Un hombrecillo con la nariz de porra, amoratada, con pantalones a cuadros, zapatos de charol y un sombrero de copa amarillo lleno de agujeros salió al escenario del Varietés. Montaba una vulgar bicicleta de dos ruedas. Dio una vuelta al ritmo de un foxtrot y luego lanzó un grito triunfal que hizo encabritarse a la bicicleta.
El hombre continuó con sólo la rueda de atrás en el suelo, se puso patas arriba, desatornilló en marcha la rueda delantera, la tiró entre bastidores y se paseó por el escenario con una sola rueda, pedaleando con las manos. Encaramada en un sillín, en lo alto de un mastil de metal, con una rueda en el otro extremo, apareció en escena una rubia entradita en carnes que vestía una malla y una falda corta cubierta de estrellas plateadas. La rubia empezó a dar vueltas por el escenario. Cuando se cruzaba con ella, el hombrecito gritaba frases de saludo y se quitaba el sombrero con el pie.
Salió, por fin, un niño de unos ocho años, pero con cara de viejo y se metió entre los mayores con una minúscula bicicleta y una enorme bocina de automóvil.
Después de hacer varios virajes, todo el grupo, acompañado por el vibrante redoble del tambor, llegó hasta el mismo borde del escenario; el público de las primeras filas abrió la boca, retirándose, creyendo que el grupo y sus vehículos se abalanzarían sobre la orquesta.
Pero los ciclistas se detuvieron exactamente en el momento en que las ruedas delanteras estaban a punto de deslizarse al abismo y caer sobre las cabezas de los músicos. Los ciclistas gritaron: «¡Ap!», y saltaron de sus bicicletas, haciendo reverencias, la rubia tiraba besos a los espectadores y el niño interpretó una graciosa melodía con su bocina.
Los aplausos sacudieron la sala, la cortina azul se corrió, escondiendo a los ciclistas, se apagaron las luces verdes que sobre las puertas indicaban la salida, y, en medio de la red de trapecios, bajo la cúpula, se encendieron unas bolas blancas, como soles.
Al único que parecían no interesar los malabarismos de la técnica ciclista de la familia Giullí era a Grigori Danílovich Rimski. Estaba en su despacho solo, mordiéndose los finos labios, con el rostro convulso.
A la increíble desaparición de Lijodéyev se había sumado la de Varenuja, completamente inesperada.
Rimski sabía dónde había mandado a Varenuja, pero se fue… y no volvió. Se encogía de hombros y decía para sus adentros:
— Pero ¿qué habré hecho yo?
Sin embargo, resultaba extraño que un hombre tan cumplidor como el director de finanzas no llamara al lugar donde había mandado a Varenuja para averiguar qué había sucedido. Pero hasta las diez de la noche no podía hacerlo.
Rimski, haciendo un verdadero esfuerzo, descolgó el teléfono a las diez. Sólo le sirvió para convencerse de que no funcionaba. El ordenanza le informó de que lo mismo ocurrió con todos los teléfonos de la casa; era de esperar, pero este hecho, simplemente molesto, acabó de desanimarle, aunque, por otro lado, le servía de disculpa para no tener que hacer aquella llamada.
Una lámpara intermitente se encendió sobre su cabeza, anunciándole el entreacto, y al mismo tiempo entró el ordenanza en el despacho para anunciarle la llegada del artista extranjero. El director de finanzas cambió de expresión, y, más negro que el carbón, se encaminó a los bastidores para saludar al invitado, porque no había nadie más que pudiera hacerlo.
Empezaban a sonar los timbres y el pasillo estaba lleno de curiosos que intentaban husmear por los camerinos. Aquí y allá se veían prestidigitadores con sus batas de colores chillones y sus turbantes, un patinador que llevaba una chaqueta blanca de punto, un cómico con la cara empolvada y un maquillador.
