Capítulo 3 UNA VÍCTIMA PROMISCUA

Me encontré con Chamorro en el aeropuerto. Me fui hacia ella y la saludé con un beso de familiaridad que ella encajó más o menos como si Nosferatu le hubiera chupado la cara con la lengua chorreante de sangre.

– Un poco más de soltura, Chamorro, que somos pareja.

– Lo siento, mi sargento.

– Cuando nos oigan otros espero que te acuerdes de llamarme Luis.

– Descuide.

– ¿Has memorizado todos los datos de los dos?

– ¿A qué se refiere con todos?

– Los que la gente normal suele recordar. Nunca sería necesario que te supieras un número de la Seguridad Social, por ejemplo. Eso no se lo sabe nadie, ni siquiera el suyo. Tampoco pasa nada si te olvidas de mi DNI. Pero mi supuesto apellido, dónde trabajo, todo eso debes sabértelo.

– Desde luego.

– Bien. Vamos a facturar el equipaje.

Chamorro vestía una ropa bastante sobria, aunque no totalmente inverosímil. También llevaba medias. Antes de llegar a los mostradores de facturación, le ordené:

– Cuando dejemos el equipaje pasas al servicio, te quitas las medias y las echas por el váter.

– ¿Cómo?

– Por el váter. Las medias. ¿Has visto a alguien que vaya de veraneo con medias? Si no pones atención esto va a ser difícil, Chamorro.

– Lo siento.

Chamorro era una profesional puntillosa y la hería que la corrigieran. También era púdica y no debía gustarle que un hombre la aconsejara sobre la desnudez de sus piernas. Pero cuanto antes se enterara de que no había ido a parar a un mundo de caballeros, como le habría pasado si hubiera conseguido ingresar en la Escuela Naval, menos posibilidades tendría de malograr lo que íbamos a hacer.

El avión salió puntual. Lo bueno de los vuelos de madrugada es que a esa hora no hay congestiones en el tráfico aéreo. Nos habían sentado en una fila de a dos asientos y a nuestro alrededor todos dormitaban. Mientras ascendíamos hacia el firmamento estrellado me dirigí a Chamorro:

– Estás al corriente de los hechos, me imagino.

– He estudiado la documentación que ha llegado de Palma esta mañana.

De que Chamorro era una chica estudiosa no me cabía duda. Pero eso no era lo que me interesaba. Con una brutalidad deliberada, declaré:

– Todo apunta a que la vieja se cepillaba a la muerta o la muerta a la vieja, que el orden no altera el producto. Esas relaciones son problemáticas y sobre todo cuando hay diferencia de edad. Por otra parte el arma homicida tiene las huellas de la vieja. Así que vamos con una hipótesis. ¿Sabes lo que significa eso, Chamorro?

– Creo que sí -dudó, ruborizándose.

– Significa que lo más posible es que las cosas pasaran de la manera en que parece que pasaron, pero no que no puedan haber pasado de otra manera. Ni más, ni menos. O sea, que salvo que nos demos de narices con algo raro, la vieja es la asesina y nosotros la empapelamos. Pero si nos tropezamos con algo raro, ya podemos tener mucho cuidado en seguir creyendo que es a la vieja a la que hay que empapelar, porque la estaremos cagando y bien.

– ¿No cree que fuera ella?

– En este momento, Chamorro, no tengo ningún elemento de juicio que me permita pensar en otra persona. Es más, apuesto 99 a 1 a que será la vieja y a que dentro de una semana estamos de vuelta. Lo que ocurre es que hasta ahora no dispongo de ninguna impresión que haya obtenido por mí mismo. Somos militares y la disciplina es para nosotros una virtud, pero eso no quiere decir que debamos oler con la nariz de otro. Hay que afilar la nariz de uno, y la única forma es desconfiar de lo evidente.

– Pero el comandante…

– Eso es lo que quería saber, hasta qué punto vienes con el terreno comido por lo que te ha dicho el comandante. Me atrevo a darte un consejo, querida, y no por lo que llevo en la hombrera y tú no llevas, sino porque soy más viejo que tú. Procura enterarte bien de lo que quieren tus superiores y mátate por conseguirlo, pero consíguelo como mejor te parezca a ti, y no como les parezca a ellos. El comandante quiere al asesino y se lo vamos a dar. El procedimiento es cosa nuestra, dentro de los límites que nos impongan.

Me pareció que Chamorro se despistaba.

– No pienses cosas raras, mujer. Sólo es cuestión de no relajarse y no creer que lo llevamos todo hecho. Es una higiene mental. Las dos o tres veces que he metido la pata hasta la ingle ha sido por confiarme.

– De acuerdo, mi sargento.

