Capítulo 4 LA MATÓ CUALQUIERA

Perelló era un hombre sanguíneo, de cabello menguado y peinado hacia atrás, con esa gravedad de ademanes que distingue a los hombres de una pieza. Ahora casi no hay hombres de una pieza y es probable que dentro de no mucho se pierda la memoria de sus ademanes graves. Es la forma en que alzan la mano, ya sea para ponerse la gorra, tomarse un tinto o despedir a sus nietos reprimiendo una lágrima. Si el mundo estuviera en manos de hombres como Perelló, sería difícil que los niños murieran de hambre y los hijos de perra estuvieran morenos y confiados

– A sus órdenes, mi brigada. Se presentan el sargento Bevilacqua y la guardia segunda Chamorro.

– ¿El sargento qué?

– Bevilacqua. Es italiano. Si le cuesta, todo el mundo dice Vila, para hacerlo más fácil.

– ¿Eres italiano?

– Yo no. Un bisabuelo, creo.

Perelló había salido del cuartillo del comandante de puesto a recibirnos. En la entrada nos había identificado el guardia Barreiro. Conocía a Chamorro de la academia de guardias. También estaba Satrústegui, que resultó más taciturno. Casi imperceptiblemente, Perelló me sugirió con un gesto que habláramos él y yo a solas. En condiciones normales habría preferido que mi ayudante no dejara de recibir ninguna información que yo recibiera, pero en aquella circunstancia y con aquella ayudante la sugerencia de Perelló me pareció oportuna y la seguí sin protestar. Chamorro se quedó charlando con Barreiro y yo acompañé a Perelló dentro de su cubil. Lo presidía una foto muy descolorida del rey. En todo el cuarto no había un solo objeto personal.

– Siéntate, por favor. Si no te importa te tuteo, sargento. Y si te da la gana me tuteas a mí también. Los dos somos suboficiales, o sea, la columna vertebral del Ejército. ¿Nunca has pensado dónde acaba la columna vertebral?

– Sí, mi brigada.

– Pues eso. A nosotros nos toca sacar la mierda, así que no vamos a andarnos con pamplinas. ¿De qué conoce esa chica a Barreiro?

– Resulta que es de la misma promoción. Estarán contándose batallas.

– Ojo con Barreiro. Es un tarado. ¿Te fías de tu ayudante?

– A ti te digo la verdad, mi brigada. Tiene muy poca experiencia. No es nada torpe, sino todo lo contrario, y tampoco le falta voluntad, pero viene contra mi criterio.

– Pues estamos listos.

– Intentaré que aprenda deprisa. Perelló se encogió de hombros.

– Desde que empezó este baile sólo recibo presiones. A Zaplana alguien le ha puesto histérico y a Estrada, mi capitán y superior directo, no le cabe una paja por el conducto.

– Zaplana me dijo que está apartado del caso.

– Ah, te lo ha dicho. No es cómodo para mí, pero me alegro al menos de no tener que guardar el secreto contigo. ¿Qué te ha parecido Zaplana?

Cuando uno tiene un problema que resolver acaba llegando el momento en que debe elegir alguien en quien confiar. Admito que después de un par de segundos de enfrentar sus ojos brumosos, no me costó mucho escoger a Perelló. Sin rodeos, opiné:

– Un inestable. Mal director para este circo.

– Ya somos dos. Al principio creyó que mandando un enjambre de uniformes verdes a olisquear por la zona iba a resolver el asunto en dos patadas. Pero mis hombres no tienen callo en estas cosas, y los de Palma, que dicen que lo tienen, vinieron con demasiada prisa y lo que no tuvieron fue suerte. Ahora la idea sigue siendo que nos las vemos con un desahogo de algún extranjero o extranjera demente, pero para mi gusto el panorama está un poco más embrollado de lo que convendría. Zaplana os ha llamado tragando sapos. Creo que habría preferido no hacerlo. El caso es que esto es demasiado complicado para nosotros. Esa chica se pudo tirar a la mitad de la colonia de turistas en menos de quince días. Si no fuera por la pistola con las huellas y porque la mujer mayor se ha largado, yo diría que la mató cualquiera.

– Zaplana no ha pasado ese mensaje, ni a mis jefes ni a mí. Quiere que empapelemos a la Bolzano.

– Por suerte o por desgracia, la Bolzano aparecerá de un momento a otro. Me juego las medallas a que tan pronto como la interroguemos a Zaplana se le cae la tienda en el colodrillo.

– ¿Tienes alguna interpretación propia, mi brigada?

