10. NOTICIAS DE YALTA



Mientras sobre Nikanor Ivánovich caía aquella desgracia, también en la Sadóvaya, y bastante cerca del inmueble número 302 bis, Rimski, director de finanzas del Varietés, estaba en su despacho acompañado por Varenuja, el administrador.

El despacho estaba situado en la segunda planta del edificio. Dos de las ventanas del amplio despacho daban a la calle y una tercera, a espaldas del director, al parque de verano del Varietés, en el que había un bar con refrescos, el tiro y un escenario al aire libre. Decoraban la estancia, además del escritorio, unos viejos carteles murales colgados en la pared, una mesa pequeña con un jarro de agua, cuatro sillones y una antigua maqueta llena de polvo, que debió de ser para alguna revista. Y había, como es lógico, una caja fuerte, de tamaño mediano, desconchada y vieja, colocada junto a la mesa, a mano izquierda de Rimski.

Rimski, que llevaba sentado a su mesa toda la mañana, estaba de mal humor; Varenuja, por el contrario, se encontraba animoso, con viva actividad. Pero no era capaz de dar salida a su energía.

En los días de cambio de programa, Varenuja se refugiaba en el despacho del director de finanzas, huyendo de los que le amargaban la vida pidiéndole pases. Éste era uno de esos días. En cuanto sonaba el timbre del teléfono Varenuja descolgaba el auricular y mentía:

—¿Por quién pregunta? ¿Varenuja? No está. Ha salido del teatro.

— Oye, por favor, llama otra vez a Lijodéyev — dijo Rimski irritado.

— Te he dicho que no está. Mandé a Kárpov. No hay nadie en su casa.

—¡Sólo me faltaba oír eso! — refunfuñaba Rimski, haciendo ruido con la máquina de cálculos.

Se abrió la puerta y entró un acomodador, arrastrando un paquete de carteles suplementarios, recién impresos en papel verde con letras rojas.

Se leía:


Todos los días desde hoy en el teatro Varietés y fuera de programa

EL PROFESOR VOLAND

Magia negra. Sesiones con la revelación de sus trucos


Varenuja tiró un cartel sobre la maqueta, se apartó para contemplarlo mejor y ordenó después al acomodador que se pegaran todos los ejemplares.

— Ha quedado bien llamativo — indicó Varenuja al salir el acomodador.

— Pues a mí todo este asunto no me hace ninguna gracia — gruñía Rimski, mirando el cartel con enfado a través de sus gafas de concha—. Me sorprende que le hayan dejado representarlo.

—¡Hombre, Grigori Danílovich, no digas eso! Es un paso muy inteligente. El meollo de la cuestión está en la revelación de los trucos.

— No sé, no sé, me parece que no se trata del meollo… Siempre se le ocurren cosas así. Y, por lo menos, nos podía haber presentado al mago ese. ¿Lo conoces tú? ¡De dónde diablos lo habrá sacado!

Pero tampoco Varenuja había tenido la oportunidad de conocer al nigromante. Stiopa había irrumpido el día anterior en el despacho de Rimski («como un loco», según decía el mismo Rimski) con el borrador del contrato, pidiendo que lo pusieran en limpio inmediatamente y que entregaran a Voland el dinero. Pero el mago desapareció y nadie pudo conocerle, a excepción de Stiopa.

Rimski sacó el reloj: ¡las dos y cinco! comprobó furioso. La verdad es que tenía toda la razón. Lijodéyev había llamado sobre las once, diciendo que llegaría en seguida y no sólo no había venido, sino que, además, había desaparecido.

— Está todo paralizado — casi rugía Rimski, señalando con el dedo un montón de papeles a medio escribir.

—¡Mira que si lo ha atropellado un tranvía como a Berlioz! — decía Varenuja, escuchando las graves, prolongadas y angustiosas señales del teléfono.

— Pues no estaría mal — apenas se oyeron las palabras de Rimski, dichas entre dientes.

En este momento entró en el despacho una mujer, chaqueta de uniforme, gorra, falda negra y alpargatas. Sacó de una bolsita que le colgaba de la cintura un pequeño sobre blanco cuadrado y un cuaderno, y preguntó:

—¿Quién es Varietés? Un telegrama urgentísimo. Firme.

