Si alguien le hubiera dicho a Stiopa esta mañana: «Stiopa, levántate ahora mismo o te fusilarán», seguro que habría respondido con voz muy lánguida y apenas perceptible: «Podéis fusilarme o hacer lo que queráis de mí, porque no me levanto».
Y no ya levantarse, ni siquiera abrir los ojos podría. Se le ocurría que al abrirlos se encendería un relámpago y su cabeza estallaría en pedacitos. Una pesada campana repetía monótona en su cabeza, y entre el globo del ojo y el párpado cerrado le bailaban unas manchas marrones con cenefas rabiosamente verdes. Y por si esto fuera poco sentía unas náuseas que parecían estar relacionadas con el machacante ritmo de un gramófono.
Trataba de recordar. La noche anterior le parecía haber estado… ¿dónde? no lo sabía; ¡sí! tenía una servilleta en la mano, intentaba besar a una señora; al día siguiente la iba a ver, le anunciaba. Ella se negaba diciendo: «No, no vaya. No estaré en casa», y él insistía: «Pues voy a ir de todos modos». Era lo único que le venía a la memoria.
Stiopa no sabía quién era la señora, ni qué hora era, ni qué día, ni el mes, y lo que era todavía peor: no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Esto último, sobre todo, había que aclararlo en seguida. Despegó el párpado del ojo izquierdo. Descubrió un reflejo opaco en la oscuridad, por fin reconoció el espejo y se dio cuenta que estaba echado boca abajo en su propia cama, es decir, en la cama que fue de la joyera, en el dormitorio. Una punzada aguda en la cabeza le obligó a cerrar los ojos.
Pero expliquémonos: Stiopa Lijodéyev, director del teatro Varietés, se despertó por la mañana en el piso que compartía con el difunto Berlioz, en una casa grande, de seis pisos, situada en la calle Sadóvaya.
Tenemos que decir que este piso número 50 tenía desde hacía tiempo una reputación que podemos llamar, si no mala, sí extraña. Dos años atrás había pertenecido a la viuda del joyero De Fugere, Ana Frántsevna De Fugere, respetable señora de cincuenta años, muy emprendedora, que alquilaba tres habitaciones de las cinco que poseía; uno de los inquilinos parece que se llamaba Belomut, el otro había perdido su apellido.
Un domingo se presentó en el piso un miliciano, hizo salir al vestíbulo al segundo inquilino (cuyo apellido desconocemos) y dijo que tenía que ir a la comisaría un minuto para firmar algo. El inquilino ordenó a Anfisa, la fiel anciana servidora de Ana Frántsevna, que si le llamaban por teléfono, dijera que volvería a los diez minutos, y se fue con el correcto miliciano de guantes blancos. Pero no sólo no volvió a los diez minutos, sino que no volvió nunca más. Lo sorprendente es que, por lo visto, el miliciano desapareció con él.
Anfisa, que era muy beata, o mejor dicho supersticiosa, explicó sin rodeos a la disgustada Ana Frántsevna que se trataba de un maleficio, que sabía perfectamente quién se había llevado al huésped y al miliciano y que no quería decirlo porque era de noche.
Pero, como todos sabemos, cuando un maleficio aparece, ya no hay modo de contenerlo. Según tengo entendido, el segundo huésped desapareció el lunes, y el miércoles le tocó el turno a Belomut, aunque de manera diferente. Como era costumbre, aquella mañana se presentó un coche para llevarle al trabajo. Y se lo llevó, pero nunca lo trajo de vuelta y nunca más volvió a aparecer el coche.
La pena y el horror que sentía madame Belomut son indescriptibles, pero no fue por mucho tiempo. Aquella misma noche, cuando Ana Frántsevna y Anfisa volvieron de la casa de campo a la que se habían marchado urgentemente — nadie sabe por qué—, se encontraron con que la ciudadana Belomut ya no estaba en su piso. Y eso no era todo: habían sellado las puertas de las dos habitaciones que ocupara el matrimonio Belomut.
