Capítulo 2 LA NOVIA, EN UN ARREBATO

Aquel maldito agosto me hallaba yo purgando la ocurrencia de haberme cogido de vacaciones la primera quincena, liviandad que era el primer año que mi antigüedad me permitía y que mi comandante no se había tomado la molestia de informarme que le incomodaba. Si lo hubiera hecho, me habría plegado como siempre a sus deseos y le habría ahorrado a él el trabajo de urdir una represalia y a mí la molestia de sufrirla.

La represalia en cuestión consistía en tratar de esclarecer unos homicidios bastante sórdidos, que ya no existía ninguna confianza en resolver y que tampoco importaba a nadie (salvo a una asociación de segunda, o sea, con poco acceso a la prensa) si se resolvían o quedaban impunes para siempre. Había pasado más de un año desde que un par de vagabundos, de paso por una comarca de cierta riqueza agrícola, habían sido despenados con un intervalo de quince días por el mismo procedimiento: atropello. Teníamos identificados los neumáticos, desde luego; un modelo que empleaban al menos ocho marcas de automóviles. Habíamos comprobado todas las reparaciones de chapa en los talleres de la comarca: arañazos o colisiones libres de cualquier sospecha. Habíamos establecido un censo de las personas que tenían algún reparo hacia los vagabundos: varios cientos o miles. Por lo demás no había testigos, ya que las dos muertes habían ocurrido de noche en carreteras poco transitadas. Encontrar un móvil era un ejercicio de fantasía. Reconstruir las relaciones de los dos sujetos exigía remontarse veinte años, que era lo que el más joven llevaba al margen de la sociedad. Por desgracia, disponemos de pocos arqueólogos competentes, pero tampoco creo que hubieran servido de nada. Mi hipótesis personal era que los dos habían sido víctimas de un chalado que andaba de veraneo por allí, o de alguien a quien le fastidiaba ver chusma en una comarca con buena renta per cápita y que carecía de los melindres que a los demás nos impiden procurar todas nuestras apetencias. Cuando un crimen es tan simple, tan espontáneo y tan lógicamente innecesario, todas las técnicas deductivas giran en el vacío. Hace falta un poli con olfato sobrenatural, pero ésos están todos muy ocupados rodando telefilmes en New York.

La idea del comandante era que yo me disfrazara de vagabundo y me paseara profusamente por la comarca, con preferencia por la noche, para tratar de averiguar si el asesino seguía por allí y con ganas de seguir moldeando el frontal de su coche a golpe de huesos de cristiano. Un trabajo indecente se mirase por donde se mirase. En la semana y pico que llevaba, ni había averiguado nada ni nadie había tratado de atropellarme, pero mis compañeros me habían detenido tres veces, a instancias del vecindario molesto por mi presencia, y en cuatro ocasiones había sido agredido por niñatos demasiado bebidos. Una de las noches los niñatos se habían entusiasmado bastante, la verdad. Ante el riesgo de que me encontraran el arma y tratasen de quitármela, había tenido que apuntarle a uno a la cabeza y hacerle ver que cuando su madre gritara llorando en el juicio que su hijo era un chico muy bueno y que yo era un asesino él ya llevaría un puñado de meses comido por los gusanos y no iba a poder escucharlo. La porción mayoritaria de la juventud está aturdida por los diversos estímulos que configuran su pujante cultura, desde el sonido máquina hasta el alcohol de garrafa, y a veces conviene ser brutal para que te entiendan. En resumen, que si a todo eso se añaden las consecuencias de una prolongada falta de higiene por exigencias del servicio, la misión era propiamente una mierda absoluta.

De ella vinieron a sacarme una tarde Gómez y Hermida, el cabo y el guardia que me detenían habitualmente cuando los vecinos se quejaban. Por cierto que Gómez ya empezaba a mosquearme, porque tenía identificada a la gente con la que jugaba al dominó y todos ellos me miraban con una sonrisita astuta. No me extrañaba que aquel cretino hubiera encontrado una manera del todo improcedente de darse pisto ante sus compañeros de partida.

