27. EL FINAL DEL PISO NÚMERO 50



Cuando Margarita llegó a las últimas líneas del capítulo «… Así recibió el amanecer del quince del mes Nisán el quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos», llegó la mañana.

Desde las ramas de los salgueros y tilos llegaba la conversación matinal, animada y alegre, de los gorriones.

Margarita se levantó del sillón, se estiró y sólo entonces sintió que le dolía todo el cuerpo y que tenía sueño.

Es curioso, pero el alma de Margarita estaba tranquila. No tenía las ideas desordenadas, no le había trastornado la noche, pasada de una manera tan extraordinaria. No le preocupaba la idea de haber asistido al Baile de Satanás, ni el milagro de que el maestro estuviera de nuevo con ella; tampoco la novela, reaparecida de entre las cenizas, ni que él se encontrara en el piso de donde habían echado al soplón Mogarich. En resumen: el encuentro con Voland no le había producido ningún trastorno psíquico. Todo era así, porque así tenía que ser.

Entró en el otro cuarto, se convenció de que el maestro dormía un sueño tranquilo y profundo, apagó la luz de la mesa, innecesaria ya, y se acostó en un diván que había enfrente, cubierto con una vieja sábana rota. Se durmió en seguida y esta vez no soñó nada. Las dos habitaciones del sótano estaban en silencio, también la pequeña casa y la perdida callecita.

Pero mientras tanto, es decir, al amanecer del sábado, toda una planta de una organización moscovita estaba en vela. La luz de las ventanas que daban a un patio asfaltado, que todas las mañanas limpiaban unos coches especiales con cepillos, se mezclaba con la luz del sol naciente.

La Instrucción Judicial encargada del caso Voland ocupaba una planta entera, y las lámparas estaban encendidas en diez despachos.

En realidad el caso era ya evidente como tal, desde el día anterior — el viernes—, cuando el Varietés tuvo que cerrarse como consecuencia de la desaparición del Consejo de Administración y otros escándalos ocurridos la víspera, durante la famosa sesión de magia negra. Y lo que sucedía era que continuamente, sin interrupción, llegaba mas y más material de investigación a este departamento de guardia.

Y ahora la Instrucción encargada de este extraño caso, que tenía un matiz claramente diabólico, con una mezcla de trucos hipnóticos y crímenes evidentes como agravante, tenía que ligar todos los sucesos diver-sos y enredados que habían ocurrido en distintas partes de Moscú.

El primero en visitar aquella planta en vela, reluciente de electricidad, fue Arcadio Apolónovich Sempleyárov, presidente de la Comisión de Acústica de Espectáculos.

El viernes después de comer, en su piso del Puente Kámeni, sonó el teléfono, y una voz de hombre pidió que avisaran a Arcadio Apolónovich. Su esposa contestó con hostilidad que Arcadio Apolónovich se encontraba mal, que se había acostado y no podía hablar por teléfono. Pero no tuvo más remedio que hacerlo. Cuando la esposa de Sempleyárov preguntó quién deseaba hablarle, le contestaron con pocas palabras.

— Ahora…, ahora mismo, espere un segundo… — balbuceó la arrogante esposa del presidente de la Comisión Acústica, y, como una bala, corrió al dormitorio para levantar a Arcadio Apolónovich del lecho, en el que yacía atormentado por el recuerdo de la sesión del día anterior y el escándalo que acompañó la expulsión de la sobrina de Sarátov.

Arcadio Apolónovich no tardó un segundo, tampoco un minuto, sino un cuarto de minuto en llegar al aparato, con un pie descalzo y en paños menores. Pronunció con voz entrecortada:

— Sí, soy yo… Dígame…

Su esposa olvidó todos los repugnantes atentados contra la fidelidad que se habían descubierto en la conducta del pobre Arcadio Apolónovich. Asomaba su cara asustada por la puerta del pasillo y agitaba en el aire la otra zapatilla diciendo:

— Ponte la zapatilla, que te vas a enfriar — pero Arcadio Apolónovich la rechazaba con el pie descalzo, ponía ojos furiosos y seguía murmurando por teléfono:

— Sí, sí…, cómo no…, ya comprendo; ahora mismo voy…

Arcadio Apolónovich pasó toda la tarde en el lugar donde se llevaba la investigación.