Pasaron dos días. Al tercero, Ana Frántsevna, agotada por el insomnio, volvió a marcharse a su casa de campo… Ni que decir tiene que tampoco volvió.
Anfisa se quedó sola y estuvo llorando hasta la una y pico. Luego se acostó. No sabemos qué pudo pasarle, pero contaban los vecinos que en el piso número cincuenta se estuvieron oyendo golpes durante toda la noche y que hasta la mañana siguiente hubo luz en las ventanas. Al otro día se supo que Anfisa también había desaparecido.
Circulaban muchas historias sobre los desaparecidos del piso maldito; se decía, por ejemplo, que la delgada y beata Anfisa llevaba un saquito de ante en su pecho hundido, con veinticinco brillantes bastante grandes que pertenecían a Ana Frántsevna. Se decía también que en la leñera de la casa, a la que se fuera Ana Frántsevna con tanta urgencia, se descubrieron inmensos tesoros, brillantes y monedas de oro, acuñadas en los tiempos del zar. Y otras cosas por el estilo. Claro, no podemos asegurar que sea verdad porque no lo sabemos con certeza…
El caso es que, a pesar de todo, el piso sólo estuvo vacío y sellado durante una semana, y después se instalaron en él el difunto Berlioz con su esposa y Stiopa con la suya. Naturalmente, los nuevos inquilinos del condenado apartamento también fueron protagonistas del diablo sabe qué manejos. En el primer mes de su estancia allí desaparecieron las dos esposas, pero ellas sí dejaron rastro. Contaban que alguien había visto a la esposa de Berlioz en Járkov, con un coreógrafo, y la mujer de Stiopa apareció en la calle Bozhedomka, donde, según decían, el director de Varietés, sirviéndose de numerosas amistades, se las había arreglado para encontrarle habitación, pero con la condición de que no se le ocurriera volver por la Sadóvaya…
Como decíamos, Stiopa se quejaba de dolor. Iba a llamar a Grunia, su criada, y pedirle una aspirina, pero pensó que sería inútil hacerlo, porque Grunia no tendría ninguna aspirina. Trató de pedir auxilio a Berlioz y le llamó entre gemidos: «¡Misha! ¡Misha!», pero, como ustedes comprenderán, no obtuvo respuesta alguna. En la casa reinaba un silencio completo.
Al mover los dedos de los pies, Stiopa descubrió que tenía los calcetines puestos; pasó la mano temblorosa por la cadera para averiguar si también tenía los pantalones, pero no pudo comprobarlo. Por fin, dándose cuenta de que estaba abandonado y solo, de que nadie le podía ayudar, decidió levantarse, aunque para ello tuviera que hacer un esfuerzo sobrehumano.
Abrió los ojos con dificultad y vio su propia imagen en el espejo: un hombre con el pelo revuelto, la cara abotargada y la barba negra, los ojos hinchados; llevaba una camisa sucia con cuello y corbata, calzoncillos y calcetines.
Tal era su reflejo en el cristal, pero de pronto descubrió junto a él a un desconocido vestido de negro con una boina del mismo color.
Stiopa se sentó en la cama y se puso a mirar al extraño desorbitando, en lo que era posible, sus ojos cargados. El desconocido rompió el silencio y dijo con un tono de voz bajo y profundo, y con acento extranjero:
— Buenos días, entrañable Stepán Bogdánovich.
Hubo una pausa y luego, haciendo un esfuerzo enorme, Stiopa pronunció:
—¿Desea usted algo? — y se quedó sorprendido por lo irreconocible de su propia voz.
Había dicho «desea» con voz de tiple, «usted» con voz de bajo y no fue capaz de articular «algo».
El desconocido sonrió amistosamente, sacó un reloj grande de oro, con un triángulo de diamantes en la tapa, que sonó once veces.
— Son las once. Hace una hora que estoy esperando a que despierte, porque usted me citó a las diez. Y aquí estoy.