La aparición del eminente invitado produjo expectación general. Vestía un frac de magnífico corte y de una longitud nunca vista, y además llevaba antifaz. Pero lo que más llamó la atención fue su séquito. Acompañaban al mago un tipo muy largo con una chaqueta a cuadros, unos impertinentes rotos, y un enorme gato negro, que andaba sobre las patas traseras y que entró en el camerino muy desenvuelto, arrellanándose en un sofá y entornando los ojos, molesto por la luz de las desnudas lámparas de maquillaje.
Rimski esbozó una sonrisa y su expresión se hizo más agria y hosca. No hubo apretón de manos. El descarado tipejo vestido a cuadros se presentó diciendo que era «su ayudante». El director le oyó con desagradable sorpresa: en el contrato no se hacía mención de tal ayudante.
Grigori Danílovich, con gesto forzado y seco, preguntó al imprevisto ayudante por el equipo del artista.
— Pero, queridísimo y encantador señor director — dijo el ayudante con voz de campanilla—, nuestro equipo lo llevamos siempre encima, ¡aquí esta! eine, zwei, drei — y moviendo sus rugosos dedos y ante los ojos de Rimski sacó un reloj por detrás de la oreja del gato. Era el reloj de oro del director, que llevaba, hasta entonces, en un bolsillo del chaleco, bajo la abotonada chaqueta, y con la cadena pasada por el hojal.
Inconscientemente, Rimski se llevó las manos al estómago. Todos los presentes se quedaron con la boca abierta y el maquillador, que estaba asomado a la puerta, lanzó un silbido de admiración.
— Este relojito es suyo, ¿verdad? Tenga, por favor — decía el de los cuadros, alargándole el reloj con una mano sucia.
— Con éste no se puede ir en tranvía… — susurraba alegremente el cómico al maquillador.
Pero lo que hizo el gato después causó mucha más sensación. Se levantó del sofá, y siempre caminando sobre sus patas traseras, se acercó a una mesa sobre la que había un espejo, destapó una jarra de agua, se sirvió un vaso, lo bebió, puso la tapadera sobre la jarra y se limpió los bigotes con una toalla de maquillar.
Nadie pudo articular palabra, se quedaron boquiabiertos, hasta que, por fin, el maquillador exclamó entusiasmado:
—¡Que tío!
En ese momento sonó el timbre por tercera vez y todos excitados y presintiendo un número extraordinario, salieron del camerino atropelladamente.
Se apagaron los globos de la sala y se encendieron las luces del escenario. Sobre un ángulo de éste, en la parte inferior del telón, se proyectaba un círculo rojo, y por una rendija de luz apareció ante el público un hombre gordo de cara afeitada y alegría infantil; llevaba un frac arrugado y una camisa no muy limpia. Era el presentador Georges Bengalski, famoso en todo Moscú.
—¡Queridos ciudadanos! — habló con sonrisa de niño—, vamos a presentar ante ustedes — se interrumpió y, cambiando de entonación, dijo—: Veo que el numeroso público ha aumentado en esta tercera parte, ¡está en la sala medio Moscú! Precisamente el otro día me encontré con un amigo y le dije: «¿Cómo es que no vienes al teatro? ¡Ayer teníamos media ciudad!» y va y me dice: «Es que yo vivo en la otra mitad» — hizo una pausa, esperando que estallara la risa, pero tuvo que seguir, porque nadie se rió—. Y, como les decía, tenemos entre nosotros al famoso artífice de la magia negra, monsieur Voland. Nosotros, desde luego, sabemos perfectamente — Bengalski sonrió con superioridad— que tal magia no existe, que no es más que una superstición. Pero el maestro Voland tiene un gran dominio de la técnica de los trucos, que nos descubrirá en la parte más interesante de su actuación, es decir, cuando nos lo revele. Y como todos nosotros estamos por la técnica y los descubrimientos, vamos a pedir que salga ¡monsieur Voland!…
Después de esta estúpida presentación, Bengalski, juntando las manos, saludó por la ranura entre las cortinas, y éstas empezaron a descorrerse con lentitud.
La salida del nigromante, de su larguirucho ayudante y del gato, que apareció en escena sobre sus patas traseras, fue un gran éxito.
