22. A LA LUZ DE LAS VELAS



E1 ruido monótono del coche volando por encima de la tierra adormecía a Margarita. La luz de la luna despedía un calor suave. Cerró los ojos y puso la cara al viento. Pensaba con tristeza en la orilla del río abandonado, sintiendo que nunca más volvería a verle. Pensaba en los acontecimientos mágicos de aquella tarde y empezaba a comprender a quién iba a conocer por la noche, pero no sentía miedo. La esperanza de conseguir que volvieran los días felices le infundía valor. Pero no tuvo mucho tiempo de soñar con su felicidad. No sabía si debido a que el grajo era un buen conductor o a que el coche era rápido, pero el hecho fue que en seguida apareció ante sus ojos, sustituyendo la oscuridad del bosque, el lago trémulo de luces de Moscú. El negro pájaro conductor destornilló una rueda en pleno vuelo y aterrizó en un cementerio desierto del barrio Dorogomílovo.

Junto a una losa hizo bajar a Margarita, que no preguntaba nada, y le entregó su escoba; luego puso en marcha el coche, apuntando a un barranco que estaba detrás del cementerio. El coche cayó allí con estrépito y pereció. El grajo hizo un respetuoso saludo con la mano, montó en la rueda y salió volando.

Y en seguida apareció por detrás de un mausoleo una capa negra. Brilló un colmillo a la luz de la luna y Margarita reconoció a Asaselo. Asaselo la invitó con un gesto a montarse en la escoba y montó él en un largo florete; se elevaron en el aire y, sin ser vistos por nadie, descendieron a pocos segundos junto a la casa número 302 bis de la Sadóvaya.

Cuando atravesaban el portón, llevando bajo el brazo el estoque y la escoba, Margarita se fijó en un hombre con gorra y botas altas que parecía muy impaciente; seguramente estaba esperando a alguien. A pesar de que los pasos de Margarita y Asaselo eran muy ligeros, el hombre solitario los percibió, y se estremeció asustado, sin saber de dónde provenían.

Junto al sexto portal se encontraron con otro hombre que se parecía sorprendentemente al primero. Se repitió lo que acababa de ocurrir; ruido de pasos…, el hombre se volvió asustado y frunció el entrecejo. Cuando la puerta se abrió y se cerró, echó a correr detrás de los transeúntes invisibles, se asomó al portal, pero, como era de esperar, no vio a nadie.

Otro hombre, igual que el primero y el segundo, estaba de guardia en el descansillo de la escalera del tercer piso. Fumaba un tabaco muy fuerte y a Margarita le dio un ataque de tos al pasar junto a él. El fumador se levantó del banco como si le hubieran pinchado, mirando alrededor inquieto, se acercó a la barandilla de la escalera y miró hacia abajo. Margarita y su acompañante ya estaban ante la puerta del piso número 50.

No tuvieron que llamar a la puerta. Asaselo la abrió silenciosamente con su propia llave.

La primera sorpresa que recibió Margarita fue la oscuridad en la que se encontró. El vestíbulo estaba oscuro como una cueva; Margarita, temiendo tropezar, se agarró involuntariamente a la capa de Asaselo. Arriba, lejos, apareció la pequeña luz de un candil que se aproximaba hacia ellos. Asaselo le quitó a Margarita la escoba, que desapareció en la oscuridad sin hacer el menor ruido.

Empezaron a subir por una escalera ancha, que a Margarita se le hizo interminable. No podía comprender cómo en un piso corriente de Moscú podía caber una escalera tan extraordinaria, invisible e interminable. Terminó la subida y Margarita comprendió que estaban en el descansillo de la escalera. La luz estaba allí y Margarita vio la cara iluminada de un hombre alto de negro, que sostenía en la mano el candil. Todos los que habían tenido la desgracia de encontrarse con él en aquellos días le hubieran reconocido incluso a la débil luz del candil. Era Koróviev, alias Fagot.

Su aspecto había cambiado bastante. La llama vacilante ya no se reflejaba en los impertinentes rotos, inservibles desde hacía tiempo, sino en un monóculo, también roto. En su cara insolente se destacaba el bigotito rizado, y su negra vitola tenía fácil explicación: iba vestido de frac. Sólo el pecho iba de blanco.