Stiopa encontró sus pantalones sobre una silla que había junto a la cama y dijo, medio en susurro:
— Perdón… — se los puso y preguntó con voz ronca—: Dígame su nombre, por favor.
Hablaba con dificultad. A cada palabra que pronunciaba parecía que se le clavaba una aguja en el cerebro, produciéndole un espantoso dolor.
—¡Vaya! ¿Se ha olvidado de mi nombre? — y el desconocido se rió.
— Usted perdone — articuló Stiopa, pensando que la resaca se le presentaba con un nuevo síntoma. Le pareció que el suelo junto a la cama se había hundido y que inmediatamente se iría de cabeza al infierno.
— Querido Stepán Bogdánovich — habló el visitante sonriendo con aire perspicaz—, una aspirina no le servirá para nada. Siga el viejo y sabio consejo de que hay que curar con lo mismo que produjo el mal. Lo único que le hará volver a la vida es un par de copas de vodka con algo caliente y picante.
Stiopa, que era un hombre astuto, comprendió, a pesar de su situación, que ya que le había encontrado en tal estado, tenía que confesarlo todo.
— Le hablaré con sinceridad — empezó moviendo la lengua con mucho esfuerzo—. Es que ayer…
—¡No me diga más! — cortó el visitante, y corrió su sillón hacia un lado.
Con los ojos desmesuradamente abiertos, Stiopa vio que en la pequeña mesita había una bandeja con pan blanco cortado en trozos, caviar negro en un plato, setas blancas en vinagre, una cacerola tapada y la panzuda licorera de la joyera llena de vodka. Y lo que más le sorprendió fue que la licorera estaba empañada de frío. Pero esto era fácil de entender, puesto que estaba dentro de un cubo lleno de hielo. En resumen, estaba todo perfectamente servido.
El desconocido, para evitar que el asombro de Stiopa tomase desmesuradas proporciones, le sirvió medio vaso de vodka con rapidez.
—¿Y usted? — pió Stiopa.
— Con mucho gusto.
Stiopa se llevó la copa a los labios con mano temblorosa y el desconocido se bebió la suya de un trago. Stiopa saboreó, masticando, un trozo de caviar.
— Y ¿usted no come nada?
— Se lo agradezco, pero nunca como mientras bebo — respondió el desconocido llenando las copas de nuevo.
Destaparon la cacerola, que resultó contener salchichas con salsa de tomate.
Poco a poco la molesta nubecilla verde que Stiopa sentía ante sus ojos empezó a disiparse. Podía articular palabras y, lo que era mucho más importante, empezaba a recordar. Todo había sucedido en Sjodnia, en la casa de campo del autor de sketches Jústov, a donde le había llevado el mismo Jústov en un taxi. Le vino a la memoria cómo habían cogido el taxi junto al Metropol. Estaba con ellos un actor (¿o no era actor?) con un gramófono en un maletín. Sí, sí, fue precisamente en la casa de campo. Además recordaba que los perros aullaban al oír el gramófono. Pero la señora a la que Stiopa quería besar permanecía en la oscuridad de su memoria. El diablo sabrá quién era. Parece ser que trabajaba en la radio o puede que no…
Desde luego, el día anterior empezaba a aclararse, pero Stiopa estaba mucho más interesado en el presente, sobre todo en la aparición del desconocido en su dormitorio, y además toda aquella comida y el vodka. Esto sí que le gustaría saber de dónde venía.
— Bueno, supongo que ya habrá recordado mi nombre.
Pero Stiopa sonrió avergonzado.
—¡Pero, hombre! me parece que bebió oportó después del vodka. ¡Eso no se debe hacer nunca!
— Por favor, le ruego que esto quede entre nosotros — dijo Stiopa confidencial.
—¡Por supuesto, no faltaría más! Pero no puedo responder por Jústov.
—¿Conoce a Jústov?
— Le vi ayer, de pasada, mientras estaba en su despacho, pero basta una mirada para darse cuenta de que es un sinvergüenza, farsante, acomodaticio y tiralevitas.
