Como estábamos diciendo, el desconocido le hizo a Iván una señal con el dedo para que se callara.
Iván bajó las piernas de la cama y le miró fijamente. Por la puerta del balcón se asomaba con cautela un hombre de unos treinta y ocho años, afeitado, moreno, de nariz afilada, ojos inquietos y un mechón de pelo caído sobre la frente.
Al cerciorarse de que Iván estaba solo, el misterioso visitante escuchó por si había algún ruido, miró en derredor y, recobrando el ánimo, entró en la habitación. Iván vio que su ropa era del sanatorio. Estaba en pijama, zapatillas y en bata parda, echada sobre los hombros.
El visitante le hizo un guiño, se guardó en el bolsillo un manojo de llaves y preguntó en voz baja: «¿Me puedo sentar?». Y viendo que Iván asentía con la cabeza, se acomodó en un sofá.
—¿Cómo ha podido entrar? — susurró Iván, obedeciendo la señal del dedo amenazador—. ¿No están las rejas cerradas con llave?
— Sí, están cerradas — dijo el huésped—, pero Praskovia Fédorovna, una persona encantadora, es bastante distraída. Hace un mes que le robé el manojo de llaves, con lo que tengo la posibilidad de salir al balcón general, que pasa por todo el piso, y visitar de vez en cuando a mis vecinos.
— Si sale al balcón, puede escaparse. ¿O está demasiado alto? — se interesó Iván.
— No — contestó el visitante con firmeza—, no me puedo escapar, y no porque esté demasiado alto, sino porque no tengo a donde ir — y añadió, después de una pausa—. ¿Qué, aquí estamos?
— Sí, estamos — contestó Iván, mirándole a los ojos, unos ojos castaños e inquietos.
— Sí… —de pronto el hombre se preocupó—, espero que usted no sea de los de atar. Es que no soporto el ruido, el alboroto, la violencia y todas esas cosas. Odio por encima de todo los gritos humanos, de dolor, de ira
o de lo que sea. Tranquilíceme, por favor, no es violento, ¿verdad? — Ayer le sacudí en la jeta a un tipo en un restaurante — confesó valiente
mente el poeta regenerado. — ¿Y el motivo? — preguntó el visitante con severidad. — Confieso que sin ningún motivo — dijo Iván azorado. — Es inadmisible — censuró el huésped y añadió—: Además, qué manera
de expresarse: «en la jeta»… Y no se sabe qué tiene el hombre, si jeta o cara. Seguramente es cara y usted comprenderá que un puñetazo en la cara… No vuelva a hacer eso punca.
Después de reprenderle, preguntó:
—¿Qué es usted?
— Poeta — confesó Iván con desgana, sin saber por qué.
El hombre se disgustó.
—¡Qué mala suerte tengo! — exclamó, pero en seguida se dio cuenta de su incorrección, se disculpó y le preguntó—: ¿Cómo se llama? — Desamparado. — ¡Ay! — dijo el visitante, haciendo una mueca de disgusto. — Qué, ¿no le gustan mis poemas? — preguntó Iván con curiosidad. — No, nada, en absoluto. — ¿Los ha leído? — ¡No he leído nada de usted! — exclamó nervioso el desconocido. — Entonces, ¿por qué lo dice? — ¡Es lógico! — respondió—. ¡Como si no conociera a los demás! Claro, puede ser algo milagroso. Bueno, estoy dispuesto a creerle. Dígame, ¿sus versos son buenos? — ¡Son monstruosos! — respondió Iván con decisión y franqueza. — No escriba más — le suplicó el visitante. — ¡Lo prometo y lo juro! — dijo muy solemne Iván. Refrendaron la promesa con un apretón de manos. Se oyeron voces y pasos suaves en el pasillo.
— Chist… — susurró el huésped, y salió disparado al balcón, cerrando la reja.
Se asomó Praskovia Fédorovna, le preguntó cómo se encontraba y si quería dormir con la luz apagada o encendida. Iván pidió que la dejara encendida y Praskovia Fédorovna salió después de desearle buenas noches. Cuando cesaron los ruidos volvió el desconocido.
Le dijo a Iván que a la habitación 119 habían traído a uno nuevo, gordo, con cara congestionada, que murmuraba algo sobre unas divisas en la ventilación del retrete y juraba que en su casa de la Sadóvaya se había instalado el mismo diablo.
— Maldice a Pushkin y grita continuamente: «¡Kurolésov, bis, bis!» decía el visitante, mirando alrededor angustiado y con un tic nervioso. Por fin se tranquilizó y se sentó diciendo—: Bueno, ¡qué vamos a hacer! — y siguió su conversación con Iván—. ¿Y por qué ha venido a parar aquí?
— Por Poncio Pilatos — respondió Iván, mirando al suelo con una mirada lúgubre.
—¡¿Cómo?! — gritó el huésped, olvidando sus precauciones, y él mismo se tapó la boca con la mano—. ¡Qué coincidencia tan extraordinaria! ¡Cuénteme cómo ocurrió, se lo suplico!
