Capítulo 10 TAMBIÉN SON DÉBILES

Cuando regresamos a nuestra vivienda, Chamorro seguía anonadada. Aunque su padre fuera coronel y lo viera en zapatillas o sin afeitar, todavía estaba reciente en su memoria el tiempo de academia, en el que alguien con tres estrellas en el hombro es un semidiós, coartada que muchos infelices aprovechan para imponerle al mundo su presencia con una intensidad desproporcionadamente superior a la que su entidad justifica.

– En menudo lío nos hemos metido, mi sargento.

– Hasta que no volvamos a Madrid, soy Luis, o Rubén si estamos solos. Ya sé que ha sido un poco violento, pero no debes dejarte impresionar por el ruido, querida.

– Podemos habernos buscado la ruina. Dará parte.

– No lo creo. Antes que dar parte podía habernos llevado al cuartelillo. El ridículo ya lo ha hecho, y delante de su gente. Por poco seso que tenga no creo que quiera aumentarlo por escrito.

Chamorro no comprendía nada.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– No preguntes tanto y piensa. Al contrario que a ese soldadito de plomo, a ti te pagan por pensar. ¿Te parece que estoy loco?

– Ya no lo sé, con perdón.

– Te aseguro que no lo estoy, o no más que tú. Si he hecho lo que acabo de hacer debe ser porque sé algo que me permite no respetar a ese capitán.

– ¿Y qué es lo que sabes?

– Eso es lo de menos. La moraleja es que no hay que plantarle cara a alguien hasta haberle probado bien la fuerza. Ése ha sido el error de Estrada y mi ventaja. Te aseguro que mientras lo puedo evitar, no hago nada que no me conste que puedo hacer sin consecuencias. Verás, Chamorro, algunas virtudes según el espíritu militar son defectos para un policía. Por nuestra doble condición debemos guardar el equilibrio. En este caso, el equilibrio está en saber que el arrojo casi siempre sobra.

– ¿Y no podías haber salido del paso de otra forma?

– Tenía prisa y preocupaciones más importantes que proteger el honor de Estrada. Si alguna vez ves que estoy estorbando te ruego que me lo hagas saber en seguida, y si no hay tiempo ni para eso, que me apartes sin más. Está bien que me respetes, pero está mejor que cumplas con tu deber. Esto no lo apliques con todo el mundo. Hay quien prefiere recibir un balazo antes que un inferior le empuje para impedirlo. Anda, vámonos a dormir de una puta vez. Éste ha sido el día más largo de mi vida.

Dormimos cerca de siete horas, lo que considerando el poco sueño que llevábamos a la espalda nos resultó una enormidad. Como siempre que duermo de día, cuando desperté no supe ni dónde estaba ni quién era yo ni qué era lo que había ocurrido en la última semana. Salí de ese angustioso estado como pude, me levanté y bebí mucha agua y una cocacola, brebaje que lo mismo arranca el óxido de los metales que la costra de un mal sueño. Después fui a despertar a Chamorro. Golpeé un par de veces, muy bajito, y no obtuve respuesta. Pegué bastante más fuerte y al cabo de unos segundos la oí gritar:

– ¿Qué? ¿Qué pasa?

– Hay que ir a la playa. Ponte en pie.

Media hora después, en el coche, Chamorro seguía frotándose los ojos, pero se había despejado lo suficiente como para advertir que la ruta que yo había tomado no llevaba a la cala.

– ¿A dónde vamos?

– Ya te avisé ayer, o esta mañana, cuando fuera. Vamos a ver a Andrea y a sus amigos. Ellos no van a la cala a bañarse.

– ¿Y dónde van?

– Creí que te lo había contado Enzo. Pero igual podías deducirlo. Si no es la cala y allí iba también Eva Heydrich… Usa la información que tienes.

Nuevamente, Chamorro dio con algo con lo que no estaba completamente preparada para dar. De todos modos, se cuidó de no hacerlo notar demasiado.

– Ah -dijo tan sólo.

La playa nudista se hallaba situada en una cala algo más pequeña y de difícil acceso. Había un buen número de coches en la explanada donde terminaba el camino y abajo se veía un enjambre de enanitos naranjas que deambulaban sobre la arena. Descendimos por el abrupto sendero, en el que nos cruzamos con un par de enérgicos ancianos con todos sus colgajos al aire, tostados y desafiantes. Les dejamos pasar y nos lo agradecieron en algo que no era ni inglés ni alemán pero que se parecía a ambos.

