Aparte del informe que redactamos Chamorro y yo y de mi testimonio en el juicio, sólo reconstruí otra vez la íntegra secuencia de los hechos. Fue para el brigada Perelló. Tan pronto como volvimos de Menorca y hubimos liquidado los trámites, lo que nos llevó unas cuantas horas, le encargué a Chamorro que arreglara nuestro regreso a la Península y yo me dirigí en el coche al pueblo. Llegué al puesto cuando ya caía el sol y allí sólo estaban Quintero y Barreiro. El brigada, me dijeron los guardias, estaba en un bar de la plaza al que solía ir a jugar al truc todas las tardes. Le encontré en la mesa con otros tres, de paisano, y me pareció más viejo que de uniforme. Aguardé a que terminara mientras saboreaba un recio pero decente whisky nacional. El brigada, que me había visto, hizo por abreviar la partida sin ofender a sus compañeros de mesa. Luego se reunió conmigo.
– ¿Listo? -interrogó.
– Sí. Ahora sí.
– ¿Vuelves a Madrid?
– Mañana, en el primer avión que salga. O quizá en el segundo. Antes de marcharme me gustaría hablar con alguien. Pero primero tengo una deuda contigo que no quería irme sin saldar.
– ¿Qué deuda es ésa?
– La deuda es contarte por qué detuviste ayer a la juez y agradecerte todas tus orientaciones. No sólo no te equivocaste en una sola que ahora recuerde, sino que gracias a ellas pude encontrar la luz que me hizo falta para arreglar mis desatinos.
– Exageras.
– No exagero. Fue un crimen inútil perpetrado por un cualquiera, como sospechaste. La mataron fuera de la casa, como seguiste creyendo cuando yo ya me había dejado despistar. Y pusieron las huellas de Regina en el arma para incriminarla, como trataste de hacerme ver. Pero no sólo quiero agradecértelo. También quiero pedirte un último favor: que te olvides de los años y los grados que hay entre tú y yo y me hagas el honor de emborracharte conmigo. Tengo remordimientos que lavar y no se me ocurre nadie mejor para que me absuelva.
– Qué remordimientos -me corrigió-. Lo has arreglado tú solo. Los jefes pueden darse con un canto en los dientes. Cualquiera tropieza alguna vez, y desde luego ellos no tienen autoridad para echártelo en cara. Más bien tendrán que felicitarte. Ellos estuvieron perdidos todo el tiempo.
– No es el juicio de los jefes el que me importa. Traicioné mis principios. Eso es lo más imperdonable. Sobre todo por lo que me duele el orgullo. Si no hubiera sido por chiripa, porque el caso le tocó precisamente a esa juez y tuvo que ver a Regina, no habría podido rectificar. Andrea y Enzo se habrían largado, Raúl se habría muerto drogado o en un accidente de tráfico, la juez, mejor o peor, habría enterrado en su memoria el incidente, y habrían procesado a quienes no lo hicieron. Tal y como funciona la justicia, los habrían condenado con un ochenta por ciento de probabilidades. ¿Y sabes lo que más me revienta? No haber sospechado en ningún momento de Enzo, con todas las pistas que tuve. No sólo era a la vez lo bastante fuerte y lo bastante idiota como para colgar a Eva del travesaño. Hacía pesca submarina. Un lanzador de arpones no es lo mismo que un revólver, pero requiere pulso, y darle a algo tan escurridizo como un pez, puntería. Además, tenía la personalidad justa, y profesaba a Andrea una devoción peligrosa, sobre todo teniendo en cuenta el comportamiento de Andrea. Su aparente mansedumbre era la típica represión de un rencor interior. Esa gente es la que luego es capaz de la mayor brutalidad.
Perelló puso la mano en mi brazo y lo apretó con afecto.
– No puedo emborracharme, Vila -se excusó-. Tengo alto el ácido úrico. Pero puedo tomar un coñac mientras me lo cuentas todo.
