, o como sea que se pronuncie, ése que se estaba bebiendo todas las existencias contigo. Así que soy toda oídos.

– Tenemos una pista. La llamaremos la pista local. Hasta ahora, nadie había pensado que la desgracia de Eva pudiera ser obra de indígenas. Hay un tío en la discoteca, el que pincha los discos. Se llama Lucas y sabe algo. Pero vamos a ir despacio.

Puse a Chamorro en antecedentes.

– No creo que yo pueda tratar demasiado con él -concluí-. A partir de ahora te toca a ti conseguir la información. Entramos allí y nos separamos más o menos en seguida; tú vas a bailar y yo no, o al revés. Hacemos como que no nos llevamos muy bien. Tú entras en contacto con él y no hablas absolutamente nada de Eva Heydrich ni de Regina Bolzano ni de ninguna muerta. Que él saque tema, el que sea. Tú se lo sigues y en paz. Te dejaré poco tiempo. Luego iré a recogerte y tú haces como que te vienes conmigo por no causar problemas, pero le dejas al tío la comezón. Y esta noche nada más. Nos largamos y le damos tiempo al tiempo. Por lo que cuentan de él, no es un imbécil y sabe callarse. Si cuando lo tratemos nos parece menos duro ya veremos si corremos un poco más. De momento, despacio y que él vaya entrando. Con mucho cuidado, Chamorro, que esto sí puede ser peligroso. Yo estaré pendiente, pero tienes que procurar arreglarte sola.

Miré el reloj.

– Lo que sea, lo hacemos en una hora como mucho -la urgí-. A las doce y media quiero estar camino de Abracadabra. ¿Cansada?

– No.

– Mejor, porque esta noche vamos a tener buen tajo.

La discoteca estaba a unos diez minutos caminando, uno y medio con el coche. Un neón azul sobre la puerta proclamaba su nombre: Ardent. El interior era sólo un poco mejor que el de Factory. La música, algo más trepidante, si cabía. Por lo demás, Lucas no se esforzaba por resultar original: iba ensartando uno detrás de otro los inexorables éxitos del verano, que eran celebrados por la concurrencia al iniciarse las primeras notas o los primeros golpes de batería electrónica. Había algo más de ambiente que en el pub. Entre otras cosas, más féminas. Allí la presencia de Chamorro no resultaba tan anómala, aunque entre las danzantes no había ninguna que pudiera hacerle sombra. Nos situamos cerca de la barra y no tardamos en localizar la cabina del pinchadiscos. Lucas era un individuo de unos treinta y cinco años, demasiados para mi gusto y mi idea de lo que Chamorro podía enfrentar con una razonable seguridad. Medía cerca de uno noventa (lo que, dicho sea de paso, también era demasiado para mi uno setenta y cinco corto), gastaba una coleta bien apretada y lucía un aro de pirata en la oreja izquierda. Por un momento vacilé y estuve a punto de llevarme a Chamorro de allí para pensarlo todo con un poco más de calma. Pero justo entonces mi ayudante me cogió del brazo y me susurró al oído:

– Quédate tú aquí. Yo voy a bailar.

Era pasmoso que Chamorro no pareciera intimidada. Yo estaba intimidado, sin ir más lejos. Antes de que pudiera desaprobar su sugerencia, ella se había internado en la pista. Apenas se hizo un hueco en una zona próxima a la cabina del pinchadiscos, se puso a bailar. No sostendré que Chamorro era una danzarina prodigiosa. Desde mi relativa ignorancia, resultaba algo repetitiva y forzada. Pero atinaba a sacudirse la rigidez del cuerpo, echaba los brazos hacia arriba y la cabeza hacia atrás. Con eso, su cuerpo hacía el resto. Pronto me percaté de que Lucas la vigilaba.

Estaba nervioso. Para tratar de atenuarlo, intenté charlar con la chica de la barra. Tenía los labios pintados de negro y una náusea permanentemente enredada en la cara. No era muy alentador, pero era lo que había. A las aproximaciones habituales respondió con monosílabos. Cuando al fin le largué una pregunta impertinente, se dignó cuestionar con remota dulzura que la respuesta me importara.

De ahí pasé a una alusión muy indirecta a que había oído que recientemente había pasado algo en la urbanización que había tenido que ver con la policía. La referencia fue tan vaga como eso, ni muerte, ni mujer joven, ni ningún otro dato singular. Fue suficiente para que la chica de los labios negros asegurara no saber de qué le hablaba y se trasladara a otra zona de la barra. Tomé nota.

Una vecina de asiento que había asistido a mi lamentable flirteo con la chica de la barra resolvió entonces dirigirse a mí:

– Hace cuatro días mataron a una extranjera. Arriba, hacia el mirador.

Representé estupor, espanto, etcétera. Mi interlocutora me refirió a renglón seguido una historia no muy diferente de las que ya llevaba escuchadas aquel largo día. Por prudencia, no le pregunté nada y me conformé con lo que ella me confió espontáneamente. Incluso hice por cambiar de tema. La verdad es que estaba más atento a las evoluciones de Chamorro, que no tardó, después de unos quince o veinte minutos de exhibición en la pista, en ser objeto de los agasajos de Lucas. Pero la mujer, una agradable morena de pelo corto y unos treinta años, quería endosarme su relato hasta el final. Y el final era las dos o tres noches en que había coincidido con Eva, en aquella misma discoteca. Mi informante no había hablado con ella, pero estaba en condiciones de afirmar que era italiana y que se drogaba con algo fuerte. Puede ser el momento de anotar que en la autopsia había aparecido algún rastro de una afición al alcohol poco moderada por parte de la víctima, pero ni el más mínimo indicio de que Eva Heydrich hubiera consumido ningún tipo de drogas. Se me enumeraron las andanzas de Eva en Ardent, que en síntesis consistían en haberse rozado con un buen número de hombres y en no haber intentado nada con ninguna mujer, porque de haberlo hecho no me cabía duda de que mi informante lo habría destacado. Aparenté distraerme y aproveché para comprobar que Chamorro estaba acodada junto al puesto del pinchadiscos y que Lucas le enseñaba el próximo disco solicitando su aprobación. Chamorro la denegó con un gracioso cabeceo.

– ¿Aquélla es tu mujer? -inquirió entonces mi interlocutora.

– Mi novia.

– Que tenga cuidado con ése.

– Con quién.

– El pinchadiscos. La chica que mataron también le escogía las canciones. No sé si me entiendes.

Chamorro ya había tenido tiempo suficiente y la ocasión era buena para que encajara sin problemas en la cabeza de aquella mujer entrometida. Me despedí de ella, atravesé la pista y fui hasta la posición de Lucas. Cogí a mi ayudante del talle.

– Nos vamos -la conminé, con cara poco amistosa.

Lucas no habló, ni se movió. Chamorro miró a uno y a otro, simuló contrariedad y se excusó ante él.

– Perdona, tengo que irme.

– ¿Está todo bien? -se interesó Lucas, con una voz grave y llena de aplomo.

– Sí

– Hasta otra, entonces.

Lucas le dedicaba una mirada afectuosa. Chamorro le correspondió hasta que se abandonó a mi conducción, endureciendo entonces sus facciones. Yo me ahorré la frase que llevaba preparada y estimé más oportuno no despegar los labios. Sólo le observé, mientras él me retaba o me compadecía. Era un hombre que nunca debía tener prisa ni miedo.

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