Varenuja hizo un garabato en el cuaderno de la mujer y, en cuanto se cerró la puerta tras ella, abrió el sobrecito cuadrado. Leyó el telegrama; parpadeando, le dio el sobre a Rimski.

El telegrama decía lo siguiente: «yalta moscú varités hoy once y media instrucción criminal apareció moreno pijama sin botas enfermo mental dice ser lijodéyev director varietés telegrafíen instrucción criminal yalta donde esté director lijodéyev.»

—¡Mira por dónde! — exclamó Rimski, y añadió—: ¡Vamos de sorpresa en sorpresa!

—¡Falso Dimitri![13] —dijo Varenuja, y se puso a hablar por teléfono—. ¿Telégrafos? A cuenta del Varietés. Telegrama urgente. ¡Oiga! «Yalta Instrucción Criminal Director Lijodéyev en Moscú Director de Finanzas Rimski.»

Después de la noticia del impostor de Yalta, Varenuja siguió buscando a Stiopa por teléfono; buscó por todas partes y, naturalmente, no le encontró.

Cuando Varenuja, con el teléfono descolgado, pensaba adónde podía llamar, entró de nuevo la mujer que trajera el primer telegrama y le entregó un nuevo sobre. Lo abrió con mucha prisa, y al leer su contenido silbó.

—¿Qué pasa ahora? — preguntó Rimski con gesto nervioso.

Varenuja, sin decir una palabra, le alargó el telegrama y el director de finanzas pudo leer: «suplico crean arrojado yalta hipnosis de voland telegrafíen instrucción criminal confirmación identidad lijodéyev.»

Rimski y Varenuja, las cabezas juntas, releían el telegrama; luego se miraron, sin decir palabra.

—¡Ciudadanos! — se impacientó la mujer—. ¡Firmen, y después pueden estar así, callados, todo el tiempo que quieran! ¡Tengo que llevar los telegramas urgentes!

Varenuja, sin dejar de mirar el telegrama, echó una firma torcida en el cuaderno de la mujer, que rápidamente desapareció.

—¿Pero no has hablado con él a las once y pico? — decía el administrador perplejo.

—¡Pero esto es ridículo! — gritó Rimski con voz aguda—. Haya hablado o no, ¡no puede estar en Yalta! ¡Es de risa!

— Está bebid… — dijo Varenuja.

—¿Quién está bebido? — preguntó Rimski, y de nuevo se quedaron mirándose el uno al otro.

No había duda, el que telegrafiaba desde Yalta era un impostor o un loco. Pero había algo extraño: ¿cómo podía el equívoco personaje de Yalta saber quién era Voland y que había llegado el día antes a Moscú?

— «Hipnosis»… — repetía Varenuja la palabra del telegrama—. ¿Cómo sabe lo de Voland? — parpadeó, y luego exclamó muy decidido—: ¡No! ¡Tonterías!… ¡Tonterías, tonterías!

—¿Dónde diablos se hospeda ese Voland? — preguntó Rimski.

Varenuja se puso en contacto inmediatamente con la Oficina de Turistas extranjeros y Rimski se sorprendió en extremo al saber que se había instalado en casa de Lijodéyev. Marcó el número de éste y durante un buen rato escuchó las señales prolongadas y graves. Se oía también una voz monótona y lúgubre que cantaba: «Las rocas, mi refugio…». Varenuja pensó que había interferencias en la línea y la voz sería del teatro radiofónico.

— En su casa no contesta nadie — dijo colgando el teléfono—. ¿Qué hago? ¿Llamo otra vez?

Apenas pudo terminar, porque en la puerta apareció la cartera de nuevo, y los dos, Rimski y Varenuja, se adelantaron a su encuentro. Esta vez el sobre que sacó de la bolsa no era blanco, sino de un color oscuro.

— Esto empieza a ponerse interesante — dijo Varenuja entre dientes, acompañando con la mirada a la mujer que se iba muy presurosa. Rimski se apoderó del sobre.

Sobre el fondo oscuro de papel fotográfico se veían claramente unas letras negras, manuscritas: «Comprueba mi letra, mi firma, telegrafía confirmación, establecer vigilancia secreta Voland Lijodéyev».

