Capítulo 17 ¿POR QUÉ LA MATARON FUERA?

Esa misma noche, después de poner al corriente al comandante, y de acuerdo con sus órdenes, llevamos a Lucas y a Candela ante el juez de guardia, que confirmó su detención. A la mañana siguiente los pusimos, junto a Regina Bolzano, a disposición de la juez encargada del caso, que ordenó la prisión incondicional de los tres y le pidió a Zaplana un informe pormenorizando el resultado de nuestras investigaciones, para agilizar la instrucción. Los tres imputados seguían manteniendo su inocencia, lo que dificultaba la reconstrucción de los hechos, pero todos confiábamos en que al cabo de unos pocos días empezarían a rendirse. Mientras tanto, se encargaron pruebas adicionales al forense, consistentes en comprobar la posible coincidencia de ciertas marcas que habían quedado en el cuerpo de la víctima con la forma de las manos de Lucas Valdivia. La solicitud a las autoridades de Viena para que procedieran contra el padre de Eva Heydrich salió esa misma tarde, con una copia del informe sobre nuestras investigaciones.

A Andrea y a Enzo les llamó Chamorro la misma noche de la detención de Candela y Lucas, y les contó que a mí me habían soltado pero que los otros dos se habían quedado detenidos. No le hicieron ninguna pregunta al respecto y sólo se interesaron por mi estado, sobre el que Chamorro les tranquilizó. Nos costó decidir qué correspondía hacer con ellos, pero al final pesó más el hecho de que les quedaban menos de dos días para abandonar el país. No teníamos indicios que permitieran sospechar que podían estar implicados de ninguna manera en el crimen. Por la mañana les visitó en su hotel la gente de Zaplana y les comunicó que debían permanecer en la isla hasta que se les tomara declaración. Ambos insistieron en lo muy arduo que les resultaría encontrar otro vuelo y la juez accedió a practicar la diligencia inmediatamente. Me chocó, no obstante, que al mismo tiempo que lo autorizaba alegara una indisposición y enviara al secretario Coll para dar fe de las respuestas de los testigos. Cuando menos, era una fórmula heterodoxa, y aunque yo no había estado presente, hacía sólo un par de horas que la juez había estado examinando a los detenidos sin recurrir a la excusa de padecer ningún problema de salud.

Andrea y Enzo confirmaron todo lo que podían confirmar, esto es, haber visto a Lucas y Candela en compañía de Eva Heydrich y haber observado que entre los tres existía una extraña relación. Cuando dijo esto, Andrea se cuidó de espiar mi gesto. Desde que me había mostrado en mi verdadera identidad de sargento de la Guardia Civil, ella había establecido una áspera distancia. Ni siquiera deslizó una alusión o un reproche por la comedia que habíamos representado. Ya sé que confesar esto va en desdoro de mi integridad profesional, pero me hirió que estuviera tan indiferente. En sus hermosos iris grises la indiferencia era una dolorosa ofensa.

Respecto a Regina Bolzano, los italianos declararon haberla visto un par de veces con Eva, en el club, y no haber hablado nunca con ella.

Mientras todo corría así de deprisa, demasiado para mi gusto, porque me daba la sensación de que las cosas se escapaban de mi dominio, el comandante nos felicitó muy calurosamente. La labor que Chamorro y yo habíamos estado realizando se había revelado al fin útil. Gracias a ella disponíamos de un sospechoso solvente para ejecutar los singulares actos que habían rodeado el crimen y parecían exceder de las posibilidades de Regina Bolzano, e incluso habíamos establecido sin lugar a dudas su conexión con la suiza y la víctima. Esta conexión, por añadidura, revestía la turbiedad suficiente como para explicar el luctuoso desenlace. Todo lo que faltaba a Zaplana le parecían minucias que se arreglarían solas, o que le daba igual no arreglar. En parte podía estar de acuerdo con él, pero seguían obsesionándome esas huellas de Regina no borradas en el revólver arrojado a la basura. Cuando osé manifestarle esta comezón, el comandante me demostró una vez más que no era hombre que se arrugara ante las dificultades:

– No te aturdas con eso, Bevilacqua. No eran profesionales. Puede ser que la vieja se pusiera nerviosa y no se diera cuenta de lo que hacía. En el fragor del asunto, cogió el revólver y lo puso en la bolsa sin pensar que el camión pasaba cada tres días.

