19. MARGARITA



¡Adelante, lector! ¿Quién te ha dicho que no puede haber amor verdadero, fiel y eterno en el mundo, que no existe? ¡Que le corten la lengua repugnante a ese mentiroso!

¡Sígueme, lector, a mí, y sólo a mí, yo te mostraré ese amor!

¡No! Se equivocaba el maestro cuando en el sanatorio a esa hora de la noche, pasadas las doce, le decía a Ivánushka que ella le habría olvidado. Imposible. Ella no le había olvidado, naturalmente.

Pero en primer lugar vamos a descubrir el secreto que el maestro no quiso contar a Iván. Su amada se llamaba Margarita Nikoláyevna. Y todo lo que de ella contó el pobre maestro era la pura verdad. Había hecho una descripción muy justa de su amada. Era inteligente y hermosa y aún añadiríamos algo más: con toda seguridad muchas mujeres lo hubieran dado todo con tal de cambiar su vida por la de Margarita Nikoláyevna. Era una mujer de treinta años, sin hijos, casada con un gran especialista que había hecho un descubrimiento de importancia nacional. Su mari-do era joven, apuesto, bueno y honrado y quería a su mujer con locura. Margarita Nikoláyevna y su marido ocupaban toda la planta alta de un precioso chalet con jardín en una bocacalle de Arbat. ¡Qué sitio tan maravilloso! Cualquiera que lo desee, puede comprobarlo visitando el jardín. Que se dirija a mí y le daré las señas, le enseñaré el camino, porque el chalet existe todavía…

A Margarita Níkoláyevna no le faltaba el dinero. Podía satisfacer todos sus caprichos. Entre los amigos de su marido había personas interesantes. Margarita Nikoláyevna no conocía los horrores de la vida en un piso colectivo. En resumen… ¿era feliz? ¡Ni un solo momento! Desde que se casó a los diecinueve años y se encontró en el chalet, no tuvo un solo día feliz. ¡Dioses, dioses míos! ¿Qué le hacía falta a esta mujer? ¿Qué necesitaba esta mujer que siempre tenía en sus ojos un fuego extraño? ¿Qué necesitaba esta bruja, un poco bizca, que un día de primavera se puso unas mimosas de adorno? No lo sé. Seguramente, dijo la verdad; le necesitaba a él, al maestro, ni el palacete gótico, ni el jardín para ella sola ni el dinero. Le quería, era verdad que le quería.

A mí, que soy el narrador de esta verdad, pero ajeno a su historia al fin y al cabo, a mí, incluso a mí, se me encoge el corazón cuando pienso en lo que sufriría Margarita, al volver al día siguiente a casa del maestro (afortunadamente sin haber hablado con su marido, que no había vuelto el día prometido) y enterarse de que el maestro no estaba allí. Hizo todo lo posible por indagar, pero naturalmente, no pudo averiguar nada. Volvió al chalet y continuó su vida en el lugar de antes.

Pero cuando desapareció la nieve sucia de las aceras y las calzadas, y entró por las ventanas el viento inquieto y húmedo de la primavera, el sufrimiento de Margarita Nikoláyevna fue más insoportable aún que en el invierno. Lloraba muchas veces a escondidas, con amargura; no sabía si amaba a un hombre vivo o muerto ya. Y cuantos más días desesperados transcurrían, más se aferraba a la idea de que estaba unida a un muerto.

Tenía que olvidarle o morir ella también. No podía seguir viviendo así. ¡Era imposible! Olvidarle — costara lo que costara—, ¡olvidarle! Pero lo peor era que no le olvidaba.