El mago, el chantre, el hechicero, el intérprete, o lo que fuera; bueno, Koróviev hizo una reverencia y, con el candil, un gesto invitando a Margarita a seguirle. Asaselo desapareció.

«¡Qué tarde más asombrosa! — pensaba Margarita—; me esperaba cualquier cosa menos esto. ¿Les habrán cortado la luz? Pero lo más raro de todo es la extensión de este lugar… ¿Cómo ha podido meterse todo esto en un piso de Moscú? ¡Es sencillamente incomprensible!»

A pesar de la luz tan débil que daba el candil de Koróviev, Margarita comprendió que se encontraba en una sala enorme, con una columnata que a primera vista parecía interminable. Koróviev se paró junto a un pequeño sofá, dejó su candil en un pedestal; con un gesto invitó a Margarita a sentarse y él mismo se colocó a su lado en una postura pintoresca, apoyándose en el pedestal.

— Permítame que me presente — habló Koróviev—: soy Koróviev. ¿Le extraña que no haya luz? Habrá pensado que estamos haciendo economías. ¡Nada de eso! ¡Que el primer verdugo de los que un poco más tarde tengan el honor de besar su rodilla me corte la cabeza en este pedestal si es así! Lo que sucede es que a messere no le gusta la luz eléctrica y no la daremos hasta el último momento. Entonces, créame, no se notará la falta de luz. Incluso sería preferible que hubiera algo menos.

A Margarita le agradó Koróviev y su verborrea logró tranquilizarla.

— No, no — contestó Margarita—, lo que más sorprende es cómo han he-cho para meter todo esto — hizo un gesto con la mano, indicando la amplitud del salón.

Koróviev sonrió con cierta dulzura y unas sombras se movieron en las arrugas de su nariz.

—¿Esto? ¡Sencillísimo! — contestó—. Quien conozca bien la quinta dimensión puede ampliar cualquier local todo lo que quiera y sin ningún esfuerzo, y además, le diré, estimada señora, que hasta unos límites incalculables. Yo, personalmente — siguió Koróviev—, he conocido a gente que no tenía ni la menor idea sobre la quinta dimensión, ni sobre nada, y que hacía verdaderos milagros en eso de agrandar sus viviendas. Por ejemplo, me han hablado de un ciudadano que recibió un piso de tres habitaciones y, sin conocer la quinta dimensión ni demás trucos, la convirtió en un piso de cuatro, dividiendo con un tabique una de las habitaciones. Después cambió este piso por dos separados en distintos barrios de Moscú: uno de tres y otro de dos habitaciones. Convendrá us-ted conmigo en que ya eran cinco habitaciones. Uno de ellos lo cambió por dos pisos de dos y, como fácilmente comprenderá, se hizo dueño de seis habitaciones, aunque completamente dispersas en Moscú. Cuando se disponía a efectuar el último canje, y el más brillante, insertando un anuncio para cambiar seis habitaciones en distintos barrios por un piso de cinco, sus actividades, y por razones ajenas a su voluntad, quedaron paralizadas. Puede que ahora tenga alguna habitación, pero me atrevo a asegurar que no será en Moscú. Ya ve usted, ¡qué lagarto, y luego me habla de la quinta dimensión!

Aunque Margarita no había dicho ni una palabra sobre la quinta dimensión y el que lo decía todo era Koróviev, se echó a reír con desenfado por la historia sobre las andanzas del industrioso adquirente de pisos. Koróviev siguió hablando.

— Bueno, vamos al grano, Margarita Nikoláyevna. Usted es una mujer muy inteligente y ya habrá comprendido quién es nuestro señor.

A Margarita le dio un vuelco el corazón y asintió con la cabeza.