– ¿Y por qué no se encargó Lucas de deshacerse él mismo del revólver? No es un profesional, pero tampoco un pazguato.

– Sus huellas no estaban. Era un arma traída de fuera, a la que no se le podía seguir el rastro. Y si se le podía seguir, ese rastro no podía perjudicarle a él. Qué más le daba. La dejó en cualquier lado.

El comandante estaba eufórico. No podía aspirar a estropear su felicidad, y al fin y al cabo tampoco me convenía. Acepté que el mundo se plegaba con más gusto a la voluntad de la gente como Zaplana que a la de la gente como yo y me acogí a su certidumbre. Sin embargo, mentiría si afirmara que estaba tan contento como él. Cuando cerraba los ojos veía la cara de Regina, de Candela y de Lucas clamando su inocencia. Había oído antes protestas semejantes, y aún más melodramáticas, de criminales después convictos y hasta envanecidos de sus fechorías. Me esforzaba por recontar los embustes y las incoherencias en que les había sorprendido. Y aun así, algo me remordía. La borrachera a que me había abandonado la noche que había hecho caer todas las máscaras había quedado ya atrás y la resaca, como siempre sucede, era bastante más árida y circunspecta.

A aquellas alturas, nuestra presencia en la cala ya no era necesaria. Se nos encargó que hiciéramos una lista de todas las personas que pudieran servir como testigos de algún hecho relevante para el proceso. La lista debíamos pasarla a los hombres de Perelló para que ellos se encargaran de obtener sus datos y domicilios y tenerlos controlados. Volvimos para entregarle esa lista y recoger nuestras cosas del chalet.

Durante el camino, Chamorro encontró al fin el momento para satisfacer una serie de curiosidades que el vertiginoso final de aquella investigación le había suscitado, y que entre unas cosas y otras yo no había tenido ocasión de despejarle debidamente.

– Así que diste con tu persona clave. Y me lo ocultaste -me afeó.

– ¿Te refieres a Candela?

– Por ahí sacaste el ovillo, al final. ¿Cómo se te ocurrió?

– Por algo que casi había olvidado. En realidad todo empezó con Lucas, naturalmente. Nos faltaba alguien que pudiera mover y colgar a Eva, que tuviera puntería y las tripas necesarias. De todo lo que había, sólo me valía él, y me valía mucho. Pero tenía un problema. Por dónde atacarle. Ahí fue donde recordé de pronto algo.

– Me tienes en vilo.

– El mismo que nos descubrió que Lucas había estado liado con Eva dejó caer un dato muy interesante: que el propio Lucas le había dicho que otra persona en la cala había gozado de los favores de la muerta. Cuando nuestro informador le había preguntado quién era el otro tigre, Lucas le había contestado que era tigra. Había algo de apuesta, pero esa palabreja, y el que Lucas y Candela tuvieran entre sí relaciones secretas, me decidió a jugármela.

– Te podías haber estrellado.

– Candela me dio muchas señales de que no iba descaminado. No quería entrar en Abracadabra, conocía a alguien que había tenido un mal final y que bebía gin-fizz. Todas las trampas que le tendí las pisó, más o menos. Pero cuando llegaste con el legionario todo estaba claro. Le había presentado a Candela a Andrea y Andrea me había hablado de ella y de Lucas. El truco de juntar piezas había funcionado.

Chamorro soltó un bufido.

– Menos mal. Si no hubiera funcionado habríamos estropeado a la vez las dos únicas vías decentes de investigación que habíamos abierto.

– No tenía tiempo para melindres. Zaplana nos había puesto en ridículo. O sacaba algo pronto o veía que nos apartaban del caso y a mí me degradaban. Mientras tramaba todo esto me imaginaba la bronca de Pereira y eso me aguzaba el ingenio.