La conversación fue muy penosa, desagradable, porque tuvo que con-tar con toda franqueza no sólo lo referente a la repugnante sesión y la pelea en el palco, sino que también, de paso, se vio obligado a hablar de Militsa Andréyevna Pokobatko, la de la calle Yelójovskaya, de la sobrina de Sarátov y de muchas cosas, y el hablar de ello causó a Arcadio Apolónovich unos sufrimientos inenarrables.

Desde luego, las declaraciones de Arcadio Apolónovich significaron un considerable avance en la investigación, puesto que se trataba de un intelectual, un hombre culto que había sido testigo presencial — un testigo digno y cualificado— de la indignante sesión. Describió a la perfección al misterioso mago del antifaz y a los dos truhanes que tenía por ayudantes y recordó inmediatamente que el apellido del nigromante era Voland.

La confrontación de las declaraciones de Arcadio Apolónovich con las de otros testigos, entre los que había varias señoras, víctimas de la sesión (la señora de la ropa interior violeta, que sorprendiera a Rimski, y tantas otras, por desgracia), y la del ordenanza Kárpov, al que había enviado al piso número 50 de la Sadóvaya fue la clave para orientar la búsqueda del responsable de aquellos extraños sucesos.

Visitaron más de una vez el piso número 50. Y no se conformaron con examinarlo minuciosamente, sino que además comprobaron las paredes a base de golpes, controlaron los tiros de la chimenea y buscaron escondites. Pero todas estas medidas no condujeron a nada y no se pudo encontrar a nadie en la casa, aunque era evidente que alguien tenía que haber, en contra de la opinión de todas aquellas personas que, por ra-zones diversas, estaban obligadas a saber todo lo relacionado con los artistas extranjeros que llegaban a Moscú, y que afirmaban con seguridad y categóricamente que no había y no podía haber en la ciudad ningún nigromante llamado Voland.

Su entrada no estaba registrada en ningún sitio. Nadie había visto su pasaporte, documentos o contrato y nadie, absolutamente nadie, sabía nada de él. El jefe de la Sección de Programación de la Comisión de Espectáculos, Kitáitsev, juraba y perjuraba que el desaparecido Stiopa Lijodéyev no le había mandado para su aprobación ningún programa de actuación del tal Voland y que tampoco le había comunicado su llegada. Por lo tanto, Kitáitsev ni sabía, ni podía comprender cómo pudo permitir Lijodéyev semejante actuación en el Varietés. Cuando le dijeron que Arcadio Apolónovich había visto personalmente al mago en el escenario, Kitáitsev se limitaba a alzar los brazos y levantar los ojos al cielo. Se podía asegurar, porque se veía en sus ojos, que era limpio como el agua de un manantial.

Y de Prójor Petróvich, presidente de la Comisión Central de Espectáculos…

Por cierto, regresó a su traje en seguida después de la llegada de los milicianos al despacho, con la consiguiente alegría de Ana Richárdovna y el asombro de las milicias que habían acudido para nada.

Es curioso también que al volver a su despacho, dentro del traje gris a rayas, Prójor Petróvich aprobara todas las disposiciones que había hecho el traje durante su corta ausencia.

Y como decía, el mismo Prójor Petróvich tampoco sabía nada acerca de ningún Voland.

Resultaba completamente increíble: miles de espectadores, todo el personal del Varietés, un hombre tan responsable como Arcadio Apolónovich Sempleyárov, habían visto al mago y a sus malditos ayudantes, y ahora no había modo alguno de localizarlos. No era posible que se los hubiera tragado la tierra o, como decían algunos, que no hubieran estado nunca en Moscú. Si admitieran lo primero, no quedaba la menor duda de que la tierra también se había tragado a toda la dirección del Varietés. Si era cierto lo segundo, entonces resultaba que la administración del desdichado teatro, después de organizar un escándalo inaudito (acuérdense de la ventana rota en el despacho y de la actitud del perro Asderrombo), había desaparecido de Moscú sin dejar rastro.

Hay que reconocer los méritos del jefe de la Instrucción Judicial. El desaparecido Rimski fue encontrado con una rapidez sorprendente. Bastó confrontar la actitud de Asderrombo en la parada de taxis junto al cine, con algunos datos de tiempo, como la hora en que acabó la sesión y cuándo pudo desaparecer Rimski, para que inmediatamente fuera enviado un telegrama a Leningrado. Al cabo de una hora llegó la respuesta. Era la tarde del viernes. Rimski había sido descubierto en la habitación 412, en el cuarto piso del hotel Astoria, junto a la habitación donde se alojaba el encargado del repertorio de un teatro moscovita; en esa suite, en la que, como todos sabemos, hay muebles de un tono gris azulado con dorados y un cuarto de baño espléndido.

