Capítulo 11 LA PISTA CHADIANA

Los chapoteos se prolongaron durante un tiempo que a Chamorro se le hizo largo y que a mí también me costó pasar, viendo cómo sufría la pobre. Cuando salimos del agua, Andrea le propuso jugar con las paletas, pero mi ayudante se negó. Sin duda la horrorizaba exhibirse en posturas tenísticas y probables escorzos, pero Andrea interpretó que la resistencia tenía otras causas, lo que visiblemente incrementó su interés y asentó nuestra posición frente a ella de cara a la investigación que nos incumbía. Tan pronto como Andrea, repelida por Chamorro, volvió a dedicarse a mí, quise iniciar, con toda la cautela, algunos avances en esa investigación. Sin embargo, la italiana estaba imparable. Primero me obligó a jugar a las paletas y luego me arrastró de nuevo al agua, donde me hizo nadar, llevarla a caballo y me prodigó su tumultuoso y desvergonzado cariño. Tras un rato de esto, retomamos las paletas y al cabo de cien o mil paletazos nos acaloramos y nos metimos otra vez en el agua. Así, del agua a las paletas y de las paletas al agua, transcurrió la tarde, y cuando el sol hubo bajado lo bastante como para que la estancia en la playa ya no resultara apetecible, me di cuenta de que, aunque trascendente en calidad, era bastante poco en cantidad lo que Andrea me había dejado descubrir. A cambio, había cometido actos por los que Chamorro jamás volvería a respetarme.

Por su parte, ella hubo de aguantar con estoicismo la compañía de Enzo. Al lado de Andrea resultaba un ser irrelevante, neutro, a ratos hasta nulo. Para aligerarle el trance, a media tarde aparecieron Rosina y Fabio. Una o dos veces vinieron junto con Enzo y Chamorro a bañarse con Andrea y conmigo, pero en general permanecieron más o menos al margen. Rosina y Fabio parecían sumidos en una especie de letargo. De vez en cuando Rosina besaba a Fabio en cualquier parte, en el costado o en la oreja, pero era como un tic, algo sin significado concreto.

Al fin, llegó el momento de irnos y Chamorro pudo cubrirse otra vez, lo que la alivió de forma indisimulable. Tampoco diré que yo lamenté enfundarme los pantalones, aunque sí que lo hiciera Andrea. Chamorro estaba bien, pero su ansiedad y mi deber me impedían disfrutar mirándola. Andrea era diferente. Su desnudez se exhibía tan plácida y airosa como el vuelo de una gaviota en el horizonte del crepúsculo.

Antes de despedirnos, Andrea se cercioró:

– ¿Nos vemos esta noche?

– No podemos -la informé.

– ¿Por qué?

– Tenemos otro compromiso.

– ¿Con quién? ¿Dónde?

– No lo quieras saber todo, Andrea. -Y la besé en la frente. Eso tuvo la virtud de desorientarla, y que a continuación le diera la mano a Chamorro y echáramos a andar hacia el coche la desorientó aún más.

– ¿Entonces aquí, mañana? -preguntó.

– Seguro.

Cuando Chamorro y yo estuvimos solos, protegidos por la intimidad del coche, mi subordinada exhaló un hondo suspiro.

– Al fin -dijo-. Ese Enzo es medio subnormal. Y no me quitaba los ojos del culo. -Y como yo sonriera, añadió-: A ti té hará gracia, pero es muy desagradable tener que soportar a alguien que sólo está atento a tu culo.

No había oído mal. Chamorro había dicho culo, dos veces, delante de su sargento. Estaba de veras irritada. Sobre la marcha, cambió de arma para atacarme y eligió otra vez a Andrea:

– ¿Y cómo es que no has quedado con ella para esta noche, con lo dulce que está? Me ha dado pena, la chica.

– Esta noche tenemos otros planes, si no los has olvidado. -Recobré la seriedad-. ¿Qué has averiguado con Enzo? Habéis tenido tiempo para hablar.

