Regina Bolzano había caído en un edificio de apartamentos situado al sur de la isla. Según todos los indicios, estaba haciendo tiempo hasta que los aeropuertos o los puertos relajaran la vigilancia. La habían reconocido unos vecinos que habían visto su foto en un periódico. Nada especialmente glorioso para las fuerzas que se habían desplegado por toda la isla en su busca, pero como siempre se dice en el fútbol en reivindicación de los delanteros centro, había que estar ahí para marcar.
Al mando de la operación se hallaba un capitán muy joven, de transparentes ojos azules. Respondía al apellido Baena y debía de ser andaluz, uno de esos andaluces un poco tristes y envarados que excepcionan la regla.
– ¿Cómo ve a la sospechosa? -inquirió Zaplana, tras el protocolo de las presentaciones.
– Bien -repuso Baena-. Se le nota el cansancio, pero está como si le hubiéramos quitado un peso de encima atrapándola. Resignada.
– ¿La han interrogado?
– De forma preliminar. No ha pedido abogado. Niega su participación en los hechos. A cualquier otra pregunta se encoge de hombros, sin más. Y no ha explicado por qué desapareció.
– Espléndido. Vamos, sargento.
Llegamos a la puerta tras la que se encontraba la detenida. Zaplana se detuvo y me cogió del brazo.
– Supongo que no es conveniente que seamos muchos.
– Cuanto más relajada esté, mejor.
– Entonces entren usted y su ayudante solamente, sargento.
– Pero yo…
– Usted lleva esto. Y confío en su capacidad, por si le ha dado otra impresión antes. Trabaja honradamente, como cree que debe hacerlo. A mí con eso me sobra. Es suya, Bevilacqua.
Ya debía haberme hecho sospechar el hecho de que Zaplana pronunciara con esa soltura mi apellido. No afirmaré que se desvanecieran todas mis reservas hacia su carácter y hacia su competencia, al margen de la fortuna, para un asunto como aquel que teníamos entre manos. Pero sí es cierto que había desbordado la irreflexiva idea que de él me había hecho como individuo y como jefe después de nuestro primer encuentro. Eso era lo que pasaba por mi cabeza cuando recité la fórmula que entre militares tantos significados posibles contiene:
– A sus órdenes, mi comandante.
Regina Bolzano era una mujer, más que vieja, avejentada. Pudo influir en esta apreciación el que no llevara maquillaje o el que su deteriorada y teñida cabellera desconociera desde hacía tiempo los cuidados de un peluquero. También lucía unas gafas de montura poco favorecedora. No estaba más gruesa que otras mujeres de su edad, pero su tez era amarillenta y en sus manos empezaban a mezclarse las pecas que debía poseer desde siempre con las que son indeseado obsequio de los años. Vestía unos tejanos gastados y una ancha camisa de algodón con las mangas hasta la mitad de los antebrazos. Nos observó con una expectación fatigada.
– Buenas tardes, señora Bolzano. Ésta es la guardia Chamorro y yo soy el sargento Bevilacqua.
– ¿Es usted italiano? -preguntó, con sorpresa, en esa lengua.
– No. Y tampoco hablo el idioma.
– Yo hablo español, regular.
– Exprésese en italiano, si le resulta más cómodo. La entenderemos. ¿Entiende usted bien el español?
– Bastante.
Procuré ordenar en mi cabeza todo lo que sabíamos. Chamorro abría su bloc y se disponía a tomar notas.
– ¿Sabe por qué ha sido detenida?
– Sí. Por la muerte de Eva. Pero yo no lo hice.
– Me dicen que ha renunciado a su derecho a designar abogado. De todas formas, debo advertirle que en tanto no venga el abogado de oficio no podemos proceder a tomarle declaración oficialmente. Esto no es más que un cambio de impresiones sin ninguna trascendencia legal.
– No necesito un abogado. ¿O van a pegarme?
Regina era fría y sarcástica, o al menos posaba como tal. Nada que tuviera semejanza con la supuesta asesina pasional que en un primer instante la habían creído casi todos.
– Yo creo que sí lo va a necesitar. ¿Dónde estaba en la noche del veinte al veintiuno de agosto?
– ¿A qué hora?
– A todas las horas.
– Hasta las doce en casa. De doce a doce y media dando un paseo por el puerto deportivo. De una a ocho durmiendo en la playa. Luego fui a casa otra vez y allí encontré a Eva.
– ¿Alguien puede confirmarlo?