Rimski, encontrado en el armario ropero de la habitación del hotel, fue interrogado en el mismo Leningrado. A Moscú llegó un telegrama comunicando que el director de finanzas Rimski se encontraba en un estado de completa irresponsabilidad, que no daba o no quería dar ninguna respuesta coherente y que pedía únicamente que le escondieran en un cuarto blindado y pusieran guardia armada. Llegó un telegrama de Moscú con la orden de que Rimski fuera escoltado hasta la capital, y el viernes por la noche, Rimski, acompañado, emprendió el viaje en tren.

También en la tarde del viernes tuvieron noticias de Lijodéyev. Habían pedido informes por telegrama a todas las ciudades. Se recibió respuesta de Yalta; Lijodéyev había estado allí, pero ya había salido en avión para Moscú.

Del que no apareció ni siquiera una pista fue de Varenuja. El administrador del teatro, al que conocía absolutamente todo el mundo en Moscú, había desaparecido como si se le hubiera tragado la tierra.

Y, mientras tanto, hubo que ocuparse de otros sucesos que habían ocurrido en Moscú, fuera del teatro Varietés. Hubo que aclarar el extraordinario caso de los funcionarios que cantaban «Glorioso es el mar…» (por cierto, que el profesor Stravinski consiguió volverles a la normalidad al cabo de dos horas, a base de inyecciones intramusculares), también fue necesario esclarecer el asunto del extraño dinero que unas personas entregaban a otras, o a organizaciones, así como el de aquellos que habían sido víctimas de estos enredos.

Naturalmente, de todos los acontecimientos el más desagradable, el más escandaloso y el de peor solución era el del robo de la cabeza del difunto literato Berlioz, en pleno día desaparecida del ataúd, expuesta en un salón de Griboyédov.

La Instrucción estaba a cargo de doce personas que recogían, como con una aguja, los malditos puntos de aquel caso esparcido por todo Moscú.

Un miembro de la Instrucción Judicial se presentó en el sanatorio del profesor Stravinski solicitando la lista de los enfermos ingresados durante los últimos tres días. Localizaron así a Nikanor Ivánovich Bosói y al desafortunado presentador de la cabeza arrancada. Estos dos, sin embargo, no suscitaron mayor interés, pero se podía sacar como conclusión que los dos habían sido víctimas de la pandilla que encabezaba el misterioso mago. Quien le pareció realmente interesante al juez de Instrucción fue Iván Nikoláyevich Desamparado.

El viernes por la tarde se abrió la puerta de la habitación número 117, en la que se alojaba Iván, y entró un hombre joven, de cara redonda, tranquilo y delicado en su trato, que no tenía aspecto de juez de Instrucción, pero que era, sin embargo, uno de los mejores de Moscú. Vio en la cama a un hombre pálido y desmejorado, había en sus ojos indiferencia por cuanto le rodeaba, parecía contemplar algo que estaba muy lejos o quizá estuviera absorto en sus propios pensamientos. El juez de Instrucción, en tono bastante cariñoso, le dijo que estaba allí para hablar de lo acontecido en «Los Estanques del Patriarca».

Oh, ¡qué feliz se hubiera sentido Iván si el juez hubiera aparecido antes, en la noche del mismo miércoles al jueves, cuando Iván exigía con tanta pasión y violencia que escucharan su relato sobre lo sucedido en «Los Estanques del Patriarca»! Ahora ya se había realizado su sueño de ayudar a dar caza al consejero, no tenía que correr en busca de nadie; habían ido a verle precisamente para escuchar su narración sobre lo ocurrido en la tarde del miércoles.

Pero desgraciadamente Ivánushka había cambiado por completo durante los días que sucedieron al de la muerte de Berlioz. Estaba dispuesto a responder con amabilidad a todas las preguntas que le hiciera el juez de Instrucción, pero en su mirada y en su tono se notaba la indiferencia. Al poeta ya no le interesaba el asunto de Berlioz.