«¡Eso es!», pensó Stiopa, asombrado ante la merecida, precisa y lacónica definición de Jústov.
Sí, el día anterior empezaba a reconstruirse sobre sus fragmentos, pero el director de Varietés seguía preocupado; fuera como fuera, él no había visto en su despacho a este desconocido con boina negra.
— Soy Voland,[9] el profesor de magia negra — dijo el intruso con aplomo, y notando la difícil situación en la que se hallaba Stiopa, lo explicó todo ordenadamente.
Venía del extranjero y había llegado a Moscú el día anterior, presentándose de inmediato a Stiopa para proponerle su actuación en el Varietés. Stiopa había llamado al Comité de Espectáculos de la zona de Moscú y había arreglado el asunto (al llegar aquí Stiopa palideció y empezó a parpadear); luego le hizo a Voland un contrato para siete actuaciones (Stiopa abrió la boca) y le citó a las diez del día siguiente para ultimar detalles. Y por esto estaba allí. Al llegar a su casa le había recibido Grunia, quien le explicó que ella misma acababa de llegar porque no vivía allí; que Berlioz no estaba en casa y que, si el señor quería ver a Stepán Bogdánovich, pasara a su habitación, porque ella no se comprometía a despertarlo, y que luego, al ver el estado en que se hallaba Stepán, él mis-mo había mandado a Grunia a la tienda más próxima a comprar vodka y comida, y a la farmacia a buscar hielo y que entonces…
—¡Permítame que le pague, por favor! — lloriqueó Stiopa, buscando su cartera, muerto de vergüenza.
—¡Pero qué cosas tiene! — exclamó el artista, obligándole a zanjar así la cuestión.
Muy bien, el vodka y el aperitivo tengan una explicación; sin embargo, a Stiopa daba pena verle: decididamente, no se acordaba en absoluto de aquel contrato y podía jurar que no había visto a Voland el día anterior. A Jústov, sí, pero no a Voland.
—¿Me permite el contrato, por favor? — pidió Stiopa en voz baja.
— Desde luego.
Stiopa echó una ojeada al papel y se quedó de una pieza. Todo estaba perfecto: su propia firma desenvuelta y, escrita en diagonal, la autorización de Rimski, el director de finanzas, para entregar al artista Voland diez mil rublos a cuenta de los 35.000 que se le pagarían por las siete actuaciones. Más aún: allí mismo estaba el recibo de Voland por los 10.000 rublos ya cobrados.
«¿Pero esto qué es?», pensó el pobre Stiopa con una sensación de ma-reo. ¿No serían los primeros alarmantes síntomas de pérdida de la memoria? Era evidente que las muestras de asombro después de haber visto el contrato serían sencillamente indecentes. Pidió permiso a su invitado para ausentarse durante unos minutos y corrió, en calcetines, según estaba, al vestíbulo, donde se hallaba el teléfono, mientras gritaba en dirección a la cocina:
—¡Grunia!
No obtuvo respuesta alguna. Miró la puerta del despacho de Berlioz que daba a la cocina y, como suele decirse, se quedó petrificado. En la manivela, sujeto con una cuerda, había un enorme lacre.
«¡Caramba! — explotó en su cabeza—. Sólo me faltaba esto!» Y sus pensamientos empezaron a recorrer un camino de doble dirección, pero, como suele pasar en las catástrofes, en un solo sentido, y el diablo sabrá cuál. Sería difícil describir el lío que Stiopa tenía en la cabeza. Por un lado, la incongruencia del de la boina negra, el vodka frío y el increíble contrato, y por si eso no fuera bastante, ¡la puerta del despacho lacrada! Si se le contase a alguien que Berlioz había hecho un disparate, les aseguro que no lo creería. Pero el lacre allí estaba. En fin…
Tenía en la cabeza un hormigueo de pensamientos y recuerdos muy desagradables. Recordó que hacía muy poco le había encasquetado un artículo para que Berlioz lo publicara en su revista, y parecía que lo había hecho a propósito. Entre nosotros, el artículo era una auténtica estupidez, inútil y, además, mal pagado.