En los veintisiete años de actividad teatral Varenuja había visto bastantes cosas, pero ahora se sentía incapaz de reaccionar, como si un velo siniestro le envolviese el cerebro. Lo que pudo decir fue algo vulgar que no dejaba de ser absurdo:

—¡Pero esto es imposible!

Rimski reaccionó de manera distinta. Se levantó y abriendo la puerta, vociferó al ordenanza, que permanecía sentado en una banqueta.

—¡Que no entre nadie más que los de correos! — y cerró con llave.

Sacó de un cajón un montón de papeles y, cuidadosamente, hizo la comparación de la letra gruesa, inclinada a la izquierda de la fotocopia, con la letra de Stiopa que hallara en algunas resoluciones. Varenuja, apoyado sobre la mesa, exhalaba un cálido vaho sobre la mejilla de Rimski. Comprobó sus firmas, que terminaban en un gancho complicado, y dijo al fin con seguridad:

— Esta letra es la suya.

Y Varenuja repitió como un eco: «La suya».

Observando a Rimski con detención, el administrador notó con asombro el cambio que éste había experimentado. Su delgadez parecía haberse acentuado, incluso daba la impresión de haber envejecido de repente. Tras la montura de sus gafas de concha, la expresión de sus ojos había cambiado, perdiendo su vivacidad habitual. Su fisonomía se había cubierto de un tinte no sólo de angustia, sino también de tristeza.

Varenuja se comportó como cualquier hombre se comporta ante algo insólito. Recorrió el despacho dos veces, alzando los brazos a manera de un crucificado, y bebió un vaso de agua amarillenta de la jarra, antes de exclamar:

—¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo!

Rimski, con la mirada perdida a través de la ventana, se concentraba en algún pensamiento. Su situación era realmente difícil. Era necesario hacer algo en seguida, inventar, sin moverse de allí, justificaciones ordinarias para sucesos extraordinarios.

Entornó los ojos imaginándose a Stiopa en pijama y sin botas subiendo a un avión superrápido a eso de las once y media y, a esa misma hora, apareciendo en calcetines en el aeropuerto de Yalta… Pero ¿qué diablos estaba pasando? Puede que no fuera él con quien hablara por la mañana, pero ¡cómo no iba a conocer la voz de Stiopa! Además, ¿quién, sino él podía haberle hablado desde su casa por la mañana? Era él, seguro; el mismo Stiopa que la noche anterior entrara en el despacho, poniéndole nervioso por su falta de formalidad. ¿Cómo iba a marcharse sin decir nada en el teatro? Si hubiera salido en avión la noche anterior, no podía estar en Yalta a mediodía. ¿O sí podía?

— Oye, ¿cuántos kilómetros hay a Yalta? — preguntó Rimski.

Varenuja dejó de correr de un lado a otro y replicó:

—¡También yo lo he pensado! Hay unos mil quinientos kilómetros por tren hasta Sebastopol, ponle otros ochocientos a Yalta. Bueno, por avión serían menos.

— Humm… ¡Por ferrocarril, ni pensarlo! Pero entonces, ¿cómo? ¿En un avión, en un caza? ¿Pero le iban a dejar ir en un caza, sin botas, además? Y ¿para qué? Ni siquiera con botas le hubiesen dejado. Nada, en un avión de caza tampoco. Si decía el telegrama que a las once y media apareció en la Instrucción Criminal y estuvo hablando por teléfono en Moscú… ¡Un momento!… (tenía el reloj frente a él).

Intentó recordar. ¿Dónde estaban las agujas?… Horror, ¡eran las once y doce minutos cuando habló con Lijodéyev!

Pero ¿qué había pasado? Si suponemos que inmediatamente después de la conversación se había lanzado, literalmente, al aeropuerto y en cinco minutos estaba allí (lo cual era inconcebible), el avión que tenía que haber salido en seguida había cubierto una distancia de más de mil kilómetros en cinco minutos, es decir, ¡a más de doce mil kilómetros por hora! ¡Imposible! Por lo tanto, no está en Yalta.

¿Y qué puede haber sucedido? ¿Hipnosis? No hay hipnosis capaz de trasladar a un hombre a mil kilómetros. Entonces, ¿se imaginará que está en Yalta? Puede que él se lo imagine, pero ¿y la Instrucción Criminal de Yalta? ¿También? No, eso no puede ser. ¿Y los telegramas de Yalta?