— Muy bien — decía Koróviev—, no nos gustan las reticencias ni los misterios. Messere ofrece todos los años una fiesta. Se llama el Baile del Plenilunio Primaveral, o de Los Cien Reyes. ¡Cuánta gente! — Koróviev se llevó la mano a un carrillo, como si le doliera una muela—. Bueno, usted misma lo va a ver. Y como usted comprenderá, messere está soltero. Se necesita una dama — Koróviev separó los brazos—; reconozca que sin dama…

Margarita escuchaba a Koróviev procurando no perder una palabra.

Sentía frío debajo del corazón y la esperanza de ser feliz la mareaba.

— La tradición — siguió Koróviev— es que la dama de la fiesta tiene que llamarse Margarita, en primer lugar, y además tiene que ser oriunda del país. Le contaré que nosotros viajamos siempre y ahora estamos en Moscú. Hemos encontrado ciento veinte Margaritas en Moscú y, no sé si me va a creer — Koróviev se dio una palmada en el muslo—, ¡ninguna nos servía! Y, por fin, la propicia fortuna…

Koróviev sonrió expresivamente, inclinándose, y Margarita volvió a sentir frío en el corazón.

— Bien, sin rodeos — exclamó Koróviev—. ¿No se negará a desempeñar este papel?

— No me negaré —respondió Margarita con firmeza.

— Naturalmente — dijo Koróviev, y levantando el candil añadió—: sígame, por favor.

Atravesaron unas columnas y llegaron, por fin, a otra sala, en la que olía a limón y se oían ruidos; algo rozó la cabeza de Margarita. Ella se estremeció.

— No se asuste — la tranquilizó con dulzura Koróviev, cogiéndola del brazo—, no son más que trucos de Popota. Me atrevo a darle un consejo, Margarita Nikoláyevna: nunca tenga miedo de nada. No es razonable. El baile va a ser muy grande, no quiero ocultárselo. Veremos a personas que en sus tiempos tuvieron en sus manos un poder enorme. Pero cuando pienso qué insignificantes son sus posibilidades en comparación con las de aquél, al séquito del que tengo el honor de pertenecer, me dan ganas de reír, o, a veces, de llorar… Además, usted también tiene sangre real.

—¿Por qué dice que tengo sangre real? — susurró Margarita asustada, arrimándose a Koróviev.

— Majestad — cotorreaba Koróviev muy juguetón—, los problemas de la sangre son los más complicados de este mundo. Si preguntáramos a algunas bisabuelas, especialmente a las que tuvieron reputación de más decentes, se descubrirían unos secretos sorprendentes, Margarita Nikoláyevna. Recuerde usted unas cartas barajadas de la manera más increíble. Hay ciertas cosas en las que las barreras sociales y las fronteras no tienen ninguna importancia. Por ejemplo: una de las reinas de Francia, que vivió en el siglo XVI, se hubiera sorprendido muchísimo si alguien le hubiera dicho que yo acompañaría a su encantadora tataratataratataratataranieta por una sala de baile en Moscú… ¡Ya hemos llegado!

Koróviev apagó de un soplo el candil, que en seguida desapareció de sus manos, y Margarita vio una franja de luz debajo de una puerta. Koróviev dio en ésta un golpecito. Margarita estaba tan nerviosa que le empezaron a chasquear los dientes y sintió escalofríos en la espalda.

La puerta se abrió. La habitación era bastante pequeña. Margarita vio una cama ancha, de roble, con sábanas y almohadas sucias y arrugadas. Delante de la cama había una mesa, también de roble, con las patas labradas, y sobre ella un candelabro con los brazos en forma de patas de ave, con sus garras. En estas siete patas de oro ardían gruesas velas de cera. Había también sobre la mesa un tablero de ajedrez, con figuras admirablemente trabajadas. Sobre una pequeña alfombra muy raída, una banqueta. En otra mesa, un cáliz de oro y otro candelabro, éste con los brazos en forma de serpientes. En la habitación olía a cera y azufre. Las sombras de las velas se cruzaban en el suelo.

Entre los presentes, Margarita reconoció a Asaselo, de pie junto a un tablero de la cama y vestido de frac. Con este atuendo no recordaba al bandido que se le apareciera a Margarita en el Jardín Alexándrovski. Ahora, al verla, hizo una reverencia muy galante.