– Cuando no está borracho es menos útil. Hemos hablado sobre todo de submarinismo y windsurf. Hasta hoy yo no sabía nada, pero ahora podría sacarme los dos títulos. En toda la tarde sólo he encontrado dos detalles que nos puedan interesar. Uno: Algo ha pasado recientemente que ha deteriorado sus relaciones, las de ambos, con Fabio y Rosina. No sé qué clase de relaciones podían tener antes de salir de Italia, pero cuando los ha visto acercarse, Enzo me ha hecho notar que durante las vacaciones se han arrepentido de venir con ellos. Dos: Enzo está enamorado de Andrea, hasta el punto de resignarse a que ella se divierta con quien quiera. No te imaginas cómo os miraba.

– Bien. Esto empieza tomar una forma. Ahora hay que ver cómo encaja aquí Eva. Lo haremos mañana. Aunque esta noche avancemos respecto a Lucas. El que hayamos sido capaces de abrir dos frentes nos obliga a trabajar más, porque no quiero descuidar ninguno.

– Ah. ¿Y eso es todo? ¿Es que no me vas a contar cómo ha ido esa ardiente aventura? -protestó mi ayudante.

Procuré adoptar una expresión de gravedad.

– No estás en una telenovela, Chamorro. Buscamos a un asesino, no emociones ni chismes. Si lo que te interesa es lo que debe interesarte, o sea, los datos, puedo contarte que tenemos algo sobre lo que pudo haber entre Andrea y la víctima. Y algo más bien oscuro.

Repetí para ella lo que Andrea me había dicho y le participé una parte, que pretendí inteligible, de mis impresiones al respecto. No omití, ni en lo que a ella afectaba, las consideraciones de la italiana sobre el encanto de las mujeres altas y fuertes.

– En todo esto hay algo asqueroso -opinó Chamorro.

– Yo no sé si sería tan drástico.

– A ti no se te ha restregado Enzo por la espalda, como a mí Andrea.

– Es cierto. Y mentiría si dijera que eso me habría gustado. Pero siempre pensé que las mujeres eran más comprensivas con estas cosas.

– Yo no soy nada comprensiva, con estas cosas.

– Ya veo.

Chamorro quedó en silencio. Al cabo de medio minuto, volvió a hablar, con más precaución y más despacio:

– Mi sargento, debe prometerme algo.

– Debe ser algo gordo, cuando me restituyes el tratamiento.

– No contará a nadie nada de lo que ha pasado esta tarde.

Rehuía mi mirada y se sonrojaba por momentos. Nunca pude llegar a pensar que entre Chamorro y yo fuera posible una camaradería estrecha o una confianza absoluta, porque éramos muy diferentes, porque para alguien como ella resultaba muy difícil relajarse ante mí y porque para un hombre poco moderno y algo burdo como yo soy resulta más que complicado mantener una relación sosegada con una mujer demasiado atractiva. Sobre todo desde que la había visto en aquella playa de la forma en que la había visto. Pero en ese momento, en el que reclamaba, casi exigía, que aquel secreto para ella doloroso fuera guardado con celo, la sentí próxima como jamás antes la había sentido. No me costó complacerla:

– Te lo prometo. Ni aunque me lo mandara un juez y me amenazara con la cárcel.

Chamorro giró la cabeza y dejó que nuestras miradas se cruzasen.

– Gracias, mi sargento. Por la promesa y por lo demás. Ya que ha habido que hacerlo, me alegro de que haya sido con usted.

No quise darle vueltas a lo último para no correr el riesgo de malinterpretarlo. Así que traté de apartar su atención y la mía del particular:

– Olvídalo, Chamorro. Déjate de mi sargento y vamos a asegurarnos de que tenemos claro lo que vamos a hacer esta noche.

Aproximadamente a las once y media, después de la ducha, la cena y un exhaustivo repaso del plan y de las piezas que empezaban a amontonarse sobre la mesa, dejé a Chamorro en la puerta de Ardent.

– Voy a aparcar el coche donde no se vea mucho. Estaré por aquí, hacia la parte de atrás. De vez en cuando me asomaré. Suerte y tranquila. Sólo es un macarra de pueblo y le llevas la ventaja de que él no sabe quién eres tú.