La expresión del director de finanzas era realmente de tragedia. Alguien forcejeaba por fuera con el picaporte de la puerta. Se oían los gritos de desesperación del ordenanza:

—¡Que no se puede! ¡No le dejo! ¡Aunque me mate! ¡Tienen una reunión!

Rimski hacía todo lo posible por dominarse. Descolgó el teléfono.

— Por favor, una conferencia con Yalta. ¡Es urgente!

«¡Buena idea!», exclamó Varenuja para sus adentros.

Pero no pudo celebrarse tal conferencia. Rimski colgó el teléfono, mientras decía:

— Está la línea interrumpida, parece que lo han hecho a propósito.

Estaba claro que la avería en la línea le había afectado profundamente, incluso le obligó a pensar. Después de un rato de meditación descolgó el teléfono con una mano y empezó a escribir lo que estaba diciendo:

— Telegrama urgente. Varietés. Sí, Yalta. A la Instrucción Criminal. Sí, texto: «Esta mañana sobre once y media Lijodéyev habló conmigo Moscú stop No vino al trabajo y no lo localizamos por teléfono stop Confirmo letra stop Tomo medidas vigilancia artista stop Director de finanzas Rimski».

«Muy bien», se le ocurrió pensar a Varenuja, pero no llegó a expresárselo a sí mismo, porque por su cabeza se entrecruzó: «Tonterías. No puede estar en Yalta».

Rimski recogió con mucho cuidado todos los telegramas recibidos y la copia del que pusiera él mismo, los metió todos en un sobre, lo cerró, escribió en él unas palabras y dijo, entregándoselo a Varenuja:

— Llévalo tú personalmente, Iván Savélievich. Que aclaren esto.

«Vaya, ¡esto está muy bien», pensó Varenuja, guardando el sobre en su cartera.

Y trató de probar suerte, marcando el número de Stiopa. Oyó algo y empezó a gesticular y a guiñar el ojo misteriosa y alegremente. Rimski estiró el cuepo.

—¿Puedo hablar con el artista Voland? — preguntó con dulzura Varenuja.

— Está ocupado — se oyó al otro lado una voz tintineante—. ¿De parte de quién?

— Del administrador del Varietés, Varenuja.

—¿Iván Savélievich? — exclamó alguien alegremente—. ¡Qué alegría oírle! ¿Cómo está?

Merci — contestó Varenuja sorprendido—. ¿Con quién hablo?

—¡Soy su ayudante, su ayudante e intérprete Koróviev! — cotorreaba el teléfono—. A su disposición, querido Iván Savélievich. Puede disponer de mí con entera confianza. ¿Cómo dice?

— Perdón, pero… ¿Stepán Bogdánovich Lijodéyev no está en casa?

— Lo siento, ¡no está! —gritaba el aparato—, ¡se ha ido!

—¿Me puede decir adónde?

— A dar un paseo en coche por el campo.

—¿Có… cómo? ¿un… paseo… en coche? ¿Y cuándo vuelve?

—¡Dijo que en cuanto hubiera tomado el aire volvería!

— Bueno… — dijo Varenuja desconcertado—, merci… Dígale, por favor, a monsieur Voland que su debut es esta tarde, en el tercer acto.

— A sus órdenes. Cómo no. Sin falta. Ahora mismo. Sin duda alguna. Se lo diré —sonaban en el aparato las palabras cortadas.

— Adiós — dijo Varenuja, muy confundido.

— Le ruego admita — decía el teléfono— mis mejores y más calurosos saludos. Mis buenos deseos. ¡Éxitos! ¡Suerte! ¡Felicidad! ¡De todo!

—¡Claro! ¿Qué te había dicho yo? — gritaba el administrador exaltado. Nada de Yalta, ha salido al campo.

— Pues si es verdad — habló el director de finanzas, palideciendo de indignación—, es una verdadera cochinada que no tiene nombre.

El administrador dio un salto y gritó de tal manera que hizo temblar al director.

—¡Ya caigo! En Púshkino[14] acaba de abrirse un restaurante que se llama Yalta! ¡Ya comprendo! ¡Allí está! Está bebido y nos manda telegramas.

