Se calmaron los gritos histéricos de las mujeres, dejaron de sonar los silbatos de los milicianos; aparecieron dos ambulancias: una se llevó el cuerpo decapitado y la cabeza al depósito de cadáveres, la otra, a la hermosa conductora, herida por los cristales rotos. Los barrenderos, con delantales blancos, barrieron los restos de cristales y taparon con arena los charcos de sangre.
Iván Nikoláyevich se derrumbó en un banco antes de llegar al torniquete y allí se quedó. Trató de incorporarse varias veces, pero las piernas no le obedecían: sufría algo parecido a una parálisis.
El poeta había corrido hacia el torniquete cuando oyó el primer grito y vio la cabeza, dando saltitos por la calle. No pudo soportar lo que veía y cayó en el banco mareado. Se mordió una mano hasta hacerse sangre. Por supuesto, se había olvidado del demente, preocupándose sólo de entender lo ocurrido: ¿Cómo era posible? Acababa de hablar con Berlioz y en un instante… una cabeza.
Unos cuantos hombres, horrorizados, corrían por el bulevar y pasaban casi rozando al poeta, pero él no oía sus palabras. Dos mujeres se encontraron junto a él y una de ellas, de nariz afilada y cabeza descubierta, gritó a la otra por encima de la oreja del poeta:
— …¡Anushka, nuestra Anushka! ¡La de la calle Sadóvaya! Son cosas suyas… ¡Fíjate que compra aceite de girasol en la tienda y que al pasar por el torniquete va y se le rompe la botella! ¡Imagínate! toda la falda hecha una porquería y ella, ¡hala! venga decir palabrotas… ¡y ese pobrecito que se resbala y a la vía…!
De todo lo que gritó aquella mujer, el cerebro dañado de Iván Nikoláyevich sólo pudo retener una palabra: Anushka.
—¿Anushka?… ¡Anushka! — balbuceó el poeta mirando inquieto en derredor—, pero si…
A la palabra Anushka pudo añadir después otras cuantas: «Aceite de girasol» y luego, sin saber por qué, «Poncio Pilatos». Desechó a Pilatos y siguió ordenando la cadena que empezara con la palabra Anushka. Llegó en seguida al profesor.
«¿Pero, cómo…? Dijo que la reunión no tendría lugar porque Anushka había vertido el aceite. Y mira por dónde no habrá reunión. Bueno, todavía más: dijo exactamente que sería una mujer quien le cortara la cabeza y resulta que la que conducta el tranvía era una mujer. Pero bueno, ¿qué es esto?»
Estaba claro. No, no podía quedar la menor duda. El misterioso consejero sabía de antemano el hecho siniestro de la muerte de Berlioz. Dos ideas atravesaron el cerebro del poeta. La primera fue: «no tiene nada de loco, eso es una tontería», y la segunda: «¿no lo habrá tramado todo él mismo? Pero ¿cómo? ¡Ah! Esto no va a quedar así. Ya lo averiguaremos».
Haciendo un tremendo esfuerzo, Iván Nikoláyevich se incorporó lanzándose hacia donde estuviera hablando con el profesor. Felizmente aquél no se había ido.
Los faroles de la Brónnaya estaban encendidos y sobre «Los Estanques» brillaba una luna dorada. Y así, a la luz de la luna, siempre ilusoria, le pareció que lo que el hombre llevaba bajo el brazo, no era un bastón, sino una espada.
El «metomentodo» ex chantre estaba precisamente en el mismo sitio donde había estado hacía muy poco Iván Nikoláyevich. Se había colocado en la nariz unos impertinentes del todo innecesarios a los que le faltaba un cristal y que tenían el otro partido. Ahora, el ciudadano de los cuadros, tenía un aspecto todavía más repulsivo que cuando indicara a Berlioz el camino hacia la vía.
Iván, con el corazón encogido, se acercó al profesor y comprendió, mirándole de frente, que su cara no traslucía el menor indicio de locura.
Ni antes ni ahora.
—¡Confiese de una vez! ¿Quién es usted? — preguntó con voz sorda.
El extranjero frunció el entrecejo, miró al poeta como si le viera por primera vez y contestó con hostilidad:
— No comprender… Hablar… Ruso…
— Es que no entiende — se metió el chantre desde el banco, aunque nadie le había pedido que explicara las palabras del forastero.