Pese a este comentario despreciativo sobre Lucas, improvisado para animar a Chamorro, intuía que no convenía que me dejara ver más de lo imprescindible en el interior de la discoteca. Por mucha oscuridad que reinara allí dentro, me daba que Lucas era uno de esos sujetos a los que no se les escapa nada o casi nada de lo que se mueve a su alrededor. Si era verdad que había sido soldado y había peleado en una guerra, era pronto para que hubiera perdido la costumbre de estar en todo momento pendiente de quién hay detrás, delante y a ambos lados, cerca o en la distancia.

Mientras Chamorro se internaba en el local, yo fui a dejar el coche. Dentro de él cumplí la primera media hora de espera, sin que se produjera ningún acontecimiento reseñable. Después hice mi primera incursión, en la que constaté que mi ayudante estaba en la zona de la pista más próxima a Lucas. Ella bailaba y Lucas le hacía señas a las que ella respondía cada tanto. Todo muy pacífico. Fui a apostarme al sitio convenido y allí me dispuse a morderme las uñas durante otro tiempo prudencial.

Era la hora de mayor afluencia. La hora a la que se mezclaban los últimos adolescentes, los que ya conseguían arrancar de sus progenitores, al menos durante el veraneo, licencia para traspasar la medianoche, con los primeros trasnochadores libres y adultos. En otro sitio la coexistencia de ambas comunidades, por selección espontánea y quizá también por higiene social, habría sido impensable. Pero Ardent era la única discoteca de la urbanización, café solo para todos. Así los casanovas preseniles, metiendo adiposidades con furia, inconscientes aún de su ya exigua erogenia, podían hacerse ilusiones con las muchachitas, que los toleraban sólo en el raro y desventurado caso de que poseyeran un deportivo o una moto muchísimo mejores que los de algún joven disponible.

Entre el ir y venir de gente, localicé inesperadamente una cara conocida: la de la mujer escuálida pero abultada de busto que trabajaba en el restaurante; la misma que nos había relatado un accidentado encuentro con Eva, ocurrido la misma noche en que a la austríaca la habían echado de Factory La mujer no entró por la puerta principal, sino por una de servicio practicada en un lateral del edificio. Logré que no me viera. Me intrigaba lo que pudiera hacer allí no sólo por el detalle de su anormal procedimiento de acceso, sino por la prisa sigilosa con que se movía y sus ropas de trabajo y no de baile. Cualquiera que fuera el propósito que la llevaba allí, no era algo que pudiera explicar de forma satisfactoria a cualquiera que la interrogara.

Cuando ella hubo desaparecido, me quedé durante un rato repasando lo que recordaba de lo que me había dicho días atrás. Entre sus palabras se había deslizado algo anómalo, algo que yo había dejado pasar sin meditar lo suficiente. Esta sensación la tenía con bastante intensidad, pero era incapaz de precisar la causa exacta de mi extrañeza. Hice esfuerzos por localizarla entre la propia madeja del recuerdo y no tuve ningún éxito. Hasta que lo intenté por un procedimiento diferente. ¿Qué podía llevarla allí? Estábamos espiando a Lucas y lo primero en lo que se detuvo mi mente fue él. Entonces se hizo la luz. La cosa anómala era que aquella mujer había descrito la conducta de Eva ofreciéndole dinero como lo que se habría hecho con una negra del Chad. Si hubiera dicho una negra del Congo no habría tenido nada de raro. Era una referencia común para ese comentario racista, lo mismo que Guinea o Zambia o Gabón. Lo raro era hablar de un país como el Chad, que en primer lugar no es tan representativo del África negra y en segundo lugar resulta, por lo general, poco familiar para los españoles. Salvo para aquellos, como Lucas, que hubieran servido en la Legión Francesa en África. Dependiendo de la época, Chad podía ser para él mucho más que un nombre: podía haber combatido allí. La pista era sutil, pero sugería poderosamente la posibilidad de una conexión entre ambos. Y lo notable era que la mujer había dicho tener un marido que trabajaba en Factory, no en Ardent. Veinte minutos después de haber entrado, la mujer escuálida salió por el mismo sitio, con bastante menos prevención y un malhumor violento. Algunas horas después, cuando pude recibir el informe de Chamorro, supe que en esos veinte minutos había sucedido algo de lo que mi ayudante había sido parcialmente testigo y que confería una inopinada y sospechosa verosimilitud a la pista chadiana.

