Capítulo 1 UNA MUJER SUSPENDIDA

Perelló aspiró fuerte a través del pañuelo y sentenció:

– Vaya par de peras.

– Si usted lo dice, mi brigada -admitió Satrústegui, con disciplina pero sin énfasis, respirando cautelosamente a través de su pañuelo para que no le llegara demasiado el hedor.

– Coño, Satrústegui, encima de ser vasco tienes gaseosa en las venas. No sé cómo ni quiénes te admitieron en el Cuerpo.

– Reconozca, mi brigada, que la chica no está en su mejor momento.

– Eso es lo fuerte, Satrústegui. Imagínala en la playa, cuando se las estaba tostando. Uf.

– Si imaginación no me falta. No vaya a creerse que en todo Amurrio hubo otro chaval al que le diera por hacerse txakurra.

– De todas maneras, Satrústegui, y volviendo al asunto. Ya soñaba yo encontrarme un cuerpazo así alguna vez. Treinta años de servicio. Si tarda un poco más me pilla jubilado.

Satrústegui meneó la cabeza.

– Está muerta, mi brigada. Y mire cómo la han dejado. Es una putada. No sé cómo tiene estómago para pensar en eso.

– Todos nos morimos, Satrústegui. Hay que buscarle alicientes a la vida.

Cada uno a su modo, ambos tenían razón. La mujer estaba colgada por las muñecas, completamente desnuda. Habían pasado la cuerda por encima de uno de los travesaños que servían de decoración falsamente rústica al salón del chalet y habían debido izar el cuerpo antes de atar el cabo de la cuerda al pomo de una de las puertas. La punta de los pies estaba a unos cuarenta centímetros del suelo. Tenía un tiro en el cuello y otro en el cráneo, un poco por encima de la sien izquierda. No habían sido disparados a bocajarro y no había excesiva sangre. A primera vista no se advertía ninguna otra señal de violencia, aunque la piel de las muñecas estaba ligeramente desgarrada. El cuerpo había adquirido un tono amarillento, pero mantenía la mínima tersura necesaria para que Perelló pudiera ponderar sin escrúpulo el atractivo físico de la víctima. El forense había de certificar, a la mañana siguiente, que la muerte le había sobrevenido un día y medio antes del hallazgo del cadáver. Los vecinos habían dado el aviso no por la falta de señales de vida en la casa, algo que cualquiera está acostumbrado a experimentar en un chalet al lado del mar que se alquila para la temporada, sino por el olor. A escasos metros del cadáver resultaba verdaderamente nauseabundo. Estaban en agosto y en la cala la humedad era intensa y persistente.

– ¿Qué opina del arma, mi brigada?

Perelló observó de cerca los dos balazos. Se rascó la frente y decidió:

– No caben muchas dudas, incluso para un guardia de pueblo como yo. Se lo hicieron con un 22. Y juraría que era un revólver. Luego vendrá un tipo y escribirá lo mismo después de darle al microscopio durante unos minutos. Lo que yo diga es una apuesta, pero lo que él firme será una prueba. Por eso yo estoy en este puñetero pueblo y él vendrá de Palma o de Madrid.

– Lo del calibre parece bastante probable. ¿Por qué un revólver?

– Podría ser un rifle, pero es más difícil de llevar encima y la bala habría entrado con más fuerza. Por no hablar de otros destrozos, en el cuello habría orificio de salida, casi con toda seguridad. Podría ser una pistola de tiro olímpico, pero es un arma menos frecuente. Por aquí paran muchos extranjeros. Hay países en el extranjero en los que un revólver del 22 se vende en el supermercado. Al lado de las sopas de sobre.

– Así que tenemos incluso un posible perfil del sospechoso. Cualquiera diría que hemos aprovechado los diez minutos que llevamos de investigación, mi brigada.

– No te entusiasmes, Satrústegui. En los diez minutos más que nos quedan de investigación no daremos con el asesino. Dentro de nada llegarán el juez y el resto, con las fotos, el equipo de recoger huellas y las narices arrugadas. Entonces nos pondrán en la puerta para mantener a raya a los curiosos. Mejor aprovecha el rato para disfrutar del paisaje, mientras nos lo dejan. Ya vendrán otros a hacer justicia.