Cuando llegamos a la arena, ordené a Chamorro:

– Allí hay un hueco. Vamos y dejamos cuanto antes de llamar la atención.

Mi ayudante estaba indecisa.

– Por Dios, Chamorro -la reprendí-. No he traído cámara.

Pero no parecía que fuese ése el problema.

– Verás -traté de suavizarle el trago-, a mí me da más o menos la misma vergüenza que a ti. No he ido a colegio de frailes, pero mi madre tampoco se paseaba en pelotas por la casa, precisamente. Esto lo hacemos como si nada y lo olvidamos. No soy Apolo. Cuando me quite el bañador comprenderás que yo tengo más razones para olvidarlo que tú.

Eché a andar hacia el sitio que le había señalado, dejé los trastos y me asimilé rápidamente al resto de los bañistas. Eso no le dejó a Chamorro otro remedio que sucumbir. Ser la única persona vestida hasta donde alcanzaba la vista debía resultar más embarazoso que el resto de las cosas que estaban pasando por su cabeza.

Mientras se despojaba de sus prendas, hice por mirar a otro lado, pero tampoco podía estar con el cuello torcido todo el tiempo. No habría sido verosímil. Así que me volví hacia ella y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano por mantenerme inmutable ante la ondulación inaudita y hasta ese instante secreta de sus púdicos pechos. Era un apuro porque ahora que la veía entera había de reconocer que Chamorro me gustaba todo lo que podía no convenirme que me gustara, pero recurrí a esas vacías fórmulas sobre el deber y las exigencias del servicio y al menos logré que no se produjera algo que me habría acarreado frente a mi subordinada un bochorno eterno.

– Como si nada -murmuré-. Anda, vamos a bañarnos.

Chamorro se puso en pie y me siguió, espiando de reojo a todos los que había por los alrededores, que como es lógico no le prestaban a ella y mucho menos a mí la menor atención. Aunque había una excepción en la que reparé por casualidad, un cuarentón bajito con barriguita, coleta y gafas reflectantes que estaba solo y se relamía sin mayor recato. Naturalmente, si hubiera sido un tipo musculoso de veinticinco años y dos metros habría buscado alguna forma de restarle importancia. Pero aquello estaba a mi alcance. Dejé que Chamorro me rebasara, con lo que de paso me sustraje a la intranquilidad de que ella fuera a mi retaguardia, y no porque me conste su fealdad, sino porque es una de las partes de mi cuerpo que yo mismo nunca he visto bien. Me fui hacia el de las gafas reflectantes y me puse en jarras, observándole de frente. Chamorro titubeó pero tenía demasiada prisa por procurarse escondite en el agua, así que prosiguió su marcha sin mí. El de las gafas reflectantes se reía al principio, pero cuando yo llevaba ya medio minuto plantado delante de él se vio en la obligación de decir algo:

– ¿Qué pasa, hombre?

– Me preguntaba si unos cristales de espejo incrustados en el ojo serán o no más perjudiciales que unos normales.

– No seas tonto, tío. A ver si te crees que todo el mundo anda pendiente de tu chica.

– No me creo nada. Pienso en los cristales. ¿Eres bizco?

– ¿Y tu puta madre?

Yo no le había faltado a él ni a su familia. Que él lo hiciera me irritó. Me acerqué, amagué un golpe en dirección a su entrepierna con la mano izquierda, para cuya innecesaria parada él movilizó como un resorte sus dos brazos, y mientras tanto le quité las gafas con la derecha. Las partí y las tiré al suelo.

– No han pasado la prueba. Compra otras.

El tipo se puso en pie.

– Oye, ¿qué te has creído?

– Que si ahora me doy media vuelta y me largo no vas a tener huevos de hacer nada.

– Te denunciaré.

– Adelante. Me llamo Bond. James Bond. Mi dirección la conocen todos -dije, mientras me alejaba.

