No es difícil adivinar que el gordo de cara congestionada que instalaron en la habitación número 119 del sanatorio era Nikanor Ivánovich Bosói.
Pero no entró en seguida en los dominios del profesor Stravinski, primero había estado en otro sitio. En la memoria de Nikanor Ivánovich habían quedado muy pocos recuerdos de aquel lugar. Se acordaba de un escritorio, un armario y un sofá.
Allí Nikanor Ivánovich, con la vista turbia por el aflujo de la sangre y la excitación, tuvo que sostener una conversación muy extraña, confusa, o mejor dicho, no hubo tal conversación. La primera pregunta que le hicieron fue: —¿Es usted Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de
Vecinos del inmueble número 302 bis en la Sadóvaya?
Antes de contestar, el interpelado soltó una terrible carcajada. La respuesta fue literalmente lo siguiente:
—¡Sí, soy Nikanor, claro que soy Nikanor! ¿Pero qué presidente ni qué nada?
—¿Cómo es eso? — le preguntaron, entornando los ojos.
— Pues así —respondió éste—: si fuera presidente tendría que hacer cons-tar en seguida que era el diablo. O si no, ¿qué fue todo aquello? Los impertinentes rotos, todo harapiento. ¿Cómo podía ser intérprete de un extranjero?
—¿Pero de quién habla? — le preguntaron. — ¡De Koróviev! — exclamó él—. ¡El del apartamento 50! ¡Apúntelo: Koróviev! ¡Hay que pescarle inmediatamente! Apunte: sexto portal. Está allí.
—¿Dónde cogió las divisas? — le preguntaron cariñosamente.
— Mi Dios, Dios Omnipotente, que todo lo ve — habló Nikanor Ivánovich—, y ése es mi camino. Nunca las tuve en mis manos y ni sabía que existían. El Señor me castiga por mi inmundicia — prosiguió con sentimiento, abrochándose y desabrochándose la camisa y santiguándose—; sí, lo aceptaba. Lo aceptaba, pero del nuestro, del soviético. Hacía el registro por dinero, no lo niego. ¡Tampoco es manco nuestro secretario Prólezhnev, tampoco es manco! Voy a ser franco, ¡son todos unos ladrones en la Comunidad de Vecinos!… ¡Pero nunca acepté divisas!
Cuando le pidieron que se dejara de tonterías y explicara cómo habían ido a parar los dólares a la claraboya, Nikanor Ivánovich se arrodilló y se inclinó, abriendo la boca, como si pensara tragarse un tablón del parquet.
—¿Me trago el tablón — murmuró— para que vean que no me lo dieron? ¡Pero Koróviev es el diablo!
Toda paciencia tiene un límite; los de la mesa alzaron la voz y le sugirieron a Nikanor Ivánovich que ya era hora de hablar en serio.
En la habitación del sofá retumbó un aullido salvaje; lo profirió Nikanor Ivánovich, que se había levantado del suelo.
—¡Allí está! ¡Detrás del armario! ¡Se ríe!… Con sus impertinentes… ¡Que le cojan! ¡Que rocíen el local!
Empalideció. Temblando, se puso a hacer en el aire la señal de la cruz yendo de la puerta a la mesa, de la mesa a la puerta, luego cantó una oración y terminó en pleno desvarío.
Estaba claro que Nikanor Ivánovich no servía para sostener una conversación. Se lo llevaron, lo dejaron solo en una habitación, donde pareció calmarse un poco, rezando entre sollozos.
Naturalmente, fueron a la Sadóvaya, estuvieron en el apartamento número 50. Pero no encontraron a ningún Koróviev, tampoco le había visto nadie en la casa ni nadie le conocía. El piso que ocuparan el difunto Berlioz y Lijodéyev, que se había ido a Yalta, estaba vacío y en los armarios del despacho estaban los sellos perfectamente intactos. Se fueron, pues, de la Sadóvaya, y con ellos partió, desconcertado y abatido, el secretario de la Comunidad de Vecinos Prólezhnev.
Por la noche llevaron a Nikanor Ivánovich al sanatorio de Stravinski. Estaba tan excitado que le tuvieron que, por orden del profesor, poner otra inyección. Sólo después de medianoche pudo dormir Nikanor Ivánovich en la habitación 119, aunque de vez en cuando exhalaba unos tremendos mugidos de dolor. Pero poco a poco su sueño se hacía más tranquilo. Dejó de dar vueltas y de lloriquear, su respiración se hizo suave y rítmica y le dejaron solo.