– Levanta, basura -escupió Gómez.

– Tú no eres nadie para insultarme, aceituno.

– ¿Qué has dicho?

– Si me insultas yo te insulto. Tengo mis derechos y no estoy molestando a nadie. ¿Comprendes?

– Está bien. Documentación -se mordió la lengua Gómez.

Minutos después, en el coche, la conversación cambió de tono.

– ¿Qué pasa esta vez? -pregunté-. Otra vieja con el dedo rápido, supongo.

– No, mi sargento -repuso Gómez-. El comandante Pereira. Que se presente en Madrid inmediatamente.

– ¿Para qué?

– No sé más, mi sargento.

– ¿Podría hacerme un favor infinito, cabo?

– Usted dirá.

– Lléveme a donde haya una ducha y présteme un bote grande de algo que limpie. Gel, detergente, lavavajillas. Lo que sea.

Tres horas después estaba, aseado y uniformado, en el despacho del comandante, en Madrid.

– ¿Da su permiso, mi comandante?

– Pasa, Vila, y no te andes con hostias -me saludó Pereira, tenso pero sin alzar la voz; muy rara vez la alzaba-. Tengo a toda la familia en la piscina, esperándome desde hace dos horas.

– A sus órdenes.

Vila es la abreviatura de mi apellido para uso de mis superiores, compañeros e incluso inferiores. La versión completa, Bevilacqua, según tengo estadísticamente comprobado, resulta inasequible a las prestaciones lingüísticas medias de mis compatriotas. Qué se le va a hacer. Uno no elige ser hijo de uruguayo ni que su padre descienda de italianos. No voy a dar aquí referencia exhaustiva de mis orígenes, porque implicaría aclarar qué hacía mi madre en Montevideo en 1962, y eso, según se me ha repetido con frecuencia e indignación desde 1969, año en que regresó a su país conmigo de la mano, nadie de mi familia alcanza todavía a comprenderlo.

– ¿Alguna novedad en lo de los vagabundos? -dijo Pereira, sin mirarme.

– Sí. Hace dos días que nadie se mete conmigo. Me temo que la otra noche, cuando tuve que defenderme para que no me lincharan, me arruiné lo del incógnito.

– Bravo, Vila. La próxima vez que te vistas de mendigo olvídate la pistola.

– No creo que sea sensato, mi comandante. Si no la hubiera llevado me habría hecho papilla la naranja mecánica.

– ¿La qué?

– La naranja mecánica. ¿No vio la película?

– ¿Qué película?

En ese momento recordé que Pereira había tenido una educación bastante religiosa y que la película que trataba de hacerle recordar había estado prohibida y desde su estreno seguía firmemente desaconsejada por la Iglesia. Aunque el contacto con el mundo de los descarriados había engrosado el vocabulario del comandante y debilitado en cierta medida sus convicciones, le habían quedado algunas lagunas irremediables.

– Nada, no tiene importancia, mi comandante.

– Si te sientas y me concedes un minuto te cuento una cosita que sí la tiene. Aparcamos a los vagabundos por ahora. Te vas a Mallorca.

– Con todo respeto, mi comandante, no entiendo por qué se ensaña así conmigo. De haber sabido que no quería que me tomara las vacaciones en la primera quincena nunca lo habría hecho, se lo juro.

– Déjate de chorradas. Esto te va a divertir, y no es lo que te temes. No vas a tener que trabajar de camarero en el Club Náutico, si te olías eso. Ni siquiera es en Palma. Te mando a una cala no demasiado grande, en el este de la isla.

– ¿A quién le han dado?