Chamorro se había internado unos cuarenta metros en el agua, hasta llegar a una zona en la que cubría y podía hacer como que nadaba, a braza, por supuesto, que es el estilo con el que menos partes del cuerpo sobresalen. Yo nadé a crawl, para tardar menos en llegar junto a ella. Luego cambié a braza con la misma intención que mi ayudante. La mayoría de las parejas que estaban en el agua jugueteaban o se hacían arrumacos, pero estimé que no era necesario y podía resultar incluso contraproducente llevar a ese extremo nuestra simulación. Chamorro estaba mirando hacia la orilla y di en suponer que ya había empezado a trabajar:

– ¿Los has visto?

– Todavía no -repuso-. ¿Qué hacías con ese hombre?

– Romperle las gafas. Si quiere mirar, que enseñe los ojos. ¿Más tranquila?

– Aquí sí.

– Pues lamento inquietarte. Creo que el único modo de encontrarlos va a ser pasear por la playa.

– ¿Pasear?

– Sí. Como esa gente.

A todo lo largo de la orilla se veían parejas, grupitos, gente sola, que iban y venían en ambas direcciones, disfrutando del beneficio de caminar sobre la arena o sencillamente del paisaje.

– Vamos -la conminé.

Chamorro nadó tras de mí dócilmente. Con el pelo mojado se daba un aire a Veronica Lake. A mí siempre me ha turbado de un modo irracional Veronica Lake, y deploré acordarme en ese preciso instante.

Una vez en la orilla echamos a andar hacia el noroeste, es decir, hacia la otra punta de la playa. Eso implicaba que llevábamos el sol relativamente de cara y que todos los bañistas, a contraluz, aparecían barnizados de un tono caramelo oscuro que hacía bastante chocante nuestra palidez. Especialmente distinta y llamativa, frente al color uniforme de las mujeres que allí había, resultaba Chamorro, en diversos sitios que no era recomendable que me detuviera siquiera a nombrar para mis adentros. Mientras caminábamos, se me ocurrió que desde un punto de vista estrictamente práctico, es indiferente que las personas jóvenes y bien formadas usen o no bañador, mientras que las que no son tan jóvenes ni están tan bien formadas deberían prescindir de él en todo caso. Causaba una gran sensación de paz ver todos los abdómenes excesivos y fláccidos pendiendo o flotando libremente, sobre todo si se pensaba en esas carnes tiranizadas por cinturillas y tejidos elásticos que pueden verse en las playas de vestidos.

Llegamos hasta el final de la playa y volvimos, sin hallar ni rastro de los italianos. Eran casi las cinco y temí que hubieran decidido prescindir de la playa aquella tarde. Regresamos a nuestro sitio y nos tumbamos al sol. El de las gafas reflectantes, desprovisto de su defensa, me escrutó con rencor y yo le hice una higa. Entonces se levantó apresuradamente y se fue, con una sonrisa misteriosa. Por no volver a hablar de él, apuntaré ahora que cuando esa tarde, antes de marcharnos, hurgué en el bolso de playa, comprobé que mi reloj había desaparecido. Denuncié el caso a Perelló y tardaron poco más de doce horas en localizar al individuo y él poco más de doce minutos en confesar dónde había tirado el reloj. Lloriqueó algo acerca de unas gafas rotas, pero le aconsejaron que si no tenía pruebas se ahorrara poner una denuncia y que la próxima vez probara a darme una hostia en caliente. Que quién sabe, a lo mejor me podía.

Chamorro y yo nos tumbamos boca abajo, ella cruzando las piernas con bastante poca naturalidad, por aquello de los atisbos. Al cabo de un rato de sostenernos sobre los antebrazos y desde esa postura espiar lo que sucedía en la playa, sugerí que descansáramos un poco. A mí me dolían los codos y a nuestros vecinos podía empezar a molestarles nuestra vigilancia. Así que dejé caer mi cara sobre la esterilla y cerré los ojos. Relajé los músculos, aflojé la tensión mental y me adormilé. Hacía calor y el sol picaba, pero aquel abandono sobre la tierra y la desnudez tenía algo de placentero. Perdí la noción del tiempo y pronto no oí más que mi propia respiración y al fondo, como un rumor muy lejano, las voces de los bañistas y el batir de las olas.