Antes de que llegara el juez, Ivánushka estaba acostado, dormía. Ante sus ojos se sucedían una serie de visiones. Veía una ciudad desconocida, incomprensible, inexistente, en la que había enormes bloques de mármol rodeados de columnatas, con un sol brillante sobre las terrazas, con la torre Antonia, negra, imponente, un palacio que se elevaba sobre la colina del oeste, hundido casi hasta el tejado en el verde de un jardín tropical, unas estatuas de bronce encendidas a la luz del sol poniente. Veía desfilar junto a las murallas de la antigua ciudad a las centurias romanas en sus corazas.

En su sueño aparecía frente a Iván un hombre inmóvil en un sillón, con la cara afeitada, amarillenta, de expresión nerviosa, con un manto blanco forrado de rojo, que miraba con odio hacia el jardín frondoso y ajeno. Veía Iván un monte desarbolado con los postes cruzados, vacíos.

Lo sucedido en «Los Estanques del Patriarca» ya no le interesaba.

— Dígame, Iván Nikoláyevich, ¿estaba usted lejos del torniquete cuando Berlioz cayó bajo el tranvía?

En los labios de Iván apareció una leve sonrisa de indiferencia.

— Estaba lejos.

—¿Y el tipo de la chaquetilla a cuadros estaba junto al torniquete?

— No, estaba sentado en un banco cerca de allí.

—¿Está usted seguro de que no se había acercado al torniquete en el momento que Berlioz caía bajo el tranvía?

— Sí. Estoy seguro. No se había acercado. Estaba sentado.

Éstas fueron las últimas preguntas del juez. Después de hacerlas, se levantó, estrechó la mano de Ivánushka, deseándole que se mejorase lo antes posible, y expresó la esperanza de poder leer sus poemas muy pronto.

— No — contestó Iván en voz baja—, no volveré a escribir poemas.

El juez sonrió con amabilidad, afirmando su convencimiento de que el poeta se encontraba en un estado de depresión, pero que pronto saldría de ella.

— No — replicó Iván, sin detenerse en el juez, mirando alo lejos, al cielo que se apagaba—, no se me pasará nunca. Mis poemas eran malos, ahora lo he comprendido.

El juez de Instrucción dejó a Ivánushka. Había recibido una información bastante importante. Siguiendo el hilo de los acontecimientos desde el final hasta el principio, había logrado, por fin, llegar al punto de partida de todos los sucesos. Al juez no le cabía duda de que todo había empezado con el crimen en «Los Estanques». Claro está que ni Ivánushka ni el tipo de los cuadros habían empujado al tranvía al pobre presidente de MASSOLIT; se podría decir que físicamente nadie había contribuido al atropello. Pero el juez estaba seguro de que Berlioz cayó (o se arrojó) al tranvía bajo los efectos de hipnosis.

Sí, habían recogido bastante material y se sabía a quién y dónde había que pescar. Lo malo era que no había modo de pescar a nadie.

Hay que repetir que no cabía la menor duda de que el tres veces maldito piso número 50 estuviera habitado. Cogían el teléfono de vez en cuando y contestaba una voz crujiente o una gangosa; otras veces abrían la ventana e incluso se oía la música de un gramófono. Estuvieron en el piso a distintas horas del día. Dieron una pasada con una red, examinando hasta el último rincón. En la casa, que estaba bajo vigilancia desde hacía tiempo, se vigilaba no sólo la puerta principal, sino también la entrada de servicio. Es más, había centinelas en el tejado junto a las chimeneas. Sin embargo, cuando iban al piso no encontraban absolutamente a nadie. El piso número 50 estaba haciendo de las suyas y no había manera de evitarlo.

Así estaban las cosas hasta la noche del viernes al sábado. A las doce en punto el barón Maigel, vestido de etiqueta y con zapatos de charol, se dirigió con aire majestuoso al piso número 50 en calidad de invitado. Se oyó cómo le dejaron entrar. A los diez minutos entraron en el piso sin llamar, pero no encontraron a los inquilinos, y lo que fue realmente una sorpresa, es que tampoco quedaba ni rastro del barón Maigel.

