Era casi medianoche y tuvieron que apresurarse. Margarita apenas veía lo que ocurría a su alrededor. Se le grabaron en la memoria las velas y una piscina de colores. Cuando se encontró de pie en el fondo de la piscina, Guela y Natasha, que estaban ayudando, le echaron encima un líquido caliente, espeso y rojo. Margarita sintió en sus labios un sabor salado y comprendió que la estaban bañando en sangre. La capa sangrienta fue sustituida por otra: espesa, transparente y rosácea. A Margarita le produjo cierto mareo el aceite de rosas. Luego la tumbaron en un lecho de cristal de roca y le dieron fricciones con grandes hojas verdes y brillantes.
Entró el gato, que también se puso a ayudar. Se sentó en cuclillas a los pies de Margarita y empezó a frotarle los talones como si estuviera en la calle de limpiabotas.
Margarita no recuerda quién le hizo unos zapatos de los pétalos de una rosa pálida, ni cómo se abrocharon ellos mismos con engarces de oro. Una fuerza la levantó y la colocó frente a un espejo. En su cabello brilló una corona de diamantes de reina. Apareció Koróviev y le colgó en el cuello la pesada efigie de un caniche negro, que colgaba de una voluminosa cadena en un marquito ovalado. Este adorno le resultó muy molesto a la reina. La cadena empezó a rozarle el cuello y la imagen la obligaba a encorvarse. Pero hubo algo que fue como un premio para Margarita por las molestias que le causaban la cadena y el caniche: el respeto con que empezaron a tratarla Koróviev y Popota.
—¡Qué se le va a hacer! — murmuraba Koróviev en la puerta de la habitación de la piscina—. ¡No hay más remedio! ¡Es necesario!… Permítame, majestad, que le dé el último consejo. Entre los invitados habrá gente muy diferente, ¡y tan diferente! pero, mi reina Margot, no debe mostrar preferencia por nadie. Si alguien no le gusta…, estoy seguro de que a usted no se le notará en la cara, pero ¡no puedo ni pensarlo! ¡Lo notarían inmediatamente! Tiene que llegar a quererle, reina. Así, la dama del baile será pagada con creces. Otra cosa más: no deje a nadie sin una sonrisa, aunque sólo sea una sonrisita, si no le da tiempo a decir nada, aunque sólo haga un movimiento con la cabeza. Bastará con lo que se le ocurra, cualquier cosa, menos la falta de atención, eso les haría desvanecerse…
Margarita, acompañada por Koróviev y Popota, dio un paso de la habitación con piscina a la oscuridad absoluta.
— Yo, yo — susurraba el gato—, ¡yo daré la señal!
—¡Anda! — le respondió Koróviev en la oscuridad.
—¡¡¡El baile!!! — chilló el gato con voz estridente, y Margarita dio un grito y cerró los ojos. El baile cayó en forma de luz y, con ella, sonido y olor. Margarita, conducida por el brazo de Koróviev, se encontró en un bosque tropical. Unos loros verdes, con las pechugas rojas, gritaban: «¡Encantado!». Pero el bosque se desvaneció pronto y su calor, semejante al del baño, fue sustituido por el frescor de una sala de baile con columnas de una piedra amarilla y reluciente. La sala, como el bosque, estaba completamente desierta. Sólo junto a las columnas había unos negros desnudos con turbantes plateados. En sus rostros apareció un color pardusco y turbio de emoción, cuando entró Margarita con su séquito, en el que surgió, de pronto, Asaselo. Koróviev soltó la mano de Margarita y susurró:
— Hacia los tulipanes, directamente.
Ante sus ojos se alzó un muro de tulipanes y Margarita vio detrás de sí inmensidad de luces con pantallas, que iluminaban las pecheras blancas y los hombros negros de los de frac. Entonces comprendió de dónde procedía la música de baile. Le cayó encima el estruendo de las trompetas y una oleada de violines la bañó como si fuera sangre. Una orquesta de unos ciento cincuenta músicos interpretaba una polonesa.
Un hombre de frac que estaba de pie delante de la orquesta palideció al ver a Margarita, sonrió y con un gesto levantó a todos los músicos. La orquesta, en pie, sin interrumpir la música ni un segundo, seguía envolviendo a Margarita con el sonido. El director se volvió de espaldas a los músicos e hizo una profunda reverencia abriendo los brazos. Margarita, sonriente, le hizo un gesto de saludo con la mano.