—¡Un sillón! — ordenó Voland en voz baja, y no sabemos de dónde surgió en el escenario un sillón, y el mago se sentó en él—. Dime, amable Fagot — preguntó Voland al payaso a cuadros, que, por lo visto, tenía otro nombre además de Koróviev—, tú que crees, ¿ha cambiado mucho la población de Moscú?
El mago miró al público, que permanecía en silencio sorprendido por el sillón que había aparecido de repente.
— Eso es, messere — contestó en voz baja Fagot-Koróviev.
— Tienes razón. Los ciudadanos han cambiado mucho…, quiero decir en su aspecto exterior…, como la ciudad misma. Ya no hablo de la indumentaria, pero han aparecido esos…, ¿cómo se llaman?…, tranvías, automóviles…
— Autobuses — le ayudó Fagot con respeto.
El público escuchaba atentamente la conversación suponiendo que era el preludio de los trucos. Entre bastidores se habían amontonado tramoyistas, electricistas, actores, y, entre ellos, asomaba la cara, pálida y alarmada, de Rimski.
Bengalski se había instalado en un extremo del escenario y parecía estar muy sorprendido. Levantó una ceja y, aprovechando una pausa, habló:
— El actor extranjero expresa su admiración por los moscovitas y por nuestra capital, que ha avanzado tanto en el aspecto técnico — y Bengalski sonrió dos veces: primero, al patio de butacas, y luego, al gallinero.
Voland, Fagot y el gato se volvieron hacia el presentador.
—¿Es que he expresado alguna admiración? — preguntó el mago a Fagot.
— No, en absoluto — contestó aquél.
— Y ese hombre, ¿qué decía, entonces?
— Sencillamente ¡ha dicho una mentira! — contestó el ayudante a cuadros con una voz tan sonora que resonó en todo el teatro, y, volviéndose hacia Bengalski, añadió—: ¡Ciudadano, le felicito por su mentira!
Una risa estalló en el gallinero y Bengalski se estremeció, poniendo los ojos en blanco.
— Pero a mí, naturalmente, me interesa mucho más que los autobuses, teléfonos y demás…
— Aparatos — sopló el de los cuadros.
— Eso es, muchas gracias — decía despacio el mago con su voz pesada, de bajo—, otra cuestión más importante. ¿Estos ciudadanos habrán cambia-do en su interior?
— Sí, señor, ésa es una cuestión importantísima.
Los que estaban entre bastidores se miraron. Bengalski estaba rojo y Rimski pálido. Y el mago, adivinando el desconcierto general, dijo:
— Nos hemos distraído, querido Fagot, y el público empieza a aburrirse. Haremos algo fácil para empezar.
Los espectadores se removieron en sus butacas. Fagot y el gato se colo-caron uno en cada extremo del escenario. Fagot castañeteó con los dedos y gritó con animación. «¡Un, dos, tres!» y cazó en el aire un montón de cartas, las barajó y se las tiró al gato, formando una cinta. El gato cogió la cinta y se la devolvió a Fagot. La serpiente roja resopló en el aire. Fagot, abriendo la boca como un polluelo, se la tragó entera, carta por carta. Después el gato hizo una reverencia, dio un taconazo con la pata izquierda y la sala estalló en ruidosos aplausos.
—¡Qué bárbaro! — gritaban admirados desde los bastidores.
Fagot, señalando con el dedo al patio de butacas, dijo:
— Y ahora esta baraja, estimados ciudadanos, la tiene el ciudadano Parchevski, que está sentado en la séptima fila. Sí, la tiene entre un billete de tres rublos y la orden de comparecer ante los tribunales sobre la pensión alimenticia a la ciudadana Zelkova.
En el patio de butacas se produjo un movimiento general. Muchos se incorporaron; por fin, un ciudadano, que verdaderamente se llamaba Parchevski, rojo de asombro, sacó de su cartera una baraja y empezó a jugar con ella en el aire sin saber qué hacer.