Nos sentamos en una mesa apartada. Con mi whisky de refresco en la mano, inicié para el brigada mi resumen. Previamente, le puse en antecedentes sobre la segunda versión de las confesiones de Regina Bolzano y sobre los azares que habían reunido a la juez con Raúl, los dos italianos y Eva Heydrich en la playa. Con esto llegábamos, más o menos, al instante en que Regina estaba apuntando a Eva ante Raúl y la juez, sin atreverse a disparar.
– El que le dio a Regina en la cabeza -proseguí-, no fue otro que Enzo. Se había acercado por detrás y la suiza no había podido oírle porque la arena apagaba el ruido de sus pasos. Traía una barra de hierro del coche, y no dudó en emplearla. El hecho es que también parecía lo más pertinente: que Regina no iba a disparar, sólo lo sabía ella misma. A eso siguió un cierto desorden. Eva corrió a comprobar el estado en que había quedado su anfitriona, la juez y Raúl se quedaron clavados en el sitio, y Andrea y Enzo se inclinaron sobre el cuerpo exánime. El golpe debió de ser fuerte. Regina sangraba y no recobró el conocimiento. Eva se puso nerviosa y le reprochó al italiano su exceso. Andrea terció, intentando apaciguarla. Enzo se encogía de hombros y protestaba asegurando que la próxima vez dejaría que la matasen. La austríaca perdió los estribos y echó a andar sin rumbo. Andrea salió tras ella.
Mientras tanto, Raúl se había acercado y examinaba a la mujer tendida. Sin que nadie lo advirtiera, cogió el revólver. Cuando quisieron percatarse, estaba improvisando torpes malabarismos y apoyándose el cañón en la cabeza. La juez fue quien primero lo vio y dio el aviso. Enzo se quedó quieto y Andrea dudó. Pero Eva estaba menos sosegada. Le insultó y le exigió que cesara en aquella absurda demostración. Raúl debió de sentirse estimulado por aquello. Empezó a fanfarronear, preguntándole a Eva si tenía miedo. Ella le dio la espalda y le gritó que nadie podía tenerle miedo a un colgado baboso. Entonces Raúl decidió hacerse valer. Abrió el tambor del revólver y vació los cartuchos sobre su mano. Como no andaba sobrado de reflejos, esto le llevó algún tiempo, pero por alguna razón, nadie trató de impedírselo. Tiró a la arena todos los cartuchos, menos uno, que volvió a introducir en su alojamiento. Hizo girar el tambor y cerró otra vez el arma. La apoyó en su sien y apretó el gatillo. Todos se quedaron paralizados. No hubo detonación. Eva reclamó que alguien lo desarmara, pero nadie acertó a moverse. Raúl avanzó hacia ella, extendió el brazo y le preguntó si tenía miedo ahora. La austriaca no respondió. El borracho le deseó suerte y apretó el gatillo por segunda vez. Un estampido rasgó la noche y Eva cayó llevándose las manos al cuello. Mientras la herida se retorcía en el suelo, ni la juez ni Andrea dieron en hacer nada. Raúl había dejado caer el arma y abría y cerraba la boca como un retrasado. De pronto, Enzo tomó el control. Tenía el revólver que el otro había soltado en la mano y lo recargaba con los cartuchos que había recogido también de la arena. Apuntó y disparó un solo tiro. Eva Heydrich no se agitó más. Raúl sufrió un ataque de histeria que el italiano abortó de un puñetazo. Ahora, dijo, había que guardar la calma.
– Y se les ocurrió lo de la casa.
– Sí. Principalmente debió ser cosa de Enzo. La juez y Raúl no podían ayudar más que en los aspectos mecánicos. Andrea era más lista y tenía más agallas, pero estaba anulada. Todo había sucedido muy rápido y de un modo inexplicable. Sólo un inconsciente como Enzo podía adaptarse con la velocidad que hacía falta. Los demás obedecieron sus instrucciones y por eso debieron callar después. A fin de cuentas, Raúl no era dueño de sí y no había herido a Eva deliberadamente. No habría salido indemne, pero hasta que Enzo tomó su audaz iniciativa, allí no había habido mucho más que una terrible imprudencia. Quién sabe, el tiro del cuello era malo, pero quizá si la hubieran llevado inmediatamente a un hospital el asunto se habría quedado para Eva en el susto, y a cambio habría sacado una cicatriz de la que hubiera podido presumir.