Pereira se tomó su tiempo. Ya habían pasado las ocho de la tarde y debía estar hasta las narices después de un largo día, pero ahora venía el momento en que empezaba a disfrutar. Era de esa clase de gente que se aburre como un muerto hasta que le llega algún asunto turbulento y se ve en situación de dosificarlo ante quien sabe que está ansioso por conocer los detalles. He de reconocer que a mí también me atraen los asuntos turbulentos, y que después de diez días de aburrimiento casi constante no podía reprimir mi interés.

– La muerta es una austríaca, turista, o lo que fuera. Veinticinco años y estaba así de buena.

Pereira me echó un sobre con las fotos. En ellas se veía a la muerta suspendida de la cuerda y sobre la mesa de autopsias. El comentario de Pereira, aunque irrespetuoso, era pertinente. De todas las fotos de cadáveres que había visto en mi vida, ninguna me había ofrecido una sensación comparable. La belleza de la muchacha se sobreponía al horror de la muerte. Los dos balazos eran tan pequeños que si se entornaba un poco los ojos se tenía la impresión de estar contemplando la fotografía de una escultura un tanto macabra, de acuerdo, pero también sugerente sobre todo aspaviento. La piel de la difunta era de una blancura exagerada. Como luego hubo ocasión de confirmar por varios testimonios, no se debía a la falta de riego sanguíneo, sino que la había distinguido ya en vida. Otra cosa singular, para una austríaca, era que tenía el pelo negro como el betún, tirando a azulado.

– ¿Cuándo? -pregunté.

– Hace tres días. Se llamaba Eva Heydrich y había venido en un yate, desde Italia, hace un par de semanas. El yate volvió a su puerto la semana pasada y ella se quedó viviendo en el chalet donde la encontramos haciendo de péndulo. La colgaron del techo con una cuerda corriente, nada que ver con aparejos náuticos. El chalet fue alquilado por una suiza de cincuenta y ocho años llamada Regina Bolzano, que entró en la isla por avión procedente de Milán y que todavía no ha salido, que sepamos. Desapareció sin dejar dirección el mismo día del crimen.

– ¿Se sabe algo de quiénes eran?

– Poco, pero jugoso. Tres horas después de encontrarla, antes de que les llamáramos, los del consulado austríaco nos llamaron a nosotros. A instancias del padre. Se dedica a algún tipo de comercio internacional desde Viena y es más o menos millonario. La policía austríaca no tiene nada contra él.

– No me dirá que los del consulado ya sabían que estaba muerta.

– No. El padre estaba inquieto porque la niña no hubiera vuelto con el yate y tampoco le hubiera telefoneado.

– ¿Qué le contaron al padre los del yate?

– Nada demasiado raro. Que a la chica le había gustado la isla y había hecho amistades.

Como otras veces, me di cuenta de que Pereira me estaba examinando. Estaba dispuesto a soltarlo todo, desde luego, ya que me iba a enviar al avispero, pero se distraía averiguando si yo era capaz de irle sacando las informaciones que debía transmitirme. Llevaba trabajando con él unos tres años y no podía quejarse. Me debía una condecoración y un buen pedazo de los comentarios elogiosos que empezaban a atestar su hoja de servicios para impulsarle hasta el ansiado generalato. Pero siempre que podía se complacía en hacerme notar que no se fiaba de mí.

– ¿Y la suiza?

– Pasa en Mallorca largas temporadas. Siempre va a esa cala y la gente del lugar la conoce. Nunca ha causado problemas, aunque no parece resultarle demasiado simpática a nadie. Desde Suiza han tenido a bien comunicarnos que es o era ginecóloga y que carece de antecedentes. No tiene familia. Eso es todo, y gracias.

– ¿Nadie ha facilitado ningún dato acerca de su vida en la cala? Sobre sus actividades o sus aficiones.

Pereira me observó con una mezcla de aprobación y condescendencia. Lo de la condescendencia no me afectaba demasiado porque así miraba a todo el mundo. En la fotografía en la que el Director General le estaba imponiendo la cruz tenía la misma mirada.