— Puede guardársela como recuerdo — gritó Fagot—, y, ¿no decía usted ayer noche, en la cena, que si no fuera por el póker su vida en Moscú sería insoportable?
—¡Es un truco muy viejo! — se oyó desde el gallinero.
—¡Ése de ahí abajo es también de la compañía!
—¿Usted cree? — gritó Fagot, mirando al gallinero—. En ese caso, usted también es de los nuestros, porque tiene la baraja en el bolsillo.
Alguien se movió y se oyó una voz complacida:
—¡Es verdad! ¡Aquí la tiene!… ¡Oye, pero si son rublos!
Los del patio de butacas volvieron la cabeza. Arriba, en el gallinero, un ciudadano había descubierto un paquete de billetes en su bolsillo, empaquetado como lo hacen en los bancos, y sobre el paquete se leía: «Mil rublos». Sus vecinos de localidad se habían echado sobre él, y el ciudadano, desconcertado, hurgaba en la envoltura para convencerse de si eran rublos de verdad o falsos.
—¡Son de verdad! ¡lo juro! ¡rublos! — gritaban en el gallinero con entusiasmo.
—¿Por qué no juega conmigo con una baraja de ésas? — preguntó jovial un gordo desde el centro del patio de butacas.
— Avec plaisir — respondió Fagot—. Pero ¿por qué con usted solo? ¡Todos tienen que participar con entusiasmo! — y ordenó—: ¡Por favor, miren todos hacia arriba!… ¡Uno! — en su mano apareció una pistola—. ¡Dos! — la pistola apuntó hacia el techo—. ¡Tres! — algo brilló y sonó. De la cúpula, evitando los trapecios, empezaron a volar papelitos blancos sobre la sala.
Hacían remolinos en el aire, iban de un lado a otro, se amontonaban en la galería y luego caían sobre la orquesta y el escenario. A los pocos minutos, la lluvia de dinero, cada vez mayor, llegaba a las butacas y los espectadores empezaron a cazar papelitos.
Se levantaban cientos de manos; el público miraba al escenario iluminado, a través de los papeles, y veía unas filigranas perfectas y verdaderas. El olor tampoco dejaba lugar a dudas: era un olor inconfundible por su atracción, un olor a dinero recién impreso. Primero la alegría y luego la sorpresa se apoderaron de la sala. Se oía: «¡Rublos!», y exclamaciones tales como «¡Oh!» y risas animadas. Algunos se arrastraban por el suelo, buscando debajo de las butacas. Las caras de los milicianos expresaban cada vez mayor desconcierto; los actores salieron de entre bastidores con todo desparpajo.
De los palcos salió una voz: «¡Deja eso! ¡Es mío, volaba hacia mí», y luego otra: «Sin empujar, o verás qué empujón te doy yo…».
Y sonó una bofetada. En seguida apareció un casco de miliciano y alguien fue sacado del palco.
Crecía la emoción por momentos y no sabemos cómo hubiera terminado aquello, de no haber sido por la intervención de Fagot, que, con un soplido al aire, acabó con la lluvia de billetes.
Dos jóvenes intercambiaron entre sí una significativa mirada, se levantaron de sus asientos y se dirigieron al bar. Pues sí, no sabemos que habría pasado si Bengalski no hubiera encontrado fuerzas para reaccionar. Tratando de dominarse lo mejor que pudo, se frotó las manos como de costumbre, y con la voz más sonora que tenía, dijo:
— Ya ven, ciudadanos, acabamos de presenciar lo que se llama un caso de hipnosis en masa. Es un experimento meramente científico que demuestra de modo claro que en la magia no hay ningún milagro. Vamos a pedir al maestro Voland que nos descubra el secreto de este experimento. Ahora verán, ciudadanos, cómo todos estos papeles, con apariencia de dinero, desaparecen tan pronto como han surgido.
Y aplaudió, pero completamente solo, sonriendo como con mucha seguridad en lo que había dicho, aunque sus ojos estaban lejos de expresar tal aplomo y más bien miraban suplicantes.