– Así que consideras que el italiano fue el único asesino.
– Y los demás colaboraron para borrar las huellas. Tampoco demasiado bien. Hicieron desaparecer los casquillos de los dos cartuchos disparados, y otros dos de los no disparados, probablemente los que Enzo había vuelto a meter en el tambor. Pero un turista encontró otro de los cartuchos no utilizados en la arena y peinando esta mañana la playa ha aparecido el sexto. ¿Más fallos? Mientras Enzo impresionaba en el revólver las huellas de la desvanecida Regina Bolzano, alguien habría debido ocuparse de ir a su coche a coger las llaves de la casa. Cuando llegaron al chalet descubrieron que esa diligencia había sido omitida. Imagino que hubo una buena bronca entre aquellos amañadores aficionados, que debió resultar tanto más interesante si se tiene en cuenta el estado de excitación en que lo hicieron todo. Realmente debió sonreírles la fortuna para que ningún vecino advirtiera sus movimientos. Lo que sí borraron a la perfección fueron los rastros de sangre en la arena, y es de notar porque luego en la casa no fueron tan meticulosos y nos permitieron averiguar que Eva no había muerto en el salón. También fue de una gran finura, o cosa de auténtica suerte, calcular que el cadáver sería hallado antes de que la basura, con el revólver dentro, fuera recogida. Porque sacaron la bolsa al cubo. Es verdad que dejarla dentro de la casa habría sido poco verosímil, pero no termino de descifrar las cábalas que hicieran al respecto. Acaso sea sólo una muestra de retorcimiento o que cambiaron de idea y no haya que preocuparse demasiado. En cuanto al traslado del cuerpo, lo hicieron entre Enzo y Raúl, a quien la tragedia y el puñetazo del italiano debieron de sacudir de su embriaguez. Entre los dos pudieron pasar sin mucho sufrimiento a Eva por la ventana y colgarla del travesaño. La cuerda la llevaba Raúl en su coche, así que no descarto que la idea partiera de él. Pero en definitiva fue refrendada por el que mandaba, o sea, Enzo. Cuando se hable más despacio con los dos acaso sepamos qué pretendían exactamente con eso, que fue su gran error. No lo habían pensado desde el principio, sino que lo decidieron cuando ya estaban dentro de la casa, y debieron echar un rato en urdirlo. Desde que murió hasta que la colgaron, transcurrieron las tres horas que permitieron al forense certificar que Eva no había fallecido suspendida de la cuerda. Por lo que dice la juez, trataban de aparentar alguna ceremonia sádica, lo que tal vez la policía encajara sin mucha discusión con el carácter y las andanzas de Eva. Sencillamente, no pensaron que antes que amontonar posibles alternativas habrían debido elegir una única versión coherente que animara su escenificación. Inculpar a Regina y a un sádico forzudo a la vez sólo podía inducir a quien lo investigara a juntar las dos cosas y acaso no acertar a combinarlas. Ellos no podían contar con que existiera Lucas y con que nosotros nos apresuráramos a utilizarle para darle sentido a aquel revoltijo. Es cierto que Andrea y Enzo le conocían, pero no tenían idea de su conexión con Regina y mucho menos del plan del padre de Eva. Cuando los llamaron a declarar cargaron las tintas contra Lucas por lo que pudiera servir para alejar de ellos las sospechas y también ganar el tiempo que necesitaban para escapar.
– ¿Y cómo es que se quedaron tanto tiempo después del crimen?
– Intentaron irse. La explicación de por qué no lo hicieron es tan simple como contundente. En agosto, tratar de coger plaza en un vuelo a o desde Mallorca, sin tener la reservada un mes antes, es prácticamente imposible. Obligados a quedarse, procuraron hacer una vida lo más normal posible y mezclarse con otra gente. Así los conocimos Chamorro y yo.
Perelló meneó la cabeza.
– Lo grande es que, encima de no irse, hablaran de la difunta.