— No es bastante — susurró Koróviev— no podrá dormir en toda la noche. Dígale: «Le felicito, rey de los valses».
Margarita lo gritó así y se sorprendió al darse cuenta de que su voz, llena como el son de una campana, se elevó sobre el ruido de la orquesta. El hombre se estremeció de alegría, se llevó al pecho su mano izquierda y continuó dirigiendo con su batuta blanca.
— Aún es poco — susurró Koróviev—; mire a la izquierda, a los primeros violines y salúdelos, para que cada uno crea que usted le ha reconocido personalmente. Son virtuosos de fama mundial. ¡Ése…, el del primer atril es Vietan!… Así, muy bien… Y ahora ¡adelante!
—¿Quién es el director? — preguntó Margarita cuando se iba volando.
—¡Johann Strauss! — gritó el gato—. ¡Que me cuelguen de una liana en un bosque tropical si ha habido en otro baile una orquesta como ésta! ¡La he traído yo! Fíjese, nadie se ha negado ni se ha puesto enfermo.
En la sala siguiente no había columnas, sino auténticos muros de rosas blancas, rojas y color marfil a un lado, y al otro lado una pared de camelias japonesas de flor doble. Entre las paredes había fuentes y el champaña hervía burbujeante en tres piscinas. La primera era color lila, transparente; la otra de rubíes, y la tercera de cristal de roca. Corrían entre las piscinas unos negros con turbantes rojos, que con unos cacillos de plata llenaban los cálices planos. En la pared rosa había un hueco en el que se alzaba un escenario, y en él un hombre acalorado, vestido con frac rojo de cola de golondrina. Delante de él tocaba el jazz con una fuerza insoportable. Cuando el director vio a Margarita se inclinó en seguida hasta que tocó el suelo con las manos, luego se irguió y gritó con voz penetrante:
—¡Aleluya!
Se dio una palmada en una rodilla, luego en la otra, cruzó las manos, le arrebató al último músico un platillo y dio un golpe en la columna.
Al salir Margarita vio al virtuoso del jazz-band luchando con la polonesa, que le soplaba a ella en la espalda, pegándole a los músicos en la cabeza con el platillo y ellos inclinándose en plena parodia.
Por fin salieron a una plazoleta, donde, pensó Margarita, en plena oscuridad les había recibido Koróviev con su lamparilla. Ahora, la luz que salía de unas parras de cristal cegaba los ojos. Colocaron a Margarita en un sitial y encontró bajo su mano izquierda una pequeña columna de amatista.
— Aquí podrá apoyar la mano cuando se sienta muy cansada — susurró Koróviev.
Un negro puso a los pies de Margarita un almohadón que tenía bordado un caniche dorado, y, obedeciendo a las manos de alguien, Margarita, doblando la pierna, apoyó un pie.
Margarita trató de mirar alrededor. Koróviev y Asaselo estaban a su lado en actitud de ceremonia. Junto a Asaselo había tres jóvenes que le recordaban vagamente a Abadonna.
Sentía frío en la espalda. Margarita miró hacia atrás; de una pared de mármol salía un vino efervescente que caía en una piscina de hielo. Sentía junto a su pierna izquierda algo caliente y peludo. Era Popota.
Margarita estaba en lo alto de una grandiosa escalera alfombrada. Aba-jo, tan lejos que le parecía que estaba mirando por unos prismáticos vueltos del revés, vio una vasta entrada con una chimenea inmensa: por su boca enorme y fría podría entrar con facilidad un camión de cinco toneladas. El portal y la escalera, tan fuertemente iluminados, que hacían daño a la vista, estaban desiertos. A lo lejos se oía el sonido de las trompetas. Permanecieron inmóviles cerca de un minuto.
—¿Y los invitados? — preguntó Margarita a Koróviev.
— Ya llegarán, majestad, ya llegarán. Ya verá cómo invitados no faltan. Le confieso que hubiera preferido estar cortando leña a tener que recibirlos en esta plazoleta.
—¡Cortar leña! — interrumpió el gato parlanchín—. Yo estaría dispuesto a hacer de cobrador en un tranvía y esto sí que es el peor trabajo del mundo.