El discurso de Bengalski no agradó a nadie en absoluto. Se hizo un silencio, que fue interrumpido por Fagot, el de los cuadros.
— …y esto es un caso de lo que llaman mentira — anunció con su aguda voz de cabra—. Los billetes, ciudadanos, son de verdad.
—¡Bravo! — soltó una voz grave en las alturas.
— Por cierto, ese tipo — Fagot señaló a Bengalski— me está hartando. Mete las narices en lo que no le importa y estropea la sesión con sus inoportunas observaciones. ¿Qué hacemos con él?
—¡Arrancarle la cabeza! — dijo con dureza alguien del gallinero.
—¿Cómo dice? ¿Eh? — respondió Fagot inmediatamente a esta barbaridad—. ¿Arrancarle la cabeza? ¡Buena idea! ¡Hipopótamo![15] —gritó, dirigién dose al gato—. ¡Anda! ¡Eine, zwei, drei!
Lo que vino a continuación era inaudito. Al gato negro se le erizó la piel y maulló con furia. Luego se encogió y saltó al pecho de Bengalski como una pantera; de allí a la cabeza. Murmurando entre dientes, se agarró con sus patas velludas al escaso cabello del presentador y con un alarido salvaje le arrancó la cabeza del cuello gordinflón en dos movimientos.
Las dos mil quinientas personas de la sala gritaron a la vez. La sangre brotó de las arterias rotas como de una fuente y cubrió el frac y el plastrón. El cuerpo decapitado hizo un extraño movimiento con las piernas y se sentó en el suelo. Se oyeron gritos histéricos de mujeres. El gato pasó la cabeza a Fagot, y éste, cogiéndola por el pelo, la mostró al público. La cabeza gritaba desesperadamente:
—¡Un médico!
—¿Seguirás diciendo estupideces? — preguntó Fagot amenazador a la cabeza, que lloraba.
—¡No lo haré más! — contestó la cabeza.
—¡No le hagan sufrir, por Dios! — se oyó sobre el ruido de la sala una voz de mujer desde un palco.
El mago se volvió hacia la voz.
—¿Qué, ciudadanos, le perdonamos? — preguntó Fagot, dirigiéndose a la sala.
—¡Le perdonamos, le perdonamos! — se oyeron voces, primero solitarias y sobre todo femeninas, y luego formando coro con los hombres.
—¿Qué dice usted, messere? — preguntó Fagot al del antifaz.
— Bueno — respondió aquél pensativo—, son hombres como todos… Les gusta el dinero pero eso ha sucedido siempre… A la humanidad le ha gustado siempre el dinero, sin importarle de qué estuviera hecho: de cuero, de papel, de bronce o de oro. Bueno, son frivolos…, pero ¿y qué?…, también la misericordia pasa a veces por sus corazones… Hombres corrientes, recuerdan a los de antes sólo que a éstos les ha estropeado el problema de la vivienda… — y ordenó en voz alta—: Póngale la cabeza.
El gato apuntó con mucho cuidado y colocó la cabeza en el cuello, donde se ajustó como si nunca hubiese faltado de allí. Y un detalle importante: no le quedaba señal alguna. El gató pasó las patas por el frac y el plastrón de Bengalski y en seguida desaparecieron los restos de sangre. Fagot levantó a Bengalski, que estaba sentado, le metió en el bolsillo del frac un paquete de rublos y le despidió del escenario, diciendo:
—¡Fuera de aquí, que nos estás reventando!
Tambaleándose, con mirada inexpresiva, el presentador llegó hasta el puesto de bomberos y allí se sintió mal. Gritaba con voz quejumbrosa:
—¡Mi cabeza, mi cabeza!
Rimski, entre otros, se le acercó corriendo. El presentador lloraba, trataba de coger algo en el aire, de asirlo con las manos y murmuraba:
—¡Que me devuelva mi cabeza, que me la devuelvan!… ¡Que me quiten el piso, que se lleven los cuadros, pero quiero mi cabeza!