A Iván, sin saber por qué, el desconocido le inspiraba confianza. Empezó a contarle la historia de «Los Estanques», primero con timidez, cortado, y luego, repentinamente, con soltura. ¡Qué oyente tan agradecido había encontrado Iván Nikoláyevich en el misterioso ladrón de llaves! El huésped no le acusaba de ser un loco; demostró un enorme interés por su relato y se iba entusiasmando a medida que se desarrollaba la historia. Interrumpía constantemente a Iván con exclamaciones:
—¡Siga, siga, por favor, se lo suplico! ¡Pero, por lo que más quiera, no deje de contar nada!
Iván no omitió nada, así se le hacía más fácil el relato y, por fin, llegó al momento en que Poncio Pilatos salía al balcón con su túnica blanca forrada de rojo sangre.
Entonces el desconocido unió las manos en un gesto de súplica y murmuró: —¡Ah! ¡Cómo he adivinado! ¡Cómo lo he adivinado todo! Acompañó la descripción de la horrible muerte de Berlioz con comentarios extraños y sus ojos se encendieron de indignación.
— Lo único que lamento es que no estuviera en el lugar de Berlioz el crítico Latunski o el literato Mstislav Lavróvich — añadió con frenesí pero en voz baja—: ¡Siga!
El gato pagando a la cobradora le divirtió profundamente y trató de ahogar su risa al ver a Iván, que, emocionado por el éxito de su narración, se puso a saltar en cuclillas, imitando al gato pasándose la moneda por los bigotes.
— Así, pues — concluyó Iván, después de contar el suceso en Griboyédov, poniéndose triste y alicaído—, me trajeron aquí. El huésped, compasivo, le puso la mano en el hombro, diciendo: —¡Qué desgracia! Pero si usted mismo, mi querido amigo, tiene la culpa. No tenía que haberse portado con él con tanta libertad y menos con descaro. Eso lo ha tenido que pagar. Todavía puede dar gracias, porque ha sido relativamente suave con usted.
—¿Pero, quién es él? — preguntó Iván, agitando los puños.
El huésped se le quedó mirando y contestó con una pregunta:
—¿No se va a excitar? Aquí no somos todos de fiar… ¿No habrá llamadas al médico, inyecciones y demás complicación? — ¡No, no! — exclamó Iván—. Dígame, ¿quién es? — Bien — contestó el desconocido, y añadió con autoridad, pausadamente—: Ayer estuvo con Satanás en «Los Estanques del Patriarca». Iván, cumpliendo su promesa, no se alteró, pero se quedó pasmado. — ¡Si no puede ser! ¡Si no existe! — Por favor, usted es el que menos puede dudarlo. Seguramente fue una de sus primeras víctimas. Piense que ahora se encuentra en un manico mio y se pasa el tiempo diciendo que no existe. ¿No le parece extraño? Iván, completamente desconcertado, se calló. —En cuanto empezó a describir — continuó el huésped— me di cuenta de con quién tuvo el placer de conversar. ¡Pero me sorprende Berlioz!
Bueno, usted, claro, es terreno completamente virgen — y el visitante se excusó de nuevo—, pero el otro, por lo que he oído, había leído un poco. Las primeras palabras de ese profesor disiparon todas mis dudas. ¡Es imposible no reconocerle, amigo mío! Aunque usted… perdóneme, si no me equivoco, es un hombre inculto.
—¡Sin duda alguna! — asintió el desconocido Iván.
— Bueno, pues… ¡La misma cara que ha descrito, los ojos diferentes, las cejas!… Dígame, ¿no conoce la ópera Fausto?
Iván, sin saber por qué, se avergonzó terriblemente y con la cara ardiendo empezó a balbucir algo sobre un viaje al sanatorio…a Yalta…
— Pues claro, ¡no es extraño.’ Pero le repito que me sorprende Berlioz… No sólo era un hombre culto, sino también muy sagaz. Aunque tengo que decir en su defensa que Voland puede confundir a un hombre mucho más astuto que él.
—¿Cómo? — gritó a su vez Iván
—¡No grite!
Iván se dio una palmada en la frente y murmuró.
— Ya entiendo, ya entiendo. Si, tenía una «V» en la tarjeta de visita.;Ay,ay! ¡Qué cosas! — se quedó sin hablar, turbado, mirando a la luna que flotaba detrás de la reja. Y dijo luego—: Entonces, ¿pudo en. realidad haber estado con Poncio Pilatos? ¡Ya había nacido? ¡Y encima me llaman loco! — añadió indignado señalando a la puerta.
Junto a los labios del visitante se formó una arruga de amargura,
— Vamos a enfrentarnos con la realidad — el huésped volvió la cara hacia el astro nocturno, que corría a través de una nube—. Los dos estamos locos, ¡no hay por qué negarlo! Verá: él le ha impresionado y usted ha perdido el juicio, porque, seguramente, tenía predisposición a ello. Pero lo que usted cuenta es verdad, indudablemente. Aunque es tan extraordinario, que ni siquiera Stravinski, que es un psiquiatra genial, le ha creído. ¿Le ha visto a usted? — Iván asintió con la cabeza—. Su interlocutor estuvo con Pilatos, también desayunó con Kant y ahora ha visitado Moscú.
—¡Pero entonces puede armarse una gorda! ¡Habría que detenerle como fuera! — el viejo Iván, no muy seguro, había renacido en el Iván nuevo.