— Majestad, todo tiene que estar preparado de antemano — explicó Koróviev, y su ojo brillaba a través del monóculo roto—. No hay nada peor que el primer invitado que llega y no sabe qué hacer, y el ogro de su esposa se pone a regañarle por haber llegado antes que nadie. Estos bailes hay que tirarlos a la basura, majestad.
— Directamente a la basura — asintió el gato.
— Faltan diez segundos para medianoche — dijo Koróviev—; ya va a empezar.
Aquellos diez segundos le parecieron a Margarita interminables. Por lo visto, ya habían transcurrido, pero no pasó nada. De pronto algo explotó en la chimenea y de allí salió una horca de la que colgaba un cadáver medio descompuesto. El cadáver se soltó de la cuerda, chocó contra el suelo y apareció un hombre guapísimo, moreno, vestido de frac y con zapatos de charol. De la chimenea salió un ataúd casi desarmado, se despegó la tapadera y cayó otro cadáver. El apuesto varón se acercó de un salto al cadáver y, doblando el brazo, lo ofreció muy galantemente. El segundo cadáver era una mujer muy nerviosa, con zapatos negros y plumas negras en la cabeza. Los dos, el hombre y la mujer, empezaron a subir apresuradamente las escaleras.
—¡Los primeros! — exclamó Koróviev—. El señor Jaques con su esposa. Majestad, le voy a presentar a uno de los hombres más interesantes. Un conocido falsificador de moneda, traidor al Estado, pero bastante buen alquimista. Se hizo famoso — le susurró Koróviev al oído— envenenando a la amante del rey. ¡Y eso no lo hace cualquiera! ¡Fíjese qué guapo es!
Margarita, pálida, con la boca abierta, vio cómo desaparecían abajo, por una salida del portal, la horca y el ataúd.
—¡Encantado! — vociferó el gato en la cara del señor Jaques, que ya había subido las escaleras.
En aquel momento surgió de la chimenea un esqueleto decapitado al que le faltaba un brazo. Pegó contra el suelo y se convirtió en un hombre de frac.
La esposa del señor Jaques, prosternándose ante Margarita y pálida de emoción, le besó la rodilla.
— Majestad… — balbuceaba la esposa del señor Jaques.
—¡La reina está encantada! — gritaba Koróviev.
— Majestad… — dijo en voz baja el apuesto caballero, el señor Jaques.
—¡Encantados! — aullaba el gato.
Ya los jóvenes acompañantes de Asaselo, con sonrisas exánimes, pero cariñosas, apartaban al señor Jaques y a su esposa hacia las copas de champaña que ofrecían los negros. Por la escalera subía apresuradamente un hombre solitario vestido de frac.
— El conde Roberto — susurró Koróviev— sigue estando interesante. Fíjese, majestad, qué curioso: el caso contrario al anterior, éste era amante de la reina y envenenó a su mujer.
— Encantados, conde — exclamó Popota.
De la chimenea salieron uno detrás de otro tres ataúdes, que explotaron y se desclavaron en el camino; saltó alguien con capa negra; el siguiente que salió del oscuro hueco le clavó un puñal en la espalda. Se oyó un grito ahogado. Surgió corriendo de la chimenea un cadáver casi descompuesto. Margarita cerró los ojos, una mano le acercó a la nariz un frasco de sales blancas. Le pareció que era la mano de Natasha.
La escalera empezó a poblarse de gente. Ahora, en todos los peldaños, había hombres de frac y mujeres desnudas, que desde lejos parecían to-dos iguales. Pero las mujeres se distinguían por el color de las plumas y de los zapatos.
Una de ellas, cojeando del pie izquierdo, se acercaba a Margarita; llevaba una extraña bota de madera. Tenía aspecto monjil, los ojos puestos en el suelo, delgada, muy modesta y con una ancha cinta color verde en el cuello.
—¿Quién es ésa…, la de verde? — preguntó maquinalmente Margarita.
— Es una dama encantadora y muy respetable — susurró Koróviev—, la señora Tofana. Era muy conocida entre las jóvenes y bellas napolitanas y también entre los habitantes de Palermo, sobre todo entre las que estaban hartas de sus maridos. Eso ocurre a veces, majestad, que una se cansa del marido…
— Sí —dijo Margarita con voz sorda, sonriendo al mismo tiempo a dos hombres que se habían inclinado para besarle la mano y la rodilla.