De pronto, un chorro de agua helada en mi espalda me arrancó de mi letargo. Di un salto. Cuando estaba a punto de recordarle desabridamente a Chamorro el lado malo de la mili agrediendo la memoria de todos sus muertos, fijé la vista y vi a Andrea, que escurría su media melena mojada sobre mí. A decir verdad, lo primero que vi de ella y por orden sucesivo fueron partes de su cuerpo que no me habían sido presentadas antes. En cualquier caso, si por ahí no la podía reconocer, el hecho de que tal visión se me ofreciera, con el grado de inminencia con que se me ofreció, me inducía por sí solo a aguardar antes de formular una queja.

– Qué sorpresa encontrarte -celebró, divertida.

– Tú lo dudabas. Yo no -me rehice sobre la marcha.

– Y has traído a María. Hola, María.

Chamorro se había erguido y soportaba a duras penas la atención que Enzo, que acababa de aparecer y la saludaba con la mano, consagraba de paso a su trasero. Por cierto que Chamorro tenía un trasero más bien respingón, ciertamente provocativo, aunque dudo que mi subordinada excusara por tal razón el interés del italiano.

– ¿Cómo estás? -se las arregló para responder a Andrea.

– Sobre eso dejo que opinen los demás -replicó Andrea-. En mi trabajo siempre estoy rodeada de mujeres espectaculares, así como tú. De manera que he decidido no obsesionarme. ¿Qué opinas tú, Luigi?

Acepté su doble sentido:

– Opino que estás bien.

– Ya te dije que este chico me había gustado mucho, Enzo. ¿Sabes, Luigi? Enzo creía que no ibas a venir a verme. Yo le he dicho que o no conocía nada a los hombres o Luigi no se conformaba con quedarse a medias. ¿Tengo o no tengo razón?

La verdad es que sin estar borracho, el tipo de juego al que Andrea me invitaba me resultaba un tanto más laborioso y bastante menos ameno. Pero no podía aflojar.

– A cualquiera le sería muy difícil dejarte a ti a medias.

– ¿Oyes, Enzo? Es un amor. ¿Todavía no os habéis bañado?

– Sí -se aprestó a informarle Chamorro.

– Pues venga, bañaos otra vez.

– A mí no me apetece todavía -se resistió mi ayudante.

– Bueno, seguro que a Luigi sí. Vamos, y dejamos a Enzo y María para que hablen de sus cosas.

Sabía que le estaba haciendo una canallada a Chamorro, pero el servicio es el servicio. Me levanté y cogí la mano que Andrea me tendía.

– Estás como la leche juzgó al verme en mi humilde y completa desnudez.

– Es el primer día que vengo a la playa. Seguro que tú llevas más de diez.

Andrea estaba intensamente bronceada y lo exhibía con orgullo. Al contrario que Chamorro o yo, más o menos encogidos por nuestra falta de costumbre, ella caminaba con el busto alzado y las caderas sueltas. Con ello también compensaba su medianamente corta estatura. Tiró de mí y me obligó a corretear hasta la orilla, acción durante la que me sentí todo lo grotesco que uno pueda llegar a sentirse en el lapso de quince segundos, los que tardamos en alcanzar el agua y su abrigo.

Nadamos mar adentro. Por un instante me aterró la posibilidad de que sus habilidades anfibias fueran tan sobrehumanas como todos pintaban las de Eva Heydrich. Por fortuna se contentó con nadar unos ochenta metros y regresar en seguida a la zona donde hacíamos pie.

– ¿Sabes lo que me chifla del mar? -gritó, mientras dejaba que el agua le estirara los cabellos.

– No.

– Que no lo puedes acabar nunca.

– No creas. Es redondo, como todo.

– No seas estúpido. Para verlo redondo hay que usar una máquina. A mí no me interesan las cosas para las que necesitas una máquina. Digo así, desnudo y sólo con tus fuerzas.

– Así puesto, no puedes acabarlo, claro.

Andrea hizo una pausa para bucear y dar tres o cuatro volteretas. Tanto dinamismo me abrumaba. Las personas dinámicas, con su conducta, me afean mi pasividad, y es en mi pasividad donde creo haber logrado las pocas cosas por las que me tengo algún respeto.

– Luigi -cambió de asunto a renglón seguido de la última voltereta-. Me parece que a María no le caigo bien.

– No creas. Es un poco tímida. Tarda en coger confianza.

– ¿Tú sabes cómo le suelen gustar?

– ¿El qué?