— Ya lo ha intentado y me parece que es suficiente — respondió el visitante con ironía—. Yo no le aconsejaría a nadie que lo hiciera. Eso sí, puede estar seguro de que la va a armar. ¡Oh! Pero, cuánto siento no haber sido yo quien se encontrara con él. Aunque ya esté todo quemado y los car-bones cubiertos de ceniza, le juro que por esa entrevista daría las llaves de Praskovia Fédorovna, que es lo único que tengo. Soy pobre.
—¿Y para qué lo necesita?
El huésped dejó pasar un rato. Parecía triste. Al fin habló:
— Mire usted, es una historia muy extraña, pero estoy aquí por la misma razón que usted, por Poncio Pilatos — el visitante se volvió atemorizado—.
Hace un año escribí una novela sobre Pilatos. — ¿Es usted escritor? — preguntó el poeta con interés. El hombre cambió de cara y le amenazó con el puño.
—¡Soy el maestro! — se puso serio y sacó del bolsillo un gorrito negro, mugriento, con una «m» bordada en seda amarilla. Se puso el gorrito y se volvió de perfil y de frente, para demostrar que era el maestro.
— Me lo hizo ella, con sus propias manos — añadió misterioso.
—¿Cómo se llama de apellido?
— Yo no tengo apellido — contestó el extraño huésped con aire sombrío y despreciativo—. He renunciado a él, como a todo en el mundo, olvi démoslo. — Pero hábleme aunque sea de su novela — pidió Iván con delicadeza. — Con mucho gusto. Mi vida no ha sido del todo corriente — empezó el visitante… Era historiador, y dos años atrás había trabajado en un museo de Moscú, además se dedicaba a la traducción. — ¿De qué idioma? — le interrumpió Iván intrigado. — Conozco cinco idiomas aparte del ruso — contestó el visitante—, inglés, francés, alemán, latín y griego. Bueno, también puedo leer el italiano. — ¡Atiza! — susurró Iván con envidia… El historiador vivía muy solo, no tenía familia y no conocía a nadie en Moscú. Y figúrese, un día le tocaron cien mil rublos a la lotería. — Imagine mi sorpresa — decía el hombre del gorrito negro— cuando metí la mano en la cesta de la ropa sucia y vi que tenía el mismo número que venía en los periódicos. El billete — explicó— me lo dieron en el museo.
…El misterioso interlocutor había invertido aquellos cien mil rublos en comprar libros y, también, dejó su cuarto de la calle Miasnítskaya..
—¡Maldito cuchitril! — murmuró entre dientes.
…Para alquilar a un constructor dos habitaciones de un sótano en una pequeña casa con jardín. La casa estaba en una bocacalle que llevaba a Arbat. Abandonó su trabaio en el museo y empezó a escribir una novela sobre Poncio Pilatos.
—¡Ah! ¡Aquello fue mi edad de oro! — decía el narrador con los ojos brillantes—. Un apartamento para mí solo, el vestíbulo en el que había un lavabo — subrayó con orgullo especial—, con pequeñas ventanas que daban a la acera. Y enfrente, a unos cuatro pasos, bajo la valla lilas, un tilo y un arce. ¡Oh! En invierno casi nunca veía por mi ventana pasar unos pies negros ni oía el crujido de la nieve bajo las pisadas. ¡Y siempre ardía el fuego en mi estufa! Pero, de pronto, llegó la primavera y a través de los cristales turbios veía los macizos de lilas, desnudos primero, luego, muy despacio, cubiertos de verde. Y precisamente entonces, la primavera pasada, ocurrió algo mucho más maravilloso que lo de los cien mil rublos. Y que conste que es una buena suma.
— Tiene razón — reconoció Iván, que le escuchaba atentamente.
— Abrí las ventanas. Estaba yo en el segundo cuarto, en el pequeño — el huésped indicó las medidas con las manos—; mire, tenía un sofá, enfrente otro, y entre ellos una mesita con una lámpara de noche fantástica; más cerca de la ventana, libros y un pequeño escritorio, la primera habitación — que era enorme, de catorce metros— tenía libros, libros y más libros y una estufa. ¡Ah! ¡Cómo lo tenía puesto!… El olor extraordinario de las lilas… el cansancio me aligeraba la cabeza y Pilatos llegaba a su fin…
—¡La túnica blanca forrada de rojo sangre! ¡Lo comprendo! — exclamaba Iván.