Sentada en el suelo, sobre la alfombra, preparando una mezcla en una cacerola, una bruja desnuda, que no era otra que Guela, la que tanto escandalizara al respetable barman del Varietés y la misma a la que felizmente espantara el gallo la madrugada siguiente a la famosa sesión.

En esta habitación había además un enorme gato negro sentado en un alto taburete, frente al tablero de ajedrez, y con el caballo del ajedrez en su pata derecha.

Guela se incorporó e hizo una reverencia a Margarita. El gato hizo lo mismo saltando del taburete y, al arrastrar su pata derecha trasera en una reverencia, dejó caer el caballo y se metió debajo de la cama para buscarlo.

Esto es lo que pudo ver la aterrorizada Margarita en medio de la sombra siniestra de las velas. El que más atraía su mirada era precisamente aquel al que pocos días antes trataba de convencer el pobre Iván en los Estanques del Patriarca de la no existencia del diablo. El que no existía estaba sentado en la cama.

Dos ojos se clavaron en la cara de Margarita. El derecho, con una chispa dorada en el fondo, atravesaba a cualquiera y llegaba a lo más recóndito de su alma; el izquierdo — negro y vacío— como angosta entrada a una mina de carbón, como la boca de un pozo de oscuridad y sombras sin fondo. Voland tenía la cara torcida, caída la comisura derecha de los labios; la frente, alta y con entradas, estaba surcada por dos profundas arrugas paralelas a las cejas en punta, y tenía la piel de la cara quemada, como para siempre, por el sol.

Voland, recostado cómodamente en la cama, llevaba solamente una larga camisa de dormir, sucia y con un remiendo en el hombro. Estaba sentado sobre una pierna y tenía la otra estirada sobre una banqueta. Guela le frotaba la rodilla de la pierna estirada, oscura, con una pomada humeante.

Margarita pudo ver en el pecho descubierto y sin vello de Voland un escarabajo bien cincelado, en una piedra oscura, que colgaba de una cadenita de oro. En la parte posterior del escarabajo había una inscripción. Junto a Voland, sobre sólido pie, un extraño globo terrestre que parecía real, con una mitad iluminada por el sol.

Permanecieron en silencio unos segundos. «Me está estudiando», pensó Margarita, y con un gran esfuerzo de voluntad trató de evitar el temblor de sus piernas.

Por fin Voland rompió a hablar y resplandeció su ojo brillante:

— Mis respetos, reina; le ruego disculpe mi atuendo de casa.

Voland hablaba con voz baja, hasta ronca a veces.

Cogió de la cama una larga espada y, agachándose, hurgó con ella debajo de la cama.

—¡Sal de ahí! La partida se da por terminada. Ha llegado una invitada.

— De ninguna manera — silbó como un apuntador Koróviev, preocupado.

— De ninguna manera… — repitió Margarita.

Messere… — le dijo Koróviev al oído.

— De ninguna manera, messere — repitió Margarita, dominándose, con una voz muy baja, pero inteligible, y añadió sonriente—: Le ruego que no interrumpa su partida. Creo que cualquier revista de ajedrez pagaría una gran suma si pudiera publicar esta partida.

Asaselo emitió un sonido aprobatorio. Voland, con la vista fija en Margarita, le hizo una seña para que se acercara, y dijo para sus adentros:

— Tiene razón Koróviev. ¡Cómo se cruza la sangre! ¡La sangre!

Margarita dio unos pasos hacia él, sin sentir el suelo bajo sus pies descalzos. Voland le puso en el hombro una mano pesada, como de piedra, pero ardiente como el fuego, la atrajo hacia sí y la hizo sentarse a su lado.

— Bien, si es usted tan encantadoramente amable — pronunció—, y que conste que yo no esperaba menos, vamos a dejarnos de cumplidos — se inclinó de nuevo hacia el borde de la cama y gritó—: ¿Cuándo acabará esta payasada? ¡Sal de ahí, condenado Hans!

— No encuentro el caballo — respondió el gato con voz ahogada y falsa—. No sé dónde se ha metido y lo único que encuentro es una rana.