—¡Sí, sí, aquella equivocación! — decía Margarita, sentada junto a la chimenea mirando al fuego, encendido como recuerdo de otro fuego que ardía un día que él escribía sobre Poncio Pilatos—. ¿Por qué me iría aquella noche? ¿Para qué? ¡Qué locura hice! Volví al día siguiente como le prometí, pero ya era tarde. Sí, volví, como el pobre Leví Mateo, ¡demasiado tarde! — Estas palabras eran inútiles, porque, en realidad, ¿qué habría cambiado si se hubiera quedado con el maestro aquella noche? ¿Se podría haber salvado acaso? ¡Qué absurdo! — diríamos nosotros, pero no lo hacemos ante una mujer roída por la desesperación. El mismo día en que una ola de escándalo, provocada por la aparición del nigromante, sacudía Moscú, el viernes que el tío de Berlioz fue enviado a Kíev, que detuvieron al contable y pasaron tantas otras cosas más, absurdas e in comprensibles, Margarita se despertó en su dormitorio casi al mediodía. La habitación tenía una ventana que daba a la torre del palacete. En contra de lo que solía sucederle, esta vez Margarita no se echó a llorar al despertarse, porque tenía el presentimiento de que, por fin, algo iba a ocurrir. Cuando se dio cuenta de su corazonada, empezó a acariciar la idea, a fomentarla en su alma, temiendo que, de otro modo, la abandonara.

— Tengo fe — susurraba Margarita solemnemente—, ¡tengo fe! ¡Algo va a pasar! No puede dejar de suceder, porque si no, ¿por qué tengo que sufrir este dolor hasta el final de mis días? Confieso que he vivido una doble vida oculta a los demás, pero el castigo no puede ser tan cruel… Algo tiene que suceder inevitablemente, porque es imposible que esto dure siempre. Además estoy segura de que mi sueño ha sido profético, lo juraría…

Así hablaba Margarita Nikoláyevna, mirando las cortinas rojas inundadas de sol, mientras se vestía apresuradamente y peinaba su pelo rizado delante de un espejo de tres caras.

Aquella noche Margarita había tenido un sueño extraordinario. Durante su invierno de tortura no había soñado jamás con el maestro. De noche la abandonaba y sufría sólo por el día. Y aquella noche lo había visto.

Había soñado con un lugar desconocido: triste, desesperante, con un cielo oscuro de primavera temprana. Aquel cielo gris, como despedazado, y bajo el cielo una bandada de grajos silenciosos. Un puentecillo tortuoso cruzaba un río turbio, primaveral. Unos árboles desnudos, tristes y pobres. Un álamo solitario, y más lejos, entre los árboles, tras un huerto, una choza de madera, que podía ser una cocina o un baño público, ¡quién sabe! Todo parecía muerto, helaba la sangre en las venas y daban unas ganas tremendas de ahorcarse en ese mismo álamo junto al puente. Ni una brisa, ni un movimiento de las nubes, ni un alma. ¡Qué lugar más espantoso para un hombre vivo!

Y figúrense que de pronto se abría la puerta de la choza y aparecía él. Bastante lejos, pero se le distinguía bien. Andrajoso, vestido de una manera muy extraña. Despeinado y sin afeitar. Con los ojos enfermos, inquietos. Le hacía señas con la mano, llamándola. Ahogándose en aquel aire inhabitable, Margarita corría hacia él por la tierra desigual, cuando se despertó.

«Esto puede significar dos cosas — pensaba Margarita—: o está muerto y me llama, entonces es que ha venido a buscarme y pronto voy a morirme, o está vivo y el sueño es que quiere que le recuerde. Dice que pronto nos veremos… Sí, sí, ¡nos vamos a ver muy pronto!»

Margarita se vistió, excitada todavía; trataba de convencerse de que en realidad, todo se estaba arreglando muy bien y había que saber aprovechar los momentos propicios. Su marido se había ido en comisión de servicio por tres días. Durante tres días Margarita estaría completamente sola, nadie podría impedirle pensar en lo que quisiera y soñar con lo que le gustase. Las cinco habitaciones de la planta alta del palacete, que causarían la envidia a miles de personas de Moscú, estaban a su disposición.