Como decíamos, esta situación duró hasta el amanecer del sábado. Entonces aparecieron otros datos muy interesantes. En el aeropuerto de Moscú aterrizó un avión de pasajeros de seis plazas, procedente de Crimea. Entre otros, descendió un viajero de aspecto extraño. Era un ciudadano joven, sucio y con barba de tres días; los ojos colorados y asustados, sin equipaje y vestido de una manera bastante original. Llevaba un gorro de piel de cordero, una capa de fieltro por encima de la camisa de dormir y unas zapatillas azules, relucientes y por lo visto recién compradas. En cuanto bajó de la escalera del avión se le acercaron. Estaban esperándole, y al poco tiempo el inolvidable director del Varietés, Stepán Bogdánovich Lijodéyev, compareció ante la Instrucción. Añadió algunos nuevos datos. Se supo que Voland penetró en el Varietés haciéndose pasar por artista, hipnotizando a Stiopa Lijodéyev, y luego se las arregló para enviar a Stiopa al quinto infierno fuera de Moscú. En resumen: se había acumulado cantidad de datos, pero esto no implicaba ninguna esperanza; al contrario, la situación empeoró porque se hizo evidente que se trataba de una persona que se valía de trucos, tales como los que tuvo que sufrir Stepán Bogdánovich, y eso quería decir que no iba a ser nada fácil pescarlo. A propósito, Lijodéyev fue recluido en una celda bien segura, a petición propia. Ante la Instrucción compareció también Varenuja, que había sido detenido en su propio piso, al que había regresado después de una misteriosa ausencia de dos días.

A pesar de la promesa hecha a Asaselo de no volver a mentir, Varenuja empezó su relato con una mentira precisamente. Pero por esto no se le debe juzgar severamente, porque Asaselo le prohibió mentir y decir groserías por teléfono, y ahora el administrador hablaba sin la ayuda de este aparato. Iván Savélievich declaró con mirada vaga que se emborrachó la tarde del jueves, mientras estaba solo en su despacho del Varietés, luego fue ¿adónde? no se acordaba; en otro sitio estuvo bebiendo starka,[18] ¿dónde? no se acordaba; se quedó después junto a una valla, ¿dónde? tampoco se acordaba. Sólo después de advertirle que con su estúpida y absurda actitud interrumpía el trabajo de la Instrucción Judicial en un caso importante y que, naturalmente, tendría que dar cuenta de ello, Varenuja balbució, sollozando, con voz temblona y mirando alrededor, que mentía porque tenía miedo, temía la venganza de la pandilla de Voland; que ya había estado en sus manos y por eso pedía, rogaba y deseaba ardientemente que se le recluyera en una celda blindada.

—¡Cuernos! ¡Qué perra han cogido con la cámara blindada! — gruñó uno de los encargados de la Instrucción.

— Les han asustado mucho esos canallas — dijo el juez, que había estado con Ivánushka.

Tranquilizaron como pudieron a Varenuja, le dijeron que le protegerían sin necesidad de celda y entonces se descubrió que no había bebido starka debajo de una valla, sino que le habían pegado dos tipos: uno pelirrojo, con un colmillo que le sobresalía de la boca, y otro regordete…

—¿Parecido a un gato?

— Sí, sí —susurró el administrador, muerto de miedo, sin parar de mirar a su alrededor. Siguió contando con detalle cómo había pasado cerca de dos días en el piso número 50 en calidad de vampiro informador, que por poco había causado la muerte del director de finanzas Rimski…

En ese mismo momento, en el tren de Leningrado llegaba Rimski.

Pero este viejo de pelo blanco, desquiciado, temblando de miedo, en el que apenas se podía reconocer al director de finanzas, no quería decir la verdad de ningún modo y se mantuvo muy firme. Rimski aseguraba que no había visto de noche en su despacho a la tal Guela, ni tampoco a Varenuja, que simplemente se había encontrado mal y en su inconsciencia había marchado a Leningrado. Ni que decir tiene que el director de finanzas terminó sus declaraciones solicitando que le recluyeran en una celda blindada.

Anushka fue detenida cuando trataba de largarle un billete de diez dólares a la cajera de una tienda de Arbat. Lo que contó Anushka sobre los hombres que salían volando por la ventana de la casa de la Sadóvaya, y sobre la herradura que, según decía, había recogido para llevársela a las milicias, fue escuchado con mucha atención.

—¿La herradura era realmente de oro con brillantes? — preguntaban a Anushka.

—¡No sabré yo cómo son los brillantes! — contestaba.

—¿Pero le dio billetes de diez rublos?

—¡No sabré yo cómo son los billetes de diez rublos! — contestaba Anushka.

—¿Y cómo entonces se convirtieron en dólares?

—¡Qué se yo, qué dólares ni que nada, no vi ningunos dólares! — contestaba Anushka con voz aguda—. ¡Estoy en mi derecho! ¡Me dieron un premio y con eso compro percal! — y siguió diciendo incongruencias: que ella no respondía por la administración de una casa que había instalado en el quinto piso al diablo, que no le dejaba vivir.