— Bueno, como decía — susurraba Koróviev, arreglándoselas para gritar al mismo tiempo—. ¡Duque! ¿Una copa de champaña? Encantado… Pues bien, la señora Tofana se daba cuenta de la situación de esas pobres mujeres y les vendía vinos frascos con un líquido. La mujer echaba el líquido en la sopa del esposo, él se la comía, le daba las gracias por sus atenciones y se sentía perfectamente. Sí, pero a las pocas horas empezaba a tener una sed tremenda, luego se acostaba y al día siguiente la bella napolitana, que había preparado la sopa a su esposo, estaba tan libre como el viento en primavera.
—¿Y qué tiene en el pie? — preguntaba Margarita sin cansarse de alargar su mano a los invitados que habían adelantado a la señora Tofana—, ¿qué es eso verde que lleva en el cuello? ¿Es que lo tiene arrugado?
— Encantado, príncipe — gritaba Koróviev, susurrando al mismo tiempo a Margarita—; tiene un cuello precioso, pero le pasó una cosa muy desagradable en la cárcel. En el pie lleva un cepo y la cinta es por lo siguiente: cuando se enteraron de que quinientos esposos mal elegidos habían abandonado Nápoles y Palermo para siempre, los carceleros, en un arrebato, ahogaron a la señora Tofana.
— Qué felicidad, mi encantadora reina, haber tenido el honor… — murmuraba Tofana con aire monjil, intentando ponerse de rodillas; pero el cepo se lo impedía. Koróviev y Popota le ayudaron a levantarse.
Por la escalera subía ahora un verdadero torrente. Margarita dejó de ver lo que ocurría en la entrada. Levantaba y bajaba la mano mecánicamente y sonreía a todos los invitados con la misma sonrisa. Llenaba el aire un ruido monótono y de las salas de baile, abandonadas por Margarita, llegaba la música como el sonido del mar.
—Ésa es una mujer muy aburrida — Koróviev hablaba alto, sabiendo que nadie le iba a oír en medio del ruido de voces—; le encantan los bailes y sueña con poder protestar por su pañuelo.
Margarita dio con aquella de quien hablaba Koróviev. Era una mujer de unos veinte años, con una figura extraordinaria, pero tenía los ojos inquietos e insistentes.
—¿Qué pañuelo? — preguntó Margarita.
— Hace ya treinta años que un ayuda de cámara — explicó Koróviev— se encarga de dejarle en su mesilla todas las noches un pañuelo. Se despierta y el pañuelo está allí. Lo quema en una estufa, lo tira al río, pero en vano.
—¿Y qué pañuelo es ése? — susurraba Margarita, levantando y bajando la mano.
— Es un pañuelo con un ribete azul. Es que cuando estuvo sirviendo en un café, el dueño la llamó un día al almacén y a los nueve meses tuvo un hijo; se lo llevó al bosque y le metió el pañuelo en la boca. Luego lo enterró. En el juicio declaró que no tenía con qué alimentar al hijo.
—¿Y dónde está el dueño del café? —preguntó Margarita.
— Majestad — rechinó de pronto el gato desde abajo—, permítame que le haga una pregunta: ¿qué tiene que ver el dueño del café? ¡Él no ahogó en el bosque a ningún niño!
Sin dejar de sonreír y de saludar con la mano derecha Margarita agarró la oreja de Popota con la mano izquierda, clavándole sus uñas afiladas. Susurró:
— Granuja, si te permites otra vez intervenir en la conversación…
Popota pegó un grito que desentonaba con el ambiente de la fiesta y contestó:
— Majestad…, que se me va a hinchar la oreja… ¿Para qué estropear el baile con una oreja hinchada? Hablaba desde el punto de vista jurídico… Me callo, puede considerarme un pez y no un gato, ¡pero suelte mi oreja!
Margarita soltó la oreja.
Los ojos insistentes y sombríos estaban ya ante Margarita.
— Me siento feliz, señora reina, de haber sido invitada al Gran Baile del Plenilunio de Primavera.
— Me alegro de verla — contestó Margarita—, me alegro mucho. ¿Le gusta el champaña?