Sin embargo, al sentirse libre por tres días en su precioso piso, Margarita eligió un lugar, que no era el mejor, ni mucho menos. Después de tomar el té, fue a una habitación oscura, sin ventanas, donde, en dos grandes armarios, se guardaban las maletas y toda clase de trastos. Se puso en cuclillas, abrió el cajón de abajo de un armario y, levantando un montón de retales de seda, sacó su único tesoro. Tenía en sus manos un viejo álbum de piel marrón, en que había una fotografía del maestro, la libreta de la caja de ahorros con el ingreso de diez mil rublos a su nombre, unos pétalos secos de rosa colocados entre papel de seda y una parte de un cuaderno in folio, escrito a máquina y con el borde inferior quemado.

Regresó a su dormitorio con el tesoro, colocó la foto en el espejo de tres caras, se sentó delante y así permaneció cerca de una hora, sosteniendo en las rodillas el quemado cuaderno, pasando las páginas y releyendo aquello, que ahora, quemado, no tenía principio ni fin: «…la oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes colgantes que unían el templo y la terrible torre Antonia bajó del cielo el abismo, sumergiendo a los dioses alados del circo, el palacio Hasmoneo con sus aspilleras, bazares, caravanas, bocacalles, estanques. Desapareció Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera existido…».

Margarita quería seguir leyendo, pero no había nada más, sólo unos flecos desiguales ennegrecidos.

Enjugándose las lágrimas, apartó el cuaderno, apoyó los codos en la mesa del espejo y se quedó mirando la foto, reflejada en el cristal. Poco a poco se le fueron secando las lágrimas. Margarita recogió cuidadosamente su tesoro y a los pocos minutos ya estaba todo enterrado bajo los trapos de seda. Sonó el candado en la habitación oscura.

Margarita Nikoláyevna estaba ya en el vestíbulo, poniéndose el abrigo para ir a dar un paseo. Natasha, su bella criada, preguntó qué tenía que hacer de segundo plato, y al oír que lo que quisiera, para distraerse, entabló conversación con su dueña, diciendo Dios sabe qué: que si el día anterior un prestidigitador había estado haciendo trucos en el teatro, que todos se quedaron con la boca abierta, que repartía gratis perfumes extranjeros y medias, y después, cuando terminó la sesión y el público salió a la calle, ¡zas!: todos estaban desnudos. Margarita Nikoláyevna se derrumbó en una silla, que había debajo del espejo, y se echó a reír.

—¡Natasha! pero ¿no le da vergüenza? — decía Margarita Nikoláyevna—. Es usted una chica inteligente, ha leído mucho… ¡Cuentan en las colas esos disparates y usted los repite!

Natasha se puso colorada y repuso, con mucho calor, que no era ninguna mentira, que ella misma había visto con sus propios ojos en la tienda de comestibles de Arbat a una ciudadana que llegó con zapatos y, cuando se acercó a la caja a pagar, los zapatos desaparecieron y se quedó sólo con las medias. ¡Con los ojos desorbitados y un agujero en el talón! Los zapatos eran mágicos, zapatos de la función.

—¿Así se quedó?

—¡Así mismo! — exclamó Natasha, poniéndose más colorada porque no la creían—. Sí, y ayer tarde las milicias se llevaron a unas cien personas. Unas ciudadanas que habían estado en la función y corrían por la Tverskaya en paños menores.

— Seguro que son cosas de Daria — dijo Margarita Nikoláyevna—, siempre me ha parecido que es una mentirosa.

La divertida conversación terminó con una agradable sorpresa para Natasha. Margarita Nikoláyevna se fue a su dormitorio y salió de allí con un par de medias y un frasco de colonia y, diciendo que también ella quería hacer un truco, se los regaló a Natasha, pidiéndole tan sólo una cosa: que no anduviera por Arbat en medias y que no hiciera caso de Daria. La dueña y su sirvienta se dieron un beso y se separaron.

Margarita se acomodó en el asiento de un trolebús que pasaba por Arbat, pensando en sus cosas, prestando atención de vez en cuando a lo que decían dos ciudadanos que iban delante de ella.