– Que estuve hasta las doce en casa, sólo algún vecino que me viera salir. En el puerto hablé con un camarero del club Abracadabra, a eso de las doce y media. En la playa estuve sola. Salvo al principio.
– ¿Puede explicarme mejor lo de la playa?
– No lo va a creer.
– No presuma nada. No hay nada que yo desee creer especialmente.
– Me extraña. Fui a la playa a buscar a Eva. Me habían dicho en el club que había ido allí con una gente.
– ¿Con qué gente?
– No me precisaron. Los vi luego.
– ¿Y por qué iba a buscar a Eva Heydrich?
– Éramos amigas. Tenía que hablar con ella.
– ¿De algo en particular? Según nuestra información, ambas vivían en la misma casa. ¿No podía esperar a que regresara?
– No estaba segura de que fuera a hacerlo.
– ¿Habían discutido?
– No exactamente.
– ¿Había algún problema entre las dos?
– Depende de lo que considere un problema. Sí, imagino.
– ¿Cuál?
– Es difícil hacerlo comprender a un desconocido. Simplificando, Eva acababa de comunicarme que no disfrutaba con mi compañía y a mí eso no me hacía demasiado feliz.
– ¿Y con qué intención iba en su busca?
– No sé. No tenía un plan concreto. Quería hablar con ella, nada más.
Regina contestaba con seguridad. Y lo hacía deprisa, sin importarle que la acosara. Parecía haberlo aceptado como algo inevitable.
– Está bien. Continúe.
– Cuando llegué a la playa ella estaba con dos personas a las que nunca había visto antes.
– ¿Amigos de Eva?
Regina se encogió de hombros y rió con amargura.
– No conocía a todos sus amigos. Eso era imposible.
– ¿Podría describir a esas dos personas?
– Ella era una chica joven, bueno, un poco mayor que Eva, delgada, poca cosa, morena de pelo. No se me ocurre nada para distinguirla. La vi mal, muy de lejos. El chico tendría más o menos la misma edad que la chica, también moreno de pelo, mediana estatura, bastante normal. Lo único peculiar era que llevaba una barba de siete u ocho días.
– ¿Tenía mal aspecto?
– No. Los dos iban bien vestidos. Se estaría dejando crecer la barba.
– ¿De dónde diría que eran?
– Españoles, sin ninguna duda. Hablaron poco, pero se nota mucho cuando alguien habla en español y es nativo.
– ¿En qué lo nota?
– En las jotas y las erres y las zetas.
– ¿Y qué ocurrió?
– Le pedí a Eva que habláramos un momento. Ella se negó. Yo insistí y ella me echó, o me dijo que me largara, póngalo como quiera. Mientras trataba de convencerla, los dos chicos cuchichearon y señalaron algo detrás de mí. Fui a volverme y eso fue todo.
Chamorro interrumpió sus notas y yo indagué en la socarrona sonrisa que colgaba de los veteranos labios de Regina.
– ¿Cómo que eso fue todo?
– En fin, para ser exactos, todavía hubo una cosa más. un golpe. Aquí. Puede tocar el bulto.
Regina me ofreció al tacto un lado de su cráneo. Toqué con cuidado. Estaba hinchado y tenía una herida a medio cicatrizar.
– Desperté sobre la arena, seis o siete horas más tarde -prosiguió-. Eva y los otros, y quienquiera que fuera el que me dio, se habían ido. Por suerte no me habían robado el coche. Fui a casa y cuando llegué la encontré, a Eva, colgada del techo. Creí por un momento que era el golpe en la cabeza, pero me acerqué a ella y noté lo fría que estaba y entonces me di cuenta de que no se trataba de una alucinación.
– ¿Por qué desapareció?
Regina se irguió un poco para responder:
– No lo sé. Tuve miedo, o no quise explicarle a la policía todo lo que iba a tener que explicar. A lo mejor me temí que me acusarían de todas formas, por la relación que habíamos tenido, porque apareciera en mi casa, porque ella era muy guapa y joven y yo casi una vieja. El caso es que no lo sé, y no puedo decirle más. ¿Usted sabe por qué hace todo lo que hace, sargento?
– Procuro, como todos. Ha estado varios días escondida. ¿No se le pasó por la cabeza la idea de que desapareciendo lo más normal era que atrajera todas las sospechas sobre usted?
– Desde luego. Pero intuí que eso ya no tenía remedio. Mejor si podía huir y darles tiempo a que averiguaran que lo hizo otro.
– ¿A usted le parece que su actitud me resulta convincente? No me refiero a mí en particular, sino a cualquiera que enfrente los hechos.