Tuvo un sueño, motivado, sin duda alguna, por las preocupaciones de aquel día. En el sueño unos hombres con trompetas de oro le llevaban con mucha solemnidad a una gran puerta barnizada.
Delante de la puerta sus acompañantes tocaron una charanga y del cielo se oyó una voz de bajo, sonora, que dijo alegremente:
—¡Bienvenido, Nikanor Ivánovich, entregue las divisas!
Nikanor Ivánovich, muy sorprendido, vio ante sí un altavoz negro.
Después, sin saber por qué, se encontró en una sala de teatro, con el techo dorado y arañas de cristal relucientes y con apliques en las paredes. Todo estaba muy bien, como en un teatro pequeño, pero rico. El escenario se cerraba con un telón de terciopelo que tenía, sobre un fondo color rojo oscuro, grandes dibujos de monedas de oro como estrellas. Había una concha e incluso público.
Le sorprendió a Nikanor Ivánovich que el público fuera de un solo sexo: hombres, y que todos llevaran barba. Además, también le causó sensación que en todo el teatro no hubiese una sola silla y que todos se sentaran en el suelo, perfectamente encerado y resbaladizo.
Nikanor Ivánovich, después de unos minutos de confusión — tanta gen-te desconocida le azoraba—, siguió el ejemplo general y se sentó en el parquet, a lo turco, acomodándose entre un enorme barbudo pelirrojo y otro ciudadano, pálido, con una barba negra bien poblada. Ninguno de los presentes hizo el menor caso a los recién llegados.
Se oyó el suave tintineo de una campanilla, se apagó la luz en la sala y se corrió el telón, descubriendo en el escenario iluminado un sillón y una mesa, sobre la que había una campanilla de oro. El fondo del escenario era de terciopelo negro.
De entre bastidores salió un actor con esmoquin, bien afeitado y peinado con raya. Era joven y agradable. El público de la sala se animó y todos se volvieron hacia el escenario. El actor se acercó a la concha y se frotó las manos.
— Qué, ¿todavía están aquí? —preguntó con voz suave de barítono, sonriendo al público.
— Aquí estamos — respondieron en coro voces de tenor y de bajo.
— Humm… — pronunció el actor pensativo—. ¡No comprendo cómo no están hartos! ¡La gente normal está ahora en la calle, disfrutando del sol y del calor de primavera, y ustedes aquí, en el suelo, metidos en una sala asfixiante! ¿Es que el programa es tan interesante? Por otra parte, sobre gustos no hay nada escrito — concluyó filosófico el actor.
Entonces cambió el timbre y el tono de su voz y anunció alegremente:
— Bien, el próximo número de nuestro programa es Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de Vecinos y director de un comedor dietético. ¡Por favor, Nikanor Ivánovich!
El público respondió con una ovación unánime. El sorprendido Nikanor Ivánovich desorbitó los ojos, y el presentador, levantando la mano para evitar las luces del escenario, lo buscó entre el público con la mirada y le hizo una seña cariñosa para que se le acercara. Nikanor Ivánovich se encontró en el escenario sin saber cómo. Las luces de colores le cegaron los ojos y en la sala los espectadores se hundieron en la oscuridad.
— Bueno, Nikanor Ivánovich, usted tiene que dar ejemplo — dijo el joven actor con voz amable—, entregue las divisas.
Todos estaban en silencio. Nikanor Ivánovich recobró la respiración y empezó a hablar:
— Les juro por Dios que…
Pero no tuvo tiempo de concluir porque la sala estalló en gritos indignados. Nikanor Ivánovich, muy confundido, se calló.
— Según me parece haber entendido — dijo el que llevaba el programa—, usted ha querido jurarnos por Dios que no tiene divisas — y le miró con cara de compasión.
— Eso es, no tengo — contestó Nikanor Ivánovich.
— Bien — siguió el actor—, entonces… perdone mi indiscreción, ¿de quién son los cuatrocientos dólares, encontrados en el cuarto de baño de la casa que habitan su esposa y usted exclusivamente?
—¡Son mágicos! — se oyó una voz irónica en la sala a oscuras.
— Eso es, mágicos — contestó tímidamente Nikanor Ivánovich; no se sabía si al actor o a la sala sin luz, y explicó—: ha sido el demonio, el intérprete de los cuadros que me los dejó en mi casa.