El ordenanza corrió a buscar un médico. Trataron de acostar a Bengal-ski en un sofá de un camerino, pero se resistía, estaba agresivo y tuvieron que avisar a una ambulancia. Cuando se llevaron al pobre presentador Rimski volvió al escenario y se percató de que habían sucedido nuevos milagros. En aquel momento, o algo antes, el mago había desaparecido del escenario junto con su descolorido sillón, y aquello había pasado inadvertido para el público, absorto en los sorprendentes acontecimientos que se desarrollaban en escena gracias a Fagot, que, después de librarse del malsano presentador, se dirigió al público:
— Bueno, ahora que nos acabamos de quitar a ese plomo de encima, vamos a abrir una tienda para señoras.
En seguida medio escenario se cubrió con alfombras persas, aparecieron unos enormes espejos, iluminados por los lados con unos tubos verdosos, y, entre los espejos, unos escaparates. Los espectadores contemplaban sorprendidos diferentes modelos de París de todos los colores y formas. En otros escaparates surgieron cientos de sombreros de señora, con plumitas y sin plumitas, con broches y sin ellos, cientos de zapatos: negros, blancos, amarillos, de cuero, de raso, de charol, con trabillas, con piedrecitas. Entre los zapatos aparecieron estuches de perfume, montañas de bolsos de antílope, de ante, de seda y, entre ellos, montones de estuches labrados, alargados, en los que suele haber barras de labios.
Una joven pelirroja, con un traje negro de noche, salida el diablo sabrá de dónde, sonreía al lado de los escaparates como si fuera la dueña de todo aquello. La joven estaba muy bien, pero tenía una extraña cicatriz que le afeaba el cuello.
Fagot anunció, con abierta sonrisa, que la casa cambiaba vestidos y zapatos viejos por modelos y calzados de París. Lo mismo dijo de los bolsos y todo lo demás.
El gato taconeó con una pata, mientras gesticulaba extrañamente con las patas delanteras, algo característico de los porteros cuando abren una puerta.
La joven se puso a cantar con voz un poco grave, pero muy dulce, algo incomprensible, pero, a juzgar por la expresión de las señoras, muy tentador:
— Guerlain, Chanel, Mitsuko, Narcisse Noir, Chanel número cinco, trajes de noche, vestidos de cocktail…
Fagot se retorcía, el gato hacía reverencias, la joven abrió los escaparates de cristal.
—¡Por favor! — gritaba Fagot—, ¡sin cumplidos ni ceremonias!
Se notaba que había nervios en la sala, pero nadie se atrevía a subir al escenario. Por fin, lo hizo una morena de la décima fila; subió por la escalera lateral, con una sonrisa, como sin darle importancia.
—¡Bravo! — exclamó Fagot—. ¡Bienvenida nuestra primera cliente! Popota, un sillón. Empecemos por el calzado, madame.
La morena se sentó en el sillón y Fagot colocó en la alfombra delante de ella un montón de zapatos. La mujer se quitó el zapato derecho y se probó uno color lila, dio unos golpecitos en el suelo con el pie, examinó el tacón.
—¿No me apretarán? — preguntó pensativa.
Fagot exclamó ofendido:
—¡De ninguna manera! — y el gato maulló, tan herido se sentía.
— Me llevo este par, monsieur — dijo la morena muy digna, y se puso el otro zapato.
Arrojaron sus zapatos viejos entre la cortina, y detrás de ella se metieron la morena y la joven pelirroja, seguida por Fagot, que llevaba varias perchas con vestidos. El gato desplegaba gran actividad, ayudaba, y, para darse más importancia, se colocó en el cuello una cinta métrica.
Instantes después reapareció la morena con un vestido tan elegante que en el patio de butacas se formó una verdadera ola de suspiros. Y la valiente mujer, extraordinariamente embellecida, se paró ante un espejo, movió los hombros desnudos, se tocó el pelo en la nuca y se retorció, tratando de verse la espalda.