– De verdad que no entiendo cómo puede disfrutar de esto, mi brigada.

– Cuando tengas una panza como la mía se te revolverá menos el estómago, Satrústegui. Es una cuestión de holgura, supongo.

Un cuarto de hora después llegaba la juez. Era una mujer de unos veintinueve años, blanquecina y pecosa. Precediéndola, casi se diría que protegiéndola, avanzaba, enérgico y desembarazado como de costumbre, el capitán Estrada. No le sacaría más de dos o tres años a la juez y era notorio que se creía en buena situación para acceder a sus favores. Perelló consideraba más codiciable su sueldo que a la juez en sí, algo canija para su gusto. Pero el capitán, ya fuera por fingimiento o por convicción, se cuidaba de transparentar el menor reparo. Ella se dejaba hacer, no sin una cierta displicencia hacia las maneras demasiado desenvueltas de Estrada.

– A sus órdenes, mi capitán -tronó Perelló desde la entrada del chalet.

– Buenos días, brigada. Por favor, ordene al número que mantenga retirados a los curiosos.

– Satrústegui, ya lo has oído.

– A sus órdenes, mi brigada -acató Satrústegui con resignación.

– ¿Cómo está la víctima? -preguntó el capitán.

– Bien muerta -aseveró Perelló, lacónico.

– No me joda, brigada. Disculpe, Señoría -se excusó al instante Estrada, sonriendo, y cambiando de cara y de interlocutor inquirió-: Me refiero a si el cuerpo se encuentra en muy mal estado.

Perelló suspiró y se encogió de hombros.

– Depende de lo que usted entienda por eso, mi capitán.

Estrada se rindió:

– ¿Vamos allá, Señoría?

– A eso hemos venido, si no tiene inconveniente -gruñó la juez. Estrada carraspeó y se ruborizó en medio de otra de sus forzadas risitas. A la juez la fastidiaba que el capitán la tutelase como si fuese una párvula, cuando allí, de acuerdo con las leyes, era ella quien mandaba. Pero no podía ocultar el nerviosismo. Era su primera asesinada y temblaba de forma ostensible.

Perelló los guió hasta la habitación. Con el mismo sentimiento con que habría señalado un jamón colgado en una despensa, o quizá con algo menos, les señaló el cadáver.

– Ahí lo tienen.

La juez fue corriendo a un rincón y vació en un santiamén el almuerzo, desde el café hasta los aperitivos.

– Dios santo, qué peste -se quejó Estrada con algún propósito confuso o erróneo. Dejó que la juez se desahogara sin atreverse a intervenir y sólo cuando ella se incorporó con el pañuelo en la boca se acercó a socorrerla.

– ¿Se encuentra bien?

– En la gloria -murmuró para sí Perelló…

– Discúlpenme -musitó la juez-. Es terrible.

– ¿No quiere tomar un poco el aire?

– No se preocupe, capitán. Me sobrepondré.

La juez se acercó al cadáver. Como estaba demasiado pálida para sonrojarse ante el abrupto espectáculo de muerte y desnudez, le dio por descomponer el gesto hasta convertirlo en una mueca de incierto significado. Examinó los dos orificios, sin lograr aparentemente enterarse de nada, dedicó un apremiado vistazo a las partes pudendas que había elogiado Perelló y cuando se detuvo en el vientre una arcada la arrebató de nuevo en dirección al rincón vomitorio, donde se alivió esta vez de lo que le quedaba del desayuno y de la cena de la noche precedente.

Estrada lanzó una inquieta mirada a Perelló, sobre cuya faz de buda inexpugnable resbaló sin hacer ninguna mella. Mientras tanto, la voz de la juez se quebraba en la violencia de su descarga. El capitán estaba amarillo, y no le faltaba justificación. Ante el efecto combinado del aroma de la muerta y la fragancia que poco a poco comenzaba a llegar desde la papilla grumosa que la viva seguía expeliendo, sólo un estómago como el del brigada podía permanecer impasible.

Cuando ya no quedaba nada, la juez se limpió la boca y se aproximó vacilante al capitán. Ahora rehuía cuidadosamente la visión del cadáver.