— Esto es demasiado — decía Rimski. Le temblaba un carrillo y tenía llamaradas de furia en los ojos—. ¡Va a pagar muy caro este paseo! — y cortó de repente, añadiendo algo indeciso—: ¿Y la Instrucción Criminal?

—¡Tonterías! ¡Cosas suyas! — interrumpió el impulsivo administrador, y preguntó—: ¿Llevo el paquete o no?

— Sin falta — contestó Rimski.

Se abrió de nuevo la puerta dando paso a la misma mujer de antes… «Es ella», pensaba Rimski con angustia. Y los dos se incorporaron adelantándose a su encuentro.

Este telegrama rezaba:

«Gracias confirmación quinientos rublos urgentemente para mí instrucción criminal mañana salgo moscú lijodéyev.»

— Pero… está loco — decía débilmente Varenuja.

Rimski tomó un manojo de llaves, abrió la caja fuerte y, sacando dinero de un cajón, separó quinientos rublos, pulsó el botón del timbre y entregó el dinero al ordenanza con el encargo de que lo depositara en telégrafos.

— Perdona, Grigori Danílovich — Varenuja no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos—, me parece que no hay por qué mandar ese dinero…

— Ya lo devolverán — respondió Rimski en voz baja—. Pero él pagará muy caro esta broma — y añadió, señalando la cartera de Varenuja—: Vete, Iván Savélievich, no pierdas el tiempo.

Varenuja salió corriendo del despacho con la cartera bajo el brazo.

Bajó al primer piso. Había una cola enorme frente a la caja y supo por la cajera que no sobraría ni una entrada, porque el público, después de la edición suplementaria de carteles anunciadores, acudía en masa. Ordenó a la cajera que no pusiera a la venta las mejores treinta entradas de palco y de patio de butaca; salió de la caja disparado, escabullándose entre los pegajosos que solicitaban pases, y entró en su pequeño despacho para coger la gorra. Sonó el teléfono.

—¿Sí? —gritó Varenuja.

—¿Iván Savélievich? — preguntó una voz gangosa y antipática.

— No está en el teatro — empezó a decir Varenuja, pero le interrumpieron en seguida.

— No haga el tonto, Iván Savélievich, escúcheme. Esos telegramas no tiene que llevarlos a ningún sitio y no se los enseñe a nadie.

—¿Quién es? — vociferó Varenuja—. ¡Déjese de bromas, ciudadano! Ahora mismo le van a descubrir. ¿Qué número de teléfono es el suyo?

— Varenuja — respondió la asquerosa voz—, entiendes ruso, ¿verdad? No lleves los telegramas.

—¡Oiga! ¿Sigue en sus trece? — gritó el administrador frenético—. ¡Ahora verá! ¡Ésta la paga! — gritó amenazador, pero tuvo que callarse, porque nadie le escuchaba.

En el pequeño despacho oscurecía con rapidez. Varenuja corrió fuera, cerró la puerta de un portazo y salió al jardín de verano por una puerta lateral.

Después de aquella llamada tan impertinente, estaba convencido de que se trataba de una broma de mal gusto en la que se entretenía una pandilla de revoltosos y seguro que tenía algo que ver con la desaparición de Lijodéyev. Casi le ahogaba el deseo de descubrir a aquellos sinvergüenzas y, aunque pueda parecer extraño, sentía nacer en su interior un agradable presentimiento. Eso suele pasar. Es la ilusión del hombre que se sabe acreedor de toda la atención por el descubrimiento de algo sensacional.

En el jardín el viento le dio en la cara y se le llenaron los ojos de polvo. Aquella ceguera momentánea parecía una advertencia. En el segundo piso se cerró una ventana bruscamente, faltó muy poco para que se rompieran los cristales. Sobre las copas de los tilos y los arces se oyó un ruido estremecedor. Había oscurecido y la atmósfera era más fresca. Varenuja se restregó los ojos y advirtió que se cernía una tormenta sobre Moscú; un nubarrón con la panza amarillenta se acercaba lentamente. Sonó a lo lejos un prolongado estrépito.

A pesar de la prisa que tenía, Varenuja quería comprobar, con repentina urgencia, si en el aseo del jardín el electricista había cubierto la bombilla con una red. Corrió hasta el campo de tiro y se encontró entre los espesos matorrales de lilas, donde estaba el pequeño edificio azulado del retrete.

