El mejor restaurante de la urbanización, que resultaba ser también el único, no ofrecía una excesiva variedad en su grasienta carta. Los precios se sujetaban con dificultad en la cima de unas montañitas de líquido corrector blanco que atestiguaban el veloz avance de la inflación, y bajo cuyos diferentes estratos aún se atisbaba el rastro de cifras paulatinamente inferiores y ya felizmente olvidadas por el propietario. Yo pedí gazpacho y algo de pescado y Chamorro sólo un segundo plato, chuletitas de cordero o alguna otra gollería, porque recuerdo que no me encajó con su supuesto ascetismo.
Comoquiera que debimos aguardar cuarenta y cinco minutos antes de que mi gazpacho, sin duda un prolijo destilado de múltiples esencias, aterrizara sobre la mesa, tuvimos cierto tiempo para saborear los aperitivos. En nuestras inmediaciones sólo había ingleses, y es de sobra sabido que los ingleses tienen de tal forma atrofiado el cerebro y el aparato fonador que son incapaces de hablar y entender otra lengua que no sea la suya. Así que nos expresamos con toda libertad, sin cuidarnos más que de las esporádicas apariciones de los camareros.
– Parece que de esa playa no sacaremos en claro mucho más de lo que hemos sacado esta mañana -aposté.
– Si no lo he calculado mal, entre el último día que Eva fue a esa playa y el de su muerte hubo exactamente una semana -precisó Chamorro-. Mucho tiempo para ella.
– Y entre la pelea con Regina y el presunto asesinato por celos, diez días. Mucho tiempo para estarlo pensando. Porque esa pelea nos ha permitido descubrir que ya diez días antes de que Eva fuera eliminada, y justo al poco de llegar, sus relaciones no eran un lecho de rosas. ¿Tan corto fue el hechizo? No parece que haya habido mucho hechizo nunca, al menos por un lado. Y aún me atrevo a suponer más.
– Qué.
– Los problemas los arrastraban de antes. De antes de que Eva viniera a la isla. No ligó con Regina en Abracadabra: la conocía de por ahí, de Italia o de Austria o de Suiza, y vino a verla. A lo mejor con el propósito preconcebido de humillarla, quizá sólo por aburrimiento, si la Heydrich era como parece. Y si no se trataba de la primera humillación, que me lo creería por la forma en que Regina tragaba, qué puede hacernos pensar que esta vez la respuesta fue la que no había sido en otras ocasiones.
– No sé. Pudo ser la gota que colmó el vaso.
– Puede. Pero también puede, y lo mismo puede más, que Regina tuviera un vaso demasiado grande para colmarlo. Le pega. Cuando un joven o una joven rinden a un viejo o a una vieja se enteran pronto de que pueden apretar hasta que se cansen. A ellos les queda tiempo para rehacer el quiosco en otra parte. Al viejo o a la vieja, no.
– O sea que estamos como al principio -resumió Chamorro.
– Si pasan muchos días y seguimos estando como al principio, pero cada vez con más piezas encima de la mesa, es buena señal. Cuando las montemos fallaremos menos.
– No tenemos mucho tiempo.
– Tenemos suficiente. Y el día todavía no ha acabado. Imagino que avanzaremos más esta noche.
– ¿Y mientras tanto?
– Mientras tanto, comemos, vemos qué saben los camareros de aquí y nos echamos una siestecita. Esta noche hay que estar con la cabeza fresca. Así que aprovecha para relajarte. No se llega antes ni más lejos por estar todo el rato con los dientes apretados.
Chamorro asintió en silencio. Cuando se le ordenaba algo que chocaba con su escrupulosa visión de las cosas, se le notaba demasiado. En tales circunstancias asumía su deber de obediencia como una penitencia que el Altísimo le imponía en el ejercicio de sus célebres designios inescrutables.
– Ya llevamos doce horas juntos y todavía no hemos hecho más que hablar del trabajo -dije, por intentar ablandarla-. Si estamos muchos días así vamos a acabar para que nos internen. Hay que concederse alguna válvula de escape. ¿No crees?
Chamorro meditó antes de hablar, porque aquél era un terreno en el que la precaria seguridad que había ido construyéndose para manejarse en cuestiones oficiales podía desfallecer.
– Cada uno tiene su manera -repuso, enigmática.
– ¿Y cuál es la tuya, Chamorro?
– Estudio.
– ¿Se puede saber qué? -pregunté, dando por sentado que sería el temario para ingresar en el curso de ascenso a sargento, o quizá incluso en la academia de oficiales, si es que no había renunciado.
– Matemáticas.
– Vaya. ¿Te gustan los números?