— La compañía le ruega que reciba esto como obsequio — dijo Fagot, entregándole abierto un estuche con un perfume.
— Merci — contestó la mujer con gesto arrogante, y bajó por la escalenta a la sala.
Mientras iba hacia su butaca, los espectadores se incorporaban para tocar el estuche.
Entonces se alborotó la sala y las mujeres se lanzaron al escenario. En medio de las exclamaciones de emoción, las risas y los suspiros, se oyó una voz de hombre: «¡No te lo permito!». Y otra de mujer: «¡Eres un déspota y un cursi! ¡No me retuerzas la mano!». Las mujeres desaparecían detrás de la cortina, dejaban allí sus vestidos y salían con otros nuevos. Había toda una fila de mujeres sentadas en banquetitas de patas doradas, que daban enérgicas pisadas en el suelo con sus pies, recién calzados. Fagot se ponía de rodillas, manipulaba con un calzador metálico; el gato no podía con tantos bolsos y zapatos que llevaba, corría de los escaparates hacia las banquetas y volvía otra vez; la joven de la cicatriz aparecía y desaparecía, parloteando en francés sin parar, y lo asombroso era que le entendían en seguida todas las mujeres, incluso las que no sabían ni una palabra de aquella lengua.
Subió al escenario un hombre, que causó admiración general. Dijo que su mujer estaba con gripe, y pedía que le dieran algo para ella. Para demostrar la veracidad de su matrimonio, estaba decidido a enseñar el pasaporte. La declaración del amante esposo fue recibida con carcajadas; Fagot gritó que le creía como si se tratara de él mismo sin necesidad del pasaporte, y le entregó dos pares de medias de seda; el gato, por su parte, añadió una barra de labios.
Las mujeres que habían llegado tarde corrían hacia el escenario, y de allí volvían las afortunadas con trajes de noche, pijamas con dragones, trajes de tarde y sombreros ladeados sobre una oreja.
Entonces Fagot anunció que, por ser tarde, la tienda iba a cerrarse dentro de un minuto hasta el día siguiente.
En el escenario se organizó un terrible alboroto. Las mujeres cogían apresuradamente pares de zapatos, sin probárselos. Una de ellas se lanzó como una bala detrás de la cortina, se quitó su traje y se apropió de lo primero que encontró a mano: una bata de seda con enormes ramos de flores, y, además, tuvo tiempo de agarrar dos frascos de perfume.
Pasado un minuto, estalló un disparo de pistola, desaparecieron los espejos, se hundieron los escaparates y las banquetas, la alfombra se esfumó, al igual que la cortina. Por último desapareció el montón de vestidos viejos y calzado. El escenario volvió a ser el de antes: severo, vacío y desnudo.
Aquí intervino en el asunto un personaje nuevo. Del palco número 2 se oyó una voz de barítono, agradable, sonora e insistente.
— De todos modos, sería conveniente, ciudadano artista, que descubriera en seguida todo el secreto de la técnica de sus trucos, sobre todo lo de los billetes de banco. También sería conveniente que trajera al presentador. Su suerte preocupa a los espectadores.
La voz de barítono pertenecía nada menos que al invitado de honor de la velada, a Arcadio Apolónovich Sempleyárov, presidente de la Comisión Acústica de los teatros moscovitas.
Arcadio Apolónovich se encontraba en un palco con dos damas: una de edad madura, vestida con lujo y a la moda, la otra jovencita y mona, vestida más modestamente. La primera, como se supo más tarde al redactar el acta, era su esposa, la segunda, una parienta lejana, actriz principiante pero prometedora, que había llegado de Sarátov y vivía en el piso de Arcadio Apolónovich y su esposa.
— Pardon! — respondió Fagot—. Lo siento, pero no hay nada que descubrir, todo está claro.
— Usted perdone, ¡pero el descubrimiento es completamente necesario! Sin esto sus números brillantes van a dejar una impresión penosa. La masa de espectadores exige explicación.