– Bien. Aparte de eso, hay un punto importante.

– ¿Cuál?

– ¿Te gustan las mujeres, Chamorro?

Mi subordinada enrojeció todavía más de lo que ya había ido enrojeciendo a lo largo de la conversación. Abrió la boca y no emitió ningún sonido.

– No me importa si te gustan o no -aclaré-. No voy a censurarte. Ni siquiera espero que me contestes ahora. Lo que espero es que si alguien te vuelve a hacer esta pregunta le eches cara y sueltes lo que te parezca, verdad o mentira, pero sin ponerte colorada. No te pongas colorada más que cuando te interese por alguna razón. Tenemos que tratar de introducirnos en el ambiente en que se movía la víctima y a lo mejor allí hay que hacer de lesbiana. Si llega el caso, te toca a ti, porque yo resultaría poco convincente. No temas, tampoco tienes por qué acostarte con nadie, salvo que te apetezca y no perjudique la investigación.

Chamorro tragaba saliva.

– Di algo, mujer, no te lo tragues.

– Si me apetece o no acostarme con quien sea es asunto mío, mi sargento.

– Vale, es un comienzo. Pero sonríe, que no parezca que te han ultrajado. Eres una poli, no una catequista.

Reconozco que el comentario tenía una saña calculada. Alguien me había dicho, ignoro si con o sin fundamento, que Chamorro, antes de sucumbir a su vocación militar, había tocado la guitarra y desarrollado algunas otras colaboraciones indefinidas en su parroquia. Por la cara que puso, me inclino a pensar que el chisme era de buena tinta.

A las siete y media de la mañana, de acuerdo con las instrucciones, estábamos en el despacho de Zaplana. El comandante se había lavado la cara y humedecido el pelo para peinárselo, pero con ello no había alcanzado a borrar las huellas de la que no debía haber sido una buena noche. Su mal humor era más que notorio.

– Pasa por ser un experto, sargento, así que no hará falta que le diga lo que tiene que hacer. Le pondré en antecedentes de lo que hemos averiguado hasta el momento. El caso está bastante claro, pero nos falta terminar de ensamblar todas las piezas. Ahí entra usted. Sólo circulando de incógnito por donde circulaban los protagonistas podemos conseguir que se suelte la lengua de cierto tipo de personas.

– ¿Han conseguido establecer las relaciones de la sospechosa o de la víctima?

– Hemos sabido a dónde iban las dos, cuando salían. En cuanto a la víctima, era muy aficionada a la playa. Al principio iba a la que usan todas las familias, pero después de un par de incidentes por su alergia al biquini decidió cambiar.

– ¿Eso quiere decir lo que supongo?

– Quiere decir que la chica se ponía en pelota picada en medio del sembrado de tortillas y que entre los tipos que no dejaban de comérsela con los ojos y las mujeres que murmuraban acabó prefiriendo una playa nudista.

– Ya.

– Su vida nocturna era agitada. En la urbanización donde vivía hay un par de garitos y la conocían en los dos, al contrario que a la vieja. A ésta sólo la conocían en un club que pertenece a otro complejo turístico del este de la isla, a unos veinte kilómetros. El nombre es indicativo: Abracadabra. En este club también les sonaba la cara de la difunta, pero no se mostraron demasiado comunicativos con mis hombres. Siempre hemos sabido que allí pasan mierda y venden tabaco de contrabando, poca cosa en resumen. Hemos tratado de hacer ver que nos la suda, con perdón -se excusó ante Chamorro-, pero para ellos debe ser importante.

– ¿Qué tipo de mierda?

– Pastillas, diseño y a lo mejor un par de días al año cocaína. Si cerráramos todos los sitios así no habría donde tomar una copa. No somos tan gilipollas, pero ve a explicárselo a ellos.

– Podría coaccionarles, hacerles ver lo que sabe y sugerirles que sólo si colaboran no tendrán problemas. Tampoco le cuesta mucho.

– Prefiero hacerme el loco directamente, sargento. Tampoco sé si voy a sacar algo, y con la que está cayendo lo último que se me ocurre es hacer tratos con droga de por medio, aunque sea un cuarto de gramo.

– Así que la sospechosa sólo iba a Abracadabra -retomé el hilo-. ¿Han preguntado por la víctima en otros sitios de ese complejo?

Zaplana asintió.

– Sí. Según hemos comprobado, allí atracó el yate en el que vino, y se movió bastante con la gente que la acompañaba, un par de parejas de italianos. Luego fue sola un par de noches.

Me dio la sensación de que a Zaplana no le interesaba demasiado nada que no fuera en la línea de su hipótesis, pero me vi obligado a observar:

– Convendría saber dónde estaban los del yate la noche de la muerte, para despejar el paisaje.