Después de lo del artículo recordó una conversación algo dudosa que sostuvieron en aquel mismo sitio cenando con Mijaíl Alexándrovich, el veinticuatro de abril. Claro que no era lo que se llama una conversación dudosa exactamente (Stiopa no la habría consentido), pero hablaron de algo de lo que no hacía falta hablar. Se podía haber evitado facilísimamente. De no haber sido por el lacre, esta conversación no tendría ninguna importancia, pero ahora…
«Berlioz, Berlioz… — repetía mentalmente—. ¡No me cabe en la cabeza!» No había lugar para lamentaciones y marcó el número de Rimski, el director de finanzas del Varietés. La situación de Stiopa era difícil: el extranjero podía ofenderse si Stiopa no se fiara de él a pesar de haber visto el contrato, y tampoco era fácil la conversación con el director de finanzas, porque no le podía decir: «¿Firmaste ayer un contrato con un pro
fesor de magia negra por treinta y cinco mil rublos?». ¡Era imposible!
—¡Diga! — se oyó al otro lado la voz aguda y desagradable de Rimski.
—¡Hola, Grigori Danílovich — habló Stiopa en tono muy bajo—, soy Lijodéyev. Verás, resulta que… tengo aquí a… el artista Voland… y, claro…, me gustaría saber qué hay de esta tarde.
— Ah, ¿el de la magia negra? — respondió Rimski—. Ya están los carteles.
— Bien, de acuerdo — dijo Stiopa con voz débil—; bueno, hasta luego entonces…
—¿Va a venir usted pronto? — preguntó Rimski.
— Dentro de media hora — contestó Stiopa; colgó el auricular y se apretó la cabeza, que le abrasaba, entre las manos. Pero ¡qué cosa tan extraña estaba sucediendo! ¿Y qué era de su memoria?
Le resultaba violento permanecer por más tiempo en el vestíbulo. Elaboró rápidamente un plan a seguir; ocultaría por todos los medios su asombrosa falta de memoria y trataría de sonsacar al extranjero sobre lo que pensaba hacer por la tarde en el Varietés, que le estaba encomendado.
Stiopa, de espaldas al teléfono, vio reflejado claramente en el espejo del vestíbulo, que la perezosa Grunia hacía tiempo no limpiaba, la imagen de un tipo muy extraño, alto como un poste telegráfico, con unos impertinentes sobre la nariz (si hubiera estado alli Iván Nikoláyevich, en seguida le hubiera reconocido). El extraño sujeto desapareció rápidamente del espejo. Stiopa, angustiado, recorrió el vestíbulo con la mirada y sufrió un nuevo sobresalto: esta vez un enorme gato negro pasó por el espejo y también desapareció.
Le daba vueltas la cabeza y se tambaleó.
«Pero, ¿qué me pasa? ¿No me estaré volviendo loco? ¿A qué se deben estos espejismos?», y gritó asustado buscando en el vestíbulo:
—¡Grunia! ¿Pero quién es ese gato? ¿De dónde sale? ¿Y el otro?
— No se preocupe, Stepán Bodgánovich — se oyó una voz que no era de Grunia, sino del invitado, que contestaba desde el dormitorio—. El gato es mío. No se ponga nervioso. Grunia no está, la he mandado a Vorónezh. Se me quejó de que usted se estaba haciendo el distraído y no le daba vacaciones.
Estas palabras eran tan inesperadas y tan absurdas que Stiopa pensó que no había oído bien. Enloquecido, echó a correr hacia el dormitorio y casi se convirtió en una estatua de sal junto a la puerta. Se le erizó el cabello y le aparecieron en la frente unas gotas de sudor.