De nuevo se oyó una explosión en la sala. Cuando todos se callaron, el actor dijo:
—¡Vean ustedes qué fábulas de La Fontaine tiene que oír uno! ¡Que le dejaron cuatrocientos dólares! Todos ustedes son traficantes de divisas, me dirijo a ustedes como especialistas: ¿les parece posible todo esto?
— No somos traficantes de divisas — sonaron voces ofendidas—, ¡pero eso es imposible!
— Estoy completamente de acuerdo — dijo el actor con seguridad—, quiero que me contesten a esto: ¿qué se puede dejar en una casa ajena?
—¡Un niño! — gritó alguien en la sala.
— Tiene mucha razón — afirmó el presentador—, un niño, una carta anónima, una octavilla, una bomba retardada y muchas más cosas, pero a nadie se le ocurre dejar cuatrocientos dólares, porque semejante idiota todavía no ha nacido — y volviéndose hacia Nikanor Ivánovich añadió con aire triste de reproche—: Me ha disgustado mucho, Nikanor Ivánovich, yo que esperaba tanto de usted. Nuestro número no ha resultado.
Se oyeron silbidos para Nikanor Ivánovich.
—¡Éste sí que es un traficante de divisas! — gritaban—. ¡Por culpa de gente como él tenemos que estar aquí, padeciendo sin motivo!
— No le riñan — dijo el presentador con voz suave—, ya se arrepentirá —y mirando a Nikanor Ivánovich con sus ojos azules llenos de lágrimas, añadió—: bueno, váyase a su sitio.
Después el actor tocó la campanilla y anunció con voz fuerte:
—¡Entreacto, sinvergüenzas!
Nikanor Ivánovich, impresionado por su participación involuntaria en el programa teatral, se encontró de nuevo en el suelo. Soñó que la sala se sumía en la oscuridad y en las paredes aparecían unos letreros en rojo que decían: «¡Entregue las divisas!». Luego se abrió el telón de nuevo y el presentador invitó:
— Por favor, Serguéi Gerárdovich Dúnchil, al escenario.
Dúnchil resultó ser un hombre de unos cincuenta años y de aspecto venerable, pero muy descuidado.
— Serguéi Gerárdovich — le dijo el presentador—, usted lleva aquí más de mes y medio ya y se niega obstinadamente a entregar las divisas que le quedan, mientras el país las necesita y a usted no le sirven de nada. A pesar de todo no quiere ceder. Usted es un hombre cultivado, me comprende perfectamente y no quiere ayudarme.
— Lo siento mucho, pero no puedo hacer nada porque ya no me quedan divisas — contestó Dúnchil tranquilamente.
—¿Y tampoco tiene brillantes? — preguntó el actor.
— Tampoco.
El actor se quedó cabizbajo y pensativo, luego dio una palmada. De entre bastidores salió al escenario una dama de edad, vestida a la moda, es decir, llevaba un abrigo sin cuello y un sombrerito minúsculo. La dama parecía preocupada. Dúnchil la miró sin inmutarse.
—¿Quién es esta señora? — preguntó el presentador a Dúnchil.
— Es mi mujer — contestó éste con dignidad, y miró con cierta repugnancia el cuello largo de la señora.
— La hemos molestado, madame Dúnchil — se dirigió a la dama el presentador—, por la siguiente razón: queremos preguntarle si su esposo tie-ne todavía divisas.
— Lo entregó todo la otra vez — contestó nerviosa la señora Dúnchil.
— Bueno — dijo el actor—, si es así, ¡qué le vamos a hacer! Si ya ha entregado todo, no nos queda otro remedio que despedirnos de Serguéi Gerárdovich — y el actor hizo un gesto majestuoso.
Dúnchil se volvió con dignidad y muy tranquilo se dirigió hacia bastidores.
—¡Un momento! — le detuvo el presentador—. Antes de que se despida quiero que vea otro número de nuestro programa — y dio otra palmada.
Se corrió el telón negro del fondo del escenario y apareció una hermosa joven con traje de noche, llevando una bandeja de oro con un paquete grueso, atado como una caja de bombones, y un collar de brillantes que irradiaba luces rojas y amarillas.
Dúnchil dio un paso atrás y se puso pálido. La sala enmudeció.
— Dieciocho mil dólares y un collar valorado en cuarenta mil rublos en oro — anunció el actor con solemnidad— guardaba Serguéi Gerárdovich en la ciudad de Járkov, en casa de su amante Ida Herculánovna Vors. Es para nosotros un placer tener aquí a la señorita Vors, que ha tenido la amabilidad de ayudarnos a encontrar este tesoro incalculable, pero inútil en manos de un propietario. Muchas gracias, Ida Herculánovna.