– La entrada del yate en su puerto en Italia está registrada esa misma mañana.

– Me refiero a los ocupantes, no al yate.

– Podemos comprobarlo -aceptó, con desgana.

– Otra cosa, mi comandante.

– Adelante.

– ¿Qué le han contado de la víctima en esos otros sitios a los que iba?

Zaplana suspiró.

– Eva no era una chica formal, sargento. Por lo visto, se enredaba con lo que fuera, llevara lo que llevara entre las piernas. No digo que anduviera desesperada. Tenía mucho éxito. Podía elegir. Y el gusto le variaba de una noche a otra. Sin embargo, siguió viviendo con la vieja. Ésta se debió enterar de algo y no pudo asumirlo.

Medité lo que iba a decir.

– De todas formas, mi comandante, esa variedad de relaciones también puede ser un inconveniente.

– No le sigo -replicó Zaplana, con visible incomodidad.

– Tenemos un revólver con unas huellas y eso sólo apunta a una persona y nos facilita las cosas. Pero por otra parte tenemos a una víctima promiscua y eso no viene tan bien, porque apunta a un cierto número de gente a la que pudo inspirar malos pensamientos.

– No vivía con los otros. Vivía con la vieja.

– Eso no es decisivo.

Ahora Zaplana sí que estaba irritado, pero percibí que no era conmigo, sino con la vida en general y con su tarea en particular. Fue un gesto de nobleza por su parte tratar de contenerse y no echármelo a mí encima, lo que muy bien habría podido hacer sin consecuencias.

– De acuerdo, sargento -dijo, con cansancio-. Tiene razón. No voy a decirle cómo hacer su trabajo ni puedo obligarle a que descarte pistas que considere no descartables. Sólo le digo que tenemos una buena explicación y le confieso que si puede confirmarla se lo agradeceré más que si me toca los cojones jugando a los detectives. Entiéndame. No le amenazo. Sólo le ruego que si se aparta del camino que le han marcado procure estar bien seguro de que tiene motivos sólidos.

– Creo que capto la indicación, mi comandante.

– Mejor. Ahora hablemos de intendencia.

Sacó un par de llaves y las puso sobre la mesa.

– Aquí tienen las llaves del coche y las de su chalet. El coche está abajo y el chalet localizado en un plano que hay en la guantera. Tardarán más o menos una hora en llegar, desde aquí. En la casa hay comida, lo indispensable. Si no les gusta o no les basta compren lo que les apetezca. Antes de ir al chalet, pasen por el puesto, en el pueblo. El brigada Perelló está al mando. Es un buen profesional y conoce la comarca. Nació allí. No se pone nervioso, así que puede confiar en él y pedirle toda la ayuda que necesite. La gente que tiene es bastante joven y no toda buena, pero se manejan.

– Trataremos de no ir mucho por el puesto.

– No se preocupe. El pueblo está en el interior y la gente que vive allí tiene poco trato con los de las playas. Si van al puesto dudo que se encuentren con nadie que vaya a estropear nada reconociéndoles.

Cuando ya nos despedía, después de dudarlo durante unos minutos, el comandante me apartó hacia un rincón y me hizo una confidencia:

– Hay un par de personas con las que debemos tener cuidado. Una es la juez. Una niñata de mierda que se ha pasado dos años sobando libros y que se cree que eso le ha hecho ser algo. Ni puta idea. Aunque oficialmente estamos bajo sus órdenes, yo iré decidiendo lo que le hacemos saber. Para que se haga una composición de lugar, levantó el cadáver antes de que llegáramos. Parece que se le revolvió el estómago.

– Están las fotos. Y el informe dice que la examinó el forense.

– Las fotos son insuficientes. Las hizo Perelló, que no tiene experiencia en estas cosas. Y lo que vio el forense lo habría podido ver mi abuela. El otro de quien tiene que cuidarse, y éste sí que es peligroso, es el capitán Estrada. No se relacione nunca con él, trate sólo con Perelló. Estrada es una desgracia, un imbécil que me he tenido que comer yo porque no debía haber nadie más en el Cuerpo a quien dar por culo. Si le molesta me avisa inmediatamente. No tiene ninguna autoridad en el caso, y me he ocupado de dejárselo bien claro, pero no me extrañaría que no hubiera entendido.

– A sus órdenes, mi comandante.

Zaplana se me quedó mirando. Me esforcé por adivinar lo que le pasaba por la cabeza, sin resultado alguno.

– Oiga, Bevilacqua -me soltó al fin-, ¿cómo demonio es que se llama Bevilacqua? Si no es indiscreción.