—¡Eso es! Pilatos se acercaba a su fin y yo ya sabía que las últimas palabras de la novela serían «… el quinto procurador de Judea, el jinete Poncio Pilatos». Como es natural, salía a dar algún paseo. Cien mil rublos es una suma enorme y yo llevaba un traje precioso. A veces, iba a comer a algún restaurante barato. En Arbat había un restaurante magnífico que no sé si existirá todavía — abrió los ojos desmesuradamente y siguió murmurando, mirando a la luna—. Ella llevaba unas flores horribles, inquietantes, de color amarillo. ¡Quién sabe cómo se llaman! pero no sé por qué, son las primeras flores que aparecen en Moscú. Destacaban sobre el fondo negro de su abrigo. ¡Ella llevaba unas flores amarillas! Es un color desagradable. Dio la vuelta desde la calle Tverskaya a una callejuela y volvió la cabeza. ¿Conoce la Tverskaya? Pasaban miles de personas, pero le aseguro que me vio sólo a mí. Me miró no precisamente con inquietud, sino más bien con dolor. Y me impresionó, más que por su belleza, por la soledad infinita que había en sus ojos y que yo no había visto jamás. Obedeciendo aquella señal amarilla, también yo torcí a la bocacalle y seguí sus pasos. Íbamos por la triste calleja tortuosa, mudos los dos por una acera yo y ella por la otra. Y fíjese que no había ni un alma en la calle. Yo sufría porque me pareció que tenía que hablarle, pero temía que no sería capaz de articular palabra. Que ella se iría y no la volvería a ver nunca más. Y ya ve usted: ella habló primero:
«—¿Le gustan mis flores?
«Recuerdo perfectamente cómo sonó su voz, bastante grave, cortada, y aunque sea una tontería, me pareció que el eco resonó en la calleja y se fue a reflejar en la sucia pared amarilla. Crucé la calle rápidamente, me acerqué a ella y contesté:
«—No.
«Me miró sorprendida y comprendí de pronto, inesperadamente, ¡que toda la vida había amado a aquella mujer! ¡Qué cosas! ¿verdad? Seguro que piensa que estoy loco.
— No pienso nada — exclamó Iván—, ¡siga contando, se lo ruego!
El huésped siguió:
— Pues sí, me miró sorprendida y luego preguntó:
«—¿Es que no le gustan las flores?
«Me pareció advertir cierta hostilidad en su voz. Yo caminaba a su lado, tratando de adaptar mi paso al suyo y, para mi sorpresa, no mesentía incómodo.
«—Me gustan las flores, pero no éstas — dije.
«—¿Y qué flores le gustan?
«—Me gustan las rosas.
«Me arrepentí en seguida de haberlo dicho, porque sonrió con aire culpable y arrojó sus flores a una zanja. Estaba algo desconcertado, recogí las flores y se las di. Ella sonriendo, hizo ademán de rechazarlas y las llevé yo.
Así anduvimos un buen rato, sin decir nada, hasta que me quitó las flores y las tiró a la calzada, luego me cogió la mano con la suya, enfundada en un guante negro, y seguimos caminando juntos.
— Siga-dijo Iván—, se lo suplico, cuéntemelo todo.
—¿Que siga? — preguntó el visitante—. Lo que sigue ya se lo puede imaginar — se secó una lágrima repentina con la manga del brazo derecho y siguió hablando—. El amor surgió ante nosotros, como surge un asesino en la noche, y nos alcanzó a los dos. Como alcanza un rayo o un cuchillo de acero. Ella decía después que no había sido así, que nos amábamos desde hacía tiempo, sin conocernos, sin habernos visto, cuando ella vivía con otro hombre… y yo, entonces… con esa… ¿cómo se llama?
—¿Con quién? — preguntó Desamparado.
—Con esa… bueno… con… — respondió el huésped, moviendo los de-dos.
—¿Estuvo casado?
— Sí, claro, por eso muevo los dedos… Con esa… Várenka… Mánechka… no, Várenka… con un vestido a rayas, el museo… No, no lo recuerdo.
«Pues ella decía que había salido aquel día con las flores amarillas, para que al fin yo la encontrara, y si yo no la hubiese encontrado, acabaría envenenándose, porque su vida estaba vacía.
«Sí, el amor nos venció en un instante. Lo supe ese mismo día, una hora después, cuando estábamos, sin habernos dado cuenta, al pie de la muralla del Kremlin, en el río.
«Hablábamos como si nos hubiéramos separado el día antes, como si nos conociéramos desde hacía muchos, muchos años. Quedamos en encontrarnos el día siguiente en el mismo sitio, en el río Moskva y allí fuimos. El sol de mayo brillaba para nosotros solos. Y sin que nadie lo supiera se convirtió en mi mujer.
«Venía a verme todos los días a las doce. Yo la estaba esperando desde muy temprano. Mi impaciencia se demostraba en que cambiaba de sitio todas las cosas que había sobre la mesa. Unos diez minutos antes de su llegada me sentaba junto a la ventana y esperaba el golpe de la portezuela del jardín. Es curioso, antes de conocerla casi nadie entraba por esa verja; mejor dicho, nadie; pero entonces me parecía que toda la ciudad venía al jardín. Un golpe de la verja, un golpe de mi corazón, y en mi ventana, a la altura de mis ojos, solían aparecer unas botas sucias. El afilador. ¿Pero, quién necesitaba al afilador en nuestra casa? ¿Qué iba a afilar? ¿Qué cuchillos?
«Ella pasaba por la puerta una vez, pero antes de eso ya me había palpitado el corazón por lo menos diez veces, no exagero. Y luego, cuando llegaba su hora y el reloj marcaba las doce, no dejaba de palpitar hasta que, casi sin ruido, se acercaban a la ventana sus zapatos con lazos negros de ante, cogidos con una hebilla metálica.
«A veces hacía travesuras: se detenía junto a la segunda ventana y daba golpes suaves con la punta del zapato en el cristal. En un segundo yo estaba junto a la ventana, pero desaparecía el zapato y la seda negra que tapaba la luz, y yo iba a abrirle la puerta.