Perelló se abstrajo en el techo. Una tendencia extendida y frecuentemente errónea mueve a no aguardar demasiado de los razonamientos de la gente que piensa y se expresa despacio. Éste es el tiempo de los fulgurantes, aunque detrás de la fulguración, como suele suceder, sea difícil encontrar nada que no se escurra entre los dedos.

– Mi interpretación -dijo-, es que interpretar nada es jugar a la lotería. Yo vi a la chica, Vila, y no se me va a olvidar hasta que me muera.

Acto seguido Perelló hizo para mí la relación pormenorizada del hallazgo y levantamiento del cadáver. Cuando hubo concluido, añadió:

– No soy un especialista, pero te digo dos cosas. Una: si es verdad que el tiro del cuello lo pudo pegar un ciego, el de la sien estaba demasiado bien puesto. El forense ya ha certificado, creo, que a la difunta le dispararon a siete u ocho metros de distancia. Bastaba con ver los agujeros. Y otra cosa: ni un solo balazo en la pared; una mejor y otra peor, pero dos dianas. Vale que nada impide que una mujer de sesenta años que se ha comprado el arma porque tenía miedo de vivir sola, pongamos por caso, tire como John Wayne, pero permítaseme que me extrañe. Dos: la chica estaba colgada y bien colgada. Los nudos estaban fuertes de cojones, y lo sé porque yo los tuve que soltar. Si lo hizo la sospechosa o simplemente una tía, es una hembra con la que habrá que tener cuidado, porque de un solo guantazo nos tumba a los dos.

Datos tan precisos no los había obtenido de la lectura de los rutinarios informes que los pretendidos especialistas habían compuesto. Creí que debía reconocerle la finura.

– No me alegro de tenerlo más difícil de lo que quiere mi comandante, pero me consuela ver que a alguien no se le ha quitado el hábito de pensar.

– No les culpes. Yo tengo tiempo. Soy un guardia de pueblo y por aquí sólo matan a una chica cada treinta años.

– De todos modos hay un detalle interesante respecto a la Bolzano -apunté.

– ¿Cuál?

– Si era suya, poseía el arma ilegalmente. O bien la compró aquí, y no tenía permiso de armas español, o bien la compró en otro país y la pasó de contrabando.

– ¿Y qué sacas de eso?

– Que no es una cagada.

– Bueno, quizá no. Pudo traerla de fuera y pasarla en barco, que es lo más fácil. Tampoco le daría yo mayor importancia. ¿Has ido a Canarias, sargento?

– Sí.

– ¿Compraste algo?

– Un equipo de música.

– Un equipo de música es bastante más grande que un revólver, y estoy seguro de que no pagaste en la aduana.

– No es lo mismo.

– No. Meter un revólver del 22 en Mallorca es mucho menos arriesgado. No te digo que el hecho de que esa mujer tuviera un arma, si es que era suya, no signifique nada. Pero a mí no me quita el sueño. Vete a saber quién trajo el revólver. Lo mismo fue la víctima.

– Sólo faltaría.

Perelló soltó un bufido.

– La chica era un elemento, compañero. Los turistas que vienen aquí no son nada del otro mundo. Esto no tiene tanta reputación como otros sitios. Muchos de los que vienen son españoles y un buen pedazo de la propia isla. Gente poco moderna, como yo. Cuando puedas vete a la playa y lo compruebas. Pues la tía, con sus santas narices, se lo quitaba todo y se daba carreritas hasta el agua. Se hizo famosa en un par de días. Lamento que no la denunciaran, porque tal y como era muerta habría sido un gusto detenerla viva.

– Bañarse desnudo es un delito dudoso, mi brigada.

– Que la hubiera absuelto el juez. La cuestión es que cuando se destapaba de verdad era cuando iba por ahí. Una noche ligó en menos de media hora con dos macarras del pub. Cuando uno se creía que la tenía se largó con el otro y cuando los dos la iban a emprender a botellazos vieron que estaba sobando a una niña de diecisiete años. La echaron a puntapiés y ella se rompía de la risa. Tenemos otros testimonios de cosas parecidas, sin salir de la urbanización donde paraba. Te lo repito, Vila: la mató cualquiera. Una noche se equivocó de pareja y listo. Ahora te toca a ti pintarlo de verde. Pero si te compadezco no te voy a ayudar. Pide lo que sea y a la hora que sea. Para lo que necesites, aquí estamos.

– Gracias, mi brigada. Ya sabes que debo procurar ser autosuficiente. Tomo nota del ofrecimiento, de todas formas.