Rara vez había tropezado con alguien que fuera capaz de pronunciar dos veces mi apellido con relativa solvencia en un intervalo de dos segundos. Pero al comandante le coloqué lo mismo que a todo el mundo, una historia corta y no exactamente cierta, cuya principal virtud es desanimar al curioso a seguir preguntando:

– Mi padre era uruguayo. Nos abandonó cuando yo tenía año y medio.

Zaplana alzó las cejas.

– Ah. Lo lamento.

– No se preocupe.

– Bueno, una última cosa. -Cambió de asunto, con cierto embarazo-. ¿Qué tal es la niña?

– ¿Chamorro? La número dos de su promoción. Su padre es coronel de Infantería de Marina -agregué este detalle en la certeza de que a Zaplana no le dejaría indiferente-. Puede confiar en ella. Lo hará bien.

– Me parecía demasiado joven. En confianza, esto de ponerle uniforme a las mujeres no me acaba de convencer. Aquí hay una a la que se le marcan las bragas debajo del pantalón. Me tiene a toda la tropa perturbada y me apostaría una mano a que la tía disfruta con eso. Claro que no hay que tener prejuicios. Si dice que ésta vale será así. También me imagino que a Madrid les mandan a las mejores. Buena suerte, sargento.

– Gracias, mi comandante.

Me reuní con Chamorro. Mientras bajábamos hacia el coche, traté de ayudarla a relajarse:

– La próxima vez no estés tan callada, mujer. Es un comandante, no un ogro. ¿No tenías ninguna duda?

– No consideré que debiera hablar, mi sargento.

– ¿Qué opinas? Ahora puedes hablar con libertad.

Mi subordinada me miró, se sonrojó y a pesar de todo osó revelar lo que andaba pensando:

– Creo que no lo hizo la sospechosa.

– Vaya. Eso es sorprendente. ¿Y por qué lo crees?

– La víctima medía uno ochenta y cinco y pesaba casi setenta kilos. La sospechosa, de acuerdo con la descripción, no mide arriba de uno sesenta y cinco, y tiene casi sesenta años. A la víctima la arrastraron y colgaron cuando ya estaba muerta. Por las habitaciones en las que se encontraron rastros de sangre, fue arrastrada no menos de veinte metros. He estado pensando todo esto mientras usted hablaba con el comandante. Cuando lo leí no dudaba que la sospechosa la hubiera matado y no me llamó la atención. Pero ahora que parece haber otras posibilidades, lo que empieza a resultarme difícil es que pueda haberlo hecho esa mujer.

– No sabemos lo fuerte que es ni su estado de salud. Te pasmarían las proezas físicas que pueden realizarse en una situación apurada.

– A pesar de todo, mi sargento.

– Está bien. Supongamos que no lo hizo Regina. Lo hizo otro, a quien en principio le debe convenir que nosotros pensemos que fue Regina. Uno: ¿por qué colgó el cadáver, lo que, como bien acabas de exponer, puede movernos a dudar de que nuestra sospechosa sea la autora? Dos: ¿por qué se ha esfumado Regina?

Chamorro caviló empeñosamente. Pronto comprobé que ésa era la forma en que cavilaba siempre.

– Si ese otro actuó en connivencia con Regina, ella pudo pedirle que hiciera algo que la excluyera.

– Claro, como matarla con una pistola llena de sus huellas dactilares.

Chamorro buscó una salida:

– Hay que tener en cuenta que la sospechosa no ha aparecido. A lo mejor no es por su voluntad.

– Insinúas que pueda estar muerta o secuestrada. Las dos cosas me parecen improbables. Si estuviera muerta habría aparecido colgada con Eva. Y los secuestradores no matan tan expeditivamente como mataron a la austríaca.

Chamorro se rindió:

– Supongo que es demasiado pronto para querer ir tan lejos.

– No, Chamorro. Está bien que trates de llegar al final en cada momento, y el intento es válido. A mí tampoco me encaja que Regina colgara a nuestra larga y pálida Eva. El caso es que eso es lo único que no me funciona del todo y encuentro maneras más o menos forzadas de solucionarlo. Pero si hay más cosas que no me funcionan a lo mejor me va costando más resolverlas. En ese caso tendremos que darle un disgusto a nuestros dos comandantes. Por ahora, haremos caso del consejo de Zaplana. Reza por que podamos endosárselo pronto y sin mucho esfuerzo a Regina Bolzano.

– ¿Ha cambiado de opinión, mi sargento?

– Te digo que reces por eso. El sexto sentido con el que siempre me huelo la desgracia me dice que ya podemos irnos preparando. Me temo que Eva Heydrich era una de esas personas que tienen el don precioso de hundirlo todo a su alrededor.

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