– Me gustan las estrellas -reveló, sonrojándose-. Desde pequeña. Astronomía es una especialidad de Matemáticas. La gente no suele saberlo.
– ¿De veras? Nunca pensé que tuviera que ver.
– Tiene mucho que ver.
Chamorro no descendió a explicarme qué era lo que tenía que ver, y me habría ayudado, porque estaba atónito. No porque Chamorro abrigara inquietudes o porque fuera universitaria. Hace veinte años habría podido extrañar que un guardia fuera universitario. Pero yo soy universitario, y como yo varias decenas de miles de muertos de hambre que se encuentran en mala posición para desdeñar el sueldo magro pero digno que el Cuerpo paga a sus sufridos miembros. Lo que me costaba imaginar era a Chamorro asomada a la ventana de su piso identificando constelaciones.
– ¿Y qué harás cuando termines?
– Todavía tardaré bastante tiempo. No puedo ir regularmente a clase.
– Tarde o temprano, terminarás.
– Ya veré entonces. Colgaré el título en la pared y me regalaré un telescopio decente, si he podido ahorrar.
– ¿Nada más?
– Lo hago porque me gusta. Es muy difícil trabajar como astrónomo. -Y con un deje de algo que podía ser despecho, agregó-: En realidad es difícil trabajar en lo que una quiere.
– ¿No te gusta ser guardia?
Chamorro sonrió.
– Si dijera que era lo que estaba soñando toda mi vida te reirías.
– No te pregunto si lo soñabas, sino si te gusta.
– Me gusta la vida militar. Eso ya lo sabes, porque si no lo sabes es que eres el primero que me encuentro en la Unidad que no está al corriente de que me suspendieron en la academia de oficiales. En las academias, para ser más exactos. Ser guardia era una forma de ser militar. Y sobre todo, de no quedarme en casa llorando por no haber podido sacar nada.
– Todavía puedes hacer carrera. Preséntate para suboficial. Lo tendrías chupado. Eres despierta y disciplinada. Ya es más de lo que era yo. Y luego te haces oficial. Es una forma de llegar a donde quieres, aunque sea por el camino largo.
– Ya se me ha ocurrido. Y a lo mejor lo hago algún día. Pero ahora que ya me gano la vida quiero pararme a pensar sobre mi futuro. Para eso me inspiran mejor las estrellas. Y a ti, ¿te gusta ser lo que eres?
Semejante reacción de Chamorro, que entrañaba a la vez una súbita confianza conmigo y una defensa intrépida frente a mi indiscreto interrogatorio, me cogió desprevenido. La verdad era que me situaba en una incómoda disyuntiva, porque si quería mantener la distancia, o sea, la autoridad, tenía que esforzarme por construir el maldito discurso hueco que en aquel momento, y en todos los demás momentos, tan lejano quedaba de mis íntimas apetencias. Si me sinceraba con ella, podía resquebrajarse la imagen mítica del jefe, en la medida en que hubiera sido capaz de representarla ante mi subordinada. Decidí que el fingimiento es el recurso de los cobardes y de los que no tienen fe en sí mismos y opté por lo que también se me antojó más placentero, hablarle con sinceridad.
– Ahora me gusta más que antes -dije-. Yo fui a la facultad antes que a la academia. Al principio esto de los guardias me parecía un mal invento, un refugio para borregos. Llevé bastante mal lo de la instrucción y tener que saltar por encima de una ristra de fusiles con la bayoneta puesta. En confianza, me temí que iba a pasarme el resto de mi existencia rodeado de gilipollas. Lo bueno era que comía y que seguiría comiendo. Durante mis dos heroicos y triunfales años como Licenciado en Psicología en paro hubo alguna noche que me costó juntar para la cena y alguna otra que no junté y me sometí a la vergüenza de acudir a implorar las migas de la mesa materna. Y siempre he preferido poder dármelas de independiente, como cualquiera.
– Vamos, que no estás aquí por vocación.
– Estoy aquí porque una tarde me di cuenta de que tenía veinticinco años y de que o bien tomaba alguna medida o bien me iba a pudrir en un agujero mientras me comía página a página la Psicopatología de la vida cotidiana. Yo nunca he ido a unos ejercicios espirituales y no se me ocurría una imagen peor del infierno, aunque no descarto que las haya. El caso es que compré los temarios y salí a correr todos los días hasta que hice la marca mínima de los cien y la del kilómetro y las flexiones y los saltos de altura y de longitud. Me presenté al examen de ingreso y hasta aquí.
– ¿Y piensas lo mismo que al principio? Sobre los borregos.