—¡No disimule! — dijo Iván Nikoláyevich amenazador, y tuvo una sensación de frío en el estómago—, le he oído hablar ruso perfectamente. Ni es usted alemán, ni profesor. ¡Usted lo que es es un asesino y un espía! ¡Entregúeme sus documentos! — gritó furioso.
El misterioso profesor torció con desprecio la boca — ya de por sí bastante torcida— y se encogió de hombros.
—¡Ciudadano! — intervino de nuevo el detestable chantre—, ¿No ve que está poniendo nervioso al turista? ¡Ya le pedirán cuentas!
Y el sospechoso profesor, con un gesto arrogante, le volvió la espalda y se alejó. Iván se encontró desarmado y se dirigió muy exaltado al chantre:
—¡Oiga, por favor! ¡Ayúdeme a detener a ese delincuente! ¡Tiene usted el deber de hacerlo!
El chantre, animándose sobremanera e incorporándose de un salto, gritó:
—¿Qué delincuente? ¿Dónde está? ¿Un delincuente extranjero? — Le bailaban los ojillos de alegría—. ¿Era ése? Pues si es un delincuente, lo primero es ponerse a gritar «socorro». O si no, se larga. ¡Venga! vamos a gritar a la vez — y abrió el hocico.
El desconcertado Iván, haciendo caso al chantre burlón gritó «¡socorro»! pero el otro no dijo nada. Le había tomado el pelo.
El grito solitario y ronco de Iván no dio un resultado positivo. Dos damiselas saltaron hacia un lado y el poeta pudo oír con claridad: «Borracho».
—¿De modo que te pones de su parte? — gritó Iván furibundo—. ¿Te vas a reír de mí? ¡Déjame pasar!
Iván se lanzó a la derecha y el chantre también; Iván a la izquierda y el canalla también.
— Pero, ¿qué? ¿te atraviesas a propósito? — gritó Iván enfurecido—, ¡te voy a entregar a las milicias!
Trató de asir al granuja por la manga, pero no cogió más que aire, como si al chantre se le hubiera tragado la tierra.
Iván se quedó con la boca abierta de asombro, miró en derredor y vio a lo lejos al odioso desconocido que se encontraba ya junto a la salida a la travesía del Patriarca, y además no estaba solo. El más que sospechoso chantre tuvo tiempo de alcanzar al profesor. Pero eso no era todo. Había un tercero en el grupo: un gato surgido de no se sabe dónde. El gato era enorme, como un cebón, negro como el hollín o como un grajo, y con un bigote desafiante como el de los militares de caballería. Los tres se dirigían hacia la calle y el gato andaba sobre las patas traseras.
Iván se precipitó tras los maleantes, aunque en seguida comprendió que iba a ser muy difícil darles alcance.
Los tres pasaron la travesía en un momento y salieron a la calle Spiridónovka. Iván aligeraba el paso, pero a pesar de ello, la distancia entre él y sus perseguidos no se acortaba. Antes de que el poeta tuviera tiempo de reaccionar se encontró, después de abandonar aquella tranquila calle, en la plaza Nikitskaya, donde su situación empeoró. Había bastante aglomeración y además, la pandilla de granujas decidió utilizar el truco preferido por los bandidos: huir a la desbandada.
El chantre se escabulló subiendo ligero a un autobús que pasaba por la plaza de Arbat. Al perder de vista a uno de los del grupo, Iván concentró su atención en el gato; el extraño animal se había acercado al estribo del tranvía «A» que estaba en la parada, había empujado con insolencia a una mujer que dio un grito, agarrándose a la barandilla e incluso tratando de alargarle a la cobradora una moneda de diez kopeks a través de la ventanilla abierta por el calor.
El comportamiento del gato impresionó de tal manera a Iván que se quedó inmóvil junto a la tienda de comestibles de la esquina. Pero aún le impresionó más la actitud de la cobradora, que al darse cuenta de que el gato se metía en el tranvía, temblando de rabia, gritó:
—¡Los gatos no pueden subir! ¡Que no se puede entrar con gatos! ¡Zape! ¡O te bajas o llamo a las milicias!
Pero a la cobradora, como a los pasajeros, les pasó inadvertido lo esencialmente asombroso, porque, al fin y al cabo, lo de menos era que un gato subiera al tranvía, pero es que este gato ¡había intentado pagar!