– ¿Qué va a ser? Las mujeres. Si no le gustan los hombres le gustarán las mujeres, ¿no? ¿O es monja?

Andrea no perdía el tiempo, así que deduje que debía atajarla en su propio terreno y sin hacerle concesiones.

– Si quieres me voy y le pido que venga a explicártelo.

Andrea frunció el entrecejo.

– Oh, no te enfades, bobo. Sólo era curiosidad. ¿Estás celoso?

– ¿De María? Nunca. Ella es mi amiga y tú todavía no.

– Estás enfadado -insistió.

Entonces, sin mediar más palabra, se vino hacia mí y me enlazó por las caderas con sus piernas. Me echó las manos al cuello y clavó en mí sus ojos plateados. Bajo sus pestañas húmedas, eran la segunda cosa más bonita y terrible que había visto en mi vida, justo después de la tormenta que había en el Atlántico cuando volé con mi madre desde Montevideo a Madrid.

– Si quieres que te jure que te quiero para siempre te lo juro -ofreció, conteniéndose la risa.

– ¿Cuántas veces has jurado eso?

– Cuatro, y todas era verdad -y levantó la mano, para respaldar su afirmación-. Nunca he abandonado a nadie. A mí siempre me dejan. Tú me dejarás también, un día.

Andrea hablaba al azar, y sin embargo, si lo sopeso desde aquí, y en cierto sentido quizá involuntario, su pronóstico respecto a mí terminó cumpliéndose con escrupulosa y rara exactitud.

– ¿Y María?

Andrea sacudió un par de veces la cabeza.

– A María creo que no podría quererla como a ti. No suelo querer a la gente que no me quiere. Pero es demasiado guapa para estar segura. No tengas miedo. Puedo querer a más de dos personas a la vez.

– No esperes que María se conforme con eso.

– Quien no se conforma eres tú.

Aquella situación era lo bastante absurda (o subsidiariamente, inédita en mi experiencia) para que no tuviera ni la más mínima idea de cómo procedía que yo reaccionara. Sin embargo, intuí que habría sido contraproducente que Andrea sacara la idea de que era verdad que yo rivalizaba con María por sus favores. Tal vez eso la decepcionaría. Así que rechacé su insinuación:

– No lo creas. Sólo tengo una duda que me fastidia un poco.

– ¿Cuál?

– Si ayer hubiera ido solo, o si hoy hubiera venido sin ella, ¿te habrías interesado por mí?

– Claro que sí. Pero no lo mismo.

– ¿Puedo hacerte una pregunta íntima?

– Todas lo son. Estamos desnudos en el agua.

– ¿Qué tiene María que no tengan otras?

Andrea se lo pensó un poco.

– Es alta, no sólo alta: alta y fuerte -dijo, palabra por palabra-. Me recuerda a alguien. También era alta y fuerte. Los hombres altos y fuertes no son más que unos imbéciles. Las mujeres altas y fuertes son duras, te obligan a desearlas. Pero también son débiles, temen que las desees demasiado.

En ese momento advertí que Chamorro, en un acto de heroísmo, o harta de Enzo, o abrasada por el sol, había reunido las fuerzas suficientes para levantarse y venir hasta el agua. Nadaba hacia nosotros, perseguida por el braceo metódico del italiano. Pronto estuvo a nuestro lado. Creo que la frialdad del agua le impedía sonrojarse ante el espectáculo que ofrecía su sargento con una milanesa juguetona colgada del cuello. Pero en seguida tuvo sus propios problemas. Tan pronto como la vio venir, Andrea se soltó de mí y se fue hacia ella con aviesas intenciones.

La abordó por detrás, encaramándose sobre sus hombros y haciendo como que intentaba ahogarla, a lo que Chamorro reaccionó con aproximadamente la misma rigidez que un pura sangre al que se le hubiera agarrado al pescuezo un mono travieso. Mientras las veía así juntas, Andrea tan morena y mi subordinada tan pálida, tan opuestas físicamente, pensé en Eva Heydrich. Bajo el influjo de aquella extraña imagen, en mi cerebro empezó a formarse algo que tardé bastante en poder traducir a palabras. Algo que tenía que ver, por primera vez, con las razones profundas por las que Eva había podido vincularse con la vida y también con la muerte.

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