«Estoy seguro de que nadie sabía de nuestras relaciones, aunque no suele ser así. No lo sabía ni su marido, ni los amigos. En la vieja casa donde yo tenía mi sótano se daban cuenta, naturalmente, de que venía a verme una mujer, pero no conocían su nombre.
—¿Y quién es ella? — preguntó Iván, muy interesado por la historia de amor.
El visitante hizo un gesto que quería decir que nunca se lo diría a nadie y siguió su relato.
Iván supo que el maestro y la desconocida se amaban tanto que eran inseparables. Iván se imaginaba muy bien las dos habitaciones del sótano, siempre a oscuras por los lilos del jardín. Los muebles rojos, con la tapicería desgastada, el escritorio con un reloj que sonaba cada media hora, los libros, los libros desde el suelo pintado, hasta el techo ennegrecido por el humo y la estufa.
Se enteró Iván de que su visitante y aquella mujer misteriosa decidieron, ya en los primeros días de sus relaciones, que los había unido el propio destino en la esquina de la Tverskaya y la callecita, y que estaban hechos el uno para el otro hasta la muerte.
Supo cómo pasaban el día los enamorados. Ella venía, se ponía un delantal y en el estrecho vestíbulo, donde tenían el lavabo, del que tan orgulloso estaba el pobre enfermo, encendía el hornillo de petróleo sobre una mesa de madera y preparaba el desayuno. Luego lo servía en una mesa redonda de la habitación pequeña. Durante las tormentas de mayo, cuando un riachuelo pasaba junto a las ventanas ensombrecidas, amenazando inundar el último refugio de los enamorados, encendían la estufa y hacían patatas asadas.
Las patatas despedían vapor y les manchaban los dedos con su piel negra. En el sótano se oían risas, y los árboles se liberaban después de la lluvia de las ramitas rotas, de las borlas blancas.
Cuando pasaron las tormentas y llegó el bochornoso verano, aparecieron las rosas en los floreros, las rosas esperadas y queridas por los dos.
Aquel que decía ser el maestro trabajaba febrilmente en su novela, que también llegó a absorber a la desconocida.
— Confieso que a veces tenía celos — susurraba el huésped nocturno de Iván, que entrara por el balcón iluminado por la luna.
Con sus delicados dedos de uñas afiladas hundidos en el pelo, ella leía y releía lo escrito, y después de releerlo se ponía a coser el gorro. A veces se sentaba delante de los estantes bajos o se ponía de pie junto a los de arriba y limpiaba con un trapo los libros, los centenares de tomos polvorientos.
Le prometía la gloria, le metía prisa y fue entonces cuando empezó a llamarle maestro. Esperaba con impaciencia aquellas últimas palabras prometidas sobre el quinto procurador de Judea, repetía en voz alta, cantarína, algunas frases sueltas que le gustaban y decía que en la novela estaba su vida entera.
Terminó de escribirla en agosto, se la entregó a una mecanógrafa desconocida que le hizo cinco ejemplares. Llegó por fin la hora en que tuvieron que abandonar su refugio secreto y salir a la vida.
— Salí con la novela en las manos y mi vida se terminó —murmuró el maestro, bajando la cabeza. Y el gorrito triste y negro con su «M» amarilla estuvo oscilando mucho rato.
Continuó narrando, pero ahora de manera un tanto incoherente. Iván comprendió que al maestro le había ocurrido una catástrofe.
— Era la primera vez que me encontraba con el mundo de la literatura. Pero ahora, cuando mi vida está acabada y mi muerte es inminente, ¡lo recuerdo con horror! — dijo el maestro con solemnidad, y levantó la mano—. Sí, me impresionó muchísimo, ¡terriblemente!
—¿Quién? — apenas se oyó la pregunta de Iván, que temía interrumpir al emocionado narrador.
—¡El redactor jefe, digo el redactor jefe! Sí, la leyó. Me miraba como si yo tuviera un carrillo hinchado con un flemón, desviaba la mirada a un rincón y soltaba una risita avergonzada. Manoseaba y arrugaba el manuscrito sin necesidad, suspirando. Las preguntas que me hizo me parecieron demenciales. No decía nada de la novela misma y me preguntaba que quién era yo y de dónde había salido; si escribía hacía tiempo y por qué no se sabía nada de mí; por último me hizo una pregunta completamente idiota desde mi punto de vista: ¿quién me había aconsejado que escribiera una novela sobre un tema tan raro? Hasta que me harté y le pregunté directamente si pensaba publicar mi novela. Se azoró mucho, empezó a balbucir algo, sobre que la decisión no dependía de él, que tenían que conocer mi obra otros miembros de la redacción, precisamente los críticos Latunski y Arimán y también el literato Mstislav Lavróvich. Me dijo que volviera a las dos semanas. Volví y me recibió una muchacha bizca, de tanto mentir.
— Es Lapshénnikova, la secretaria de redacción — se sonrió Iván, que conocía muy bien el mundo que con tanta indignación describía su huésped.