– Lo que me sorprende es cómo te hiciste con ella, con la Candela esa. Me había parecido un alacrán.

– Justo por ahí. La incité a usar el aguijón, utilizándome contra Lucas. El que se hubieran peleado fue un regalo de la Providencia.

Mi subordinada vaciló antes de sondearme:

– ¿Te gustaba como Andrea?

– No me gustaba nada. Como con Andrea, estaba de servicio. No te confundas conmigo. Soy más serio de lo que aparento. Y tampoco me interesa que vayas por ahí pregonándome como una especie de Romeo.

Chamorro se azoró. El día en que aprendiera a dejar de hacerlo sería una policía temible y perdería una buena parte de su encanto.

– ¿Puedo decirte una cosa? -murmuró.

– Aprovecha ahora que acaban de felicitarnos. Mi vanidad me impedirá tenértelo en cuenta si me disgusta.

– Pensé que habías perdido los papeles.

– Es lógico. Pero me ayudaste. Yo te lo agradezco y el Cuerpo reconoce tu disciplina.

– Rubén.

La forma en que Chamorro había pronunciado mi nombre, una confianza, por otra parte, que no era nada espontánea en ella, me puso alerta.

– Qué.

– ¿Por qué quisiste cargar con todo tú solo? -preguntó, con una súbita ternura-. ¿No te fiabas de mí?

Algo me inclinaba a soñar que no era mi posible falta de fe lo que la enternecía, pero en mi cabeza había un cierto tumulto y preferí interpretar aquel delicado instante con Chamorro del modo menos complicado, para no resbalarme. Me deshice de la cuestión por el lado de fuera:

– No. De quien no me fiaba era de mí.

Charlando con Chamorro había logrado reconstruir la sensación de estar relativamente satisfecho de mí y de la investigación. Cuando llegamos al puesto, después de recoger nuestras cosas, me dirigí al cuarto del brigada con optimismo. Le di a Perelló la lista de posibles testigos, con todos los datos que tenía de cada uno. Con tres o cuatro salvedades no demasiado relevantes, estimó que lo que le proporcioné le serviría para localizarlos. Noté al veterano suboficial algo ausente.

– ¿Ocurre algo, mi brigada?

Perelló dio un respingo, como si le hubiera cogido haciendo algo poco decoroso. Recompuso su sereno talante habitual con un poco de esfuerzo y le quitó importancia:

– No, nada. Hay algo que me bulle en la mollera desde anoche. Una tontería, seguro.

– Ya me extrañaría que lo fuera.

– Se me ocurre que si Lucas quería dejar el cadáver en la casa y estaba de acuerdo con Regina Bolzano, ¿por qué la mataron fuera? Y ya que lo hicieron, ¿por qué la metieron por la ventana, arriesgándose a que les vieran los vecinos, si podían entrar por la puerta?

– Puede que la mataran dentro. En realidad lo otro era una hipótesis. No lo podemos sostener con certeza.

– Pero tal y como lo dedujiste sonaba muy sólido. Y algo más: en el tambor del revólver no había balas ni estaban los casquillos de los proyectiles que dispararon. ¿Cómo es que se ocuparon de deshacerse de ellos de manera que no los hemos encontrado y no hicieron lo mismo con el arma? ¿Sabes qué es lo que creo?

– No.

– Quisieron que encontráramos el revólver. Con las huellas de Regina. Tú mismo lo insinuaste, cuando estuvimos en la casa.

– Eso bien pudo quererlo Lucas.

– ¿Y por qué no la acusa, entonces?

No le agradecí a Perelló su perspicacia. Era un consistente refuerzo para mis propias reticencias. Con resignación, resolví que era mejor recibirle por derecho, como él venía.

– ¿Temes que hayamos metido la pata, mi brigada?

Perelló meditó mientras me ofrecía, limpios y francos, aquellos ojos que casi nunca pestañeaban.

– Rezo por temer mal, sargento. No te lo merecerías.