El gato resultó ser no sólo un animal solvente, sino también muy disciplinado. Al primer bufido de la cobradora interrumpió su discusión descolgándose del estribo para irse a sentar en la parada, mientras se frotaba los bigotes con la moneda. Pero cuando la cobradora tiró de la cuerda y el tranvía se puso en marcha, el gato hizo lo mismo que hubiera hecho cualquiera en el caso de haber sido expulsado de un tranvía y que tiene necesariamente que viajar en él. Dejó pasar los tres vagones del tranvía, saltó al borde del último, se aferró con una pata a una de las gomas que colgaban de la trasera y así pudo hacer su viaje, ahorrándose además diez kopeks.
Iván, puesta toda su atención en el repelente gato, estuvo a punto de perder de vista al más importante de sus tres perseguidos: el profesor. Por suerte, éste no había tenido tiempo de escabullirse. Iván descubrió la boina gris a través de la muchedumbre, al principio de la Bolshaya Nikítskaya o de la calle de Hertzen. En un instante llegó hasta allí. Pero la suerte no le acompañaba. El poeta aligeraba el paso o corría empujando a los transeúntes, pero no conseguía disminuir la distancia que le separaba del profesor ni un centímetro.
A pesar de su disgusto, Iván no dejaba de admirarse de la rapidez tan extraordinaria con que se desarrollaba la persecución. Apenas transcurridos veinte segundos, Iván Nikoláyevich se encontró deslumhrado por las luces de la plaza Arbat. Unos segundos más y estaba en una callejuela oscura de aceras desiguales; se dio un trompazo y se hirió una rodilla. Otra calzada iluminada, después la calle de Kropotkin y luego otra y otra y por fin, una bocacalle triste y desagradable con luz escasa, donde Iván perdió de vista definitivamente al que tanto le interesaba alcanzar. El profesor había desaparecido.
Iván Nikoláyevich estaba confundido, pero se le ocurrió de repente que el profesor tenía que encontrarse en la casa número 13, seguramente en el apartamento 47.
Irrumpió en el portal, subió volando hasta el segundo piso, fue derecho al apartamento y llamó impaciente. No le hicieron esperar mucho. Una niña de unos cinco años abrió la puerta y, sin preguntar nada, desapareció en el interior.
El vestíbulo era enorme, estaba descuidadísimo, iluminado por una minúscula bombilla, débil y polvorienta, que colgaba de un techo negro de mugre. Colgada de un clavo en la pared, una bicicleta sin neumáticos; en el suelo, un baúl enorme, forrado de hierro. En un estante, sobre un perchero, un gorro de invierno con sus largas orejeras colgando. A través de una puerta, un receptor transmitía la voz sonora y exaltada de un hombre que clamaba algo en verso.
Iván Nikoláyevich, sin sentirse turbado por su extraña situación, se dirigió hacia el pasillo directamente, guiado por esta reflexión: «Se habrá escondido en el baño». El pasillo estaba a oscuras. Chocó varias veces con las paredes hasta que vio una tenue y estrecha franja de luz bajo una puerta, encontró a tientas el picaporte y dio un ligero tirón. Saltó el cerrojo e Iván se encontró precisamente en el baño, pensando que había tenido suerte.
Pero no tuvo tanta como hubiera deseado. Envuelto en una atmósfera de calor húmedo y a la luz de los carbones que se consumían en el calentador, entrevio unos grandes barreños que colgaban de la pared y una bañera con unos horribles desconchones negros. Y en la bañera, de pie, una ciudadana desnuda, cubierta de espuma y con un estropajo en la mano, entornó sus ojos miopes, para mirar a Iván que acababa de irrumpir en el baño. Como la luz era tan mala, le confundió seguramente con alguien y dijo alegremente en voz baja:
—¡Kiriushka! ¡No seas fanfarrón! ¿Te has vuelto loco? ¡Fédor Ivánovich está a punto de volver! ¡Fuera de aquí! —Y salpicó a Iván con el estropajo.
La confusión era evidente y el culpable era, naturalmente, Iván Nikoláyevich. Pero no tenía intención de reconocerlo y exclamó en tono de reproche: «¡Qué frivolidad!», y en seguida, sin saber cómo ni por qué, se encontró en la cocina.
Estaba desierta, y en la lumbre, alineados en silencio, había cerca de una decena de hornillos de petróleo apagados. Un rayo de luna entraba por la ventana polvorienta, sucia desde hacía años, iluminando escasamente un rincón donde, entre polvo y telarañas, colgaba un icono olvidado. Detrás de la urna que guardaba el icono asomaban las puntas de dos velas de boda. Y debajo del icono había otro de papel, más pequeño, clavado en la pared con un alfiler.