– No tenemos noticia alguna de sus actividades, fuera de pasear o ir a la playa, y no demasiado. Cuando salía por la noche no paraba por la zona. La compra la solían ir a hacer las jovencitas con las que vivía. Ésa parece haber sido su principal afición y la maciza Eva parece haber sido la última. Un romance muy fugaz, pero de imborrables consecuencias.

– El arma es de poco calibre, un 22 o así -aprecié sobre las fotografías-. La han encontrado y es de la suiza, ¿no?

– No sé de quién es, porque no llevaba el nombre puesto. Pero sí estaba plagada de sus huellas. Apareció en la basura, con el tambor vacío. Poco profesional, ¿eh?

– Después de eso, sólo me queda una pregunta, mi comandante.

– Le escucho.

– ¿Para qué me envía allí, para que le ponga una guinda?

– Aproximadamente. El comandante Zaplana nos ha pedido ayuda. Es un asunto inconveniente en un mal momento. La isla está llena de teutones a la parrilla. La cosa ha salido con mucho ruido en sus periódicos, en los de los teutones, quiero decir. No es una bomba, que siempre haría más daño, pero se trata de uno de los suyos, o casi. Tenemos que liquidar el caso cuanto antes, dejando bien claro que el malo es uno de ellos al que se le ha ido la cabeza. Que sepan que el problema viene de su tierra, para que no lo extrañen, y que no les quepa duda de que la justicia funciona en este merendero gigante que tanto les quiere y les necesita.

– Bueno, si la cosa es tan fácil, con un par de guardias auxiliares sobraría.

– No te hagas la vedete, Vila. Zaplana se ha atascado con algo. Que le vendría bien alguna ayuda especializada para amarrarlo todo, dice. Para mí que no es el tipo de faena que su gente domina. El caso es que los superiores quieren un trabajo impecable y rápido. Juntar una montaña de pruebas y atrapar a la tía y dárselo todo bien envuelto al juez y a los periódicos. La patria te lo agradecerá.

– Ya veo. ¿Puedo esperar al menos alguna libertad para organizarme?

– No mucha. Zaplana tiene un plan y se lo hemos aceptado. Por cierto, te aconsejo que tengas cuidado con él. No es tonto el hombre, aunque sí un poco legionario y eso tiende a desorientar. Le han rechazado tres peticiones para irse de casco azul a los peores sitios.

Me preguntaba qué era lo que le había llevado a Pereira a sospechar en algún momento que aquello podía divertirme. Por un momento añoré la mugre y las palizas de los adolescentes ebrios. Al menos estaría en la playa, pensé para consolarme, y me esforcé por mostrarme resignado.

– Ardo en deseos de oír ese plan -dije.

– Te hemos alquilado un chalet. Vas a estar allí localizando testigos y husmeando por los sitios a los que la sospechosa y la víctima hayan podido ir. Pero no te doy más de diez días. Ése es el tiempo en que Zaplana se ha comprometido a cazar a la vieja. A ti te toca la otra mitad del pastel, las pruebas. Para completar tu camuflaje, irás con una agente. Simularéis ser una pareja de turistas hambrientos de emoción y os meteréis por donde Zaplana sospecha que se movían las dos. Al parecer eran adictas a la noche y a ciertos círculos de gente ambigua.

– Ya sabe que prefiero actuar solo.

– Y tú ya sabes que esto es la mili, Vila. Te llevas a Chamorro.

No lo podía creer. Chamorro era una cría de veinticuatro años que había intentado entrar en todas las academias militares para seguir la tradición familiar y que habiendo fracasado en el empeño se había conformado a regañadientes con ser guardia. No era del todo mal parecida, alta y medio rubia, pero la aridez de su trato le había granjeado como apodo una reordenación de las letras de su apellido que, en honor a la verdad, estaba más justificado por el truco fácil que por su nada ostensible orientación sexual. Más que masculina, era un poco seca y bastante tímida. Su buen número le había permitido elegir aquel destino y su expediente estaba repleto de méritos académicos, pero no tenía un año de experiencia.