A medida que fue avanzando la noche, pude ir advirtiendo en mis ojeadas periódicas que la intimidad entre Chamorro y Lucas iba creciendo. Las dos últimas veces, ella ya estaba con él en la cabina de pinchadiscos, seleccionando la música y compartiendo su bebida. Me despistaban el gesto cálido del ex legionario y su apostura, para nada ruda o acanallada. Era un sujeto de fina y precisa elegancia, ya fuera natural o resultado de alguna instrucción sin duda ajena a la recibida en el cuerpo mercenario. Chamorro, por su parte, se mostraba bastante más suelta que la noche precedente. Quizá caprichosamente, imaginé que la tarde en la playa y el ejemplo exagerado de Andrea habían obrado al menos ese efecto beneficioso.

Abandonaron la discoteca a la una y media, es decir, una hora antes de su cierre. Eso me inquietó, aunque había una razonable probabilidad de que no tuviera importancia, porque Lucas dispusiera de algún sustituto al que pudiera dejar a cargo de su cabina sin mayores dificultades. Subieron al vehículo del pinchadiscos, un cupé japonés negro, bastante viejo y sucio del polvo de los caminos de la isla. Les dejé la oportuna ventaja y seguí la pareja de luces rojas en medio de la noche. Al principio, Lucas tomó algunos atajos que me hicieron temer que no se dirigieran a un lugar habitado y me obligaron a dejar entre ambos un trecho tan grande que a cada momento me arriesgaba a perderle. Finalmente, se comprobó que el ex legionario sólo se aprovechaba de su conocimiento de la comarca para acortar el trayecto. Llegamos al puerto deportivo. Allí entraron en una cervecería no muy grande. Aparqué y me aproximé con discreción. En la cervecería sonaba música tradicional alemana. Una elección hasta cierto punto peculiar, aunque bastante terapéutica después de una larga sesión de ritmos sintéticos. Me asomé y los vi sentados al fondo del local, conversando apaciblemente tras dos jarras de medio litro.

Allí estuvieron cerca de una hora. A la salida Lucas hizo alguna propuesta y entonces Chamorro rehusó, conforme a lo previsto. La insistencia del hombre fue breve y cortés. Tras comprender que la negativa era firme, siguió a Chamorro hasta el coche y le abrió la puerta, sin despojarse de su quieta y limpia sonrisa.

Luego hubo que recorrer en sentido inverso los atajos. Lucas no aceleraba de forma inmoderada, como cualquier veterano de aquellos andurriales. Progresaba a la velocidad justa para mantener la calma y para que la mantuviera también quien con él viajase. Una vez en la urbanización, se dirigió hacia la calle donde estaba nuestra casa, pero se detuvo en un cruce anterior. Pasaron cinco o seis minutos antes de que Lucas saliera del coche. Rodeó el vehículo y le abrió la puerta a mi ayudante. Ella salió y en el instante en que estuvieron cercanos tuvo una vacilación que resolvió, para mi asombro, con un rápido beso en los labios del antiguo servidor de la Francia. Después echó a andar con premura. Lucas no volvió a entrar en el coche hasta que ella hubo desaparecido de su vista.

Eran las tres y media. Aguardé a que Lucas se fuera y me reuní con Chamorro en el chalet. Estaba en la cocina, bebiendo agua. Su saludo fue un tanto destemplado:

– ¿Hemos acabado por hoy?

– Si te refieres a los paseos por ahí, sí.

– Entonces permíteme que me cambie. No puedo soportar más tiempo llevarlo todo tan pegado. Casi no me puedo mover.

Chamorro se bajó de sus tacones, con los que rebasaba mi estatura un buen pedazo, y se fue a su habitación. Yo me quedé dando vueltas a las razones por las que podía comportarse así. Cuando regresó llevaba ropa deportiva. Se sentó en el sofá y cruzó las piernas sobre él. Era la primera vez que hacía algo semejante.

– Querrás el informe -dijo, con desgana.

– Si no sirve para incomodarte.

– Perdona, estoy un poco mareada. No suelo beber.

– Confío en que no se te haya subido a la cabeza.

Chamorro asintió, medio ausente.

– Yo también.