Los dos, mirando hacia atrás con temor de que alguien les oyera, discutían en voz baja algo absurdo. Uno de ellos, que iba junto a la ventanilla, enorme, rollizo, con unos ojillos de cerdo muy vivos, susurraba a su vecino pequeñito que tuvieron que tapar el ataúd con una tela negra…

—¡Pero si no puede ser! — decía el pequeño, asombrado—. ¡Si es algo inaudito!… ¿Y qué hizo Zheldibin?

En medio del monótono ruido del trolebús se oyeron unas palabras que venían desde la ventana.

— Investigación criminal… un escándalo… ¡como místico!…

Margarita Nikoláyevna, uniendo los trozos de conversación, pudo componer algo más o menos coherente. Los ciudadanos hablaban de que habían robado del ataúd la cabeza de un difunto (quién era, no lo nombraban). Por eso Zheldibin estaba tan preocupado. Y estos dos que cuchicheaban en el trolebús tenían algo que ver con el maltratado difunto.

—¿Crees que nos dará tiempo de pasar a recoger las flores? — se inquietaba el pequeño—. ¿A qué hora es la incineración? ¿A las dos?

Por fin Margarita Nikoláyevna se cansó de escuchar las misteriosas incoherencias sobre una cabeza robada y se alegró de llegar a su parada.

Unos minutos más y Margarita Nikoláyevna estaba sentada en un banco bajo la muralla del Kremlin, mirando a la Plaza Manézhnaya.

El sol muy fuerte la obligaba a entornar los ojos; recordaba su sueño, recordaba cómo hacía un año, el mismo día y a la misma hora, estaba sentada con él en aquel banco y cómo ahora, su bolso negro estaba junto a ella en el banco. Esta vez él no estaba a su lado, pero mentalmente Margarita Nikoláyevna hablaba con él: «Si estás deportado, ¿por qué no haces saber de ti? Los otros lo hacen. ¿Es que ya no me quieres? No sé por qué, pero no lo creo. Entonces, o estás deportado o te has muerto. Si es así, te pido que me dejes, que me des libertad para vivir, para respirar este aire». Y ella misma contestaba por él: «Eres libre… ¿Acaso te retengo?». Ella replicaba: «Eso no es una respuesta. Vete de mi memoria, sólo entonces seré libre…».

La gente pasaba junto a Margarita Nikoláyevna. Un hombre se quedó mirando a la elegante mujer, atraído por su belleza y por su soledad. Tosió y se sentó en el borde del mismo banco en el que estaba Margarita.

Por fin se atrevió a hablar:

— Decididamente, hoy hace buen día…

Pero Margarita le echó una mirada tan sombría, que el hombre se levantó y se fue.

«He aquí un ejemplo — decía Margarita al que era su dueño—: ¿Por qué habré echado a ese hombre? Me aburro, y en ese don Juan no había nada malo, aparte del “decididamente”, tan ridículo… ¿Por qué estoy sola como una lechuza al pie de la muralla? ¿Por qué estoy apartada de la vida?»

Se sentía triste y alicaída. Y de pronto, igual que cuando se despertó, una ola de esperanza y emoción se levantó en su pecho. «Sí, ¡algo va a pasar!» Sintió otra vez el golpe de su corazonada y comprendió que se trataba de una onda sonora. Entre el ruido de la ciudad se oía, cada vez con más claridad, el retumbar de unos tambores y trompetas, algo desafinados, que se aproximaba poco a poco.

Primero apareció un miliciano a caballo, que avanzaba a paso lento junto a la reja del parque; le seguían tres milicianos a pie. Luego venía un camión con los músicos y detrás un coche funerario nuevo, abierto, con un ataúd cubierto de coronas y cuatro personas en las esquinas: tres hombres y una mujer. A pesar de la distancia, Margarita pudo ver que la gente que acompañaba al difunto en su último viaje parecía desconcertada, sobre todo la ciudadana que iba detrás. Daba la impresión que los carrillos gruesos de la ciudadana estaban hinchados por un secreto emocionante y sus ojos abotargados lanzaban chispitas. Faltaba poco para que guiñara el ojo hacia el difunto, diciendo: «¿Han visto algo semejante? ¡Es increíble!». Las trescientas personas que avanzaban a paso lento detrás del coche, tenían la misma expresión de desconcierto.