Nos reunimos con los demás. Aquel ambiente de despedida y congratulación me supo amargo, aunque Perelló se guardó para sí sus sospechas y se entregó a agasajar a Chamorro, de la que el Cuerpo, según proclamó principalmente para escarnio de Barreiro, podía estar orgulloso. Cuando ya nos disponíamos a marcharnos, sonó el teléfono. Lo cogió Satrústegui y al cabo de unos segundos vino a buscarme. Era para mí. De la prisión provincial. Regina Bolzano había pedido hablar conmigo. El director de la prisión quería saber si me interesaba. Le dije que en media hora estaría allí.

– No te preocupes, Vila -me alentó Perelló, antes de que subiera al coche-Pase lo que pase, tendrán que reconocerte el mérito.

Tardamos poco más de la media hora en llegar al centro penitenciario. Me encontré con Regina en una habitación gris y limpia, aunque ligeramente maloliente. Con la indumentaria carcelaria, mezcla de vaquera y deportiva, su aspecto era lamentable. Había envejecido diez años. Quizá por eso, no quiso que pasara Chamorro.

Yo estaba impaciente y fui directo al grano:

– ¿Por qué ha pedido verme?

Regina me escrutó con sus cansados ojos azules. Aunque ahora ostentaban la pátina del tiempo, habían debido ser bastante atractivos.

– Quiero confesar algunas cosas que le oculté el otro día.

– ¿Por qué ahora?

– Esto empieza a tener mala pinta.

– ¿Y por qué no ha pedido ver a la juez? Ahora está en sus manos, no en las mías.

– Usted es mi única esperanza -me imploró.

– ¿Y qué es eso que quiere contarme ahora?

– En primer lugar, que conozco a Lucas Valdivia y a Klaus Heydrich.

– Ya lo sé. A Lucas lo tenemos y a Klaus lo tendremos pronto. En parte ya lo sabía cuando se lo pregunté y me mintió.

– A los Heydrich los conozco desde hace muchos años. ¿No se ha fijado en el lugar de nacimiento de Eva?

– Zürich -recordé.

– Allí ejercí mi profesión. Era amiga de su madre. Yo la ayudé a nacer.

– Y a morir. Una simetría un poco macabra.

– Precisamente creo que fue por eso que sucedió hace veinticinco años por lo que al final no pude apretar el gatillo.

– ¿Usted? ¿No había pagado a Lucas para que lo hiciera?

– Ésa era la idea, antes de que todo se desbaratara. En eso había quedado con Klaus.

– ¿Klaus conocía a Lucas?

– A Lucas no. Sí al hombre que nos lo consiguió. En realidad el trato lo ajustamos con ese hombre y él se encargó de buscar a Lucas.

– ¿Y qué tenían o tienen a medias usted y Heydrich?

– No sólo fui amiga de la madre de Eva. Durante algún tiempo, traicioné esa amistad manteniendo otro tipo de relación con Klaus. Hace años de eso, pero cuando él vino a verme, hará ocho o diez meses, todavía nos quedaba el haber sido cómplices. Es un lazo que nunca se borra del todo. Eva y él se habían declarado una especie de guerra desde que ella había llegado a la mayoría de edad. Ella se complacía en estorbarle, y le era fácil estorbarle siendo la propietaria de todos sus negocios. Klaus no me enseñó sus intenciones en seguida. Me pidió que me acercara a su hija como antigua amiga de su madre y que la tutelara mientras estaba en Milán, donde yo vivía desde que me retiré y ella andaba jugando a diseñar ropa. También me pidió que les ayudara a reconciliarse. Entré en contacto con ella y se vino a vivir a mi casa. La muchacha me deslumbró completamente. Al principio, por respeto a la memoria de su madre, me empeñé en ocultar mis sentimientos. A medida que los días avanzaban, la atracción fue haciéndose demasiado poderosa para controlarla. Ella se dio cuenta y tomó la iniciativa. A medias por piedad y a medias por el placer de verme rendida a su antojo. Tuvo éxito. En pocas semanas estaba a merced de ella.