Regina enseñó las palmas de las manos.
– Asumo que quizá no.
– ¿Y no tiene interés en que eso cambie?
– Claro. Tarde o temprano atraparán al culpable, ya se lo he dicho. Entonces tendrán que creerlo. Mientras tanto, no me queda otra salida que conformarme con mi suerte.
– Tal vez no lo entiende. Mientras la tengamos a usted y no acierte a convencernos de que no lo hizo, no hay necesidad de buscar a otro.
– ¿No hay presunción de inocencia aquí?
– Sí. Pero hemos encontrado el revólver. Con el que la mataron.
– ¿Y?
– Tiene sus huellas.
Aquello la sorprendió o fingió muy bien que la sorprendía. Tras un segundo de zozobra, y sin el desparpajo que había venido manteniendo, empezó a contar, despacio:
– Verá, yo tenía en la casa un revólver, para defenderme. La mayor parte del tiempo estaba sola, y aunque ya sé que no es legal era una forma de sentirme protegida. Lo más lógico es que tuviera mis huellas. Debieron de encontrarlo en la casa y lo utilizarían con guantes o algo así. Cuando me marché, al ir a cogerlo, vi que no estaba en el cajón.
– ¿Por qué omitió ese detalle antes?
– No me preguntaron por él directamente.
– ¿Y no creyó que pudiera tener importancia? ¿No pensó que los disparos que terminaron con la vida de Eva Heydrich podían ser de esa arma que le habían robado?
– Desde luego que sí. Lo que no pensé fue que el arma tuviera mis huellas. Habría debido pensarlo, ya le digo que me parece que es lógico.
Eso era todo. Regina Bolzano había patinado en un asunto peliagudo, nada menos que el del arma empleada en el crimen. Un error de ese calibre, en mi experiencia, solía acarrear cuando menos la inquietud del interrogado. Pero ella se había rehecho sobre la marcha. Aquella mezcla de sangre fría y de inconsciencia, unida al resto de la información de que disponía sobre el caso, me inclinaba más al desconcierto que a la certidumbre.
– ¿Cuáles eran exactamente sus relaciones con Eva Heydrich?
Regina levantó los ojos hacia el techo.
– ¿No se ha hecho ya una idea?
– No. Hágamela usted.
Regina se volvió entonces hacia Chamorro y se quedó contemplándola con una expresión entre insolente y misteriosa. Mi ayudante soportó sin inmutarse su escrutinio.
– ¿Cómo te llamas? -habló al fin la suiza.
– Se llama Chamorro. ¿Se acoge a su derecho a no contestar a mi pregunta?
– Quiero decir de nombre de pila -eludió mi requerimiento.
– Virginia -intervino Chamorro, con aplomo.
– Virginia. Como Virginia Woolf. ¿Has leído algo de ella, querida? -Y dedicando a mi subordinada lo que en otro tiempo, cuando su cuerpo y su rostro no habían sufrido aún la ofensa de la edad, podía haber sido una seductora disposición, hizo memoria y declamó con oficio-: Y el tigre saltó, mientras la golondrina se mojaba las alas en oscuros estanques, al otro lado del mundo. Una bonita metáfora, ¿no? La escribió hacia 1930, un poco antes de que yo naciese.
Traté de recuperar el mando de la situación:
– Señora Bolzano, esto no es un salón de té. Si quiere luego recitamos unas poesías y jugamos al backgammon, pero ahora estamos tratando de establecer si tenemos que acusarla de asesinato, y por si no se ha enterado, vamos camino de establecerlo.
– Parece que a tu jefe no le gusta Virginia Woolf -opinó para Chamorro.
– ¿Debo interpretar que no desea confiarnos la naturaleza de sus relaciones con Eva Heydrich? -deduje, con desgana.
Regina se volvió hacia mí y recuperó su frialdad.
– Si quiere oírlo de mis labios, le complaceré. Nuestras relaciones eran que yo me acostaba con Eva, cuando podía, y que ella dejaba que lo hiciera, cuando le venía en gana. ¿Es suficiente con eso o hace falta que aclare si había también amor?
– ¿Lo había?
– Por mi parte, sí. Por la suya, naturalmente, no. Y no me escandalizaba, aunque me doliera. Hace treinta años Eva habría podido quererme, porque yo era otra, mucho mejor. Ahora sólo me soportaba, no siempre. Yo no le pedía tampoco más. A partir de cierto momento hay que aceptar ésa y otras cosas todavía más desagradables.
– ¿Dónde se conocieron?
– En Milán, donde vivo, o vivía.