— La masa de espectadores — interrumpió a Sempleyárov el descarado bufón— me parece que no ha dicho nada. Pero teniendo en cuenta su respetable deseo, Arcadio Apolónovich, estoy dispuesto a descubrirle algo. ¿Me permite un pequeño numerito?
—¡Cómo no! — respondió Arcadio Apolónovich con aire protector—. Pero que descubra el secreto.
— Como usted diga. Entonces, permítame que le haga una pregunta. ¿Dónde estuvo usted ayer por la tarde?
Al oír esta pregunta tan fuera de lugar y bastante impertinente, a Arcadio Apolónovich se le alteró la expresión.
— Arcadio Apolónovich estuvo ayer en una reunión de la Comisión Acústica — interrumpió la esposa de éste con arrogancia—; pero no comprendo qué tiene que ver esto con la magia.
—¡Oh, madame — afirmó Fagot—, pues claro que no lo comprende! Pero está muy equivocada sobre esa reunión. Después de salir de casa para asistir a esa reunión, Arcadio Apolónovich despidió a su chófer junto al edificio de la Comisión Acústica (la sala enmudeció) y luego se dirigió en autobús a la calle Yelójovskaya a ver a Militsa Andréyevna Pokobatko, actriz de un teatro ambulante, y pasó en su casa cerca de cuatro horas.
—¡Ay! — exclamó alguien con dolor en medio del silencio.
La joven parienta de Arcadio Apolónovich soltó una carcajada ronca y terrible.
—¡Ahora lo comprendo todo! — gritó—. ¡Hace tiempo que lo estaba sospechando! ¡Ahora comprendo por qué le han dado a esa inepta el papel de Luisa!
Y de pronto le asestó un golpe en la cabeza con un paraguas de color violeta, corto y grueso.
El infame Fagot, alias Koróviev, gritó:
— He aquí, respetables ciudadanos, un ejemplo de descubrimiento de secretos que tanto pedía Arcadio Apolónovich.
—¡Miserable! ¿Cómo te atreves a tocar a Arcadio Apolónovich? — preguntó en tono amenazador la esposa de aquél, poniéndose en pie en el palco y descubriendo su gigantesca estatura.
Un nuevo ataque de risa diabólica se apoderó de la joven parienta.
—¡Yo! ¡Que cómo me atrevo! — contestó entre risas—. ¡Claro que me atrevo! — se oyó de nuevo el ruido seco del paraguas que rebotó en la cabeza de Arcadio Apolónovich.
—¡Milicias! ¡Que se la lleven! — gritaba la esposa de Sempleyárov con una voz tan terrible, que a muchos se les heló la sangre en las venas.
Y por si eso era poco, el gato saltó al borde del escenario y rugió con voz de hombre:
—¡La sesión ha terminado! ¡Arreando con una marcha, maestro!
El director, casi enloquecido, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, levantó su batuta y la orquesta, ¿cómo diríamos? no es que empezara a interpretar una marcha, no es que se metiera con ella, ni que se pusiera a darle a los instrumentos; no, exactamente, según la deplorable expresión del gato, lo que hizo fue arrear con la marcha; una marcha inaudita, incalificable por su desvergüenza.
Por un momento pareció oírse aquella antigua canción que se escuchaba en los cafés cantantes, bajo las estrellas del sur, de letra incoherente, mediocre, pero muy atrevida:
«Su excelencia, su excelencia cuida de sus gallinas y le gusta proteger a las muchachas finas.»
Puede que esta letra nunca hubiera existido, pero había otra con la mis-ma música, todavía más indecente. Eso es lo de menos. Lo que importa es que después de que se interpretó la marcha, el teatro se convirtió en una torre de Babel. Los milicianos corrían hacia el palco de Sempleyárov, asediado por curiosos, se oían diabólicas explosiones de risas, gritos salvajes, cubiertos por los dorados sonidos de los platillos de la orquesta.
El escenario estaba vacío: Fagot el embustero y el descarado gatazo Popota se habían desvanecido en el aire, como momentos antes hiciera el mago con su sillón desastrado.