– ¿Klaus sabía de su afición a las jovencitas?

– Sabía que cada tanto me venía a Mallorca con una. El resto lo adivinó, como cualquiera.

– ¿Y cómo vino lo de matarla?

– Klaus esperó a que Eva me abandonase. Se fió de mi debilidad y de la dureza de ella, y acertó. Cuando me abordó con su propuesta supo estimular a la vez mi rencor y mi codicia. Yo estaba bastante confusa. En realidad, estuve confusa hasta que le apunté a Eva con el revólver y la niebla de mi cerebro se aclaró. A Klaus le parecía que esta isla era el lugar ideal, y el verano el momento justo. Con mucha gente alrededor, lejos de Milán y de Viena. Vinimos a hacer los preparativos y luego invité a Eva a pasar quince días conmigo. Klaus había previsto que aceptaría, por el simple gusto de torturarme, y ella aceptó, aunque no fijó fecha. Unos amigos suyos venían en barco y se unió a la expedición. Vino a verme en seguida, para hacerse de rogar. Pero la isla le agradó y cuando sus amigos volvieron a Italia se alojó en mi casa. Desde el primer día me humilló. Entonces puse a Lucas tras ella.

– ¿Y después?

– Lucas resultó ser un blando. Se acercó a Eva para ganarse su confianza y ejecutar más cómodamente el golpe. Pero ella le lió como a un colegial. Una noche apareció con el rabo entre las piernas por la casa y me devolvió el revólver y el dinero. Le insulté, pero no sirvió de nada.

Regina se interrumpió. Con un gesto nervioso, se arregló el pelo sobre las sienes. No mejoró perceptiblemente su apariencia.

– Me cegó la rabia -continuó-. Durante dos días la seguí a todas partes. Al principio había consentido en salir conmigo por el puerto deportivo, pero en cuanto había hecho sus propias amistades se había desentendido de mí y casi me había prohibido inmiscuirme. Una noche fui a Abracadabra y me acerqué a ella cuando estaba con esa chica, Andrea. Me la presentó y estuvieron riéndose las dos de mí hasta que decidí irme a casa.

– Andrea niega haber cruzado una sola palabra con usted -observé.

– Ella sabrá por qué lo niega. Ahora mi situación es muy difícil, sargento. Lo que le cuento es la pura verdad, palabra por palabra. Ya no puedo esperar que la mentira me salve. La noche siguiente fui a buscar a Eva con el revólver en el bolso. Lucas me había fallado. Podía y a lo mejor habría debido abandonar el plan de eliminarla. Klaus no estaba allí. Cuando le había contado la huida de Lucas, había dicho que necesitaba tiempo para pensar. Pero me sentía empujada y acorralada a la vez por algo que era más fuerte que yo. En el club me dijeron que Eva estaba en la playa. Fui allí y la encontré con dos personas desconocidas. Poco después me golpearon por la espalda y quedé sin sentido, como le dije. Lo que no le dije fue lo que yo hacía cuando me golpearon: estaba apuntando a Eva con el revólver, tratando en vano de reunir el valor necesario para disparar.

– Ya veo -dije-. Por la mañana despertó y el revólver no estaba y a Eva ya la habían matado. No sé si se percata de algo. Con esa historia, si es cierta, a quien me cuesta más tener en prisión es a Lucas. Usted queda peor parada. Lo último que veo es a usted apuntándole a Eva. Que no apretó el gatillo, lo apoya sólo su palabra. Esas dos personas de las que habla podrían ayudar a creerla, pero de ellas, hasta ahora, no hay ni rastro.

– No lo había -sonrió Regina.

– Explíquese.

– He visto a la chica, esta mañana.

– ¿Dónde?

– Ahora comprenderá por qué he pedido hablar con usted. Es cierto que los vi poco tiempo y de lejos y que era de noche, pero no me cabe ninguna duda. La mujer que estaba con Eva cuando me derribaron es la juez que me ha interrogado y ha ordenado que me traigan a esta cárcel.

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