Nadie sabe qué pasó por la imaginación de Iván, pero antes de salir corriendo por la escalera de servicio, se apoderó de una de las velas y del icono de papel; y con ellos en la mano abandonó el desconocido piso, murmurando algo entre dientes, azorado por el recuerdo de lo ocurrido en el baño y tratando de adivinar, inconscientemente, quién sería el descarado Kiriushka y si no le pertenecería el ridículo gorro de las orejeras.
De nuevo en la calle triste y desierta, el poeta buscó con la mirada al fugitivo, pero no había nadie. Iván se dijo muy seguro:
—¡Pues claro, está en el río Moskva! ¡Adelante!
Hubiera sido interesante preguntar a Iván Nikoláyevich por qué suponía que el profesor estaba precisamente en el río Moskva, y no en cualquier otro sitio, pero desgraciadamente no había nadie que pudiera preguntárselo. Aquella horrible calle estaba totalmente desierta.
Unos minutos después Iván Nikoláyevich se encontraba en los peldaños de granito de la escalinata del río.
Se quitó la ropa y la dejó al cuidado de un simpático barbudo que fumaba un cigarro, junto a una camisa blanca y rota y unas botas gastadas con los cordones desatados. Iván movió los brazos para refrescarse un poco y se tiró al agua como lo haría una golondrina. El agua estaba muy fría. Se le cortó la respiración, y por un momento, llegó a tener la sensación de que no podría salir a la superficie. Pero emergió resoplando, sofocado, con los ojos redondos de espanto, y nadó en aquel agua que olía a petróleo, entre el zigzag de los haces de luz de los faroles de la orilla. Cuando el poeta, saltando los peldaños, llegó empapado al sitio donde dejara su ropa al cuidado del barbudo, se encontró con que ésta había desaparecido, y no sólo la ropa: tampoco había rastro alguno del barbudo mismo. En el lugar donde dejara el montón de sus prendas, había unos calzoncillos a rayas, la agujereada camisa, la vela, el icono y una caja de cerillas. Iván, enfurecido, amenazó impotente con el puño cerrado y se puso lo que había encontrado en lugar de su ropa.
Le llenaron de inquietud dos consideraciones; en primer lugar había perdido el carnet de MASSOLIT, del que no se separaba nunca, y además, ¿podría andar libremente por Moscú con aquella pinta? Realmente, en calzoncillos… Desde luego no era culpa suya, pero ¿quién sabe? Podría haber algún lío y a lo mejor lo detendrían.
Arrancó los botones del tobillo, con la esperanza de que así, los calzoncillos podrían pasar por pantalones de verano. Recogió el icono, la vela y las cerillas y echó a andar diciéndose a sí mismo: «¡A Griboyédov! ¡Seguro que está allí!».
Había empezado la vida nocturna de la ciudad. Pasaron algunos camiones, envueltos en nubes de polvo, y en las cajas, sobre sacos, iban unos hombres tumbados panza arriba. Todas las ventanas estaban abiertas. En cada una de ellas había una luz bajo una pantalla naranja, y de todas las ventanas, de todas las puertas, de todos los arcos, los tejados, las buhardillas, los sótanos y los patios, salía el ronco rugido de la polonesa de la ópera Eugenio Oneguin.
Los temores de Iván Nicoláyevich estaban justificados. Llamaba la atención y los transeúntes se volvían a mirarle. Decidió dejar las calles principales y seguir su camino por callejuelas, donde la gente es menos curiosa y hay menos probabilidades de que alguien se acerque a importunar a un hombre que va descalzo, con preguntas sobre sus calzoncillos, que se habían negado obstinadamente a parecer unos pantalones.
Y eso hizo. Iván se sumergió en la misteriosa red de callejuelas y bocacalles de Arbat. Emprendió la marcha pegado a las paredes, volviéndose a cada instante y mirando temeroso alrededor, escondiéndose en los portales de vez en cuando, evitando los pasos de peatones y las entradas suntuosas de los palacetes de las embajadas.
Y durante todo su difícil camino, sentía un insoportable malestar, producido por una orquesta omnipresente, que acompañaba el profundo bajo que cantaba su amor hacia Tatiana.