El juez le hizo un gesto con la pluma para que se callara, porque estaban ya todos bastante hartos de ella; le firmó un pase de salida en un papelito verde, y con la consiguiente alegría de los allí presentes, Anushka desapareció.

Luego desfiló por allí un gran número de personas, Nikolái Ivánovich entre ellas, detenido exclusivamente por la estupidez de su celosa esposa, que al amanecer comunicó a las milicias que su marido había desaparecido. Nikolái Ivánovich no sorprendió demasiado a la Instrucción al dejar sobre la mesa el burlesco certificado diciendo que había pasado la noche en el Baile de Satanás. Nikolái Ivánovich se apartó un poco de la realidad al contar cómo había llevado volando a la criada de Margarita Nikoláyevna, desnuda, a bañarse en el río en el quinto infierno y cómo, antes de eso, había aparecido en la ventana la misma Margarita Nikoláyevna, también desnuda. No vio la necesidad de señalar cómo se había presentado en el dormitorio con la combinación en la mano. Según su relato, Natasha salió volando por la ventana, lo montó y le llevó fuera de Moscú…

— Cediendo a la coacción me vi obligado a obedecer — contaba Nikolái Ivánovich, y acabó su historia solicitando que no se dijera nada de aquello a su esposa. Así se le prometió.

Las declaraciones de Nikolái Ivánovich hicieron posible constatar que Margarita Nikoláyevna, igual que su criada Natasha, había desaparecido sin dejar huella. Se tomaron las medidas oportunas para encontrarlas.

Así, pues, aquella mañana del sábado se distinguió porque la investigación no cesó ni un momento. Mientras tanto, en la ciudad nacían y se expandían rumores completamente inverosímiles, en los que una parte ínfima de verdad se decoraba con abundantes mentiras. Se decía que en el Varietés había habido una sesión de magia y que después los dos mil espectadores habían salido a la calle tal como les había parido su madre; que en la calle Sadóvaya se había descubierto una tipografía de papeles de tipo mágico; que una pandilla había raptado a cinco directores del campo del espectáculo, pero que las milicias la habían encontrado inmediatamente, y muchas cosas más, que no merece la pena contar.

Se aproximaba la hora de comer y en el lugar donde se llevaba a cabo la Instrucción sonó el teléfono. Comunicaban de la Sadóvaya que el maldito piso había dado señales de vida. Dijeron que se habían abierto las ventanas desde dentro, que se oía cantar y tocar el piano y que habían visto, sentado en la ventana, a un gato negro que disfrutaba del sol.

Eran cerca de las cuatro de una tarde calurosa. Un grupo grande de hombres vestidos de paisano se bajaron de tres coches antes de llegar a la casa número 302 bis de la calle Sadóvaya. El grupo se dividió en dos más pequeños, y uno de ellos se dirigió por el patio directamente al sexto portal, mientras que el otro abrió una portezuela que corrientemente estaba condenada y entró por la escalera de servicio. Los dos grupos subían al piso número 50 por distintas escaleras.

Mientras tanto, Asaselo y Koróviev —éste sin frac, con su traje de diario— estaban en el comedor terminando el desayuno. Voland, como de costumbre, estaba en el dormitorio; nadie sabía dónde estaba el gato. Pero a juzgar por el ruido de cacerolas que venía de la cocina, Popota debía de estar precisamente allí haciendo el ganso, como siempre.

—¿Qué son esos pasos en la escalera? — preguntó Koróviev, jugando con la cucharilla en la taza de café.

— Es que vienen a detenernos — contestó Asaselo, y se tomó una copita de coñac.

— Ah… Bueno, bueno… — dijo Koróviev.

Los que subían las escaleras ya se encontraban en el descansillo del tercer piso. Dos fontaneros hurgaban en el fuelle de la calefacción. Los hombres cambiaron expresivas miradas con los fontaneros.

— Todos están en casa — susurró uno de los fontaneros,

dando martillazos en un tubo.

Entonces el que iba delante sacó sin más una pistola «Mauser» negra, y el que iba a su lado unas ganzúas. Hay que explicar que los que se dirigían al piso número 50 iban perfectamente equipados. Dos de ellos llevaban en los bolsillos unas redes de seda fina, que se desenvolvían con facilidad. Otro tenía un lazo y otro máscaras de gasa y ampollas de cloroformo.