— Pero ¿qué hace, majestad? — gritó Koróviev con voz desesperada, pero apenas audible—. ¡Se va a formar un atasco!
— Me gusta… — dijo la mujer con voz suplicante, y de pronto empezó a repetir—: ¡Frida, Frida, Frida! ¡Me llamo Frida, oh, señora!
— Emborráchese esta noche, Frida, y no piense en nada. Frida extendió los brazos hacia Margarita, pero Koróviev y Popota la agarraron de las manos con destreza y pronto se perdió entre la multitud.
Una verdadera marea humana venía de abajo, como queriendo tomar por asalto la plazoleta en la que se encontraba Margarita. Los cuerpos desnudos de mujeres se mezclaban con los hombres en frac.
Margarita veía cuerpos blancos, morenos, color café y completamente negros. En los cabellos rojos, negros, castaños y rubios como el lino, brillaban despidiendo chispas las piedras preciosas. Parecía que alguien había rociado a los hombres con gotitas de luz; eran los relucientes gemelos de brillantes. Continuamente Margarita sentía el contacto de unos labios en su rodilla, a cada instante alargaba la mano para que se la besaran. Su cara se había convertido en una máscara inmóvil y sonriente.
— Encantado — decía Koróviev con voz monótona—, estamos encantados…, la reina está encantada…
— La reina está encantada — repetía con voz gangosa Asaselo.
—¡Encantado! — exclamaba el gato.
— La marquesa… — murmuraba Koróviev— ha envenenado a su padre, a dos hermanos y a dos hermanas, por la herencia… ¡La reina está encantada!… La señora Minkina… ¡Qué guapa está! Algo nerviosa. ¿Por qué tendría que quemarle la cara a su doncella con las tenazas de rizar el pelo? Es natural que la hubieran asesinado… ¡La reina está encantada!… Majestad, un momento de atención: el emperador Rodolfo, mago y alquimista… Otro alquimista ahorcado… ¡Ah, aquí está ella! ¡Qué prostíbulo tan estupendo tenía en Estrasburgo!… ¡Estamos encantados!… Una modista moscovita que todos queremos por su inagotable fantasía… Tenía una casa de modas y se inventó una cosa muy graciosa: hizo dos agujeritos redondos en la pared…
—¿Y las señoras no lo sabían?
— Lo sabían todas, majestad — contestó Koróviev—. ¡Encantado!… Este chico de veinte años, desde pequeño, había tenido extrañas inclinaciones, era un soñador. Una joven se enamoró de él y él la vendió a un prostíbulo…
Abajo afluía un río. Su manantial — la enorme chimenea-seguía alimentándolo. Así pasó una hora y luego otra. Margarita empezó a notar que la cadena le pesaba más.
Le pasaba algo extraño con la mano. Antes de levantarla Margarita hacía una mueca. Las curiosas observaciones de Koróviev dejaron de interesarla. Ya no distinguía las caras asiáticas, blancas o negras; el aire empezó a vibrar y a espesarse.
Un dolor agudo, como de una aguja, le atravesó la mano derecha. Apretando los dientes, apoyó el codo en la columna. Del salón llegaba un ruido, parecido al roce de unas alas en una pared; por lo visto, había una verdadera multitud bailando. Margarita tuvo la sensación de que incluso los suelos de mármol, de mosaicos y de cristal de aquella extraña estancia, vibraban rítmicamente.
Ni Cayo César Calígula, ni Mesalina llegaron a interesar a Margarita; tampoco ninguno de los reyes, duques, caballeros, suicidas, envenenadoras, ahorcados, alcahuetas, carceleros, tahúres, verdugos, delatores, traidores, dementes, detectives o corruptores.
Todos sus nombres se mezclaban en su cabeza, las caras se fundieron en una enorme torta y un solo rostro se le había fijado en la memoria, atormentándola; una cara cubierta por una barba color fuego, la cara de Maluta Skurátov.[17]
A Margarita se le doblaban las piernas, temía que iba a echarse a llorar de un momento a otro. Lo que más le molestaba era su rodilla derecha, la que le besaban. La tenía hinchada, con la piel azulada, a pesar de que Natasha había aparecido varias veces para frotarle la rodilla con una esponja empapada en algo aromático.