— Puede ser — replicó el otro—. Me devolvió mi novela, bastante mugrienta y destrozada ya, y, tratando de no encontrarse con mi mirada, me comunicó que la redacción tenía material suficiente para los dos años siguientes, por lo que quedaba descartada la posibilidad de publicar mi novela. ¿De qué más me acuerdo? — decía el maestro frotándose las sienes. Sí, los pétalos de rosa caídos sobre la primera página y los ojos de mi amada. Me acuerdo de sus ojos.
El relato se iba embrollando cada vez más. Decía algo de la lluvia que caía oblicua y de la desesperación en el refugio del sótano. Y había ido a otro sitio. Murmuraba que a ella, que le había empujado a luchar, no la culpaba, ¡oh, no! no la culpaba.
Después, Iván se enteró de algo inesperado y extraño. Un día nuestro héroe abrió un periódico y se encontró con un artículo del crítico Arimán en el que advertía a quien le concerniese que él, es decir, nuestro héroe, había intentado introducir una apología de Jesucristo.
— Sí, sí, lo recuerdo — exclamó Iván—, pero de lo que no me acuerdo es de su apellido.
— Deje mi apellido, se lo repito, ya no existe — respondió el visitante—. No tiene importancia. A los dos días apareció en otro periódico un artículo firmado por Mstislav Lavróvich en el que el autor proponía darle un palo al «pilatismo» y a ese «pintor de iconos de brocha gorda» que trataba de introducirlo (¡Otra vez esa maldita palabra!).
«Sorprendido por esta palabra inaudita, “pilatismo”, abrí un tercer periódico.
«Traía dos artículos, uno de Latunski y otro firmado “N. E”. Le aseguro que las creaciones de Arimán y Lavróvich parecían un inocente juego de niños al lado de la de Latunski. Es suficiente que le diga el título del artículo: “El sectario militante”. Estaba tan absorto en los artículos relacionados con mi persona, que no advertí su llegada (había olvidado cerrar la puerta), apareció ante mí con un paraguas mojado en las manos y los periódicos también mojados. Los ojos le echaban fuego y las ma-nos, muy frías, le temblaban. Primero se echó sobre mí para abrazarme y luego dijo con voz muy ronca, dando golpes en la mesa, que envenenaría a Latunski.
Iván se removió azorado, pero no dijo nada.
— Los días que siguieron fueros tristes, de otoño — hablaba el maestro—; el monstruoso fracaso de mi novela parecía haberme arrebatado la mitad del alma. En realidad, ya no tenía nada que hacer y vivía de las reuniones con ella. Entonces me sucedió algo. No sé qué fue, creo que Stravinski ya lo habrá averiguado. Me dominaba la tristeza y empecé a tener extraños presentimientos. A todo esto, los artículos seguían apareciendo. Los primeros me hicieron reír. Pero a medida que salían más, iba cambiando mi actitud hacia ellos. La segunda etapa fue de sorpresa. Algo terrible-mente falso e inseguro se adivinaba en cada línea de aquellos artículos, a pesar de su tono autosuficiente y amenazador. Me parecía — y no era capaz de desecharlo— que los autores de los artículos no decían lo que querían decir y que su indignación provenía de eso precisamente. Después empezó la tercera etapa: la del miedo. Pero no, no era miedo a los artículos, entiéndame, era miedo ante otras cosas que no tenían relación alguna con la novela. Por ejemplo, tenía miedo a la oscuridad. En una palabra, comenzaba una fase de enfermedad psíquica. Me parecía, sobre todo cuando me estaba durmiendo, que un pulpo ágil y frío se me acercaba al corazón con sus tentáculos. Tenía que dormir con la luz encendida.
«Mi amada había cambiado mucho (claro está que no le dije nada de lo del pulpo, pero ella se daba cuenta de que me pasaba algo raro), estaba más pálida y delgada, ya no se reía y me pedía que la perdonara por haberme aconsejado que publicara un trozo de la novela. Me decía que lo dejara todo y me fuera al mar Negro, que gastara el resto de los cien mil rublos.
«Ella insistía mucho y yo, por no discutir (aunque algo me decía que no iría al mar Negro), le prometí hacerlo en cuanto pudiera. Me dijo que ella sacaría el billete. Saqué todo mi dinero, cerca de diez mil rublos y se lo di.
«—¿Por qué me das tanto? — se sorprendió ella.
«Le dije que tenía miedo de los ladrones y le pedí que lo guardara hasta el día de mi partida. Cogió el dinero, lo guardó en su bolso y me dijo, abrazándome, que le parecía más fácil morirse que abandonarme en aquel estado; pero que la estaban esperando y que no tenía más remedio que marcharse. Prometió venir al día siguiente. Me pidió que no tuviera miedo de nada.