Margarita seguía con los ojos el cortejo, escuchando el triste ruido, cada vez más débil, de los tambores que repetían el mismo sonido: «Bums, bums, bums». Pensaba: «¡Qué entierro tan extraño… y qué tristeza en ese “bums”! Creo que sería capaz de venderle mi alma al diablo por saber si está vivo o muerto… Me gustaría saber a quién van a enterrar».

— A Mijaíl Alexándrovich Berlioz — se oyó a su lado una voz de hombre, algo nasal—, al presidente de MASSOLIT.

Margarita Nikoláyevna, sorprendida, se volvió y se encontró con que en su banco había un ciudadano; seguramente se habría sentado aprovechando que ella estaba absorta con la procesión, y por aquella distracción había hecho su última pregunta en voz alta.

Entre tanto, la procesión se detuvo, seguramente parada por los semáforos.

— Pues sí —continuaba el ciudadano desconocido—, qué ánimo tan asombroso tiene esa gente. Llevan al difunto y están pensando dónde estará su cabeza.

—¿Qué cabeza? — preguntó Margarita, examinando a su inesperado interlocutor. Era pequeño, pelirrojo, le sobresalía un colmillo, vestía una camisa almidonada, un traje a rayas de buena tela, zapatos de charol y un sombrero hongo. La corbata era de colores vivos. Y lo extraño era que en el bolsillo, donde los hombres suelen llevar un pañuelo o una pluma estilográfica, éste llevaba un hueso de pollo roído.

— Pues sí, señora — explicó el pelirrojo—, esta mañana, en la sala de Griboyédov, han robado del ataúd la cabeza del difunto.

—¿Pero cómo es posible? — preguntó Margarita involuntariamente, recordando la conversación que oyera en el trolebús.

—¡El diablo lo sabrá! —dijo el pelirrojo con desenfado—. Aunque me parece que habría que preguntárselo a Popota. ¡Qué manera de birlar la cabeza! ¡Da gusto! ¡Qué escándalo! Lo importante es que nadie sabe para qué puede servir la cabeza.

A pesar de lo ocupada que estaba Margarita Nikoláyevna con lo suyo, no pudo menos de asombrarse al oír las extrañas mentiras en boca del desconocido ciudadano.

—¡Cómo! — exclamó ella—. ¿Qué Berlioz? ¿No será el del periódico?…

—Ése es, precisamente…

— Entonces, ¿los que siguen el ataúd son literatos?

— ¡Naturalmente!

—¿Los conoce de vista?

— A todos — respondió el pelirrojo.

— Dígame — habló Margarita, con voz sorda—, ¿no está entre ellos el crí

tico Latunski?

—¿Pero cómo iba a faltar? — contestó el pelirrojo—. Es el del extremo en la cuarta fila.

—¿El rubio? — preguntó Margarita entornando los ojos. — Color ceniza… ¿No ve que ha levantado los ojos al cielo? — ¿El que parece un cura? — ¡El mismo!…

Margarita no preguntó más y se quedó mirando a Latunski.

— Y usted, por lo que veo — dijo sonriente el pelirrojo—, odia a ese Latunski. ¿No es así?

— No es el único que odio — contestó Margarita entre dientes—, pero no me parece un tema de conversación interesante.

La procesión continuó su camino, seguida de coches vacíos.

— Tiene razón, Margarita Nikoláyevna, no tiene nada de interesante.

Margarita se sorprendió.

—¿Es que me conoce?

Por toda respuesta, el pelirrojo se quitó el sombrero e hizo un gesto de

saludo. «¡Qué pinta de bandido tiene este tipo!», pensó Margarita, mirando fijamente a su casual interlocutor.

— Yo no le conozco a usted — dijo Margarita secamente.

—¿Cómo me va a conocer? Sin embargo, me han enviado para hablar con usted de cierto asunto — Margarita palideció y se echó hacia atrás.