Habían pasado casi tres horas; Margarita miró hacia abajo con ojos completamente desesperados y se estremeció de alegría: el torrente de invitados empezaba a amainar.
— Todas las reglas del baile se repiten, majestad — susurró Koróviev—; ahora la ola de invitados empezará a disminuir. Le juro que son los últimos minutos de sufrimiento. Allí tiene un grupo de juerguistas de Brocken. Siempre llegan los últimos. Dos vampiros borrachos… ¿No hay nadie más? Ahí viene otro…, otros dos.
Por la escalera subían los dos últimos invitados.
— Este parece ser nuevo — dijo Koróviev, mirando a través del monóculo—. Ah, ya sé quién es. Una vez Asaselo le fue a ver mientras estaba tomando una copa de coñac y le aconsejó la manera de deshacerse de un hombre cuyas revelaciones temía muchísimo. Ordenó a un amigo que trabajaba para él que salpicara las paredes del despacho con veneno…
—¿Cómo se llama?
— No lo sé —contestó Koróviev—, hay que preguntárselo a Asaselo.
—¿Quién es el que está con él?
— Es su fiel amigo. ¡Encantado! — gritó Koróviev a los dos últimos invitados.
La escalera estaba desierta. Esperaron un poco por si venía alguien. Pero de la chimenea ya no salió nadie más.
En un minuto, y sin comprender cómo había sucedido, Margarita se encontró de nuevo en la habitación de la piscina. Lloraba de dolor en la mano y en la pierna, y se derrumbó en el suelo. Pero Guela y Natasha, consolándola, la llevaron al baño de sangre, volvieron a darle masaje y Margarita revivió.
— Un poco más, reina Margot — susurraba Koróviev que había aparecido a su lado—; hay que hacer un último recorrído por las salas para que los honorables huéspedes no se sientan abandonados.
Y Margarita salió volando de la habitación de la piscina. En el mismo tablado donde estuviera tocando la orquesta del rey de los valses, ahora se enfurecía un jazz de monos. Dirigía la orquesta un enorme gorila con patillas despeinadas, bailando pesadamente y sujetando una trompeta.
Una hilera de orangutanes soplaban en trompetas brillantes, sosteniendo sobre los hombros alegres chimpancés con armónicas. Dos cinocéfalos con melenas de león tocaban el piano, pero, entre el estruendo de los saxofones, el chillido de los violines y el tronar de los tambores en las patas de los gibones, mandriles y macacos, el piano no se oía. Numerosísimas parejas, como fundidas, asombraban por la destreza y precisión de movimiento, girando en una dirección; avanzaban como una pared por el suelo de espejos, amenazando barrer todo lo que encontraran por delante. Unas mariposas vivaces y aterciopeladas volaban sobre el tropel de los danzantes, caían flores del techo. Se apagó la electricidad; se encendieron en los capiteles de las columnas millares de luciérnagas y en el aire flotaron fuegos fatuos.
Margarita se encontró después en una enorme piscina rodeada de una columnata. De la boca de un monumental Neptuno negro surgía un gran chorro rosa. Subía de la piscina un olor mareante a champaña. Había gran animación. Las señoras, risueñas, entregaban sus bolsos a los caballeros o a los negros — que corrían con sábanas en las manos—, y, gritando, se tiraban de cabeza al champaña. Se levantaban columnas de espuma. El fondo de cristal de la piscina estaba iluminado por una luz que atravesaba el espesor del vino, y se veían con claridad los cuerpos plateados de los nadadores. Salían de la piscina completamente borrachos. Volaban las carcajadas bajo las columnas y resonaban como el jazz.
De todo aquello se le quedó grabada una cara; era una cara de persona completamente ebria, con ojos de loco, pero suplicantes, y se acordó de una palabra: «Frida».
Margarita se mareó por el olor a vino, y ya estaba dispuesta a marcharse, cuando el gato negro organizó en la piscina un número que la detuvo.