– Bien, como te iba contando, ése fue el comienzo. Nada satisfactorio, por más que tener domiciliada una nómina embote un tanto el sentido crítico. Poco a poco, sin embargo, me fui acostumbrando. Hasta que un día me di cuenta de que le había resuelto un problema a un hombre y el hombre me dio las gracias como si de veras me respetara. Entonces recapacité y me dije que a lo mejor setenta mil individuos no eran todos tan infelices como a mí me había parecido y que debajo del uniforme verde había posibilidades. Me entró el entusiasmo, que es algo que te asalta de forma imprevista cuando llevas meses y meses de desesperación, y antes de que pudiera reaccionar me había hecho sargento. Luego empecé a ocuparme de aclarar homicidios. Y ahí fue donde supe que Jung era un aficionado y comprendí que había encontrado mi lugar en el mundo.
– ¿Quién es Jung?
– Ahora nadie. Antes escribía y enseñaba psicoanálisis y otras aproximaciones parciales a la naturaleza humana. Lo que verdaderamente da la medida de alguien, a veces con una simplicidad espantosa, es lo que le lleva a quitarle la vida a otro alguien. -Antes de seguir, me cercioré de que Chamorro no me contemplaba como si yo fuera un alienado; estaba un poco descolocada, pero nada más-. Es una ciencia inagotable, aunque muchas veces dé la sensación de que las historias se repiten. Ninguna historia es igual que otra. Yo he cazado a gente que mató por dinero, por celos, por venganza, hasta por una linde dudosa. Todos y cada uno de ellos me han enseñado algo. Cada uno era un ejemplo diferente de soberbia.
– ¿De soberbia?
– Por supuesto. Todos los homicidas, salvo los involuntarios o preterintencionales, que igual que al Código Penal, a mí me interesan atenuadamente, son soberbios y obran por orgullo. El homicidio es el acto máximo de afirmación de un sujeto sobre otro. Hasta el extremo de impedir que el otro pueda volver a afirmarse no ya ante el homicida, sino ante nada en absoluto. Los caníbales se comían o se comen a sus enemigos vencidos para apropiarse de sus almas. El homicida se apropia de todas las posibilidades de vida que tenía su víctima y en un instante les da el destino que prueba para siempre su poder: destruirlas. Lo increíble es que semejante desmesura esté al alcance de cualquiera. Del tonto del pueblo, del tipo que te vende pañuelos en el semáforo, del desgraciado al que le robaste la novia.
– Yo creo que para matar a otro hay que estar loco juzgó Chamorro, con piadoso horror.
– No se te ocurra volver a decir eso, y menos a un juez o a un asesino. Al juez le estarás condenando al desempleo, ya que podría prescindirse de él en beneficio del psiquiatra. Y al asesino, sencillamente, le estarás insultando. No es infrecuente que el que ha matado pretenda estar loco, porque la cárcel da miedo y también la sociedad y sus tabúes. Pero en su fuero interno, tal vez por debajo de la superficie de su conciencia, disfruta con la supresión de su víctima, y no como un acto de enajenación, sino como un habilidoso triunfo. Hay excepciones, claro, pero no tantas como se suele pensar.
– Tienes una visión terrible.
– Puede ser. Ah, no puedo creerlo.
– Qué.
– El gazpacho.
El camarero dejó ante mí lo que parecía ser un cuenco de gazpacho ordinario, a pesar de su interminable proceso de elaboración. Cuando lo saboreé confirmé mi impresión visual y añado que le sobraba desagradablemente cebolla.
Mientras yo atacaba con resignación la sopa fría, Chamorro formuló un espinoso interrogante, al que debía de haberla arrojado nuestra conversación:
– ¿Por qué lo haces?
– El qué.
– Cazarlos. A los asesinos.
– Por orgullo. Por imponerme yo a ellos -bromeé, o quizá no.
– En serio.
– Soy una parte del juego. Cierro el círculo, ayudo a que resulte grave. Si no hubiera gente que hiciera lo que yo hago, se mataría por simple placer. Y eso es una frivolidad intolerable.
– ¿Nunca has atrapado a nadie que matara por simple placer?
– Sí. Pero coger a esa gente no tiene mérito, porque para eso sí que hay que estar loco y coger a un loco es fácil y desalentador. No digo que no los haya, pero nunca me he tropezado a un psicópata astuto, como los de las películas, sino a un par de pobres chiflados que un mal día agarraron la escopeta. Mi opinión es que ninguna inteligencia criminal es superior a la de un hombre normal y cuerdo que se aplique.