— En lugar de contar esas tonterías de la cabeza cortada — dijo Margarita— tenía que haber empezado por ahí. ¿Viene a detenerme?

—¡De ninguna manera! — exclamó el pelirrojo—. ¡Pero qué cosas tiene! No he hecho más que hablarle y ya piensa que la voy a detener. Vengo a tratar con usted un asunto.

— No comprendo. ¿De qué me habla?

El pelirrojo miró alrededor y dijo misteriosamente:

— Me han enviado a invitarla a usted para esta noche.

— Usted está loco. ¿A qué me invita?

— A casa de un extranjero muy ilustre — dijo el pelirrojo con aire significativo, entornando un ojo.

Margarita se enfureció.

—¡Lo único que faltaba, una nueva especie de alcahuete callejero! — dijo incorporándose, dispuesta a marcharse, pero la detuvieron las palabras del pelirrojo:

— La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes colgantes, que unían el templo y la terrible torre Antonia… Desapareció Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera existido… ¡Por mí, también usted puede desaparecer con su cuaderno quemado y la rosa disecada!

¡Quédese en ese banco sola, pidiéndole que le dé libertad para respirar, que se vaya de su memoria!

Margarita, muy pálida, volvió. El pelirrojo la miraba con los ojos en-tornados.

— No comprendo nada — dijo Margarita Nikoláyevna con voz débil—. Lo de las hojas, podía haberlo leído, espiado… ¿Pero cómo se ha enterado de lo que yo pensaba? — Y añadió con una expresión de dolor—: Dígame, ¿quién es usted? ¿A qué organización pertenece?

— Qué lata… — murmuró el pelirrojo, y habló fuerte—: Si ya le he dicho que no pertenezco a ninguna organización. Siéntese, por favor. Margarita le obedeció sin una sola objeción, pero al sentarse le preguntó de nuevo: —¿Quién es usted? — Bueno, me llamo Asaselo; pero eso no le dice nada. — Dígame, ¿cómo supo lo de las hojas y lo que yo pensaba? — Eso no se lo digo. — ¿Pero usted sabe algo de él? — susurró Margarita, suplicante. — Pongamos que sí. —Se lo ruego, dígame sólo una cosa: ¿vive? ¡No me haga sufrir! — Bueno, sí, está vivo — dijo Asaselo de mala gana. — ¡Dios mío! — Por favor, sin emociones ni gritos — dijo Asaselo, frunciendo el entre cejo.

— Perdóneme — murmuraba Margarita, dócil ya—, siento haberle irritado. Pero reconozca que cuando a una mujer la invitan en la calle a ir a una casa… No tengo prejuicios, se lo aseguro… — Margarita sonrió tristemente—, pero yo nunca veo a ningún extranjero y no tengo ningunas ganas de conocerlos. Además, mi marido… Mi tragedia es que vivo con un hombre al que no quiero, pero considero indigno estropearle su vida… Él no me ha hecho más que el bien…

Se veía que este discurso incoherente estaba aburriendo a Asaselo, que dijo con severidad: —Por favor, cállese un minuto. Margarita le obedeció. —La estoy invitando a casa de un extranjero que no puede hacerle nin gún daño. Además, nadie sabrá de su visita. Eso se lo garantizo yo. — ¿Y para qué me necesita? — preguntó tímidamente Margarita. — Lo sabrá más tarde. — Ya entiendo… Tengo que entregarme a él — dijo Margarita pensativa. Asaselo sonrió con aire de superioridad y contestó: —Cualquier mujer en el mundo soñaría con esto. Pero no tengo más remedio que defraudarla. No es eso.

—¿Pero quién es ese extranjero? — exclamó Margarita turbada, en un tono de voz tan alto, que se volvieron los que pasaban junto al banco—. ¿Y qué interés puedo tener en ir a verle?

Asaselo se inclinó hacia ella y susurró con aire significativo:

— Tiene mucho interés…, puede aprovechar la ocasión…

—¿Cómo? — exclamó Margarita con los ojos redondos—. Si no me equivoco, está usted insinuando que puedo saber algo de él.