«Eso ocurrió al anochecer, a mediados de octubre. Se fue. Me acosté en el sofá y dormí, sin encender la luz. Me despertó la sensación de que el pulpo estaba allí. A duras penas pude dar la luz. Mi reloj de bolsillo marcaba las dos de la mañana. Me acosté sintiéndome ya mal y desperté enfermo del todo. De pronto me pareció que la oscuridad del otoño iba a romper los cristales, a entrar en la habitación y que yo me moriría como ahogado en tinta. Cuando me levanté era ya un hombre incapaz de dominarse. Di un grito y sentí el deseo de correr para estar con alguien, aunque fuera con el dueño de mi casa. Luchaba conmigo mismo como un demente. Tuve fuerzas para llegar hasta la estufa y encender fuego. Cuando los leños empezaron a crujir y la puertecilla dio varios golpes, me pareció que me sentía algo mejor. Corrí al vestíbulo, encendí la luz, encontré una botella de vino blanco, la abrí y bebí directamente de la botella. Esto aminoró tanto mi sensación de miedo que no fui a ver al dueño y me volví junto a la estufa. Abrí la portezuela y el calor empezó a quemarme la cara y las manos. Clamé:
«—Adivina que me ha ocurrido una desgracia… ¡Ven, ven, ven!
«Pero no vino nadie. El fuego aullaba en la lumbre y la lluvia azotaba las ventanas. Entonces sucedió lo último. Saqué del cajón el pesado manuscrito de mi novela, los borradores, y empecé a quemarlos. Fue un trabajo pesadísimo, porque el papel escrito se resiste a arder. Deshacía los cuadernos, rompiéndome las uñas, metía las hojas entre la leña y las movía con un atizador. De vez en cuando me vencía la ceniza, ahogaba el fuego, pero yo luchaba con ella y con la novela, que, aunque se resistía desesperadamente, iba pereciendo poco a poco. Bailaban ante mis ojos palabras conocidas, el amarillo iba subiendo por las páginas inexorable-mente, pero las palabras se dibujaban a pesar de todo. No se borraban hasta que el papel estaba negro; entonces las destruía definitivamente a golpes feroces del atizador.
«En ese momento alguien empezó a arañar suavemente el cristal. El corazón me dio un vuelco, eché al fuego el último cuaderno y corrí a abrir la puerta. Había unos peldaños de ladrillo entre el sótano y la puerta que daba al jardín. Llegué tropezando y pregunté en voz baja:
«—¿Quién es?
«Una voz, su voz, me contestó:
«—Soy yo…
«No sé cómo pude dominar la cadena y la llave. En cuanto entró se apretó contra mí, chorreando agua, con las mejillas mojadas, el pelo la cio y temblando. Sólo pude pronunciar una palabra.»—Tú… ¿tú? —se me cortó la voz. Bajamos corriendo.»En el vestíbulo se quitó el abrigo y entramos presurosos en la habita ción pequeña. Dio un grito y sacó con las manos lo que quedaba, el último montón que empezaba a arder. El humo llenó la habitación. Apagué el fuego con los pies y ella se echó en el sofá, llorando desesperada, sin poder contenerse.
«Cuando se tranquilizó, le dije:
«—Odio la novela y tengo miedo. Estoy enfermo. Tengo miedo.
«Ella se levantó y habló:
«—Dios mío, qué mal estás. ¿Pero, por qué? ¿Por qué todo esto? Yo te salvaré, te voy a salvar. ¿Qué tienes?» Veía sus ojos hinchados por el humo y las lágrimas y sentía sus manos frías acariciándome la frente.
«—Te voy a curar — murmuraba ella, cogiéndome por los hombros—. La vas a reconstruir. ¿Por qué? ¿por qué no me habré quedado con otro ejemplar?
«Apretó los dientes indignada, diciendo algo ininteligible. Luego empezó a recoger y ordenar las hojas medio quemadas. Era un capítulo central, no recuerdo cuál. Reunió las hojas cuidadosamente, las envolvió en un papel y las ató con una cinta. Su actitud revelaba gran decisión y dominio de sí misma. Me pidió vino y, después de beberlo, habló con más serenidad:
«—Así se paga la mentira. No quiero mentir más. Me quedaría contigo ahora mismo, pero no quiero hacerlo de esta manera. No quiero que le quede para toda la vida el recuerdo de que le abandoné por la noche. No me ha hecho nada malo… Le llamaron de repente, había un incendio en su fábrica. Pero pronto volverá. Se lo explicaré mañana, le diré que quiero a otro y volveré contigo para siempre. Dime, ¿acaso tú no lo deseas?
«—Pobrecita mía — le dije—, no permitiré que lo hagas. No estarás bien a mi lado y no quiero que mueras conmigo.
«—¿Es la única razón? — preguntó ella, acercando sus ojos a los míos.
«—La única.
«Se animó muchísimo, me abrazó, rodeándome el cuello con sus brazos y dijo:
«— Voy a morir contigo. Por la mañana estaré aquí.
«Lo último que recuerdo de mi vida es una franja de luz del vestíbulo, y en la franja, un mechón desrizado, su boina y sus ojos llenos de decisión. También recuerdo una silueta negra en el umbral de la puerta de la calle y un paquete blanco.
«—Te acompañaría, pero no tengo fuerzas para volver solo. Tengo miedo.
«—No tengas miedo. Espera unas horas. Por la mañana estaré contigo.
«—Ésas fueron sus últimas palabras en mi vida. ¡Chist! — se interrumpió el enfermo levantando un dedo—. ¡Qué noche de luna tan intranquila!
Desapareció en el balcón. Iván oyó ruido de ruedas en el pasillo y un sollozo o un grito débil.