Popota había estado haciendo algo junto a la boca de Neptuno y la masa de champaña, toda revuelta, desapareció de la piscina, levantando mucho ruido. En lugar del líquido rosa y burbujeante, de la boca de Neptuno surgió un chorro color amarillo oscuro. Las damas gritaron como locas: «¡Coñac!», y echaron a correr de los bordes de la piscina hacia las columnas. A los pocos segundos la piscina estaba llena, y el gato, dando tres volteretas en el aire, cayó al coñac. Salió resoplando, con la pajarita hecha un trapo, sin resto de purpurina en el bigote y sin los prismáticos. Los únicos que se decidieron a seguir el ejemplo de Popota fueron la ingeniosa modista y su acompañante, un desconocido mulato joven. Los dos se tiraron al coñac, pero en ese momento Koróviev cogió a Margarita del brazo y abandonaron a los bañistas.
A Margarita le pareció ver unos estanques enormes de piedra llenos de ostras.
Después voló por encima de un suelo de cristal, a través del cual se veían hornos infernales ardiendo, con diabólicos cocineros vestidos de blanco, que se agitaban entre los fuegos.
Luego, ya sin entender nada, vio unos sótanos oscuros, iluminados con candiles, donde unos jóvenes servían carne preparada en piedras caldeadas y donde todos bebían a su salud de unas jarras. Luego unos osos blancos que tocaban la armónica y bailaban en un escenario. Una salamandra prestidigitadora que no ardía en el fuego… Y por segunda vez se quedó sin fuerzas.
— La última salida — susurró Koróviev preocupado—, ¡y estaremos libres! Acompañada por Koróviev, Margarita se encontró de nuevo en la sala de baile, pero allí ya no bailaban: un tumulto incalculable de invitados se aglomeraba entre las columnas, liberando el centro de la sala. Margarita no recordaba quién le ayudó a subirse a un pedestal que apareció de pronto en medio del espacio libre de la sala. Desde allí arriba oyó el toque de medianoche, que, según sus cálculos, había pasado hacía tiempo. Con la última señal del reloj invisible cayó el silencio sobre la multitud. Margarita vio a Voland. Le rodeaban Abadonna, Asaselo y otros parecidos a Abadonna: negros y jóvenes. Margarita se dio cuenta de que delante de ella había otro pedestal preparado para Voland. Pero no lo utilizó. Se sorprendió Margarita de que Voland hubiera aparecido en aquella última gran sala, en el baile, vestido de la misma manera que cuando estaba en el dormitorio. Llevaba la misma camisa zurcida en el hombro y unas zapatillas viejas. En la mano, una espada desnuda, pero la utilizaba como bastón, apoyándose en ella.
Llegó hasta su pedestal cojeando, se paró y en seguida apareció Asaselo con una fuente en las manos; Margarita vio en la fuente la cabeza cortada de un hombre, con los dientes rotos. La sala seguía en silencio; sólo lo interrumpió un timbre lejano, inexplicable en aquellas circunstancias, que recordaba uno de esos timbres que se oyen en la entrada principal de una casa.
— Mijaíl Alexándrovich — interpeló Voland en voz baja a la cabeza; el muerto levantó los párpados y Margarita vio, estremecida, unos ojos vivos, llenos de sentido y de dolor—. Todo se ha cumplido, ¿no es verdad? — siguió Voland, mirando a los ojos de la cabeza—. La cabeza la cortó una mujer, la reunión no tuvo lugar, y yo estoy viviendo en su casa. Es un hecho. Y un hecho es la cosa más convincente de este mundo. Pero ahora lo que nos interesa es el futuro y no este hecho consumado. Usted fue siempre un propagandista ardiente de la teoría que dice que, al cortarle la cabeza, acaba la vida del hombre, se convierte en ceniza y desaparece en la nada. Me alegra poder comunicarle en presencia de mis amigos, aunque ellos sirvan de prueba de una teoría muy distinta, que esa teoría es muy seria e inteligente, aunque todas las teorías tienen un valor semejante…
«Entre ellas hay una que dice que cada uno recibirá en razón de su fe. ¡Que así sea! Usted se va al no ser y me será grato brindar por el ser con el cáliz en el que usted se va a convertir.
Voland levantó la espada. La piel de la cabeza tomó un color oscuro, se encogió, empezó a caer a trozos, desaparecieron los ojos y Margarita pudo ver en la fuente una calavera amarillenta sobre un pie de oro, con ojos de esmeralda y dientes de perlas. La calavera tenía una tapa con bisagras. Se abrió.