— Pero, ¿crees que estás en una caseta de feria? — preguntó Voland, fingiendo severidad—. ¡Debajo de la cama no había ninguna rana! ¡Deja esos trucos baratos para el Varietés! ¡Si no sales ahora mismo te damos por vencido, maldito desertor!

—¡De ningún modo, messere! — vociferó el gato, y al instante salió de debajo de la cama con el caballo en la pata.

— Le presento a… — empezó Voland, pero se interrumpió—. ¡No puedo soportar a este payaso! ¡Mire en lo que se ha convertido debajo de la cama!

El gato, lleno de polvo, sosteniéndose sobre sus patas traseras, hacía reverencias a Margarita. Le había surgido en el cuello una pajarita blanca de frac y, colgados sobre el pecho con un cordón de cuero, unos prismáti cos nacarados, de señora. Y tenía los bigotes empolvados de purpurina.

—¿Pero qué es esto? — exclamó Voland—. ¿A qué viene la purpurina? ¿Y para qué diablos quieres el lazo si no llevas pantalones?

— Los gatos no usan pantalones, messere — respondió muy digno el gato. ¿No querrá que me ponga botas? El gato con botas existe sólo en los cuentos, messere. ¿Pero ha visto usted alguna vez que alguien vaya a un baile sin corbata? ¡No estoy dispuesto a hacer el ridículo y arriesgarme a que me echen del baile! Cada uno se arregla como puede. Lo dicho también se refiere a los prismáticos, messere.

—¿Y el bigote?

— No comprendo — replicó el gato secamente—. Asaselo y Koróviev, al afeitarse, se han puesto polvos blancos. ¿Es que son mejores que los de purpurina? Me he empolvado el bigote, nada más. Otra cosa sería si me hubiera afeitado. Un gato afeitado es algo realmente inadmisible, estoy dispuesto a afirmarlo así tantas veces como sea necesario. Aunque tengo la impresión — le tembló la voz, estaba ofendido— de que todos esos reparos que me están poniendo no son casuales, ni mucho menos, y de que estoy ante un problema serio: me expongo a no ir al baile. ¿No es así, messere?

Y el gato, furioso por ofensa tal, pareció que iba a explotar de un momento a otro.

—¡Ah, bandido! — exclamó Voland moviendo la cabeza. — ; siempre que su juego está en peligro empieza a hablar como un sacamuelas, como el último charlatán en un puente. Siéntate inmediatamente y déjate de astucias verbales.

— Me sentaré —contestó sentándose el gato—, pero no tengo más remedio que replicar a su última observación. Mis palabras de ninguna manera representan una astucia verbal, como usted ha dicho en presencia de la dama, sino una cadena de perfectos silogismos, que serían apreciados en su verdadero valor por Sexto Empírico, Marciano Capela y, a lo mejor, por el propio Aristóteles.

— Jaque al rey — dijo Voland.

— Muy bien, muy bien — respondió el gato, y se quedó mirando el tablero de ajedrez a través de sus prismáticos.

— Como decía — Voland se dirigió a Margarita—, le presento a mi séquito, donna. Este que hace el tonto es el gato Hipopótamo. A Asaselo y a Koróviev ya los conoce. Le recomiendo a mi criada Guela: es rápida, comprensiva y no existe favor que ella no pueda hacer.

La bella Guela sonrió, volviendo hacia Margarita sus ojos verdosos, sin dejar de ponerle la pomada a Voland en la rodilla.

— Eso es todo — terminó Voland, y contrajo la cara, porque Guela le había hecho demasiada presión en la rodilla—. Como verá, la sociedad es pequeña, variada y sin pretensiones — dejó de hablar y empezó a girar el globo, hecho de tal manera que los mares azules se movían y el casquete de nieve sobre los polos parecía un auténtico gorro de nieve y de hielo.

Entretanto, en el tablero de ajedrez reinaba una gran confusión. El rey del manto blanco andaba por su casilla alzando los brazos de desesperación. Tres peones blancos con alabardas miraban desconcertados al alfil que movía su espada indicando hacia delante, donde había dos jinetes negros de Voland, montados en unos caballos excitados que rascaban la tierra.