Aunque a los postres tuvimos ocasión de explorar lo que sabían los camareros de Eva Heydrich y Regina Bolzano, no conseguimos nada que merezca ser consignado especialmente. Todos estaban al tanto del crimen, todos conocían de vista a la víctima y a la sospechosa, ninguno había hablado con ninguna de las dos. Por cierto que era curioso que todo el mundo presentaba a Regina Bolzano como sospechosa, aunque no había ninguna versión oficial de los hechos y ni siquiera los diarios, habituales campeones en el arte de dar interpretaciones precipitadas de cualquier acontecimiento, habían planteado semejante hipótesis. Para los habitantes de la urbanización, como para mis superiores, el impulso irrefrenable era explicar lo sucedido con ayuda de lo que conocían, sin detenerse a reflexionar si en lo que desconocían podía haber otras claves más ajustadas.
Lo que parecía evidente es que ni Regina ni Eva se habían rebajado nunca a consumir el reprochable menú de aquel restaurante para turistas de tres al cuarto. Cuando pedí la cuenta, apareció una mujer muy escuálida, una de esas que tienen apenas los huesos forrados con carne, los pómulos muy salientes y a las que les ralea un poco el cabello. Siempre me he preguntado por qué esas mujeres no tienen un cabello abundante y fuerte. Será por falta de alimento, como las plantas que no tienen la suficiente tierra en el tiesto. Como rasgo que la individualizaba, la mujer que nos trajo la nota ostentaba un pecho extraordinariamente profuso, que costaba imaginar cómo se agarraba a su exigua persona. Aparentaba treinta y tantos años.
– Su cuenta -dijo, con una voz tenue.
Saqué la cartera y puse el dinero sobre el plato, con una buena propina. Cuando la mujer escuálida vino a recogerlo, murmuró sin mucho sentimiento:
– Muchas gracias.
– Más vale ser simpático cuando se está de vacaciones. Y sobre todo en esta urbanización -afirmé.
– ¿Cómo? -se volvió la mujer, con desgana.
– Lo hemos leído en el periódico. A los turistas antipáticos les pegan dos tiros y los dejan colgados del techo -dejé escapar la risa más tonta que pude, pero ella no se rió.
– ¿Se refiere a la chica esa?
– Sí. ¿La conocía?
– Apenas. Pero no la mató nadie de aquí.
– Era una broma.
– Ya. Es que a veces los de fuera vienen y confunden. Esa chica, por ejemplo, se confundió un par de veces.
– ¿Ah, sí?
– Una noche fue al pub a reírse de los chicos de aquí. Y tuvieron que echarla.
– ¿Tan mala era?
La mujer se echó hacia atrás, y apoyó los antebrazos en sus salientes caderas. Daba escalofrío mirarla.
– No sé si mala -declaró-. Sabía que le gustaba a los hombres. Todas las mujeres tontean a veces, y a ella se le fue la mano. Creyó que aquí les reímos todas las gracias a los turistas. Pero hay gracias que no hacen gracia. No sé si me entiende.
– ¿Y la otra vez?
– ¿Qué otra vez?
– La otra vez que se confundió. La mujer me observó fijamente.
– ¿Y por qué iba a contárselo?
– Ah, por nada -me encogí de hombros-. Simple curiosidad. Si es un secreto, perdóneme usted. No hay nada más desconsiderado que meterse en los secretos de otros, ¿no le parece? -Volví a reír-. ¿Levantamos el campo, querida?
Chamorro cogió su bolso y se levantó al mismo tiempo que yo. Fuimos sin mucha prisa hacia la salida. La mujer escuálida se vino subrepticiamente con nosotros y cuando pasamos a la altura de un rincón no muy concurrido, me tomó del brazo.
– No lo creerá -aseguró, con un gesto como de querer apabullarme, o escandalizarme, o lo que fuera-. Me encontré con ella la noche que la echaron del pub. Mi marido trabaja allí y yo iba a buscarle. La muy cerda me enseñó un fajo de billetes y me dijo en italiano algo así como que si me iba con ella a dar una vuelta, que estaba sola y no tenía con quién divertirse. Como si yo fuera una negra del Chad o de un país de mierda dispuesta a lo que fuera por un puñado de su dinero. Le contesté que se podía meter el dinero en el coño. En español y en italiano, por si acaso.
La mujer nos examinó alternativamente a Chamorro y a mí, para medir el efecto que nos habían causado sus palabras. Chamorro estuvo a la altura. Se tocó la punta con los dedos índice y pulgar al mismo tiempo, se echó el pelo hacia atrás y se volvió a otro lado, como si aquellas porquerías no fueran con ella y la fastidiara que se alargara tanto mi charla con la mujer escuálida.
– ¿Y qué le dijo ella? -indagué, aparentando excitación.
– ¿Entiende usted alemán? Porque lo dijo en alemán.
– Un poco.
– Dijo: Ja, heute möchte ich ein Coño. Y soltó una carcajada. La muy cerda, que en el infierno se esté pudriendo.