– ¿Vivía ella allí? ¿Desde cuándo?
– Desde hacía un año, que yo sepa.
– ¿Con usted?
– Ya no. Es decir, desde antes del verano.
Aproveché su momentánea docilidad para atacar por otra parte:
– ¿Conoce a Klaus Heydrich?
– Así se llamaba o se llama su padre, creo.
– ¿Le conoce?
– Jamás le he visto. Ni en fotografías. Eva nunca me enseñó ninguna.
– ¿Está segura?
– ¿Por qué no había de estarlo?
Al insistir en su mentira, la primera que yo podía identificar sin ninguna duda como tal, a Regina Bolzano no le había temblado la voz ni lo más mínimo. Fuera cual fuera su responsabilidad en los acontecimientos, desde luego estaba lejos de ser una incapaz. Traté de sorprenderla:
– ¿Quién la ayudó a eliminarla?
– ¿Cómo?
– ¿Quién fue su cómplice? ¿Quién colgó a Eva de la viga?
– Se equivoca.
– ¿Era de aquí? ¿Cuánto le pagó?
– No sé de qué me habla. Se lo juro.
Le dejé unos segundos para que recapacitara. La mujer permanecía entera. Si era una ficción, había estado preparándola minuciosamente. Ni se traicionaba ni se ponía nerviosa.
– Está bien. Vamos a mirarlo por un momento a su manera. Usted no tuvo nada que ver. ¿Quién lo hizo entonces?
– No tengo ni la más remota idea. Acaso fueron los de la playa, pero ni los había visto antes ni los he vuelto a ver después.
– ¿Por qué cree que la mataron?
La suiza se tomó su tiempo.
– He estado meditándolo mucho, todos estos días -aseveró-. No entiendo esa saña de dejarla allí colgada, aunque no negaré que a veces ella sabía resultar exasperante. En eso consistía en parte su juego, pero había mucho más. Eva era una criatura muy poco corriente. Estaba siempre mezclada con alguien y sin embargo su corazón era remoto. A menudo aparentaba pasión, pero en el fondo daba la sensación de que no sentía nada. Bien mirado, ese trozo de la vieja Virginia del que me acordé antes sirve bastante para retratarla. Por un lado, la imagen violenta del tigre que salta sobre su presa. Por otro, esa golondrina que se moja las alas en los estanques, siempre al otro lado del mundo. Aunque la mayoría de la gente se dejaba guiar por el espejismo fácil del tigre, creo que ella era más bien el pájaro. Vivía entre nosotros, pero su alma estaba allí, perdida entre las aguas quietas y oscuras de un país lejano. Si quiere que haga una apuesta, apuesto que alguien no pudo o no supo aceptarla así como era y no se le ocurrió nada menos idiota que matarla. Si pregunta si me consta que fue así o quién lo hizo, no me consta ninguna de las dos cosas.
Regina Bolzano estaba dotada para la lírica. Aunque su discurso lo había vertido en italiano, el idioma en que ganaba a la vez velocidad y toda su fuerza de convicción, Chamorro y yo lo habíamos seguido como si hubiera hablado en nuestra lengua materna. Por primera vez la sospechosa parecía conmovida por el sentimiento. Juzgué que era la ocasión para tratar de arrancarle algunas informaciones más precisas:
– Señora Bolzano, le seré sincero. Hoy por hoy, la única posibilidad que tiene de no ser inculpada es que demos con otros sospechosos a los que podamos relacionar con el crimen de forma más concluyente que a usted. Quiero que me diga si le suena el nombre de Lucas.
Regina se revolvió al instante, reconstruyendo su compostura.
– En absoluto -dijo.
– ¿Y el de Andrea?
– Ése sí. Eva me presentó a alguien llamado así, en el puerto, un par de días antes de que la mataran. Una chica de Milán, no muy alta, de ojos claros. ¿Sospechan de ella?
– Por ahora sólo sospechamos de usted, señora Bolzano. Le recomiendo que reflexione sobre su situación. Si tiene que rectificar algo, rectifíquelo deprisa. Seguiremos hablando.
Me dispuse a levantarme. Entonces Regina me tomó del brazo y me clavó una mirada entre la exigencia y la súplica.
– Yo no fui, sargento -aseguró-. Verá, no me considero una mujer pusilánime. Cuando compré un arma admití que podía tener que usarla y tal vez quitarle a alguien la vida. Pero quiero que crea una cosa, porque es la pura verdad. Nunca habría podido reunir el coraje necesario para dispararle en la cabeza a Eva Heydrich.