— Ahora mismo, messere — dijo Koróviev ante la mirada interrogante de Voland—, ahora mismo aparecerá ante sus ojos. Oigo en este silencio sepulcral el chirriar de sus zapatos de charol y el sonido de la copa, que ha dejado en la mesa después de beber champaña por última vez en su vida.
Aquí está.
Alguien entraba en la sala, dirigiéndose a Voland. No se distinguía físicamente del resto de los invitados, excepto en una cosa: éste se tambaleaba de emoción, cosa que se notaba desde lejos. En sus mejillas ardían unas manchas rojas y sus ojos expresaban un verdadero pánico. El invitado estaba perplejo. Era natural: le había sorprendido todo, especial-mente el traje de Voland.
Pero fue recibido con todos los honores.
—¡Ah, mi querido barón Maigel! — se dirigió Voland al invitado con una sonrisa cariñosa. Al interpelado parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas—. Tengo el gusto de presentarles — dijo Voland a los invitados— al respetable barón Maigel, funcionario de la Comisión de Espectáculos y encargado de acompañar a los extranjeros por 1 os monumentos históricos de Moscú.
Margarita contuvo la respiración, porque le había conocido. Se había encontrado con él varias veces en los teatros y restaurantes de Moscú. «Pero — pensó Margarita— ¿éste también ha muerto?» Se aclaró todo en seguida:
— El entrañable barón — siguió Voland con una sonrisa alegre— fue tan amable que al enterarse de mi llegada a Moscú me telefoneó inmediatamente, proponiendo su ayuda como experto en lugares interesantes de la ciudad. Como es natural, he sentido una gran satisfacción al poder invitarlo.
Margarita vio que Asaselo pasaba a Koróviev la fuente con la calavera.
— Por cierto, barón — dijo Voland en tono íntimo, bajando la voz—, corren rumores sobre su extraordinario afán de saber. Dicen que ese afán, unido a su locuacidad no menos desarrollada, está empezando a llamar la atención general. Las malas lenguas ya han pronunciado la palabra espía y confidente. Más aún: hay ciertas opiniones de que todo esto le va a llevar a un final muy triste antes de un mes. Y precisamente para evitarle esa espera angustiosa, hemos decidido venir en su ayuda, aprovechando la circunstancia de que usted se haya invitado a mi fiesta con el fin de pescar todo lo que vea y oiga.
El barón se puso todavía más pálido que Abadonna, que era por naturaleza de una palidez excepcional; después sucedió algo extraño. Abadonna se colocó junto al barón y se quitó las gafas un instante. Y algo como de fuego brilló en las manos de Asaselo, se oyó un ruido parecido a una palmada, el barón empezó a perder pie y de su pecho brotó un chorro de sangre roja, cubriendo la camisa almidonada y el chaleco. Koróviev puso el cáliz bajo el chorro y se lo ofreció lleno a Voland. Mientras tanto, el cuerpo exánime del barón yacía en el suelo.
—¡A su salud, señores! — dijo Voland, y, levantando el cáliz, se lo llevó a los labios.
Se produjo la metamorfosis. Desaparecieron la camisa zurcida y las zapatillas usadas. Voland vestía de negro y llevaba una espada de acero en la cadera. Se acercó rápidamente a Margarita, le ofreció el cáliz y le dijo en tono imperativo:
—¡Bebe!
Margarita sintió un fuerte mareo, se tambaleó, pero el cáliz estaba ya junto a sus labios; unas voces, no sabía de quién, le susurraron al oído:
— No tenga miedo, majestad… No tema, majestad, que hace mucho que la sangre empapa la tierra. Y allí donde se ha vertido, crecen racimos de uvas.
Margarita, sin abrir los ojos, dio un sorbo, una corriente dulce le subió por las venas y sintió un timbre en sus oídos. Le pareció que cantaban gallos con voces ensordecedoras y que en algún sitio interpretaban una marcha. La multitud de invitados empezó a cambiar de aspecto: los hombres de frac y las mujeres se convirtieron en cadáveres. La putrefacción inundó la sala ante los ojos de Margarita y flotó un olor a sepultura. Se derrumbaron las columnas, se apagaron las luces y desaparecieron las fuentes, las camelias y los tulipanes. Y todo quedó como antes: el modesto salón de la joyera y la puerta entreabierta que dejaba ver una franja de luz. Margarita entró por esa puerta.