Salimos al zaguán. Chamorro y Barreiro hablaban acerca de algo que al hombre le divertía mucho y que a mi subordinada apenas le torcía los labios en una sonrisa de compromiso.

– ¿Cómo la trata el Cuerpo, Chamorro? Espero que la trate un poco mejor que al gallego -bromeó Perelló-. No me mire así. Sabe a qué Cuerpo me refiero, ¿no?

– Sí. No me quejo, mi brigada.

– Su sargento ya me ha dicho que es usted un cerebro. A ver si le pega algo al gallego. Tampoco mucho, no se nos vaya a desgraciar.

Barreiro había dejado de reírse. Mientras miraba al suelo, jugueteaba con el seguro del subfusil, exactamente del modo en que la página primera del manual del arma advierte que nunca se debe juguetear.

Antes de despedirnos, Perelló reiteró su disposición a colaborar en todo lo que hiciera falta y se dirigió especialmente a Chamorro.

– Si se encuentra en apuros, llame. Me dice quién es y suelto a Quintero. No lo conoce, es un cabestro de Córdoba que está ahora de servicio. Ya hemos conseguido cinco denuncias por malos tratos gracias a él. Ve mucha televisión y luego no distingue.

Mientras conducía hacia el chalet, intercambié impresiones con Chamorro.

– ¿Qué se cuenta tu compañero?

Chamorro suspiró.

– ¿Barreiro? Nada que no se contara antes. El brigada ha sido un poco duro, pero está acostumbrado. En la academia las pasó negras. Tiene el número cuatrocientos, o más. Los que hubiera. A los dos días ya le conocía todo el mundo.

– ¿Sí?

– Trató de colarse en una compañía de chicas. El teniente coronel lo sacó de la formación delante de todos y nos dijo que si había otro que se creyera que aquello era Movida en la universidad que fuera aprendiendo. A Barreiro le costó ochocientas o novecientas flexiones, cien vueltas al patio y un apercibimiento de expulsión. Cuando terminamos pidió ir al Norte, para hacer méritos, o por el dinero, pero no se lo dieron.

– ¿Y qué te ha dicho de nuestro asunto?

– Que la chica estaba buenísima y que debió de ser la mujer mayor porque él encontró el revólver con sus huellas.

– Glorioso. ¿Nada más?

– Se ha entretenido contándome los escándalos que ella organizaba en la playa. Se le caía la baba y supongo que habría dado un año de vida por verlo. Nada que no nos hubiera dicho ya el comandante.

– ¿Y Satrústegui?

– No ha hablado mucho. Escuchaba como si no se fiara. Ni de Barreiro ni de mí.

– No te dejes influir por eso. Cuando tú y yo hagamos lo que ellos no pueden hacer te respetarán.

Chamorro se quedó pensativa.

– Ya llevo un año intentando conseguir que me respeten -habló al fin, con pesadumbre-, y no me ha salido demasiado bien hasta el momento.

Ahora se suponía que yo tenía que animarla. No soy un desalmado, ni un machista empedernido, ni siquiera me importa que la gente se me muestre débil, siempre que no lo convierta en un deporte. Pero siempre he actuado solo, antes y después de meterme a militar y policía, dentro y fuera de mi trabajo. No creo que nadie tenga ninguna compañía para lo fundamental y me molesta que se me ponga en la tesitura de apoyar o enfrentar una corriente colectiva. En buena medida, aliviar a Chamorro de las dificultades de su sexo era implicarme en una batalla enojosa, tonta e inútil, en torno a algo que apenas me estimula. Muchos de mis compañeros estaban en contra de que permitieran a las mujeres ingresar en el Cuerpo. A otros les gustaba que su pareja de patrulla se llamara Mónica y oliera a otro tipo de colonia. Yo no busco mujeres en el puchero del que como y no taso en más o en menos a un amigo o a un enemigo por la postura en que orina. En aquella circunstancia eso me hacía partidario de nadie y beneficiario de nada. No obstante, le dije a Chamorro:

– Eres lista y trabajas desde el principio con la cabeza. Cuando Zaplana llevaba once meses sólo sabía desfilar y pegar taconazos. Si él es comandante tú puedes ser capitán general. Sólo hace falta que no te tengas lástima antes de tiempo.

– ¿Puedo hacer una pregunta, mi sargento?

– Más de una, si te place.

Chamorro eligió las palabras:

– ¿Solicitó usted, quiero decir, fue su iniciativa que yo le acompañara para este caso?

– No -contesté, rápido.

– Ya veo.