La puerta principal del piso número 50 fue abierta en un segundo y todos se encontraron en el vestíbulo; el portazo de la puerta de la cocina indicó que el segundo grupo había llegado al mismo tiempo por la entrada de servicio.

Esta vez el éxito, aunque no fuera definitivo, era evidente. Los hombres se repartieron inmediatamente por todas las habitaciones, y aunque no encontraron a nadie, en el comedor recién abandonado descubrieron los restos del desayuno, y en el salón, sobre el estante de la chimenea, junto a un jarrón de cristal, un enorme gato negro. Tenía en sus patas un hornillo de petróleo.

Los hombres se quedaron bastante rato contemplando al gato en silencio absoluto.

— Hum…, pues es verdad, está estupendo… — susurró uno de ellos.

— No molesto, no toco a nadie, estoy arreglando el hornillo — dijo el gato, mirándoles con ojeriza—, y también creo es mi deber advertirles que el gato es un animal antiguo e intocable.

— Qué trabajo más limpio — murmuró uno, y otro dijo en voz alta y clara:

— Por favor, gato intocable y ventrílocuo, ¡venga acá!

La red se abrió y voló en el aire, pero ante el asombro de los presentes, al que la tiró le falló la puntería y no cazó más que el jarrón, que se rompió inmediatamente con estrépito.

—¡Bis! — vociferó el gato—. ¡Hurra! — y poniendo el hornillo a un lado, sacó por detrás de la espalda una «Browning». Apuntó seguidamente al que estaba más cerca, pero antes de que el gato tuviera tiempo de disparar, en las manos del hombre explotó el fuego y, al mismo tiempo del disparo de la «Mauser», el gato dio en el suelo, dejando caer su pistola y tirando el hornillo.

—Éste es el fin — dijo el gato con voz débil, tumbado en una lánguida postura en un charco de sangre—, apártense de mí un segundo, quiero despedirme de la tierra. Oh, mi amigo

Asaselo — gimió el gato desangrándose—, ¿dónde estás? — el gato levantó sus ojos desvanecidos hacia la puerta del comedor—. No acudiste en mi ayuda en el momento de un combate desigual; abandonaste al pobre Popota, prefiriendo una copa de coñac (muy bueno, eso sí). Pues bien, que mi muerte caiga sobre tu conciencia, y yo, en mi testamento, te dejo mi «Browning»…

— La red…, la red… — se oyó una voz nerviosa alrededor del gato, pero la red, el diablo sabrá por qué, se enganchó en el bolsillo de alguien y no quiso salir.

— Lo único que puede salvar a un gato mortalmente herido — pronunció el gato— es un trago de gasolina — y aprovechando el momento de confusión, se pegó al orificio del hornillo y dio varios tragos. Inmediatamente se cortó la sangre que chorreaba por debajo de la pata izquierda delantera. El gato se puso en pie de un salto, vivo y lleno de energía, agarró el hornillo bajo el brazo, voló a la chimenea y de allí, rompiendo el empapelado, subió por la pared. A los dos segundos estaba muy alto, encaramado en una galería metálica.

Varias manos agarraron la cortina y la arrancaron con la galería; el sol llenó la habitación, que estaba a media luz. Pero ni el gato, repuesto por una pillería, ni el hornillo cayeron abajo. El gato, sin separarse del hornillo, se las arregló para saltar a la araña que colgaba en el centro de la habitación.

—¡Una escalera! — gritaron abajo.

— Les desafío — chilló el gato, columpiándose por encima de sus cabezas en la araña. De nuevo apareció en sus patas la pistola y colocó el hornillo entre dos brazos de la araña. Volando como un péndulo, apuntó a los que estaban abajo y abrió fuego. Un estruendo sacudió la casa. Cayeron trozos de cristal de la araña, aparecieron estrellas de grietas en el espejo de la chimenea, llovió el polvo de estuco; por el suelo saltaron cartuchos usados, explotaron los cristales de las ventanas y el hornillo atravesado empezó a escupir gasolina.

Pero el tiroteo no duró mucho rato y poco a poco fue disminuyendo. Resultó ser inofensivo para el gato y para sus perseguidores. Nadie resultó muerto, ni siquiera herido. Todos, incluyendo al gato, estaban ilesos. Uno de los hombres, para convencerse definitivamente, soltó cinco balazos en la cabeza del dichoso animal, a lo que el gato respondió alegre-mente disparando todo el cargador, y lo mismo, no pasó nada. El gato se columpiaba en la araña cada vez con menos impulso, soplando en el cañón de su pistola y escupiendo en su pata.