– Capitán -dijo con dificultad, y bastante azorada-, que no entre nadie hasta que vengan el secretario y el forense. Tan pronto como acaben ellos, la quitan de ahí, la descuelgan y se la llevan.

– Como disponga, Señoría.

– Ahora sí me voy a tomar el aire.

– ¿La acompaño?

– Preferiría estar sola un momento, si no le parece mal.

– Naturalmente -se retrajo Estrada.

La juez salió y dejó al capitán con una inclinación a medias y a Perelló en posición de descanso, la mano izquierda sujetando los dedos de la derecha a partir de la penúltima falange. El capitán se rehizo con rapidez:

– Ya lo ha oído, brigada.

– ¿Qué, mi capitán? -indagó Perelló, soltándose la mano.

– Que no entre nadie.

– Desde luego. Voy afuera con Satrústegui, si da su permiso.

Estrada no contestó. Tampoco sabía qué hacer. No podía ir tras la juez y no le apetecía quedarse allí, peleando con sus náuseas. Perelló, a quien no le habían prohibido cambiar de ambiente, insistió:

– Mi capitán.

– Vaya usted.

Estrada estuvo solo con la muerta durante un cuarto de hora, que fue lo que tardó en venir el forense, en el mismo coche que el secretario del juzgado. Ambos vivían en la misma urbanización, tenían la misma edad, cincuenta y tantos, y se llamaban Coll. Eran primos hermanos.

– La sangre se ha acumulado parcialmente en la parte dorsal. Desde luego, no murió colgada -aventuró el forense al cabo de un minuto de observación. Junto a él estaban Estrada y el secretario. Un poco más atrás, mirando muy abnegadamente, estaba la juez. Más allá, Perelló, quien en ese instante pensó que no hacía falta tanto viaje para descartar que hubieran estado tirando al blanco sobre una mujer suspendida de una cuerda. Pero el forense formuló a renglón seguido una conclusión importante:

– Es más: tardaron al menos un par de horas en colgarla después de su muerte. Saque fotografías, por favor.

La orden iba destinada a Perelló, a quien Estrada había pedido que trajera la cámara del coche patrulla. Habían dado aviso a Palma pero aún debía faltar una media hora para que llegaran y el capitán se esforzaba por retirar cuanto antes el cadáver, según los deseos de la juez. El brigada asumió de mala gana aquella tarea que había previsto antes que le correspondería a algún policía científico. Por supuesto que había fotografiado cadáveres antes, pero desde hacía diez años no fotografiaba más que los que dejaban los accidentes de tráfico. Aun así, lo hizo como mejor pudo y supo. Gastó un carrete entero y retrató no sólo el cadáver, sino también los puntos donde había sido atada la cuerda.

Después de las fotos, el forense Coll se detuvo a efectuar algunas comprobaciones sobre las ligaduras de las muñecas y la postura de brazos y piernas, que tradujo en un par de comentarios rutinarios para llenar el acta. Tras ello, se encogió de hombros y dijo:

– Sin un bisturí y sin mancharme esto es todo por ahora.

El secretario Coll, con los ojos puestos no en la juez sino en el punto más inconveniente de aquel cuerpo exánime, y con la subordinación cachazuda y despectiva que había perfeccionado a lo largo de sus más de treinta años de servicio, preguntó:

– ¿Quiere que anotemos algo más, Señoría? Quiero decir que si va a hacer usted alguna inspección adicional sobre la occisa.

– Describa la situación del cadáver en la habitación, ponga la hora final y recoja las firmas -repuso la juez, con la frialdad que le daba haber echado todo lo que podía echar y la aversión que sentía por el secretario. Seguía observando a la muerta, ahora, como si fuera el péndulo de un hipnotizador.

Cuando todos los trámites estuvieron concluidos, la juez extendió la mano y el secretario le dio el acta junto con la carpeta en que se apoyaba para escribir. La juez dibujó deprisa su nombre con una caligrafía bastante redonda y trazó debajo una rayita. Acto seguido consultó:

– ¿Ha venido ya la ambulancia?

Perelló fue a ver. Regresó con la noticia de que, en efecto, la ambulancia esperaba en la puerta.