La hermosa joven sonrió, dejando ver su maravillosa dentadura, y se movieron sus espesas pestañas.
— Y bajo su máscara de dignidad — el actor se dirigió a Dúnchil— se esconde una araña avara, un embustero sorprendente, un mentiroso. Nos ha agotado a todos en un mes de absurda obstinación. Váyase a casa y que el infierno que le va a organizar su mujer le sirva de castigo.
Dúnchil se tambaleó y estuvo a punto de caerse, pero unas manos compasivas le sujetaron. Entonces cayó el telón rojo y ocultó a los que estaban en el escenario.
Estrepitosos aplausos sacudieron la sala con tanta fuerza, que a Nikanor Ivánovich le pareció que las luces del techo empezaban a saltar. Y cuando el telón se alzó de nuevo, en el escenario sólo había quedado el presentador. Provocó otra explosión de aplausos, hizo una reverencia y habló:
— En nuestro programa Dúnchil representa al típico burro. Ya les contaba ayer que esconder divisas es algo totalmente absurdo. Les aseguro que nadie puede sacarles provecho en ninguna circunstancia. Fíjense, por ejemplo, en Dúnchil. Tiene un sueldo magnífico y no carece de nada. Tiene un piso precioso, una mujer y una hermosa amante. ¿No les pare-ce suficiente? ¡Pues no! En lugar de vivir en paz, sin llevarse disgustos, y entregar las divisas y las joyas, este imbécil interesado ha conseguido que le pongan en evidencia delante de todo el mundo y, por si fuera poco, se ha buscado una buena complicación familiar. Bien, ¿quién quiere entre-gar? ¿No hay voluntarios? En ese caso vamos a seguir con el programa. Ahora, con nosotros, el famosísimo talento, el actor Savva Potápovich Kurolésov, invitado especial, que va a recitar trozos de «El caballero avaro», del poeta Pushkin.
El anunciado Kurolésov no tardó en aparecer en escena. Era un hombre grande y entrado en carnes, con frac y corbata blanca. Sin ningún preámbulo puso cara taciturna, frunció el entrecejo y empezó a hablar con voz poco natural, mirando de reojo a la campanilla de oro:
«Igual que un joven ninfo se impacienta
por ver a su amada disoluta…»
Y Kurolésov confesó muchas cosas malas.
Nikanor Ivánovich escuchó lo que decía sobre una pobre viuda, que estuvo de rodillas bajo la lluvia, sollozando delante de él, pero no consiguió conmover el endurecido corazón del actor.
Antes de su sueño Nikanor Ivánovich no tenía ni la menor idea de la obra del poeta Pushkin, pero, sin embargo, a él le conocía perfectamente y repetía a diario frases como: «¿Y quién va a pagar el piso? ¿Pushkin?»,
o «¿La bombilla de la escalera? ¡La habrá quitado Pushkin!» «¿Y quién va a comprar el petróleo? ¿Pushkin?»…
Ahora, al conocer parte de su obra, Nikanor Ivánovich se puso muy triste, se imaginó a una mujer bajo la lluvia de rodillas, rodeada de niños, y pensó:
«¡Qué tipo es este Kurolésov!».
Kurolésov seguía confesando cosas, subiendo la voz cada vez más y terminó por aturdir por completo a Nikanor Ivánovich, porque se dirigía a alguien que no estaba en el escenario y se contestaba a sí mismo por el ausente llamándose bien «señor» o «barón», o bien «padre» o «hijo», o de «tú» o de «usted».
Nikanor Ivánovich sólo comprendió que el actor murió de una mane-ra muy cruel, después de gritar: «¡Las llaves, mis llaves!», luego cayó al suelo, gimiendo y arrancándose la corbata con mucho cuidado.
Después de morirse, Kurolésov se levantó, se sacudió el polvo del pantalón de su frac, hizo una reverencia, esbozó una sonrisa falsa y se retiró acompañado de aplausos aislados. El presentador habló de nuevo:
— Hemos admirado la magnífica interpretación que Savva Potápovich ha hecho de «El caballero avaro». Este caballero esperaba verse rodeado por graciosas ninfas y un sinfín de cosas agradables. Pero ya han visto ustedes que no le sucedió nada por el estilo, no le rodearon las ninfas, no le rindieron homenaje las musas y no construyó ningún palacio, al contrario, acabó muy mal; se fue al cuerno de un ataque al corazón, acostado sobre su baúl con divisas y piedras preciosas. Les prevengo que les puede suceder algo igual o peor ¡si no entregan las divisas!