En la cara de los que estaban abajo, en completo silencio, se dibujaba una expresión de total asombro. Era el único caso, o uno entre pocos, de un tiroteo ineficaz. Podían suponer que la «Browning» del gato era de juguete, pero no se podía decir lo mismo de las «Mauser» de la brigada. Y la primera herida del gato, no quedaba la menor duda, había sido simplemente un truco, un simulacro indecente, lo mismo que la bebida de gasolina.

Intentaron pescar al gato de nuevo. Echaron el lazo que se enganchó en una de las velas, y la araña se vino abajo. Su caída pareció sacudir todo el edificio, pero no tuvo otro efecto.

Cayó una lluvia de cristales y el gato voló por el aire y se instaló cerca del techo en la parte superior del marco dorado del espejo de la chimenea. No tenía la menor intención de escaparse; al contrario, como se encontraba relativamente fuera de peligro, empezó otro discurso:

— No puedo comprender — decía desde arriba— las razones de este tratotan violento…

Pero fue interrumpido al principio de su discurso por una voz baja y profunda que no se sabía de dónde provenía:

—¿Qué ocurre en esta casa? No me dejan trabajar…

Otra voz, desagradable y gangosa, respondió:

— Pues claro, es Popota, ¡porras!

Y otra, tintineante, dijo:

¡Messere! Es sábado. Se pone el sol. Ya es hora.

— Ustedes perdonen, pero no puedo seguir la conversación — dijo el gato desde el espejo—. Ya es hora — y tiró su pistola, rompiendo dos cristales de la ventana. Luego salpicó el suelo con gasolina, que ardió sin que nadie la encendiera, produciendo una ola de fuego que subió hasta el techo.

Todo empezó a arder con una rapidez nunca vista, cosa que no suele suceder ni cuando se trata de gasolina. Humearon los papeles de las pa-redes, ardió la cortina tirada en el suelo, y empezaron a carbonizarse los marcos de las ventanas rotas. El gato se encogió, maulló, saltó del espejo a la repisa de la ventana y desapareció con su hornillo. Fuera se oyeron disparos.

Un hombre, sentado en la escalera metálica de incendios, a la altura de las ventanas de la joyera, disparó al gato cuando éste volaba de una ventana a otra, dirigiéndose al tubo de desagüe de la esquina.

Por este tubo el gato se encaramó al tejado. Allí también, sin efecto alguno desgraciadamente, le dispararon los guardias, que vigilaban las chimeneas, y el gato se esfumó a la luz del sol poniente que bañaba toda la ciudad.

A todo esto en el piso se encendió el parquet bajo los pies de la brigada, y entre las llamas, en el mismo sitio que estuvo echado el gato fingiendo una grave herida, apareció, espesándose más y más, el cadáver del barón Maigel, con la barbilla subida y los ojos de cristal. No hubo posibilidad de sacarlo de allí.

Saltando por los humeantes recuadros del parquet, dándose palmadas en los hombros y el pecho que echaban humo, los que estaban en el salón retrocedían al dormitorio y al vestíbulo. Los que se encontraban en el comedor y en el dormitorio corrieron por el pasillo. También llegaron los de la cocina, metiéndose en el vestíbulo. El salón ya estaba en llamas, lleno de humo. Alguien tuvo tiempo de marcar el número de los bomberos y gritó en el aparato:

— Sadóvaya, 302 bis.

Era imposible quedarse por más tiempo. El fuego saltó al vestíbulo; se hizo difícil respirar.

En cuanto se escaparon por las ventanas rotas del piso encantado las primeras nubes de humo, en el patio se oyeron gritos enloquecidos:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Un incendio!

En distintos pisos de la casa la gente empezó a gritar por teléfono:

—¡Sadóvaya! ¡Sadóvaya, 302 bis!

Mientras en la Sadóvaya se oían las alarmantes campanadas de los alargados coches rojos que corrían por Moscú a gran velocidad, encogiendo los corazones, la gente que se agitaba en el patio pudo ver cómo de las ventanas del quinto piso salieron volando, en medio de la humareda, tres siluetas oscuras, que parecían de hombre, y una silueta de mujer desnuda.




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