Margarita estaba admirada. Le sorprendía que las figuras estuvieran vivas.

El gato, apartando los prismáticos de sus ojos, dio un leve empujón al rey en la espalda. Éste, desesperado, se tapó la cara con las manos.

— Mal asunto, querido Popota — dijo Koróviev con voz venenosa.

— La situación es difícil, pero no como para perder las esperanzas — contestó Popota—; es más: estoy seguro de la victoria. Lo que hace falta es analizar bien la situación.

Pero el análisis resultó algo extraño: empezó a hacer muecas y a guiñar el ojo a su rey.

— No hay remedio — seguía Koróviev.

—¡Ay! — exclamó Popota—. ¡Se han escapado Jos loros, ya lo decía yo!

Efectivamente, a lo lejos se oyó un ruido de alas. Koróviev y Asaselo salieron corriendo de la habitación.

—¡Estoy harto del jaleo que os traéis con el baile! — gruñó Voland sin apartar la mirada del globo.

En cuanto desaparecieron Koróviev y Asaselo, las muecas de Popota tomaron unas proporciones desmesuradas. Por fin, el rey blanco comprendió qué esperaban de él. Arrojó su manto y salió corriendo del tablero. El alfil se echó el manto del rey sobre los hombros y ocupó su casilla. Volvieron Koróviev y Asaselo.

— Como siempre es una mentira — dijo Asaselo mirando de reojo a Popota.

—¿Qué me dices? Pues me pareció oírlos — contestó el gato. — Bueno, esto dura demasiado — dijo Voland—. Jaque al rey. — Messere — respondió el gato con una preocupación fingida—, me parece que está muy cansado. ¡No hay jaque! — El rey está en la G-2 —repuso Voland sin mirar al tablero. — ¡Messere, qué horror! — aulló el gato poniendo cara de susto—, el rey no está en la G-2.

—¿Qué pasa? — preguntó Voland sorprendido, y miró al tablero, donde el alfil con el manto de rey volvía la cabeza tapándose la cara.

— Eres un granuja — dijo Voland pensativo. — ¡Messere! ¡De nuevo recurro a la lógica! — habló el gato, llevándose las patas al pecho—. Si un jugador anuncia jaque al rey y el rey no está en el tablero, el jaque no puede ser reconocido.

—¿Te rindes o no? — gritó Voland furioso.

— Permítame que lo piense — pidió el gato con docilidad. Apoyó los co-dos en la mesa, se tapó los oídos con las patas y se puso a pensar. Estuvo pensando mucho rato y, al fin, dijo—: me rindo.

— Que maten a este ser obstinado — susurró Asaselo.

— Me rindo — repitió el gato—, pero exciusivamente porque no puedo jugar en este ambiente de envidia e intrigas.

Se incorporó y las figuras de ajedrez se metieron en un cajón.

— Guela, ya es hora — dijo Voland, y Guela desapareció de la habitación—. Tengo un dolor de piernas y encima este baile…

— Permítame a mí —pidió Margarita en voz baja.

Voland la miró fijamente y le acercó su rodilla.

Una masa caliente como la lava le quemó las manos, pero Margarita, sin cambiar de expresión, empezó a friccionar la rodilla de Voland tratando de no hacerle daño.

— Mis favoritos dicen que tengo reúma — decía Voland sin apartar la mirada de Margarita—, pero tengo mis sospechas que es un recuerdo de una bruja encantadora que conocí en el año 1571 en el monte Brocken, en la Cátedra del Diablo.

—¿Será posible? — preguntó Margarita.

— No tiene ninguna importancia. Dentro de unos trescientos años no quedará nada. Me han recomendado muchas medicinas, pero prefiero las antiguas, las de mi abuela. ¡Qué hierbas tan sorprendentes me ha dejado mi abuela, esa vieja odiosa! A propósito, ¿usted no padece de nada? ¿A lo mejor tiene alguna pena, algo que la atormenta?

— No, messere, no tengo nada de eso — contestó la inteligente Margarita—; sobre todo ahora, estando con usted, me encuentro perfectamente.