– Eso puede tener su motivo, si no su justificación. Primero, ni Chamorro ni yo sacamos el tema de forma que pudiera hacerles recelar. Segundo, está la psicología de los dos, sobre todo la de Enzo. Será digno de leer lo que escriba el psiquiatra cuando lo examine. Andrea fue más precavida y sólo cantó después de que lo hubiera hecho él. En cualquier caso, Eva no sólo dejaba una huella intensa en quienes la trataban. Era a medias una aventura y a medias una calamidad. Si se fija, lo que más le gusta a cualquiera exhibir ante otros son las aventuras, ciertas o fantásticas, y las calamidades. El afán de impresionar en una conversación es uno de los peores enemigos que tiene el ser humano y una de las causas más frecuentes de sus reveses. Ninguno de los que estuvieron mezclados con Eva, independientemente del carácter de cada uno y de lo mucho, poco o nada que le conviniera, dejó de contarlo cuando se le dio pie. Para la gente de la playa las extravagancias de Eva eran el acontecimiento del verano. Para muchos de los demás, el de su vida. Quizá si hubiera medido el efecto que lo que ella hacía sin darle trascendencia provocaba en los demás, habría estado en mejor posición para impedir lo que terminó pasándole.
El brigada tomó un sorbo de su copa. Lo hacía aproximadamente a intervalos de quince minutos y saboreaba el coñac, también nacional, por supuesto, como si fuera uno francés de quince años.
– Da la impresión de que la culpas -dijo.
– El de la culpa es un problema espinoso. Supongo que no hay nada que nos suceda que no hayamos merecido un poco. Piense en Eva. Podría haber prescindido de Raúl. Juraría que ni siquiera se divirtió con él. Ahora estaría viva y a lo mejor con alguien que sí la divirtiera. Pero por otra parte no hay nada que uno pueda evitar completamente. Eva no hizo nada para ganarse el odio de Enzo, o no lo hizo conscientemente. Y Enzo fue al final el ejecutor de su destino.
– Después de oírlo todo, Vila -juzgó Perelló-, entiendo menos que antes que te tortures. Era un acertijo endemoniado. Sólo hay un par de casualidades, pero sin ellas no había cristiano que pudiera descifrarlo. La pista de Lucas y la suiza era la que habría seguido cualquiera. Sobre todo después de cómo reaccionaron cuando los cogimos.
– ¿Y cómo iban a reaccionar? Les acusaban exactamente de lo que habían planeado, hacía días que habían roto cualquier contacto y no podían saber qué había confesado ni, sobre todo, qué había hecho el otro. Quizá Lucas perdió indebidamente los estribos cuando vio a Candela sentada en la misma mesa que Andrea en Abracadabra. Pero tampoco es inexplicable. Cuando se enteraron de la muerte de Eva, comprendieron, o mejor dicho, lo comprendió Lucas, que debían extremar el cuidado en esconder las relaciones que habían mantenido con la víctima. Candela cumplió menos, pero él sólo tuvo dos descuidos, que yo sepa: ser demasiado locuaz con Xesc y consentir en acompañar a Chamorro al puerto deportivo y a Abracadabra. Lo primero tampoco me consta que fuera un desliz demasiado grave. No estoy seguro de que la confidencia no se la hiciera antes de que Eva muriera, y aunque en ese caso, y a la vista de sus negocios con Regina, también le habría valido más morderse la lengua, no era lo mismo que con un cadáver encima de la mesa. Fue la rabia por el segundo fallo, avivada por el hecho de ver allí a Candela, lo que le desarboló. Andrea era testigo de su trato con Eva. Qué pudiera hacer o suponer la italiana, lo ignoraba, pero eso ya era demasiado. Creo que si no hubiera sido por esa circunstancia nunca me habría golpeado, ni aun después de provocarle. Es más, creo que no me habría dado ni siquiera la ocasión de que le provocara.
– ¿Y la suiza?