– No, no ves -la corregí-. Primero: no me gusta ir acompañado. Una manía o lo que quieras. Segundo: ahora que voy viendo cómo está esto, creo que al margen de lo que a mí me apetezca, no es malo que haya una chica en el equipo investigador. Tercero: yo prefería a Salgado, porque al primer golpe tiene más gancho que tú y porque ha trabajado más. Cuarto y último: Pereira quería darte una oportunidad, y si yo llevara su estrella en el hombro habría hecho exactamente lo mismo, porque no tienes por qué dar peor resultado que tu compañera y si no te dejan nunca vas a demostrarlo. Y eso es todo lo que hay que ver al respecto. Podrás acusarme de otra cosa, pero no de que no te lo expuse con franqueza.

– Desde luego.

– También te conviene saber que mientras estés conmigo el que se meta con lo que haces o con cómo lo haces me está escupiendo a la cara. Te aseguro que cuando me escupen a la cara no tengo piedad, hasta donde puedo permitírmelo. Creo que eso resume tu situación actual, frente a mí y frente a los otros.

– Entendido, mi sargento. No volveré a hablar del tema

Hubo un breve rato de silencio. Deduje que Chamorro tenía el apoyo que necesitaba y que una vez más me las había arreglado para cumplir con mi deber sin necesidad de mentir demasiado. Cuando un hombre tiene que abusar de la mentira para cumplir con su deber puede estar seguro de que anda equivocado de verdad o de deber.

Ya discurríamos por las primeras casas de la urbanización. La orografía del terreno la componían una serie de colinas no demasiado pronunciadas que se sucedían hacia el mar. Salpicando las colinas, con una densidad variable, había chalets blancos y casas de color arena, siempre con ventanas verdes. Las calles estaban en relativo mal estado y las edificaciones, salvo algunas excepciones, tampoco ofrecían un aspecto excesivamente boyante. Todo tenía aspecto de haber sido construido hacía treinta años. Al fondo las colinas morían en los acantilados que daban al mar. Entre estos acantilados se abría una depresión en cuyo fondo se dejaba adivinar una de las calas, o sea, la playa. Interrumpiendo mi examen, Chamorro reanudó la conversación:

– ¿Y qué le ha dicho el brigada? Si puedo saberlo.

– Claro que puedes. Y merece la pena que estés al corriente. Perelló es un tipo largo, y tiene ideas.

– ¿Qué ideas?

– Que no fue Regina.

– ¿Por qué?

Le resumí.

– ¿Y qué vamos a hacer? -preguntó.

– Nuestro trabajo. Empezamos como si nada, y a ver hacia dónde se tuerce. La casa que nos han alquilado está en la misma calle que la del crimen. He quedado con Perelló en ir a visitarla mañana temprano, cuando no nos vea nadie. Hoy tenemos todo el día por delante. Vamos a la playa, comemos en el restaurante, nos echamos la siesta y por la noche nos damos una vuelta por el pub de la urbanización y luego nos alargamos hasta Abracadabra. Eso es todo lo que puedo planear hasta aquí. Luego, Dios dirá, y por si habías pensado que soy como Pereira, se admiten sugerencias de las guardias segundas. Para empezar, no vuelvas a tratarme de usted. O nos ponemos de una vez o vas a decirme mi sargento cuando me pidas el bronceador.

– Como quieras.

Chamorro se había soltado el pelo. Llevaba la ventanilla abierta y su media melena ondeaba al aire. No pretenderé que parecía una estrella del pop, pero al menos dejaba de recordar a una institutriz. Algunos de sus gestos, incluso, tenían un aire de insinuada y sorprendente sensualidad. Por ejemplo: se mordisqueaba el meñique de la mano derecha y al hacerlo dejaba, calculé que por inadvertencia, que le asomara la punta de la lengua entre los dientes. El verano obra un extraño efecto sobre las personas. Como si al desmantelar el envoltorio indumentario con que se parapetan durante el invierno se desmantelara también un poco la cáscara moral. Debajo de ella Chamorro, a pesar de sus rubores o su circunspección, y a despecho del aparato de convenciones que a ella le había puesto encima un uniforme de servidora del orden y a la asesinada le afeaba las costumbres, era más semejante que opuesta a Eva Heydrich, infortunada seductora de ginecólogas maduras, bañistas, macarras y púberes despistadas.

Entonces intuí que mi ayudante no iba a ser incapaz de comprender a la víctima y al criminal, y desde ese momento empecé a admitir que era posible que llegara efectivamente a ayudarme a resolver aquel revoltijo del que en mala hora me habían hecho responsable.

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