– Que se la lleven -ordenó la juez, con una oscura rabia que el capitán no entendió, los Coll soslayaron y el brigada atribuyó sin mayor cavilación a una especie de ofendida dignidad de sexo. Una dignidad que había sido pisoteada, presumiblemente por un hombre, en la carne de aquella infortunada, y que era humillada ahora por la contemplación irreverente de otros hombres que además se permitían el lujo de hacerla de menos a ella, la máxima responsable de la Administración de justicia en aquel trance.

He de precisar que esto último Perelló me lo contó de forma algo más vaga que lo anterior, pero creo que no traiciono el sentido de sus palabras.

Para el brigada el asunto terminó más o menos veinte minutos después, cuando llegaron los de Palma con el comandante al frente. Entonces se cumplió al fin su pronóstico y fue estratégicamente situado en la valla del chalet junto a Satrústegui y otros cuatro de sus siete subordinados. Mientras esperaban al forense habían venido los dos que andaban patrullando cerca de la playa y hacía un par de minutos los dos que estaban libres en la casa-cuartel. Los dos restantes habían quedado en el puesto de retén. Ante el chalet había unas cuarenta o cincuenta personas, niños en su mayoría. Uno de los dos recién llegados, un guardia sonrosado de unos veintitrés años, exclamaba:

– Una tía desnuda con un par de balazos. Como en Los Ángeles. Qué pasada para este muermo de sitio.

– Cállate de una vez, Barreiro -bramó Perelló-, y agarra a ese niño. A ver cuándo te enteras de que eso verde que te han dejado que te pongas encima es un uniforme de verdad, gilipollas.

Y en voz más baja, masculló para sí y en parte para Satrústegui:

– Mejor me habría venido que ése se hubiera hecho narcotraficante, como todos sus paisanos. Al menos podría dispararle.

Perelló había nacido en un pueblo de la comarca en el que había vivido su familia hasta donde alcanzaba la memoria, pero cuando alguno de sus propios paisanos le exasperaba, lo que en honor a la verdad no pasaba mucho, tampoco tenía ningún empacho en aludir a todos indiscriminadamente. Eran, sin más, estos payeses de mierda.

El grupo que había venido de Palma estuvo en la casa cerca de una hora. Primero salieron los especialistas con sus equipos, después el forense y el secretario y por último el comandante, la juez y Estrada. El capitán aparecía empequeñecido al lado de su superior y la juez tenía el aspecto de quien hubiera estado doce horas viajando cabeza abajo en una montaña rusa. El comandante, un hombre bronceado y atlético, traía un gesto profundamente malhumorado. Aunque en términos generales Perelló le consideraba un fantoche, le reconocía un dominio del oficio bastante superior al que tenía Estrada. No era la primera vez que le veía aquel gesto y barruntó que algo de lo que había hecho o dicho el capitán le había sacado de sus casillas. Incluso sospechó de qué se trataba. Todas sus sospechas se confirmaron cuando antes de subir al coche el comandante le espetó a la juez:

– La próxima vez no tenga tanta prisa, si quiere que averigüemos algo. Y si le da asco se toma una manzanilla.

– No le tolero que me hable así -se defendió la juez, nerviosa. Estrada tragaba saliva a tal velocidad que parecía que iba a atragantarse.

– Tolere lo que quiera. Yo le digo lo que hay. Estoy harto de aprendices. Ya hablaremos usted y yo, Estrada.

– No tienen nada de que hablar. El capitán cumplió mis órdenes.

– Por eso mismo, señorita.

– Señoría para usted. Sin la te.

– A sus órdenes, Señoría. Espero que no corra la voz de que aquí se borran rápidamente las huellas. Todo el mundo va a querer venir a este pueblo para asesinar a alguien.

– Me quejaré a sus superiores, comandante.

– Hágalo, por favor. A ver si me mandan a Bosnia de una puta vez.

A menudo Perelló daba en pensar que el comandante se había dejado deslumbrar por una idea demasiado romántica de lo que era la Guardia Civil. Para él estaba claro. Su padre, y antes de él el padre de su padre, habían paseado una panza como la suya por aquella misma comarca, en busca de contrabandistas y chorizos. Nunca creyó que aquello fuera Hollywood. Perelló no podía imaginarse a Errol Flynn con tricornio. Si acaso, a Victor Mature.

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