No sabemos si fue el efecto de la poesía de Pushkin o el discurso prosaico del presentador, pero de repente en la sala se oyó una voz tímida:
— Entrego las divisas.
— Haga el favor de subir al escenario — invitó amablemente el presentador mirando hacia la sala a oscuras.
Un hombre pequeño y rubio apareció en el escenario. A juzgar por su pinta, hacía más de tres semanas que no se afeitaba.
— Dígame, por favor, ¿cómo se llama?
— Nikolái Kanavkin — respondió azorado el hombre.
— Mucho gusto, ciudadano Kanavkin. ¿Bien?
— Entrego — dijo Kanavkin en voz baja.
—¿Cuánto?
— Mil dólares y doscientos rublos en oro.
—¡Bravo! ¿Es todo lo que tiene?
El presentador clavó sus ojos en los de Kanavkin, y a Nikanor Ivánovich le pareció que los ojos del actor despedían rayos que atravesaban a Kanavkin como si fuera rayos X. El público contuvo la respiración.
—¡Le creo! — exclamó por fin el actor apagando su mirada—, ¡le creo! ¡Estos ojos no mienten! Cuántas veces he repetido que la principal equivocación que cometen ustedes es menospreciar los ojos humanos. Quiero que comprendan que la lengua puede ocultar la verdad, pero los ojos ¡jamás! Por ejemplo, si a usted le hacen una pregunta inesperada, usted puede no inmutarse, dominarse en seguida, sabiendo perfectamente qué tiene que decir para ocultar la verdad y decirlo con todo convencimiento sin cambiar de expresión. Pero, la verdad, asustada por la pregunta, salta a sus ojos un instante y… ¡todo ha terminado! La verdad no ha pasado inadvertida y ¡usted está descubierto!
Después de pronunciar estas palabras tan convincentes con mucho calor, el actor inquirió con suavidad.
— Bueno, Kanavkin, ¿dónde lo tiene escondido?
— Donde mi tía Porojóvnikova, en la calle Prechístenka.
—¡Ah! Pero… ¿no es en casa de Claudia Ilínishna?
— Sí.
—¡Ah, ya sé, ya sé!… ¿En una casita pequeña? ¿Con un jardincillo enfrente? ¡Cómo no, sí que la conozco! ¿Y dónde los ha metido?
— En el sótano, en una caja de bombones…
El actor se llevó las manos a la cabeza.
— Pero, ¿han visto ustedes algo igual? — exclamó disgustado—. ¡Pero si se van a cubrir de moho! ¿Es que se pueden confiar divisas a personas así? ¿Eh? ¡Como si fuera un crío pequeño!
El mismo Kanavkin comprendió que había sido una barbaridad y bajó su cabeza melenuda.
— El dinero — seguía el actor— tiene que estar guardado en un banco estatal, en un local seco y bien vigilado, pero no en el sótano de una tía donde, entre otras cosas, lo pueden estropear las ratas. ¡Es vergonzoso, Kanavkin, ni que fuera un niño pequeño!
Kanavkin ya no sabía dónde meterse y hurgaba, azorado, el revés de su chaqueta.
— Bueno — se ablandó el actor—, olvidemos el pasado… — y añadió—: por cierto, y ya para terminar de una vez… y no mandar dos veces el coche…, ¿esa tía suya también tiene algo?
Kanavkin, que no se esperaba este viraje, se estremeció y en la sala se hizo un silencio.
— Oiga, Kanavkin… — dijo el presentador con una mezcla de reproche y cariño—, ¡yo que estaba tan contento con usted! ¡Y que de pronto se me tuerce! ¡Es absurdo, Kanavkin! Acabo de hablar de los ojos. Sí, veo que su tía también tiene algo. ¿Por qué nos hace perder la paciencia?
—¡Sí tiene! — gritó Kanavkin con desparpajo.
—¡Bravo! — gritó el presentador.
—¡Bravo! — aulló la sala.
Cuando todos se hubieron calmado, el presentador felicitó a Kanav
kin, le estrechó la mano, le ofreció su coche para llevarle a casa y ordenó a alguien entre bastidores que el mismo coche fuera a recoger a la tía, invitándola a que se presentara en el auditorio femenino.