Asaselo asintió con la cabeza en silencio.

—¡Vamos! — exclamó Margarita con fuerza, agarrando a Asaselo de la mano—. ¡Vamos a donde sea!

Asaselo se apoyó en el respaldo del banco, tapando con su espalda un nombre grabado con navaja, «Niura», y dijo con expresión irónica:

—¡Qué gente más difícil son las mujeres! — se metió las manos en los bolsillos y estiró las piernas—. ¿Por qué me habrán mandado a mí para resolver este problema? Podía haber venido Popota, que tiene mucho encanto…

Margarita habló con una sonrisa amarga y contrariada:

— Por favor, déjese de mixtificaciones y no me haga sufrir con sus misterios. Se está aprovechando de que soy una persona desgraciada… Me estoy metiendo en algo muy extraño, ¡pero le juro que ha sido nada más que porque usted me ha interesado hablándome de él! Estoy mareada con todas esas complicaciones…

—¡No dramatice! — repuso Asaselo con una mueca—. Trate de ponerse en mi lugar. Dar una paliza al administrador, echar al tipo del piso, pegar un tiro, u otra tontería por el estilo, todo esto es especialidad mía. ¡Pero hablar con mujeres enamoradas, eso sí que no! Estoy tratando de convencerla hace más de media hora. Entonces, ¿qué? ¿Se viene?

— Sí —repuso sencillamente Margarita Nikoláyevna.

— Entonces, haga el favor de coger esto — dijo Asaselo sacando una cajita redonda de oro del bolsillo y dándosela a Margarita—. Escóndala, que nos están mirando. Le servirá. Margarita Nikoláyevna, de tanto sufrir ha envejecido usted bastante en este medio año — Margarita se puso colorada, pero no contestó. Asaselo continuó—: Esta noche, a las nueve y media, haga el favor de desnudarse y untarse la cara y el cuerpo con esta crema. Después puede hacer lo que quiera, pero no se aparte del teléfono. Yo la llamaré a las diez y le daré instrucciones. Usted no tendrá que ocuparse de nada, la llevarán a donde haga falta, sin ninguna molestia para usted. ¿Está claro?

Margarita tardó en contestar. Luego dijo:

— Está claro. Esto es de oro puro, se ve por el peso. Veo que me están sobornando para complicarme en una historia turbia y luego tendré que pagarlo…

—¿Pero qué dice? — murmuró Asaselo, indignado—. ¿Otra vez?

— No, espere…

—¡Devuélvame la crema!

Margarita agarró la caja con todas sus fuerzas.

— No, no, espere… Sé perfectamente a lo que voy. Lo hago todo por él, porque ya no me queda ninguna esperanza. Pero quiero decirle que si yo muero ¡usted tendrá la culpa! ¡Se avergonzará de ello! ¡Muero por amor! — y dándose un golpe en el pecho Margarita miró hacia el sol.

—¡Devuélvala! — gritaba Asaselo—. ¡Devuélvala, y al diablo todo! ¡Que manden a Popota!

—¡Oh, no! — exclamó Margarita, sorprendiendo a los transeúntes—. ¡Es-toy dispuesta a todo, estoy dispuesta a hacer esa comedia de la crema, estoy dispuesta a irme al diablo! ¡No se lo doy!

—¡Vaya! — vociferó de pronto Asaselo con los ojos desorbitados, señalando algo detrás de la verja del jardín.

Margarita miró hacia donde le había indicado Asaselo, pero no descubrió nada de particular. Cuando volvió a mirar a Asaselo, como pidiendo una explicación por el absurdo «vaya», no había nadie que se lo pudiera explicar. El misterioso interlocutor de Margarita Nikoláyevna había desaparecido.

La mujer metió la mano en el bolso, donde acababa de guardar la cajita, y se convenció de que seguía allí. Sin pensar en nada, Margarita salió corriendo del jardín Alexándrovski.




Загрузка...