– Su conducta fue relativamente lógica. Qué ganaba con llamar a la policía y asistir a las investigaciones. Había tratado con un matón local para procurar ese mismo desenlace y no le constaba quién había disparado contra Eva. Podía haber sido el mismo Lucas, que había sucumbido sentimentalmente ante la muerta, pero lo último que podía hacer era acusarle a él, porque tarde o temprano saldría lo de sus maquinaciones y eso era tanto como atarse una piedra al pescuezo. Podía intuir que el asesino, Lucas u otro, era el mismo que la había dejado sin sentido y le había robado la pistola, pero no le había visto. Sólo había visto a dos personas a las que no conocía y a las que no podía identificar bien. Estaba en una situación tan precaria que cuando la pillamos y se vio obligada a construir alguna historia se metió en un túnel cegado. Sólo pudo barajar un trozo inofensivo de la verdad con todas las mentiras que hacían falta para ocultar sus relaciones con el padre de Eva y con el legionario. Bastante hizo con mantener la serenidad y no traicionarse de forma demasiado ostensible. Así y todo, hay que admitir que tuvo un rasgo de genialidad: disparó al aire cuando le hablé de Andrea, y ni ella ni yo nos enteramos de que había dado en el blanco.
– Desde luego, esa mujer no es lo que cualquiera habría pensado cuando esto pasaba por ser el arrebato de una amante despechada -evocó Perelló-. A pesar de todo, si se me pide opinión, sigo creyendo que el padre de la chica no anduvo muy listo utilizándola como agente.
– No he visto a Klaus Heydrich. Si tengo que atenerme a lo que Regina confesó, tampoco lo organizó mal. Vino a cerciorarse personalmente de que todo estaría en manos solventes. Le dio el contacto y urdió algo que debería recomendar cualquier manual de técnica criminal: hacer el trabajo lejos de donde radicaba el interés que lo exigía. Regina estuvo a la altura hasta que tuvo que asumir un papel que no se le había encomendado y para el que no estaba preparada. Hasta ahí, sirvió a los propósitos del austríaco, posiblemente contra su más íntimo deseo. Si el asesinato se hubiera producido tal y como había sido diseñado, estoy convencido de que Regina habría aparecido como una competente mujer destrozada ajena a todo, y habría salido del país sin dificultades. Quizá el mismo Zaplana, tragándose su antipatía por la vida irregular de la suiza, la habría acompañado a la escalerilla del avión y le habría expresado su condolencia y su pesar por no tener todavía una pista fiable de quién era el responsable del trágico suceso. Y mientras tanto, Klaus tan ancho en Viena, heredando.
– Así ha salido, al final -señaló Perelló, con sorna.
– Pues puede que sí. Aunque no hay duda de que cabe imputarle una conspiración para el asesinato. Si al final no fue esta conspiración la que acabó con su hija, no fue desde luego porque él desistiera. Sí desistieron Lucas y Regina, y eso les salvará el pellejo. Pero Klaus no.
– Y salvará el pellejo igual -pronosticó el brigada.
– No apostaré. Con una frontera de por medio, por mucha Unión Europea que haya, y habiendo caído quien en definitiva lo hizo, nada me parece más improbable que verle ante un tribunal. Si la Historia es el registro de antecedentes penales de los criminales que quedaron impunes, como dijo no sé quién, el bueno de Klaus ha pasado a la Historia. Por mucho que uno quiera engañarse, el mundo no es de los que se lo sudan, sino de los que gozan del favor de la ruleta.
Acompañé al brigada hasta su casa. Él no llevaba en el estómago más que su ceremonioso coñac, pero yo notaba en las profundidades del pecho el redoble debido a una cantidad inmoderada de agua de fuego. Antes de separarnos, Perelló, sin censurarme, hizo no obstante la comprobación que su talante riguroso le dictaba que tenía que hacer:
– ¿Podrás subirte al coche y llegar a Palma? Si no, te ofrezco una cama.
– Ya me he beneficiado demasiado de tu amabilidad, mi brigada. Iré despacio. Espero que la próxima vez que maten a alguien por aquí no te hayas jubilado.
– Yo espero jubilarme antes. No comprendo bien a la gente que hay ahora. La verdad es que no te arriendo la ganancia, sargento. Cuídate.
A la luz de la farola brillaban la frente ancha y los cabellos muy estirados hacia atrás. Lo dejé allí, despidiéndome con el continente suave y rotundo, ya para siempre irrecuperable, de los hombres de una pieza.