— Ah, sí, quería preguntarle, ¿no le dijo su tía dónde guardaba el dinero? — preguntó el presentador ofreciendo a Kanavkin un cigarrillo y fuego. Éste sonrió con cierta angustia mientras lo encendía. — Le creo, le creo — respondió el actor suspirando—. La vieja es tan agarrada que sería incapaz de contárselo no ya a su sobrino, ni al mismo diablo. Bueno, intentaremos despertar en ella algunos sentimientos humanos. A lo mejor no se han podrido todas las cuerdas en su alma de usurera. ¡Adiós, Kanavkin!
Y el afortunado Kanavkin se fue. El presentador preguntó si no había más voluntarios que quisieran entregar divisas, pero la sala respondió con un silencio.
—¡No lo entiendo! — dijo el actor encogiéndose de hombros, y le cubrió el telón. Se apagaron las luces y por unos instantes todos estuvieron a oscuras. Lejos se oía una voz nerviosa, de tenor, que cantaba:
«Hay montones de oro que sólo a mí pertenecen…» Luego llegó el rumor sordo de unos aplausos. — En el teatro de mujeres alguna estará entregando — habló de pronto el vecino pelirrojo y barbudo de Nikanor Ivánovich, y añadió con un suspiro—: ¡si no fuera por mis gansos! Tengo gansos de lucha en Lianósovo… La van a palmar sin mí. Es un ave de lucha muy delicada, necesita muchos cuidados. ¡Si no fuera por los gansos! Porque lo que es Pushkin… a mí no me dice nada — y suspiró.
Se iluminó la sala y Nikanor Ivánovich soñó que por todas las puertas entraban cocineros con gorros blancos y grandes cucharones. Unos pinches entraron en la sala una gran perola llena de sopa y una cesta con trozos de pan negro. Los espectadores se animaron. Los alegres cocineros corrían entre los amantes del teatro, servían la sopa y repartían el pan.
— A comer, amigos — gritaban los cocineros—, ¡y a entregar las divisas! ¡Qué ganas tenéis de estar aquí, comiendo esta porquería! Con lo bien que se está en casa, tomando una copita…
— Tú, por ejemplo, ¿qué haces aquí? —se dirigió a Nikanor Ivánovich un cocinero gordo con el cuello congestionado, y le alargó un plato con una hoja de col nadando solitaria en un líquido.
—¡No tengo! ¡No tengo! ¡No tengo! — gritó Nikanor Ivánovich con voz terrible—. Lo entiendes, ¡no tengo!
—¿No tienes? — vociferó el cocinero amenazador—, ¿no tienes? — preguntó de nuevo con voz cariñosa de mujer—. Bueno, bueno — decía, tranquilizador, convirtiéndose en la enfermera Praskovia Fédorovna.
Ésta sacudía suavemente a Nikanor Ivánovich, cogiéndole por los hombros.
Se disiparon los cocineros y desaparecieron el teatro y el telón. Nikanor Ivánovich, con los ojos llenos de lágrimas, vio su habitación del sanatorio y a dos personas con batas blancas, pero no eran los descarados cocineros con sus consejos impertinentes, sino el médico y Praskovia Fédorovna que tenía en sus manos un platillo con una jeringuilla cubierta de gasa.
—¡Pero qué es esto! — decía amargamente Nikanor Ivánovich, mientras le ponían la inyección—. ¡Si no tengo! ¡Que Pushkin les entregue las divisas! ¡Yo no tengo!
— Bueno, bueno — le tranquilizaba la compasiva Praskovia Fédorovna—, si no tiene, no pasa nada.
Después de la inyección, Nikanor Ivánovich se sintió mejor y durmió sin sueños.
Pero su desesperación pasó a la habitación 120, donde otro enfermo despertó y se puso a buscar su cabeza; luego a la 118, donde el desconocido maestro empezó a inquietarse, retorciéndose las manos, acongojado, mirando la luna y recordando la última noche de su vida, aquella amarga noche de otoño, la franja de luz debajo de la puerta y el pelo desrizado.
De la 118 la angustia voló por el balcón hacia Iván, que despertó llorando.
El médico no tardó en tranquilizar a todos los soliviantados y pronto se durmieron. El último en dormirse fue Iván, que lo hizo ya cuando el río empezó a clarear. Le llegó la calma como si se fuera acercando una ola y le fuera cubriendo, a medida que el medicamento le iba llegando a todo el cuerpo. Se le hizo éste más ligero y la brisa suave del sueño le refrescaba la cabeza. Se durmió oyendo el cantar matinal de los pájaros en el bosque. Pronto se callaron. Iván empezó a soñar con el sol que descendía sobre el monte Calvario, que estaba cerrado por un doble cerco…