Cuando todo se hubo calmado volvió el visitante. Le dijo a Iván que en la habitación 120 había ingresado un nuevo enfermo. Era uno que pedía que le devolvieran su cabeza.
Los dos interlocutores estuvieron un rato en silencio, angustiados, pero se tranquilizaron y volvieron a su conversación. El visitante abrió la boca, pero la nochecita era realmente agitada. Se oía ruido de voces en el pasillo. El huésped hablaba a Iván al oído, pero con voz tan baja que Iván sólo pudo entender la primera frase:
— Al cuarto de hora de marcharse ella llamaron a mi ventana…
Al parecer, el enfermo se había emocionado con su propio relato. Una convulsión le desfiguraba la cara a cada instante. En sus ojos flotaban y bailaban el miedo y la indignación. Señalaba con la mano a la luna, que hacía tiempo que se había ido. Y sólo entonces, cuando los ruidos exteriores cesaron, el huésped se apartó de Iván y habló más fuerte.
— Sí, fue una noche a mediados de enero. Estaba yo en el patio, muerto de frío, con el abrigo, el mismo pero sin botones. Detrás de mí tenía unos montones de nieve que cubrían los lilos y delante, en la parte baja del muro de la casa, mis ventanas. Estaban iluminadas débilmente, con las cortinas echadas. Me acerqué a una, dentro sonaba un gramófono. Es todo lo que pude oír, pero no vi nada. Permanecí allí, inmóvil, durante un buen rato y después salí a la calle. Soplaba fuerte el viento. Un perro se me echó a los pies, me asusté y corrí al otro lado de la calle. El frío y el miedo, que ya eran mis inseparables compañeros, me ponían frenético. No tenía dónde ir. Lo más sencillo hubiera sido arrojarme a las ruedas del tranvía que pasaba por la calle en la que desembocaba mi callecita. Veía de lejos los vagones iluminados por dentro, envueltos por el hielo, y escuchaba su odioso rechinar cuando pasaban por las vías heladas. Pero, querido vecino, el miedo se había adueñado de mí, se había apoderado de cada célula de mi cuerpo, ése era el problema. Lo mismo me asustaban los perros que me atemorizaba un tranvía. ¡Le juro que no hay en esta casa otra enfermedad peor que la mía!
— Pero podía haberla avisado — dijo Iván, compadeciendo al pobre enfermo—. Además ella tenía su dinero, ¿no? Seguramente lo habrá guardado.
— No lo dude. Claro que lo tiene guardado. Pero, me parece que no entiende, o mejor dicho, yo he perdido la facultad de expresarme. Y no, no me da mucha pena de ella, ya no podría ayudarme. ¡Imagínese — el huésped miraba con piedad en la oscuridad de la noche—, se habría encontrado con una carta del manicomio! ¡Cómo se puede enviar una carta con este remite!… ¿Enfermo mental?… ¡Usted bromea! ¿Hacerla desgraciada? No, eso no lo puedo hacer.
Iván no encontró nada que decirle, pero, a pesar de su silencio, le daba mucha lástima. El otro, angustiado por los recuerdos, movía la cabeza con el gorro negro. Siguió hablando:
— Pobre mujer… Aunque tengo la esperanza de que me haya olvidado.
—¡Usted se podrá curar algún día…! — interrumpió Iván tímidamente.
— Soy incurable — contestó tranquilo—. Cuando Stravinski habla de volverme a la normalidad no le creo. Es muy humano y procura calmarme. Y no tengo por qué negar que ahora me encuentro mucho mejor. ¡Sí! ¿Qué estaba diciendo? El frío, los tranvías volando… Sabía que existía este sanatorio y traté de llegar aquí, a pie, atravesando toda la ciudad.
«¡Qué locura! Estoy convencido de que al salir de la ciudad me habría helado, pero me salvé por una casualidad. Algo se había estropeado en el camión. Me acerqué al conductor — estaba a unos cuatro kilómetros de la ciudad— y me llevé la sorpresa de que se apiadara de mí. El camión venía al sanatorio y me trajo. Fue una suerte. Tenía congelados los dedos del pie izquierdo. Me los curaron. Y hace ya cuatro meses que estoy aquí. La verdad, encuentro que no se está nada mal. ¡Nunca se deben hacer planes a largo plazo, querido vecino! Yo mismo quería haber recorrido el mundo entero; pero Dios no lo ha querido así. Sólo veo una ínfima parte de esta tierra. Supongo que no es la mejor, pero no se está mal del todo. Se acerca el verano, Praskovia Fédorovna ha prometido que los balcones se cubrirán de hiedra. Sus llaves me han servido para ampliar posibilidades. Habrá luna por las noches. ¡Oh! ¡Se ha ido! ¡Qué fresco hace! Es más de medianoche. Tengo que irme.
— Dígame, por favor, ¿qué pasó con Joshuá y Pilatos? — le pidió Iván—. Quiero saberlo.
—¡Oh, no! — respondió el huésped estremeciéndose de dolor—, no puedo recordar mi novela sin ponerme a temblar. Su amigo, el de «Los Estanques del Patriarca», lo sabe mucho mejor que yo. Gracias por su compañía. Adiós.
Y antes de que Iván tuviera tiempo de reaccionar, la reja se cerró con suave ruido y el huésped desapareció.