— La sangre es una gran cosa — dijo Voland sin que viniera a cuento, y añadió—: veo que le interesa mi globo.

—¡Oh, sí! Nunca había visto cosa igual.

— Es algo realmente bueno. Le confieso que no me gustan las noticias por radio. Siempre las lanzan señoritas que pronuncian confusamente los nombres geográficos. Además, una de cada tres suele ser tartamuda, parece que las eligen a propósito. Mi globo es mucho más práctico, sobre todo para mí, que necesito conocer los acontecimientos al detalle. Por ejemplo, ¿ve usted ese trozo de tierra, bañado por el océano? Mire, se está incendiando. Es que ha empezado una guerra. Si se acerca más, verá los detalles.

Margarita se inclinó sobre el globo, el cuadradito de tierra se agrandó, se cubrió de colores y pareció convertirse en un mapa en relieve. Luego vio la cinta del río con un pueblo a un lado. Una casa, del tamaño de un guisante, fue creciendo hasta alcanzar el tamaño de una caja de cerillas. De pronto, silenciosamente, el tejado de la casa voló con una nube de humo negro, las paredes se derrumbaron y de la casa sólo quedó un montículo que despedía una oscura humareda. Acercándose más, Margarita pudo ver una figura de mujer en el suelo y, junto a ella, un niño con los brazos abiertos en un charco de sangre.

— Se acabó —dijo Voland, sonriendo—, no ha tenido tiempo de pecar. El trabajo de Abadonna[16] es perfecto.

— No me gustaría estar en el lado contrario al que esté Abadonna — dijo Margarita—. ¿De qué lado está?

— Cuanto más hablo con usted — respondió Voland con amabilidad—, más me convenzo de que usted es muy inteligente. La voy a tranquilizar. Es sorprendentemente imparcial y apoya a las dos partes contrincantes en la misma medida. Por consiguiente, el resultado es siempre el mismo para ambas partes. ¡Abadonna! — dijo Voland con voz baja, y de la pared salió un hombre delgado con unas gafas oscuras que impresionaron profundamente a Margarita, tanto que dio un grito y escondió la cara en el hombro de Voland—. ¡Por favor! — gritó Voland—, ¡qué nerviosa es la gente de ahora! — y le dio a Margarita una palmada en la espalda que resonó en todo su cuerpo—. ¿No ve que lleva gafas? Además, no ha ocurrido, ni nunca ocurrirá, que Abadonna aparezca delante de alguien antes de tiempo. Al fin y al cabo estoy aquí yo. ¡Y usted es mi invitada! Quería presentárselo, nada más.

Abadonna estaba inmóvil.

—¿Podría quitarse las gafas un segundo? — preguntó Margarita, arrimándose a Voland y estremeciéndose, pero ahora de curiosidad.

— Eso es imposible — dijo Voland seriamente. Hizo un gesto a Abadonna y éste desapareció.

—¿Qué quieres, Asaselo?

Messere — respondió Asaselo—, con su permiso tengo que decirle que hay aquí dos forasteros: una hermosa mujer que lloriquea y pide que la lleven con su señora, y su cerdo, con perdón.

—¡Pero qué manera tan extraña de comportarse tienen las bellezas!

—¡Es Natasha! — exclamó Margarita.

— Bueno, déjala con su señora. Y el cerdo con los cocineros.

—¿Matarle? — exclamó Margarita asustada—. Por favor, messere, es Nikolái Ivánovich, mi vecino de abajo. Es una equivocación, ella le dio un poco de crema…

— Pero qué cosas tiene — dijo Voland—. ¿Quién lo va a matar y para qué? Que se quede un rato con los cocineros y nada más. ¡No querrá que le deje ir al baile!

— Pues sí… —añadió Asaselo, y comunicó—: ya va a ser medianoche, messere.

— Ah, muy bien — Voland se dirigió a Margarita—: le doy las gracias de antemano. No se preocupe y no tema nada. No beba más que agua, si no se encontrará débil y no podrá resistirlo. ¡Es la hora!

Margarita se levantó de la alfombra y en la puerta apareció Koróviev.




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