El electricista debía de ser un hombre muy cuidadoso, la bombilla que colgaba del techo del cuarto de aseo de caballeros estaba cubierta con una red metálica, pero, al darse cuenta, incluso en la penumbra que presagiaba la tormenta, de las inscripciones hechas en las paredes con lápizo carboncillo, el administrador hizo un gesto de contrariedad. — ¡Serán…! — empezó a decir, pero le interrumpió una voz a sus espaldas:

—¿Es usted Iván Savélievich?

Varenuja se estremeció. Se dio la vuelta y vio ante sus ojos a un tipo regordete de estatura media que parecía tener cara de gato.

— Sí, soy yo — contestó Varenuja hostil.

— Muchísimo gusto — respondió con voz chillona el gordo, que seguía pareciéndose a un gato, y, sin explicación previa, levantó la mano y le dio un golpe tal a Varenuja en la oreja, que de la cabeza del administrador saltó la gorra, desapareciendo en el agujero del asiento, sin dejar rastro.

Seguramente por el golpe que asestara el gordo, el retrete se iluminó en un instante con luz temblorosa, y el cielo respondió con un trueno. Se produjo otro resplandor y ante el administrador apareció un sujeto pequeño de hombros atléticos, pelirrojo como el fuego, con una nube en el ojo y un colmillo que le sobresalía de la boca. Este otro, que por lo visto era zurdo, le propinó un golpe en la otra oreja. Sonó otro trueno en respuesta y un chaparrón cayó sobre el tejado de madera del retrete.

— Pero, camara… — susurró el administrador medio loco, y comprendiendo que la palabra «camaradas» no era adecuada para unos tipos que asaltan a un hombre en un retrete público, dijo con voz ronca—: Ciudada… — pensó que tampoco se merecían este nombre y le cayó otro terrible golpe, que no supo de dónde le vino. Empezó a sangrar por la nariz.

—¿Qué llevas en la cartera, parásito? — gritó con voz aguda el que se parecía a un gato—. ¿Telegramas? ¿No te advirtieron por teléfono que no los llevaras a ningún sitio? ¡Claro que te advirtieron!

— Me advirtie… advirti… tieron… — respondió el administrador, ahogándose.

—¡Pero tú has salido corriendo!… ¡Dame esa cartera, cerdo! — gritó el de la voz gangosa que oyera por teléfono, arrancando la cartera de las ma-nos temblorosas de Varenuja.

Los dos cogieron a Varenuja por los brazos, le sacaron a rastras del jardín y corrieron con él por la Sadóvaya.

La tormenta estaba en plena furia, el agua se agolpaba ruidosamente en la boca de las alcantarillas, por todas partes se levantaba un oleaje sucio, burbujeante. Chorreaban los tejados y caía agua de los canalones. Por los patios corrían verdaderos torrentes espumosos. De la Sadóvaya había desaparecido cualquier indicio de vida. Nadie podía salvar a Iván Savélievich. A saltos por las sucias aguas de la riada, iluminados de vez en vez por los relámpagos, los agresores arrastraron al administrador medio muerto y le llevaron en un instante a la casa número 302 bis. Entraron en el patio, pasaron al lado de dos mujeres descalzas, que estaban arrimadas a la pared con los zapatos y las medias en la mano. Se metieron precipitadamente en el portal y, casi en volandas, subieron a Varenuja, que ya estaba próximo a la locura, al quinto piso, y allí lo dejaron en el suelo, en el siniestro vestíbulo del apartamento de Lijodéyev.

Los maleantes desaparecieron y en su lugar surgió una joven desnuda, pelirroja, con los ojos fosforescentes.

Varenuja sintió que esto era lo peor de todo lo ocurrido. Retrocedió hacia la pared. La joven se le acercó poniéndole las manos en los hom-bros. A Varenuja se le erizó el cabello. A través de su camisa empapada y fría, sintió que aquellas manos lo eran aún más, eran gélidas.

— Ven que te dé un beso — dijo ella con dulzura. Varenuja tuvo ante sus ojos las pupilas resplandecientes de la muchacha… Perdió el conocimiento. No sintió el beso.




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