Seguidamente Chamorro me dio su meticuloso informe, que fue, aproximadamente, así:

– Desde luego, quien crea que Lucas es un chulo de playa al uso se equivoca de medio a medio. En toda la noche, no ha intentado absolutamente nada que pudiera hacer pensar que se proponía algo más que pasear y tomar una copa. No baila, aparte del movimiento a que le pueda obligar estar todo el rato cambiando esos discos. No presume de nada y no suelta un piropo que pueda herir a la mujer más susceptible. Fundamentalmente pregunta y escucha. Eso ha sido un problema porque me he tenido que inventar tantas cosas que al final no sabía si las mentiras más nuevas eran coherentes con las del principio de la noche. Mientras escucha te mira todo el rato a los ojos y no parpadea nunca. Bueno, sí parpadea a veces, pero con tanta lentitud que parece que no parpadee. Te vas a reír. En eso me lo imagino cuando tenga setenta años, porque mi abuelo, antes de morirse, miraba así. También era moreno de piel y ancho de frente y tenía los ojos un poco del color del caramelo, más cansados y con un trozo de cortinilla gris que luego supe que eran cataratas. La cuestión es que he tenido que hacer un buen esfuerzo para no rehuirle, porque a mí los ojos me escocían de mantenerlos a esa altura y me daba cuenta de que cuando parpadeaba lo hacía mucho más deprisa que él. Pero si algo ha notado, no ha variado por eso su actitud hacia mí. En fin, empezando por el principio: nada más llegar me puse a bailar, hasta que estuve segura de que me había visto. Le estuve esquivando un rato, y él no hizo nada por atraer mi atención. Cuando decidí volverme hacia él, estaba pendiente de mí y me dedicó una especie de saludo militar, pero usando un par de dedos. No me gusta la gente que hace saludos de ese tipo en la vida civil. Sin embargo, él lo hace con cierta gracia, no sé, le queda simpático. Me acerqué y le conté bastante pronto nuestra supuesta discusión, mi hartura, mis propósitos de dejarte, etcétera. Entonces me invitó a pasar a su reducto. Sólo si quería y sin ningún compromiso, dijo. Mientras iba poniendo la música, pude comprobar cómo le asediaban las chicas. No les hace mucho caso, sin dárselas tampoco de guapo. Ellas tonteaban un poco, parecían aceptar que no había nada que hacer y se iban después de observarme a fondo. Con una excepción. Cuando apenas acababa yo de entrar en la cabina, vino alguien a quien conoces: la mujer flaca del restaurante. De muy mala forma le exigió que saliera de su sitio para hablar un momento, si lo tenía. Lucas la rechazó con frialdad y ella amenazó con armar un escándalo, no de palabra, sino empezando a armarlo. Ante eso, resignado y como odiándola, Lucas se avino a apartarse con ella. Me pidió excusas, dejó a alguien a cargo y se fue con ella a un sitio que no pude ver. Reapareció solo, al cabo de un cuarto de hora. Sonrió, volvió a pedirme perdón y no me dio más explicaciones. De la mujer flaca, ni rastro. No vi ni por dónde salió. Un rato después, dijo estar cansado por aquella noche y propuso ir a tomar algo por ahí. Lo propuso él, ahorrándome la iniciativa. Sabes a dónde fuimos y lo que hicimos. Nada más que hablar. Puede que fuera un poco más amable a cada minuto, pero siempre correcto. Y aquí viene lo interesante, sobre todo en un tipo tan templado: en el puerto deportivo, Lucas cometió dos errores. Al ver que estábamos allí, se me ocurrió forzar sólo un poco la suerte y le propuse ir a un sitio del que me habían hablado bien y que no conocía: Abracadabra. Su negativa fue inmediata, y sin necesidad me dio una justificación confusa. Ésa fue la primera vez que me mintió y yo lo supe y sus ojos pestañearon deprisa. La segunda fue media hora más tarde, delante de las jarras de cerveza. A un comentario mío sobre la coincidencia de vivir en la misma calle donde sucedió el asesinato, y sobre el hecho de que nadie conociera mucho a la víctima y a la presunta asesina, Lucas afirmó con rotundidad que por no saber, no sabía ni cómo era la cara de Eva Heydrich.

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