Su visitante ya no estaba solo en la habitación. Le acompañaba, sentado en otro sillón, el mismo tipo que apareciera en el vestíbulo. Ahora se le podía ver bien, tenía unos bigotes como plumitas de ave, brillaba un cristal de sus impertinentes y le faltaba el otro. Pero aún descubrió algo peor en su propio dormitorio: en el pouf de la joyera, sentado en actitud insolente, un gato negro de tamaño descomunal sostenía una copa de vodka en una pata y en la otra un tenedor, con el que ya había pescado una seta.
La luz del dormitorio, débil de por sí, se oscureció aún más ante los ojos de Stiopa. «Así es como uno se vuelve loco», pensó, agarrándose al marco de la puerta.
— Veo que está usted algo sorprendido, queridísimo Stepán Bogdánovich — le dijo Voland a Stiopa, al que le rechinaban los dientes—. Le aseguro que no hay por qué extrañarse. Éste es mi séquito.
El gato se bebió el vodka y la mano de Stiopa comenzó a deslizarse por el marco.
— Y como el séquito necesita espacio — seguía Voland—, alguien de los presentes sobra en esta casa. Y me parece que el que sobra es usted.
— Aquello, aquello — intervino con voz de cabra el tipo largo de los cuadros, refiriéndose a Stiopa—, últimamente está haciendo muchas inconveniencias. Se emborracha, tiene líos con mujeres aprovechándose de su situación, no da golpe y no puede hacer nada porque no tiene ni idea de lo que se trae entre manos. Y les toma el pelo a sus jefes.
— Se pasea en el coche oficial de su organización — sopló el gato, masticando la seta.
Entonces apareció el cuarto y último de los que llegarían a la casa, precisamente cuando Stiopa, que había ido deslizándose hasta el suelo, arañaba el marco con su mano sin fuerzas.
Del mismo espejo salió un hombre pequeño, pero extraordinariamente ancho de hombros, con un sombrero hongo y un colmillo que se le salía de la boca, lo que desfiguraba el rostro ya de por sí horriblemente repulsivo. Además, tenía el pelo del mismo color rojo que el fuego.
— Yo — intervino en la conversación este nuevo individuo-no puedo en-tender cómo ha llegado a director — y el pelirrojo hablaba con una voz cada vez más gangosa—. Es tan capaz de dirigir como yo de ser obispo.
— Tú, desde luego, no tienes mucho de obispo, Asaselo[10] —habló el gato, sirviéndose unas salchichas en un plato.
— Precisamente eso es lo que estaba diciendo — gangueó el pelirrojo, y volviéndose con mucho respeto a Voland, añadió—: ¿Me permite, messere, que le eche de Moscú y le mande al infierno?
—¡Zape! — vociferó el gato, con los pelos de punta.
Empezó a girar la habitación en torno de Stiopa, que se golpeó la cabeza con la puerta y pensó, a punto de perder el conocimiento: «Me estoy muriendo…».
Pero no se murió. Entreabrió los ojos y se encontró sentado sobre algo que parecía ser de piedra. Cerca se oía un ruido monótono, y al abrir los ojos del todo vio que aquel ruido era del mar, una ola le llegaba casi a los pies. En conclusión, que estaba sentado al borde de un muelle con un brillante cielo azul sobre su cabeza y una ciudad blanca en las montañas que tenía detrás.
Sin saber lo que se suele hacer en estos casos, Stiopa se incorporó sobre sus piernas temblorosas y se dirigió por el muelle hacia la orilla del mar.
Un hombre que fumaba y escupía al mar, sentado en el muelle, se le quedó mirando con cara de espanto y dejó de fumar y escupir.
Stiopa hizo la ridiculez de arrodillarse y preguntarle al fumador:
— Por favor, ¿qué ciudad es ésta?
—¡Pero oiga usted! — protestó el desalmado fumador.
— No estoy bebido — contestó Stiopa con voz ronca—, me ha pasado algo raro… Estoy malo… ¿Dónde estoy, por favor? ¿Qué ciudad es ésta? — Pues Yalta… Stiopa suspiró, se tambaleó hacia un lado y cayó dando con la cabeza contra la piedra caliente del muelle. Perdió el conocimiento.