– Yo preferiría a Salgado, si se me autoriza a hacer una propuesta al respecto.

– Todos preferís a Salgado. A ver si se casa de una vez con alguno y dejáis de hincharme las pelotas.

– No me malinterprete, mi comandante. No sólo es una chica despejada y está más curtida que Chamorro, sino que también es bastante más desparpajada y vistosa. Si hay que moverse en ambientes dudosos, no hay comparación.

– Si hay que moverse en ambientes de tortilleras, Chamorro es su pareja -se burló el comandante, con zafiedad.

– A las lesbianas, suponiendo que hubiera que lidiar con alguna, les gustan las mujeres igual que a usted, mi comandante. Piense quién le llamaría la atención de las dos. Pues igual a ellas.

Pereira frunció el ceño. Temí haber ido demasiado lejos.

– Si le parece poco vistosa, dígale cómo tiene que pintarse, elíjale la ropa o recomiéndele una esteticién. Pero no estoy dispuesto a que un elemento con posibilidades se quede para vestir santos porque a todos mis hombres les ponga más cachondos esa Barbie vestida de verde. Y ésta es una buena ocasión para rodar a Chamorro. Un asunto asequible.

Pereira había hablado con una extremada dulzura y me había tratado de usted. En su particular psicología eso significaba que la conversación había concluido y que si tenía en alguna estima mi sueldo y mis galones, tan modestos ambos, pero útiles para mi supervivencia, más me valía obedecer y callar.

– A sus órdenes, mi comandante -aullé. En la vida civil se desconocen las grandes ventajas que proporciona el trato rígidamente jerárquico. Es algo que a medida que se extiende la confusión social y moral en todas las esferas va quedando más y más olvidado. Pero la distancia de la relación jerárquica, sobre todo cuando se somete a algo superior a mando y subordinado (como pasa en el ejército, siempre), ofrece una adecuada protección y un grado importante de libertad. Que uno debe hacer lo que le salga de las narices al jefe, dentro de un orden, es un axioma que vale para cualquier actividad remunerada y muchas gratuitas. Pero, una vez constatada esa circunstancia, la defensa que de la propia intimidad y de la conciencia individual proporciona un sistema como el militar no tiene equivalente en la vida civil. Cuando uno le grita a su superior que está a sus órdenes lo pone a tres metros de distancia y desde esa seguridad, puede al mismo tiempo empeñar toda su alma en ensuciar la memoria de la madre que lo parió. Pereira no era mal tipo, y no llegué a ese extremo, pero si yo hubiera sido menos comprensivo muy bien habría podido hacerlo mientras estaba firme ante él.

– Zaplana te proporcionará el resto de los detalles -terminó Pereira, ahora con su suave antipatía habitual-. Preséntate a él mañana a primera hora. Sales en un vuelo chárter a las tres y media de la mañana. Si hay alguien armando alboroto en el aeropuerto no te asustes, serán los dos a los que hemos dejado sin plaza en ese vuelo.

– A sus órdenes -repetí.

– Te doy un chollo, Rubén. Lo hizo la novia, en un arrebato, y no tienes más que formarte un cuento consistente. Si eres rápido esto se verá y sacarás algo. Hemos hecho cosas más difíciles, por supuesto. Sin embargo, lo que vale al final es lo que sirve para contentar a los de arriba. Has trabajado bien estos años. Hace tiempo que esperaba que viniera algo así para dártelo. No falles porque no sé cuándo tendrás otra ocasión de lucirte como ésta.

Salí del despacho de Pereira meneando la cabeza. Era la primera vez en tres años que aquel hombre tenía un gesto conmigo. Y sobre todo, la primera vez que empleaba mi nombre de pila.

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